Vaya semanita que llevo; llevamos sería más preciso.Mi esposa también lo está "sufriendo" Sucede que a nuestra casa han venido a pasar las fiestas de Burgos: mi madre, mi hermana, mi ahijado y su esposa y la niña de ambos. La ocupación hotelera de nuestra casa no daba para más, por suerte mis hijos y parejas se han quedado en Madrid sufriendo, supongo, los rigores del verano. A lo que iba: ocupas con "c", algún día debatiremos sobre nuestro lenguaje y lo que están haciendo con él. La ocupación la comencé a notar al no poder llegar hasta este ordenador con la frecuencia que hubiera deseado. Mi madre y mi hermana se han venido a vivir a la habitación del artefacto. Lo que iba a ser una visita de fin de semana ha tenido que alargarse al sufrir mi madre (94 años) un percance doméstico: se cayó en el baño, y a esa edad ya se sabe; afortunadamente parece que la caída no ha ido a mayores pero la pobre mujer está tullida del todo.
Como decía al comienzo, la ciudad está en fiestas y no me explicó cómo es posible que la población de Burgos se multiplique por dos o por tres. La ocupación de calles y plazas es tremenda. No hay sitio para moverse, y no es que yo me queje que a mí siempre me gustó la alegría de la gente. Pero es que esto no es alegría, es una algarabía descomunal. El ayuntamiento, dando rienda a su imaginación, provoca un "macrobotellón"(creo haberlo comentado en otro post) que se extiende por todo el centro de la ciudad. La bebida abundante y el tapeo al aire libre, ya que se instalan casetas de madera por avenidas y plazas, ocasiona que las aceras se llenen de platos y vasos de plástico, servilletas de papel, botellines, restos de comida, etc. Lo que digo una auténtica marranada. Uno se acuerda, al primer empujón, de dónde se meterá esta gente el resto del año. Es que resulta de no creer. Hay que vivirlo.
Pero bueno he encontrado un pequeño hueco en el que esta habitación estaba libre y me he puesto a escribir lo primero que se me ha pasado por la cabeza.
lunes, 29 de junio de 2009
miércoles, 24 de junio de 2009
En el refugio de los sueños:El bar del café pagado. Fídias. El hermano Castresana
Existe en Italia, en la bella ciudad de Nápoles, un barrio antiguo, quizás el más antiguo de la ciudad, cuya empinada calle de cantos rodados desemboca en el mar. El Mediterráneo besa los pies de este barrio humilde como pago del tributo que se merece. El humeante Vesubio se alza frente a las ventanas de las ventanas de las casas. Casas que si bien muestran en sus fachadas el paso de los años poseen la magia de la visión del mar y del volcán. A través de dichas ventanas se cuela la luz azul y el aire dorado por el sol mediterráneo. Pues bien en el centro, más o menos de este barrio hay un local que tiene por nombre: "El bar del café pagado".
La historia de este bar se ha ido aposentando gracias a que hace muchos, muchos años, a un cliente asíduo, le dio por dejar pagado un café al primer necesitado que entrase a pedir una limosna o algo de comer para combatir sus necesidades. Desde entonces algunas personas dejan al marcharse: "un café pagado". Raro es el día en que algún vecino de este barrio pregunta desde la puerta: ¿hay café pagado? Si la respuesta del dueño del local es positiva entra en el bar y sin hacer ruido toma ese café que una alma hermosa le ha obsequiado; en caso contrario cierra la puerta y volverá al día siguiente. Juran quienes conocen la historia que nunca solicitó el café quien pudiera pagarlo.
A Fidias, el gran escultor heleno, de cuyo arte sobresale la magnífica representación de la vestimenta en sus estatuas; estando esculpiendo las figuras del Partenón, le preguntaron el motivo por el cual tallaba con igual dedicación y pericia el frente y la espalda de las mismas, ya que ésta no la iba a ver nunca nadie.
La verán los dioses, contestaba Fídias.
De igual manera cuando estés pintando las paredes de tu vivienda, ordena correr los armarios para que los paramentos sean pintados en su totalidad, porque los verán los dioses.
Patio del Liceo Castilla, 10,45 horas de la mañana y 16,45 de la tarde, y hasta en punto. Un enjambre de chicos (entonces no existían los colegios mixtos, así nos ha ido. Hablo de 1957 más o menos) corre tras una pelota de goma. Varias pelotas, una por clase; calculo que cuatrocientos chicos, zapato más o menos gambeteábamos por allí esos "miserables 15 minutos". Habíamos bajado las escaleras lo más rápido posible, pero sin correr(allí debió inventarse la carrera de marcha); si nos veían corriendo, pitido y de vuelta a clase. No había que perder ni un segundo de partido. Estábamos divididos en dos grupos desde el primer día de curso por lo que no había que hacer equipos con el consabido: un pie otro pie, monta y cabe(si alguien no sabe de que va que me pregunte y trataré de explicárselo). Jugábamos veinte contra veinte, entonces las clases eran de cuarenta alumnos o más(vamos como ahora,¡y no pueden con ellos!). A mí me gustaban los días de lluvia, ya que sólo nos atrevíamos a jugar entre diez o doce chavales por clase y había más sitio para correr pegado a la cal y escupir el centro. El resto se quedaba mirándonos bajo los soportales del salón de actos y seguro que se reían de nosotros. ¡Tontos!, si supieran que con aquella lluvia que nos calaba los jerseys de lana nos fuimos vacunando contra la gripe y cualquier tipo de catarro posterior.
Pero eso sí tanto con lluvia como sin ella, a los quince minutos justos el maldito pito del hermano Castresana, un Marista que a mí me parecía muy mayor pues tenía el pelo blanco encima de una cabeza pequeña y que destacaba sobremanera de su sotana negra, atronaba el patio y hasta la pelota se quedaba triste; no digo que abandonada porque yo, no se muy bien el porqué, siempre era el encargado de subirla a clase. Desde mis recuerdos de niño juro que yo llegué a odiar a aquel fraile, que por otro lado nunca me hizo nada. Supongo que no le parecería poco lo del silbato dos veces por día y así durante una decada.
La historia de este bar se ha ido aposentando gracias a que hace muchos, muchos años, a un cliente asíduo, le dio por dejar pagado un café al primer necesitado que entrase a pedir una limosna o algo de comer para combatir sus necesidades. Desde entonces algunas personas dejan al marcharse: "un café pagado". Raro es el día en que algún vecino de este barrio pregunta desde la puerta: ¿hay café pagado? Si la respuesta del dueño del local es positiva entra en el bar y sin hacer ruido toma ese café que una alma hermosa le ha obsequiado; en caso contrario cierra la puerta y volverá al día siguiente. Juran quienes conocen la historia que nunca solicitó el café quien pudiera pagarlo.
A Fidias, el gran escultor heleno, de cuyo arte sobresale la magnífica representación de la vestimenta en sus estatuas; estando esculpiendo las figuras del Partenón, le preguntaron el motivo por el cual tallaba con igual dedicación y pericia el frente y la espalda de las mismas, ya que ésta no la iba a ver nunca nadie.
La verán los dioses, contestaba Fídias.
De igual manera cuando estés pintando las paredes de tu vivienda, ordena correr los armarios para que los paramentos sean pintados en su totalidad, porque los verán los dioses.
Patio del Liceo Castilla, 10,45 horas de la mañana y 16,45 de la tarde, y hasta en punto. Un enjambre de chicos (entonces no existían los colegios mixtos, así nos ha ido. Hablo de 1957 más o menos) corre tras una pelota de goma. Varias pelotas, una por clase; calculo que cuatrocientos chicos, zapato más o menos gambeteábamos por allí esos "miserables 15 minutos". Habíamos bajado las escaleras lo más rápido posible, pero sin correr(allí debió inventarse la carrera de marcha); si nos veían corriendo, pitido y de vuelta a clase. No había que perder ni un segundo de partido. Estábamos divididos en dos grupos desde el primer día de curso por lo que no había que hacer equipos con el consabido: un pie otro pie, monta y cabe(si alguien no sabe de que va que me pregunte y trataré de explicárselo). Jugábamos veinte contra veinte, entonces las clases eran de cuarenta alumnos o más(vamos como ahora,¡y no pueden con ellos!). A mí me gustaban los días de lluvia, ya que sólo nos atrevíamos a jugar entre diez o doce chavales por clase y había más sitio para correr pegado a la cal y escupir el centro. El resto se quedaba mirándonos bajo los soportales del salón de actos y seguro que se reían de nosotros. ¡Tontos!, si supieran que con aquella lluvia que nos calaba los jerseys de lana nos fuimos vacunando contra la gripe y cualquier tipo de catarro posterior.
Pero eso sí tanto con lluvia como sin ella, a los quince minutos justos el maldito pito del hermano Castresana, un Marista que a mí me parecía muy mayor pues tenía el pelo blanco encima de una cabeza pequeña y que destacaba sobremanera de su sotana negra, atronaba el patio y hasta la pelota se quedaba triste; no digo que abandonada porque yo, no se muy bien el porqué, siempre era el encargado de subirla a clase. Desde mis recuerdos de niño juro que yo llegué a odiar a aquel fraile, que por otro lado nunca me hizo nada. Supongo que no le parecería poco lo del silbato dos veces por día y así durante una decada.
jueves, 18 de junio de 2009
El pecado
¡Cómo dios! -pensó Nuria para sí cuando su madre le anunció que aquella tarde iba a salir y que no sabía a que hora volvería-. Hoy cierro el video-club por inventario - gritó mientras saltaba loca de contenta-. ¡Luis!¡Luis!, hoy vamos a estar solos, tú y yo, en esta casa toda para nosotros -siguió gritando como si su noviete pudiera escucharla-. ¡Hoy quemamos el salón!
¡Nuria, no vayas a tirar el florero con tanto alboroto!
-Recordé a Omar, Leonor. Los colores, los olores...todo me acercaba a Omar. No pude remediarlo.
-¿Acaso no fuiste a buscar su recuerdo, Ángela? -preguntó Leonor.
Ángela miró al techo. Una sonrisa se marcó en su boca.
-Sí, tienes razón. Creo que aciertas. Pero no lo puedo evitar. He pasado años añorándole. Había algo en él que no he encontrado en ningún otro hombre. Miento, quizás en Ildefonso haya algún rasgo de los que me hicieron enamorarme de Omar. Me refiero a su feminidad. Sí, no te extrañes, en todos los hombres hay caracteres femeninos, como supongo que entre las mujeres pasará lo contrario. No sé si son rasgos de ellos o sensaciones que siempre tuve. Creo que la sesnsibilidad no tiene porque ser una característica únicamente de las mujeres. Hay hombres, afortunadamente, y Omar era uno de ellos, que también la poseen. Será por eso que me enamoré perdidamente de él. Como te digo he buscado esa sensibilidad de la que hablo en otros hombres durante casi treinta años y nunca la he encontrado. Sí en las mujeres y con relativa frecuencia.
Leonor miraba a Ángela con la boca abierta.
-Sentirse amada -continuó-. Llegar a casa y notar los brazos de alguien que te haga vibrar la piel. ¿Es un sueño, Leonor? Creo que se puede pretender tenerlo. Cuando propuse a mi esposo el viaje a la India, él estuvo de acuerdo; claro que pensándolo bien, siempre me lo concede todo. Le amo, Leonor, de verdad, pero no puedo evitar lo que siento. Los recuerdos acuden a mi cabeza desde siempre.Permanecen ahí.
-Eso no es malo. Forma parte de tu vida.
-A veces pienso que me encapricho demasiado con las cosas. Dejémoslo estar. Fui feliz entonces y lo soy ahora, pero no pude evitar, al visitar los lugares por dónde anduve con aquel hombre, que el corazón me palpitara. Ildefonso, pobre mío, es todo dulzura y estaba encantado con que yo me sintiera feliz.
-No lo dudo, se te nota en la cara -dijo Leonor mirando a Ángela-. Y, ¡por lo demás?
-Lo demás, a parte de mi esposo y aquella antigua sensación, no contaba. Tenía unas enormes ganas de volver. Mi vida está aquí: en esta casa, en este barrio, en esta ciudad. Esta tarde, antes de que vinieras, he llegado y me he sentado en ese sofá que ahora ocupas tú, he cerrado los ojos y he sentido el inconfundible olor de las paredes, el aroma de la madera, los lejanos ruídos de las cañerías y esta luz que nos envuelve y a través de la cual se puede ver el polvo en suspensión; son como los sueños que siempre me acompañan cuando estoy aquí. Entre estas parede me siento feliz. Mi esposo lo sabe y ambos queremos que yo disponga de esta casa. No resulta maravilloso contar con alguien, después de cincuenta años, que te comprenda como Ildefonso me entiende a mí.
-Sí, estoy de acuerdo, pero Roberto me contó que al morir tu padre fuisteis a vivir con unos tíos.
-Sí, mi madre no podía con aquella casa, la que ocupa ahora mi hermano. El mundo se le vino encima; creo que más por las circunstancias económicas en que nos dejaba nuestra nueva situación, que por los sentiimientos hacia mi padre, que no eran muy agradables. Esta casa me vino a buscar después. Fue ella, la casa, la que me encontró a mí, no al revés. Una tarde paseaba por esta calle y el ruido de una contraventana, agitada por el viento, me hizo volver la cabeza; la fachada de la casa presentaba un aspecto desolador: las ventanas a medio caer y con los vidrios rotos, las bajantes de agua desgajadas de la pared, lo que se podía ver del tejado ni te cuento, en fin casi una ruina; pero pregunté por el dueño. Si deplorable era el exterior, el interior estaba para haber renunciado: todo estaba destrozado, Leonor, y eso fue lo que me convenció para comprarla. Yo por entonces ya era profesora en el Instituto Femenino. Había que reconstruirla entera y esa iba a ser mi labor. Haría una casa a mi medida. El resultado ya lo ves. La mayoría de las obras que tuve que realizar, excepto los trabajos más pesados, las hice yo misma, sin ayuda de nadie; Roberto me echó una mano, pero poco no creas; a él todo lo que no sea cine le aburre. Aquí he sido muy feliz. Leer en esa butaca de mimbre que hay en el jardín, mientras sentía la tibieza del sol en primavera y en otoño. Escuchar música en esta misma salita. Cosas sencillas que han sido mis verdaderas amigas. Te das cuenta, Leo, que las cosas más simples, las más cercanas, las mejores en definitiva, son siempre gratis. Y que por el contrario las que menos valor suelen tener, son caras. La soledad siempre me ha acompañado, incluso cuando estaba con otras personas. No hay cosa más triste que aburrirse en compañía.
-Una gran labor, sin duda -la interrumpió Leonor.
-Me lo debía. Mi vida nunca fue, hasta que hace bien poco cambiase de rumbo, una fiesta. La casa de mis tíos, aunque nos querían mucho a Roberto y a mí, era una casa triste, fría. Nunca escuché cantar, ni reir, tampoco llorar; no había vida. Existíamos nada más. Ahora pienso que en aquellos años no se podía hacer gran cosa. Por eso en cuanto tuve la oportunidad me vine a vivir aquí.
-Pero entre la casa de tus tíos y esta casa hay un hueco, Ángela. ¿Qué fue de tu vida en esos años? -preguntó Leonor.
-Mi vida, de verdad te interesa. Ya te dije que Roberto me había contado la tuya, y la mía se queda muy pobre, cuñada.
-Me huele que algo interesante me ocultas.
-¿Interesante? Como no sea que hasta hace bien poco yo vivía en pecado.
-¿Qué clase de pecado? -inquirió Leonor sonriendo.
-Siempre dije la verdad. Y esto es síntoma pecaminoso para los demás. Al menos para las personas con las que he coincidido.
-Pero, no entiendo el porqué.
-La verdad causa daño. Poca gente la asume cuando te refieres a ella, a su forma de vivir, a su manera de pensar. Mi madre, por ejemplo, nunca me perdonó que la echase en cara su debilidad ante mi padre, que tantos disgustos nos causó. Esa verdad hizo que nos distanciáramos. Vivíamos con mis tíos, como ya te dije, y sin embargo desde aquella conversación dejé de existir para ella, y para mi tía. Yo sé que ambas me querían pero no asumieron que mi verdad fuera distinta de la suya, simplemente ellas no la tenían. Con mi tío Luis fue diferente, aunque pensándolo bien...también fue su debilidad lo que hizo que yo tratara de dirigir su vida como yo creía que debía afrontarla: sin tanto pesimismo, sin tanta mansedumbre ante los demás: sus jefes y compañeros de trabajo. Era una persona buena y honrada pero llevaba su carácter débil hasta límites que yo no podía soportar.En el colegio me pasaba igual: era inconformista con los compañeros y profesores. Fue en aquellos años cuando comencé a conocer de cerca a la que sería mi mejor amiga: la soledad. No me asustó y además fortaleció mi caracter. Y mi hermano...Roberto, nunca estuvimos de acuerdo en nada. Él era dócil y entregado, yo no consentía que nadie me dijera lo que tenía que hacer si estaba segura de tener razón. Discutía por cualquier cosa. Defendía lo que pensaba por encima de todo y eso me fue arrinconando. La verdad, Leonor, me ha hecho mucho daño.
A medida que Ángela hablaba se había ido entristeciendo su rostro normalmente alegre. Leonor se acercó hasta el sofá sobre el que su cuñada estaba sentada y tomó sus manos entre las suyas. Esta muestra de cariño, o aprecio, en principio a nada le comprometía y ademas sirvió para tranquilizar a Ángela. Se quedaron mirándose a los ojos.
Lo que sucedió después sólo a ellas las concierne.
¡Si tu madre te viera ahora, Nuria! ¡ Ella a tu edad estaba cruzando el Paraná y tú acabas de atravesar el Rubicón!
¡Nuria, no vayas a tirar el florero con tanto alboroto!
-Recordé a Omar, Leonor. Los colores, los olores...todo me acercaba a Omar. No pude remediarlo.
-¿Acaso no fuiste a buscar su recuerdo, Ángela? -preguntó Leonor.
Ángela miró al techo. Una sonrisa se marcó en su boca.
-Sí, tienes razón. Creo que aciertas. Pero no lo puedo evitar. He pasado años añorándole. Había algo en él que no he encontrado en ningún otro hombre. Miento, quizás en Ildefonso haya algún rasgo de los que me hicieron enamorarme de Omar. Me refiero a su feminidad. Sí, no te extrañes, en todos los hombres hay caracteres femeninos, como supongo que entre las mujeres pasará lo contrario. No sé si son rasgos de ellos o sensaciones que siempre tuve. Creo que la sesnsibilidad no tiene porque ser una característica únicamente de las mujeres. Hay hombres, afortunadamente, y Omar era uno de ellos, que también la poseen. Será por eso que me enamoré perdidamente de él. Como te digo he buscado esa sensibilidad de la que hablo en otros hombres durante casi treinta años y nunca la he encontrado. Sí en las mujeres y con relativa frecuencia.
Leonor miraba a Ángela con la boca abierta.
-Sentirse amada -continuó-. Llegar a casa y notar los brazos de alguien que te haga vibrar la piel. ¿Es un sueño, Leonor? Creo que se puede pretender tenerlo. Cuando propuse a mi esposo el viaje a la India, él estuvo de acuerdo; claro que pensándolo bien, siempre me lo concede todo. Le amo, Leonor, de verdad, pero no puedo evitar lo que siento. Los recuerdos acuden a mi cabeza desde siempre.Permanecen ahí.
-Eso no es malo. Forma parte de tu vida.
-A veces pienso que me encapricho demasiado con las cosas. Dejémoslo estar. Fui feliz entonces y lo soy ahora, pero no pude evitar, al visitar los lugares por dónde anduve con aquel hombre, que el corazón me palpitara. Ildefonso, pobre mío, es todo dulzura y estaba encantado con que yo me sintiera feliz.
-No lo dudo, se te nota en la cara -dijo Leonor mirando a Ángela-. Y, ¡por lo demás?
-Lo demás, a parte de mi esposo y aquella antigua sensación, no contaba. Tenía unas enormes ganas de volver. Mi vida está aquí: en esta casa, en este barrio, en esta ciudad. Esta tarde, antes de que vinieras, he llegado y me he sentado en ese sofá que ahora ocupas tú, he cerrado los ojos y he sentido el inconfundible olor de las paredes, el aroma de la madera, los lejanos ruídos de las cañerías y esta luz que nos envuelve y a través de la cual se puede ver el polvo en suspensión; son como los sueños que siempre me acompañan cuando estoy aquí. Entre estas parede me siento feliz. Mi esposo lo sabe y ambos queremos que yo disponga de esta casa. No resulta maravilloso contar con alguien, después de cincuenta años, que te comprenda como Ildefonso me entiende a mí.
-Sí, estoy de acuerdo, pero Roberto me contó que al morir tu padre fuisteis a vivir con unos tíos.
-Sí, mi madre no podía con aquella casa, la que ocupa ahora mi hermano. El mundo se le vino encima; creo que más por las circunstancias económicas en que nos dejaba nuestra nueva situación, que por los sentiimientos hacia mi padre, que no eran muy agradables. Esta casa me vino a buscar después. Fue ella, la casa, la que me encontró a mí, no al revés. Una tarde paseaba por esta calle y el ruido de una contraventana, agitada por el viento, me hizo volver la cabeza; la fachada de la casa presentaba un aspecto desolador: las ventanas a medio caer y con los vidrios rotos, las bajantes de agua desgajadas de la pared, lo que se podía ver del tejado ni te cuento, en fin casi una ruina; pero pregunté por el dueño. Si deplorable era el exterior, el interior estaba para haber renunciado: todo estaba destrozado, Leonor, y eso fue lo que me convenció para comprarla. Yo por entonces ya era profesora en el Instituto Femenino. Había que reconstruirla entera y esa iba a ser mi labor. Haría una casa a mi medida. El resultado ya lo ves. La mayoría de las obras que tuve que realizar, excepto los trabajos más pesados, las hice yo misma, sin ayuda de nadie; Roberto me echó una mano, pero poco no creas; a él todo lo que no sea cine le aburre. Aquí he sido muy feliz. Leer en esa butaca de mimbre que hay en el jardín, mientras sentía la tibieza del sol en primavera y en otoño. Escuchar música en esta misma salita. Cosas sencillas que han sido mis verdaderas amigas. Te das cuenta, Leo, que las cosas más simples, las más cercanas, las mejores en definitiva, son siempre gratis. Y que por el contrario las que menos valor suelen tener, son caras. La soledad siempre me ha acompañado, incluso cuando estaba con otras personas. No hay cosa más triste que aburrirse en compañía.
-Una gran labor, sin duda -la interrumpió Leonor.
-Me lo debía. Mi vida nunca fue, hasta que hace bien poco cambiase de rumbo, una fiesta. La casa de mis tíos, aunque nos querían mucho a Roberto y a mí, era una casa triste, fría. Nunca escuché cantar, ni reir, tampoco llorar; no había vida. Existíamos nada más. Ahora pienso que en aquellos años no se podía hacer gran cosa. Por eso en cuanto tuve la oportunidad me vine a vivir aquí.
-Pero entre la casa de tus tíos y esta casa hay un hueco, Ángela. ¿Qué fue de tu vida en esos años? -preguntó Leonor.
-Mi vida, de verdad te interesa. Ya te dije que Roberto me había contado la tuya, y la mía se queda muy pobre, cuñada.
-Me huele que algo interesante me ocultas.
-¿Interesante? Como no sea que hasta hace bien poco yo vivía en pecado.
-¿Qué clase de pecado? -inquirió Leonor sonriendo.
-Siempre dije la verdad. Y esto es síntoma pecaminoso para los demás. Al menos para las personas con las que he coincidido.
-Pero, no entiendo el porqué.
-La verdad causa daño. Poca gente la asume cuando te refieres a ella, a su forma de vivir, a su manera de pensar. Mi madre, por ejemplo, nunca me perdonó que la echase en cara su debilidad ante mi padre, que tantos disgustos nos causó. Esa verdad hizo que nos distanciáramos. Vivíamos con mis tíos, como ya te dije, y sin embargo desde aquella conversación dejé de existir para ella, y para mi tía. Yo sé que ambas me querían pero no asumieron que mi verdad fuera distinta de la suya, simplemente ellas no la tenían. Con mi tío Luis fue diferente, aunque pensándolo bien...también fue su debilidad lo que hizo que yo tratara de dirigir su vida como yo creía que debía afrontarla: sin tanto pesimismo, sin tanta mansedumbre ante los demás: sus jefes y compañeros de trabajo. Era una persona buena y honrada pero llevaba su carácter débil hasta límites que yo no podía soportar.En el colegio me pasaba igual: era inconformista con los compañeros y profesores. Fue en aquellos años cuando comencé a conocer de cerca a la que sería mi mejor amiga: la soledad. No me asustó y además fortaleció mi caracter. Y mi hermano...Roberto, nunca estuvimos de acuerdo en nada. Él era dócil y entregado, yo no consentía que nadie me dijera lo que tenía que hacer si estaba segura de tener razón. Discutía por cualquier cosa. Defendía lo que pensaba por encima de todo y eso me fue arrinconando. La verdad, Leonor, me ha hecho mucho daño.
A medida que Ángela hablaba se había ido entristeciendo su rostro normalmente alegre. Leonor se acercó hasta el sofá sobre el que su cuñada estaba sentada y tomó sus manos entre las suyas. Esta muestra de cariño, o aprecio, en principio a nada le comprometía y ademas sirvió para tranquilizar a Ángela. Se quedaron mirándose a los ojos.
Lo que sucedió después sólo a ellas las concierne.
¡Si tu madre te viera ahora, Nuria! ¡ Ella a tu edad estaba cruzando el Paraná y tú acabas de atravesar el Rubicón!
lunes, 15 de junio de 2009
En el refugio de los sueños: Almuerzo para dos.
"Esta historia la leí hace muchos años. Creo que a medida que han pasado los años es más real su conclusión. Lógicamente los diálogos no los recuerdo; lo que escribo es un poco la síntesis de los recuerdos de aquel para mí bello e instructivo cuento".
María había acudido al centro comercial situado cerca de su lugar de trabajo. Iba allí con cierta frecuencia, pues podía hacer sus compras y almorzar sin emplear demasiado tiempo del escaso del que disponía en su apretado horario. Tras efectuar sus compras se acercó al restaurante del "boufet" donde solía almolzar y eligió la comida: sopa y muslo de pollo (había que cuidarse). Mirando por encima de la bandeja buscó una mesa, posó la bolsa de sus compras en una silla y la comida sobre la mesa. Al sentarse comprobó que no había cogido cubiertos; se levantó y se acercó hasta la barra para solicitarlos. Al regresar a la mesa vio, con sorpresa, que un hombre negro se había sentado en una silla contígua a la bolsa de sus compras y tomaba del plato la humeante sopa con aparente tranquilidad.
¡Qué descaro! -pensó-. Asombrada, tomó asiento y se quedó mirando al hombre.
-Buenos días, señor. ¿Está buena la sopa? -preguntó con ironía.
-Muy buena, pero un poco sosa para mi gusto. ¿Me podría acercar el salero, por favor?
-Con mucho gusto caballero. ¿Le importaría que probase yo también de "su plato"? -volvió a preguntar alargando las últimas palabras.
El hombre se quedó mirando los ojos azules de María y respondió:
-Claro, los bienes que ha puesto Dios en el mundo son para que los compartamos. Pero, si vamos a comer juntos, permita que me presente, me llamo Hamed -y mientras ésto decía extendió la mano a la muchacha.
-María, me llamo María -balbució la chica mientras devolvía, incrédula, el saludo.
-Perdone la indiscreción. Usted no es de Burgos, ¡verdad?
-No, ¿en que lo ha notado?
-No, en nada, no se preocupe.
El hombre no se preocupó en absoluto y siguió comiendo.
María hizo lo mismo; tenía hambre.
-Lo difícil va a ser compartir este muslo de pollo -dijo Hamed- ¿Le importa que lo trocee con los dedos? He notado que en este país son ustedes un poco escrupulosos.
-No, proceda, buen hombre. A mí ya todo me da igual -añadió María en voz baja.
-¡Hamed, me llamo Hamed!
-Perdone si le he molestado.
-No, no me ha molestado. Lo que ocurre es que con este muslo de pollo para los dos nos vamos a quedar con hambre.
-No, si por mí, con un poco de sopa tengo suficiente, no se crea.
-María, hace usted mal, debería cuidarse más. La comida es muy necesaria. Tome, pruebe el pollo, está delicioso. La va a encantar.
-Bueno, pero deje que lo coja yo misma con el tenedor.
-Como quiera, pero las aves saben mejor comiéndolas con los dedos; además te los puedes chupar luego.
María no podía creer lo que le estaba pasando.
-Bueno, debo irme -dijo azorada- Ha sido un placer conocerle -dudó antes de pronunciar el nombre del desconocido-, Hamed.
-El placer ha sido mío, se lo aseguro. Nunca estuve comiendo con una muchacha tan bella, y, mucho menos, siendo de ella la iniciativa de sentarse a compartir los alimentos conmigo.
-María no podía creer lo que la estaba ocurriendo. Lo comprendió al levantarse y comprobar que una bandeja con un plato de sopa y otro de pollo habían sido mudos testigos de la escena desde una mesa contigua y solitaria.
María había acudido al centro comercial situado cerca de su lugar de trabajo. Iba allí con cierta frecuencia, pues podía hacer sus compras y almorzar sin emplear demasiado tiempo del escaso del que disponía en su apretado horario. Tras efectuar sus compras se acercó al restaurante del "boufet" donde solía almolzar y eligió la comida: sopa y muslo de pollo (había que cuidarse). Mirando por encima de la bandeja buscó una mesa, posó la bolsa de sus compras en una silla y la comida sobre la mesa. Al sentarse comprobó que no había cogido cubiertos; se levantó y se acercó hasta la barra para solicitarlos. Al regresar a la mesa vio, con sorpresa, que un hombre negro se había sentado en una silla contígua a la bolsa de sus compras y tomaba del plato la humeante sopa con aparente tranquilidad.
¡Qué descaro! -pensó-. Asombrada, tomó asiento y se quedó mirando al hombre.
-Buenos días, señor. ¿Está buena la sopa? -preguntó con ironía.
-Muy buena, pero un poco sosa para mi gusto. ¿Me podría acercar el salero, por favor?
-Con mucho gusto caballero. ¿Le importaría que probase yo también de "su plato"? -volvió a preguntar alargando las últimas palabras.
El hombre se quedó mirando los ojos azules de María y respondió:
-Claro, los bienes que ha puesto Dios en el mundo son para que los compartamos. Pero, si vamos a comer juntos, permita que me presente, me llamo Hamed -y mientras ésto decía extendió la mano a la muchacha.
-María, me llamo María -balbució la chica mientras devolvía, incrédula, el saludo.
-Perdone la indiscreción. Usted no es de Burgos, ¡verdad?
-No, ¿en que lo ha notado?
-No, en nada, no se preocupe.
El hombre no se preocupó en absoluto y siguió comiendo.
María hizo lo mismo; tenía hambre.
-Lo difícil va a ser compartir este muslo de pollo -dijo Hamed- ¿Le importa que lo trocee con los dedos? He notado que en este país son ustedes un poco escrupulosos.
-No, proceda, buen hombre. A mí ya todo me da igual -añadió María en voz baja.
-¡Hamed, me llamo Hamed!
-Perdone si le he molestado.
-No, no me ha molestado. Lo que ocurre es que con este muslo de pollo para los dos nos vamos a quedar con hambre.
-No, si por mí, con un poco de sopa tengo suficiente, no se crea.
-María, hace usted mal, debería cuidarse más. La comida es muy necesaria. Tome, pruebe el pollo, está delicioso. La va a encantar.
-Bueno, pero deje que lo coja yo misma con el tenedor.
-Como quiera, pero las aves saben mejor comiéndolas con los dedos; además te los puedes chupar luego.
María no podía creer lo que le estaba pasando.
-Bueno, debo irme -dijo azorada- Ha sido un placer conocerle -dudó antes de pronunciar el nombre del desconocido-, Hamed.
-El placer ha sido mío, se lo aseguro. Nunca estuve comiendo con una muchacha tan bella, y, mucho menos, siendo de ella la iniciativa de sentarse a compartir los alimentos conmigo.
-María no podía creer lo que la estaba ocurriendo. Lo comprendió al levantarse y comprobar que una bandeja con un plato de sopa y otro de pollo habían sido mudos testigos de la escena desde una mesa contigua y solitaria.
viernes, 12 de junio de 2009
Serrat
Ayer fuimos a escuchar a Joan Manuel. Es tan nuestro, tan cercano, que después de más de cuarenta años siéndole fieles, bien podemos llamarle por su nombre propio; estoy seguro además que no le importa en absoluto. Después de diez años sin venir a cantar a Burgos, a algunos políticos no les debe parecer bien su forma de ser, por fin tuvimos ocasión de escucharle en nuestra ciudad. Y que satisfacción. El Serrat más íntimo, más humano, más cercano como al principio comentaba, nos llenó de felicidad durante más de dos horas. Está mayor, claro; él mismo lo dijo de nosotros: ¡claro como hace diez años que no los veo! Así comenzó. El concierto fue un acto de cordura y simpatía: nos deleitó con tres o cuatro monólogos dignos de un buen actor. En cuanto a las canciones que interpretó, aunque todas, como es lógico, conocidas, no eran las más significativas en su carrera. Sí, estaban "mediterráneo", "estas pequeñas cosas","Penélope"..., pero también introdujo algunas de aquéllas que no han tenido tanta repercusión, a pesar de su alta calidad. Lo bueno de sus letras es que siempre te cuentan una historia con transfondo, será por eso que "El nano" es el "Maestro". Acompañado, únicamente sería poco decir, con su guitarra y con Ricard Miralles al piano, la intimidad se hizo absoluta. A mí me dio la sensación de que estaba en el salón de mi casa y me cantaba en exclusiva. Esta fue también la apreciación de familiares y amigos que compartimos la audición.
Al final del concierto, y como no le dejábamos marchar, se marcó tres bises para el recuerdo, y se despidió con otra nota de humor: "No dejeis pasar otros diez años en invitarme que estaré ya en malas condiciones"
Nos regaló, además, algunos proverbios orientales. Me gustó el que más o menos decía: "Quien no sepa sonreir que no ponga jamás una tienda". Ya digo, genial en todo. Gracias Joan Manuel.
Al final del concierto, y como no le dejábamos marchar, se marcó tres bises para el recuerdo, y se despidió con otra nota de humor: "No dejeis pasar otros diez años en invitarme que estaré ya en malas condiciones"
Nos regaló, además, algunos proverbios orientales. Me gustó el que más o menos decía: "Quien no sepa sonreir que no ponga jamás una tienda". Ya digo, genial en todo. Gracias Joan Manuel.
lunes, 8 de junio de 2009
En el refugio de los sueños: Viajar sin billete.
Siempre me dio por viajar. La mayoría de las veces sin pretenderlo. Ya desde niño viajé mucho. No recuerdo con exactitud cuándo fue la primera vez, porque debía de ser muy pequeño. Los recuerdos son frágiles y siempre olvidamos aquellos que no nos fueron favorables. Son como los perfúmenes; a la mayoría se los acaba llevando el viento. Quisiera adentrarme más allá del recuerdo más lejano que poseo, pero me estanco en el rostro de dos personas mayores, quizás porque fueron las primeras que conocí en aquellos viajes iniciales: él tenía barba y el rostro afilado y albino, y ella con la cara redonda y siempre sonrojada que me sonreía cada vez que nos veíamos. Eran amables, pero hablaban raro; las palabras que pronunciaban yo no las había escuchado jamás, claro que por aquel entonces apenas si sabía hablar, pero me sonaban extrañas, distintas a las que escuchaba y ya casi entendía, en la casa de mis padres. En aquel primer viaje, de mis recuerdos, vivíamos en una casa de campo muy clara en la que entraba el sol de mañana, también se oía un ruido acompasado surante todo el día, a veces aumentaba de intensidad; más tarde me enteré que lo llamaban "el mar" o algo parecido, "la mer" podría ser. Las paredes de mi habitación estaban empapeladas de color verde con jarrones dorados por filas y de arriba a abajo, yo las veía de abajo a arriba, ya he dicho que por aquel entonces era muy pequeño. No me gustaron desde un principio. En aquella casa se oía música durante todo el día. Yo, claro, no la entendía, pero dejó en mí un poso que con los años me creó hábito, y que hoy agradezo el viaje aunque sólo sea por aquel sonido.
En este primer viaje y el que soy capaz de recordar tengo la sospecha de que hubo algunos más, pero pertenecen al reino del olvido.
En el segundo viaje las cosas cambiaron mucho; me refiero a lo que estaba acostumbrado a ver y lo que iba descubriendo por aquellas tierras. Las primeras personas con las que conviví siempre eran mayores, claro que a mí casi todas las personas me parecían mayores por aquellos años; debía de tener alrededor de diez, y, Mario y Julieta, me llamaban "bambino". No lo entendía muy bien, creía que era una especie de mote. En Burgos me llamaban "chiri" los amigos del barrio, con los que compartía los días. Los meses que duró aquel viaje, salía con frecuencia de casa. Íbamos en un coche "Fiat"que recordaba a los "seat seiscientos españoles"; siempre me llevaban en brazos: los brazos de Mario, conducía su mujer, fueron mi primera y última silla de coche para niños. Julieta me enseñaba a todas sus amistades. Hablaban mucho. Yo apenas entendía lo que decían. Ella y Mario les contaban dónde me habían conocido y los lugares que habían visitado conmigo. A mí sólo me sonaban los cercanos a mi domicilio: el Espolón, la Catedral, el río Arlanzón; de lo demás no me enteraba y apenas si prestaba atención. En aquella casa, oscura por cierto, solía ir un niño, más joven que yo, que en cuanto Julieta me presentaba, no hacía más que arañarme. Marcelo, que así se llamaba ese salvaje, era su nieto. Por la educación que había recibido en casa de mis padres, no me atrevía a responderle con sus mismas armas. Venía a casa de "la mamma" con su madre, Graciela, la mujer más hermosa sobre la que he posado mis ojos. Los suyos eran transparentes y la mirada se perdía en su interior. Fue mi primer gran amor. Soñaba todas las noches con que llegara el día de volver a verla. Venía poco por casa de sus padres por lo que, para mi tristeza, la veía muy de tarde en tarde. Mi enamoramiento se fue debilitando; el amor, como la amistad, precisa de contacto. También estaba la diferencia de edad, pero eso entonces no contaba para mí
Cada vez viajaba más lejos. Un día me vi rodeado de montañas. Desde las ventanas de la casa se podía ver el mar, no, era un lago, un lago grande; no había olas, pero sí pequeñas embarcaciones con mástiles que parecían rozar el cielo. Las casas, de madera, eran como yo las imaginaba en los cuentos que me contaba mi mamá antes de dormir. Tenían las ventanas llenas de flores y desde allí yo veía el jardín de vez en cuando. En algunas ocasiones, Edgber, una mujer gruesa que olía a pan recién hecho, se sentaba en su hamaca y tomaba el sol en el balcón que daba al jardín, un prado verde lleno de margaritas y protegido por una valla pintada de color blanco. La veía sonreír recordando, seguro, momentos dichosos.
Otros muchos viajes me acompañaron, día a día, desde aquél ya lejano primer recuerdo. Sería largo y tedioso recordarlos todos. Me he hecho mayor y me sigue gustando viajar; en mis fotografías invito a mi casa a personas de lejanos lugares que ahora se convierten en improvisados viajeros y se quedan sorprendidos de mi tierra.
En este primer viaje y el que soy capaz de recordar tengo la sospecha de que hubo algunos más, pero pertenecen al reino del olvido.
En el segundo viaje las cosas cambiaron mucho; me refiero a lo que estaba acostumbrado a ver y lo que iba descubriendo por aquellas tierras. Las primeras personas con las que conviví siempre eran mayores, claro que a mí casi todas las personas me parecían mayores por aquellos años; debía de tener alrededor de diez, y, Mario y Julieta, me llamaban "bambino". No lo entendía muy bien, creía que era una especie de mote. En Burgos me llamaban "chiri" los amigos del barrio, con los que compartía los días. Los meses que duró aquel viaje, salía con frecuencia de casa. Íbamos en un coche "Fiat"que recordaba a los "seat seiscientos españoles"; siempre me llevaban en brazos: los brazos de Mario, conducía su mujer, fueron mi primera y última silla de coche para niños. Julieta me enseñaba a todas sus amistades. Hablaban mucho. Yo apenas entendía lo que decían. Ella y Mario les contaban dónde me habían conocido y los lugares que habían visitado conmigo. A mí sólo me sonaban los cercanos a mi domicilio: el Espolón, la Catedral, el río Arlanzón; de lo demás no me enteraba y apenas si prestaba atención. En aquella casa, oscura por cierto, solía ir un niño, más joven que yo, que en cuanto Julieta me presentaba, no hacía más que arañarme. Marcelo, que así se llamaba ese salvaje, era su nieto. Por la educación que había recibido en casa de mis padres, no me atrevía a responderle con sus mismas armas. Venía a casa de "la mamma" con su madre, Graciela, la mujer más hermosa sobre la que he posado mis ojos. Los suyos eran transparentes y la mirada se perdía en su interior. Fue mi primer gran amor. Soñaba todas las noches con que llegara el día de volver a verla. Venía poco por casa de sus padres por lo que, para mi tristeza, la veía muy de tarde en tarde. Mi enamoramiento se fue debilitando; el amor, como la amistad, precisa de contacto. También estaba la diferencia de edad, pero eso entonces no contaba para mí
Cada vez viajaba más lejos. Un día me vi rodeado de montañas. Desde las ventanas de la casa se podía ver el mar, no, era un lago, un lago grande; no había olas, pero sí pequeñas embarcaciones con mástiles que parecían rozar el cielo. Las casas, de madera, eran como yo las imaginaba en los cuentos que me contaba mi mamá antes de dormir. Tenían las ventanas llenas de flores y desde allí yo veía el jardín de vez en cuando. En algunas ocasiones, Edgber, una mujer gruesa que olía a pan recién hecho, se sentaba en su hamaca y tomaba el sol en el balcón que daba al jardín, un prado verde lleno de margaritas y protegido por una valla pintada de color blanco. La veía sonreír recordando, seguro, momentos dichosos.
Otros muchos viajes me acompañaron, día a día, desde aquél ya lejano primer recuerdo. Sería largo y tedioso recordarlos todos. Me he hecho mayor y me sigue gustando viajar; en mis fotografías invito a mi casa a personas de lejanos lugares que ahora se convierten en improvisados viajeros y se quedan sorprendidos de mi tierra.
viernes, 5 de junio de 2009
El abrazo.
Había quedado un abrazo en el aire; el que fue visto por Roberto y le había hecho sonreír.
Ángela y Leonor habían pasado juntas la mayor parte de la fiesta. Mientras Ildefonso atendía a sus invitados, en un día tan importante para él, la cuñada de Mari Leo no había parado de urdir planes para el futuro. Siempre había sido así: inquieta, extrovertida. Todo ello le había producido más de un disgusto en su vida, pero ella lo llevaba con suficiencia y estaba a gusto con su forma de ser. Por qué iba a cambiar ya a su edad. Ni tan siquiera el matrimonio debía de alterar esta actitud -pensaba-. Quería a su esposo, pero eso no era el fin de todo lo que anhelaba. Nunca había convertido su existencia en una rutina y pensaba seguir así. Era, según su opinión, su esposo el que tenía que hacer un esfuerzo por seguirla y no quedarse atrás. Debía vencer sus convencionalismos, y allí estaba ella para ayudarlo.
Las dos mujeres eran cómplices. Sentadas una frente a la otra habían conversado de lo humano y de lo divino. Sus frecuentes risas llegaban a los invitados más próximos, los cuales volvían hacia ellas sus cabezas. Ángela se había sincerado con su nueva amiga. Cuando el bullicio de la música exterior empezó a disminuir, y ya en el interior del hotel, las dos mujeres comenzaron a tramar confidencias. Ángela se había enterado de la vida, trágica la había denominado Leonor, de su cuñada a travás como era lógico de Roberto. Y sin querer, como si fuera lo más normal del mundo en el día de su boda, deseaba hablar de la de ella con Leonor.
-Ángela -la interrumpió Leonor-, nos están mirando tus invitadosn creo que deberías prestarles un poco más de atención.
-Tienes razón -replicó Ángela-. Es mejor que pospongamos nuestra conversación para un momento y un lugar más apropiado. Cuando volvamos de la luna de miel...
-¿Dónde vais?
-¡No te lo he dicho!: a la India.
-¡A la India! ¡Qué envidia!...¿Aunque un poco lejos, no?¿Crees que Ildefonso aguantará?
-Si sale vivo esta noche de mi lencería, seguro que sí -apostilló Ángela mientras se levantaba con la felicidad enmarcando su rostro e iba hacia el resto de los invitados.
Leonor levantó su copa mientras la novia se alejaba envuelta en su hermoso sari azul. Buscó con la mirada a Roberto y se acercó a él.
-Hola mi amor -dijo éste-. Me tienes muy abandonado esta noche. Ya veo que te llevas con mi hermana mejor que yo.
-Habla bien de ti, así que no la critiques.
Un mes más tarde y a las ocho de la mañana el timbre del teléfono despertó a Leonor.
-Hola Leo, soy Ángela...
-¡Ángela! -exclamó Leonor mientras bostezaba- Ya habéis vuelto...
-Claro, por eso te llamo; para quedar contigo esta tarde...si puedes. Tengo muchas cosas que contarte y deseo verte.
-Me gustaría, pero...
-¿Tu hija?
-No, Nuria está ya de vacaciones y puede quedarse a cargo del video-club, pero es que había quedado con Roberto.
-Dale cualquier excusa. Los hombres se lo creen todo, y si están enamorados ni te cuento.
-De acuerdo. Pero, ¿no estás en el hotel? Me digiste que iba a ser tu nueva casa. Y allí no puedo ir. ¿Qué no se conducir! -añadió Leonor en voz baja como si alguien pudiera escucharle. Nuria dormía como se suele decir: como un tronco.
-No. Estaré a las diecisiete horas en mi antigua casa. Quiero conservarla...para mis cosas. Ilde está de acuerdo. Así no le doy la tabarra dice. Y yo encantada. Además como él suele viajar a menudo por negocios, y aunque dice que le gustaría que vaya con él, no creo que lo haga siempre; esas cosas me aburren. A mí lo que me gusta es la ciudad: el pueblo más pequeño debiera de ser como Nueva York.
-Que exageras eres, Ángela. A las "diecisite horas" como tú dices. Tengo ganas de verte.
-Y yo, cariño.
Ángela y Leonor habían pasado juntas la mayor parte de la fiesta. Mientras Ildefonso atendía a sus invitados, en un día tan importante para él, la cuñada de Mari Leo no había parado de urdir planes para el futuro. Siempre había sido así: inquieta, extrovertida. Todo ello le había producido más de un disgusto en su vida, pero ella lo llevaba con suficiencia y estaba a gusto con su forma de ser. Por qué iba a cambiar ya a su edad. Ni tan siquiera el matrimonio debía de alterar esta actitud -pensaba-. Quería a su esposo, pero eso no era el fin de todo lo que anhelaba. Nunca había convertido su existencia en una rutina y pensaba seguir así. Era, según su opinión, su esposo el que tenía que hacer un esfuerzo por seguirla y no quedarse atrás. Debía vencer sus convencionalismos, y allí estaba ella para ayudarlo.
Las dos mujeres eran cómplices. Sentadas una frente a la otra habían conversado de lo humano y de lo divino. Sus frecuentes risas llegaban a los invitados más próximos, los cuales volvían hacia ellas sus cabezas. Ángela se había sincerado con su nueva amiga. Cuando el bullicio de la música exterior empezó a disminuir, y ya en el interior del hotel, las dos mujeres comenzaron a tramar confidencias. Ángela se había enterado de la vida, trágica la había denominado Leonor, de su cuñada a travás como era lógico de Roberto. Y sin querer, como si fuera lo más normal del mundo en el día de su boda, deseaba hablar de la de ella con Leonor.
-Ángela -la interrumpió Leonor-, nos están mirando tus invitadosn creo que deberías prestarles un poco más de atención.
-Tienes razón -replicó Ángela-. Es mejor que pospongamos nuestra conversación para un momento y un lugar más apropiado. Cuando volvamos de la luna de miel...
-¿Dónde vais?
-¡No te lo he dicho!: a la India.
-¡A la India! ¡Qué envidia!...¿Aunque un poco lejos, no?¿Crees que Ildefonso aguantará?
-Si sale vivo esta noche de mi lencería, seguro que sí -apostilló Ángela mientras se levantaba con la felicidad enmarcando su rostro e iba hacia el resto de los invitados.
Leonor levantó su copa mientras la novia se alejaba envuelta en su hermoso sari azul. Buscó con la mirada a Roberto y se acercó a él.
-Hola mi amor -dijo éste-. Me tienes muy abandonado esta noche. Ya veo que te llevas con mi hermana mejor que yo.
-Habla bien de ti, así que no la critiques.
Un mes más tarde y a las ocho de la mañana el timbre del teléfono despertó a Leonor.
-Hola Leo, soy Ángela...
-¡Ángela! -exclamó Leonor mientras bostezaba- Ya habéis vuelto...
-Claro, por eso te llamo; para quedar contigo esta tarde...si puedes. Tengo muchas cosas que contarte y deseo verte.
-Me gustaría, pero...
-¿Tu hija?
-No, Nuria está ya de vacaciones y puede quedarse a cargo del video-club, pero es que había quedado con Roberto.
-Dale cualquier excusa. Los hombres se lo creen todo, y si están enamorados ni te cuento.
-De acuerdo. Pero, ¿no estás en el hotel? Me digiste que iba a ser tu nueva casa. Y allí no puedo ir. ¿Qué no se conducir! -añadió Leonor en voz baja como si alguien pudiera escucharle. Nuria dormía como se suele decir: como un tronco.
-No. Estaré a las diecisiete horas en mi antigua casa. Quiero conservarla...para mis cosas. Ilde está de acuerdo. Así no le doy la tabarra dice. Y yo encantada. Además como él suele viajar a menudo por negocios, y aunque dice que le gustaría que vaya con él, no creo que lo haga siempre; esas cosas me aburren. A mí lo que me gusta es la ciudad: el pueblo más pequeño debiera de ser como Nueva York.
-Que exageras eres, Ángela. A las "diecisite horas" como tú dices. Tengo ganas de verte.
-Y yo, cariño.
jueves, 4 de junio de 2009
Mrs.Dalloway o el sentido de las horas
"De vez en cuando suelo volver a ver en DVD algunas de las películas que me han gustado de una manera especial. Ayer vi de nuevo LAS HORAS, para mi gusto una pequeña maravilla. Sigue un comentario de lo que pienso de ella"
Cuando Michael Cunningham llevaba escrita buena parte de su novela "Las horas", cayó en la cuenta de que lo único que estaba haciendo era situar a la protagonista de la conocida obra de Virginia Wolf, Mrs.Dalloway, una londinense de clase media de principios del siglo XX, en una mujer de la alta sociedad estadounidense en la actualidad. Cunningham comprendió que no era el camino para contar lo que deseaba, y decidió relatar por separado la cotidianidad diaria de tres personajes: la vida de la propia escritora inglesa, la de una mujer contemporánea, y la de una tercera mujer, inspirada en la propieda madre del escritor, que lee con avidez Mrs. Dalloway. El libro relata el día a día de tres mujeres en épocas distintas. Considera que lo más importante de la vida consiste en vivirla, puesto que es lo más maravilloso que se posee. La magnífica novela fue titulada "Las horas", por haber sido el título inicial del libro de Virginia Wolf. Esta obra fue llevada al cine con gran éxito de público y crítica.
El espectador de la película no sabe, en principio, cómo conectar las tres historias, puesto que funciona como un thriller que va sorprendiendo a medidad que llegan los giros en la vida de las tres protagonistas.
La soledad, la búsqueda de experiencias y la demencia de Virginia Wolf se hallan presente a lo largo de la historia. La película va más allá: intenta acercarnos a la dificultad, la complejidad y la tragedia de la propia vida. Las tres mujeres desarrollan este triple papel en sus magníficas interpretaciones. Bien es cierto que cada actriz asume más de cerca uno de ellos, pero no abandona los otros dos. Así, Meryl Streep hace una gran interpretación sobre la dificultad de vivir un día cualquiera en la ciudad de Nueva York. La diversidad de la ciudad, el incesante tráfico y el estrés, la sumen en un torbellino de actividades que se van conformando de manera vertiginosa ante nuestros ojos, pero la soledad es el centro de la vida. Soledad que se cristaliza en su amigo y amante Richard, enfermo de sida, y quien al final dará sentido a la historia de las tres mujeres. Richard, conocedor de la suerte que le aguarda, irá contando las horas. Tomará la decisión del suicidio y se arrojará por la ventana ante la mirada enamorada e incrédula de su amante.
La actriz Julianne Moore representa el personaje de una joven esposa y madre que vive en Los Ángeles tras la Segunda Guerra Mundial. Leyendo Mrs.Dolloway comienza a considerar el llevar a cabo un devastador cambio en su vida, que le acercará al suicidio. El director conduce la acción inundando de agua la habitación del hotel en la que la protagonista está leyendo acostada en la cama mientras hace intención de tomar las pastillas de un frasco. La imagen nos transporta inmediatamente al comienzo de la película: Virginia Wolf, tras llenarse de piedras los bolsillos del abrigo, se sumerge con lentitud en las aguas del río. En un momento de sensatez, la madre evoca los ojos de su pequeño y decide no quitarse la vida. Reaparecerá al final de la película, ya mayor, en la casa de la protagonista neoyorquina, al enterarse de la muerte de su hijo, que no es otro que Richard. Los intensos ojos azules de Richard y del niño que fue nos llevan a la comprensión.
Nicole Kidman es Virginia Wolf. Vive en un suburbio de Londres hacia 1920. Lucha contra su demencia al tiempo que comienza a escribir sus primeras novelas. Sus anhelos, su soledad y sus miedos la llevarán al suicidio. Su esposo consciente de la situación, trata de impedirlo complaciendo a su mujer en cuanto ella pueda necesitar, pero sus esfuerzos no darán resultado.
La película sorprende por la forma en que se concatenan los hechos, aparentemente sin relación para quien no lleve el libro leído con anterioridad. Pero al final todo el entramado encaja, y queda en el espectador el sabor de las cosas bien hechas.
Cuando Michael Cunningham llevaba escrita buena parte de su novela "Las horas", cayó en la cuenta de que lo único que estaba haciendo era situar a la protagonista de la conocida obra de Virginia Wolf, Mrs.Dalloway, una londinense de clase media de principios del siglo XX, en una mujer de la alta sociedad estadounidense en la actualidad. Cunningham comprendió que no era el camino para contar lo que deseaba, y decidió relatar por separado la cotidianidad diaria de tres personajes: la vida de la propia escritora inglesa, la de una mujer contemporánea, y la de una tercera mujer, inspirada en la propieda madre del escritor, que lee con avidez Mrs. Dalloway. El libro relata el día a día de tres mujeres en épocas distintas. Considera que lo más importante de la vida consiste en vivirla, puesto que es lo más maravilloso que se posee. La magnífica novela fue titulada "Las horas", por haber sido el título inicial del libro de Virginia Wolf. Esta obra fue llevada al cine con gran éxito de público y crítica.
El espectador de la película no sabe, en principio, cómo conectar las tres historias, puesto que funciona como un thriller que va sorprendiendo a medidad que llegan los giros en la vida de las tres protagonistas.
La soledad, la búsqueda de experiencias y la demencia de Virginia Wolf se hallan presente a lo largo de la historia. La película va más allá: intenta acercarnos a la dificultad, la complejidad y la tragedia de la propia vida. Las tres mujeres desarrollan este triple papel en sus magníficas interpretaciones. Bien es cierto que cada actriz asume más de cerca uno de ellos, pero no abandona los otros dos. Así, Meryl Streep hace una gran interpretación sobre la dificultad de vivir un día cualquiera en la ciudad de Nueva York. La diversidad de la ciudad, el incesante tráfico y el estrés, la sumen en un torbellino de actividades que se van conformando de manera vertiginosa ante nuestros ojos, pero la soledad es el centro de la vida. Soledad que se cristaliza en su amigo y amante Richard, enfermo de sida, y quien al final dará sentido a la historia de las tres mujeres. Richard, conocedor de la suerte que le aguarda, irá contando las horas. Tomará la decisión del suicidio y se arrojará por la ventana ante la mirada enamorada e incrédula de su amante.
La actriz Julianne Moore representa el personaje de una joven esposa y madre que vive en Los Ángeles tras la Segunda Guerra Mundial. Leyendo Mrs.Dolloway comienza a considerar el llevar a cabo un devastador cambio en su vida, que le acercará al suicidio. El director conduce la acción inundando de agua la habitación del hotel en la que la protagonista está leyendo acostada en la cama mientras hace intención de tomar las pastillas de un frasco. La imagen nos transporta inmediatamente al comienzo de la película: Virginia Wolf, tras llenarse de piedras los bolsillos del abrigo, se sumerge con lentitud en las aguas del río. En un momento de sensatez, la madre evoca los ojos de su pequeño y decide no quitarse la vida. Reaparecerá al final de la película, ya mayor, en la casa de la protagonista neoyorquina, al enterarse de la muerte de su hijo, que no es otro que Richard. Los intensos ojos azules de Richard y del niño que fue nos llevan a la comprensión.
Nicole Kidman es Virginia Wolf. Vive en un suburbio de Londres hacia 1920. Lucha contra su demencia al tiempo que comienza a escribir sus primeras novelas. Sus anhelos, su soledad y sus miedos la llevarán al suicidio. Su esposo consciente de la situación, trata de impedirlo complaciendo a su mujer en cuanto ella pueda necesitar, pero sus esfuerzos no darán resultado.
La película sorprende por la forma en que se concatenan los hechos, aparentemente sin relación para quien no lleve el libro leído con anterioridad. Pero al final todo el entramado encaja, y queda en el espectador el sabor de las cosas bien hechas.
lunes, 1 de junio de 2009
En el refugio de los sueños: Los zapatos.
¿Cuál es el número de tu habitación? -me preguntó.
Había llegado a Madrid aquella misma tarde. Dos o tres veces al año nos impartían cursos de adaptación a las nuevas tecnologías en los respectivos departamentos del banco. Cada curso duraba una o dos semanas; los que yo recibía eran siempre de quince días pues mi negociado, el departamento de extranjero, era, con seguridad, el que más capacitación requería. Nos reuníamos empleados de todas las capitales del país. Nunca éramos menos de treinta personas. Estos cursos y las consultas telefónicas que manteníamos, casi a diario, entre nosotros, hacía que tuviéramos una buena relación de amistad, además de la profesional.
El Hotel Reina Victoria de Madrid, pasaba por ser uno de los más lujosos de la capital. Situado en la Plaza de Santa Ana era considerado el hotel de los toreros. En el amplio vestíbulo había pinturas de tauromaquia y estaba, supongo que aún seguirán allí, expuestos trajes de los diestros( siempre me he preguntado si ninguno será zurdo o si se les llama de esa guisa por ser hábiles en su trabajo, que confieso desconocer y no interesarme en absoluto). Allí estaba, en mi habitación con la maleta encima de la cama aún sin abrir, mirando por el alargado ventanal hacia la plaza que bullía de gente aquel luminoso atardecer de primeros de octubre. Madrid contagia su alegría cuando la visitas. Vivir en ella supongo que será más complicado. Miraba las terrazas de las cervecerías cuando me acordé de llamar a mi esposa.
-Hola, cariño, ya he llegado...Sí, el viaje bien; no es lo mismo que venir en tu coche, pero ahora resulta más cómodo no tener que preocuparme por él... Sí, sí, donde te dije, enel Hotel Reina Victoria. Si alguna vez venimos a Madrid con los niños te voy a traer aquí; es una maravilla... Sí, supongo que muy caro...¿Qué cuál es el número de la habitación? Espera a ver que la tarjeta la he dejado en el conector de la luz y no me acuerdo...¡Ah, que llaman en tu puerta! Bueno ya te lo diré cuando te llame por teléfono para contarte como va esto. Un beso, cariño...y a los niños.
Deshice la maleta. Guardé la ropa. El otro par de zapatos que había llevado lo coloqué en la parte baja del armario y el maletín del aseo en el baño. Me peiné y bajé a la cafetería del hotel por ver si encontraba a algunos de los compañeros que sin duda ya habrían llegado. En efecto varios se encontraban allí. Nos fuimos, cómo no, de cañas por los alrededores. El que no haya tomado alguna vez unas cañas en Madrid, ha perdido una buena parte de su existencia como ser humano.
A las siete sonó el despertador. Tenía la garganta estropajosa. Es lo que tiene la abundancia de cerveza -pensé-. Una buena ducha me despejó. Desayunamos en buen ambiente. En el comedor apareció Rosa, a la que había echado en falta la noche anterior. Nos llevábamos bien. La conocía de varios cursos y, cuando teníamos algún problema con el trabajo, nos llamábamos; no es que no lo hiciera con otros compañeros, pero entre Rosa y yo había una cierta confianza que sin duda, al menos a mí, me gustaba. Vivía en Bilbao y trabajaba en la oficina principal de la capital vasca. Estaba casada, y su marido iba siempre a verla el fin de semana de cada cursillo y lo pasaban en Madrid.
Rosa se sentó en la mesa que compartíamos varios compañeros. La noté mala cara. Acabo de llegar -dijo-. Terminamos de desayunar. Ella no probó bocado. Salimos en varios grupos hacia la sede del banco, en la calle Ceraceros, no muy lejos del hotel.
Al llegar al vestíbulo, Rosa se acercó a recepción y se puso a hablar con la persona que atendía en aquel momento. Por pura intuición me llegué hasta alli. Supuse que las maletas que se encontraban junto a ella le pertenecían.
-¿Ocurre algo? -pregunté.
-Nada, que cuando he llegado me han dicho que han tenido un error con las habitaciones, y que no hay ninguna disponible. Me dicen que tengo que ir a otro hotel de su cadena... el Hotel Madrid. Que está cerca de aquí, en la calle Carretas. Pero ¡coño! -exclamó con lógico enfado-, es un fastidio tener que coger ahora las maletas e irme hasta allí, vengo cansada: levantarme temprano, el avión, el taxi hasta aquí, y ahora el curso.
-¿Y no se puede hacer nada? -consulté con el recepcionista, algo de por sí obvio.
-Según ellos, no -contestó Rosa.
-Se me ocurre una idea. Subimos las maletas a mi habitación y te instalas allí. Cuando terminemos esta tarde en el banco, venimos, hago mi maleta y me voy yo al otro hotel. Supongo que ustedes -pregunté- no tendrán inconveniente en ordenar la habitación y que se quede en ella la señora; somo de la misma empresa como ya habrá comprendido.
-No, por supuesto, no hay problema, y le agradecemos su atención -contestó el recepcionista con cara de satisfacción.
-Pero, Luis -protestó Rosa-, no quiero causarte ningún trastorno.
-No es problema, no te preocupes, para mi es un placer. A la tarde lo resolvemos.
Los días fueron transcurriendo según lo previsto. De ocho de la mañana a dos de la tarde nos impartían el curso, y a partir de las cinco y hasta las ocho solíamos revisar las aplicaciones informáticas de la mañana. La informática estaba en sus comienzos en aquellos años y para todos nosotros constituía un tabú bastante difícil de superar sin ayuda; no tanto el manejo de los ordenadores, como la plasmación del trabajo diario, y casi a mano, que hacíamos en la oficina,a un programa que ahora teníamos que formar bajo unos criterios que no eran fiables para nosotros. El tiempo disiparía aquellas iniciales dudas. El trabajo necesitaba de concentración y rigor, pues de regreso a nuestros puestos de trabajo nos quedaríamos solos ante el peligro. Lo sabíamos y éranos conscientes de nuestra responsabilidad.
El teléfono de la habitación doscientos doce sonó repetidamente. Rosa, recién salida de la ducha, corrió desde el baño a atender la llamada. ¿Dígame?...¿Luis? -preguntó una sorprendida voz al otro lado de la línea-...¡Ah, Luis!. No, no está aquí. Sí, esta es la habitación doscientos doce, pero Luis no está... No, le han informado mal, Luis no está en este hotel... Sí, este es el Reina Victoria, pero Luis no está...¡Ha colgado! -dijo Rosa posando el auricular en el teléfono.
Por activa y por pasiva trate de aclarar el entuerto a mi llegada a casa después de terminado el cursillo. Qué difícil es hacerse entender cuando la parte que debe escuchar, simplemente no atiende más que a su corazón. Caí en el error de tratar de disculpar algo que de por sí no precisaba de ninguna justificación, puesto que con el simple relato de los hechos debía de haber sido atendido y entendido. Pero al amor verdadero, cuando existe, no es fácil darle explicaciones. A día siguiente el tiempo había puesto, mas o menos, las cosas en su lugar. Los asuntos del corazón suelen tener también sus dudas razonables. En esas estábamos cuando al deshacer mi equipaje eché en falta los zapatos que había dejado en la parte inferior del armario de la habitación del Reina Victora. Sin duda con las prisas del cambio de hotel me los había dejado olvidados allí. Llamé al hotel y me contstaron que no habían retirado ningún par de zapatos de la doscientos doce. Tuve, esta vez sí, que dar explicaciones a mi esposa de mi olvido y la reticencia regresó a su ánimo; lo noté en sus ojos, pero nada dijo. Un par de días después recibí en la sucursal del banco un paquete procedente de la sucursal de Bilbao: eran mis zapatos; no pude por más que soreír.
Hoy, unos veinte años después, estoy seguro de que mi esposa todavía recuerda la nota que venía en la caja de zapatos y que yo no había visto:"Querido Luis te envío los zapatos que olvidaste en "nuestra" habitación. Hasta el próximo curso. Besos de Rosa".
Había llegado a Madrid aquella misma tarde. Dos o tres veces al año nos impartían cursos de adaptación a las nuevas tecnologías en los respectivos departamentos del banco. Cada curso duraba una o dos semanas; los que yo recibía eran siempre de quince días pues mi negociado, el departamento de extranjero, era, con seguridad, el que más capacitación requería. Nos reuníamos empleados de todas las capitales del país. Nunca éramos menos de treinta personas. Estos cursos y las consultas telefónicas que manteníamos, casi a diario, entre nosotros, hacía que tuviéramos una buena relación de amistad, además de la profesional.
El Hotel Reina Victoria de Madrid, pasaba por ser uno de los más lujosos de la capital. Situado en la Plaza de Santa Ana era considerado el hotel de los toreros. En el amplio vestíbulo había pinturas de tauromaquia y estaba, supongo que aún seguirán allí, expuestos trajes de los diestros( siempre me he preguntado si ninguno será zurdo o si se les llama de esa guisa por ser hábiles en su trabajo, que confieso desconocer y no interesarme en absoluto). Allí estaba, en mi habitación con la maleta encima de la cama aún sin abrir, mirando por el alargado ventanal hacia la plaza que bullía de gente aquel luminoso atardecer de primeros de octubre. Madrid contagia su alegría cuando la visitas. Vivir en ella supongo que será más complicado. Miraba las terrazas de las cervecerías cuando me acordé de llamar a mi esposa.
-Hola, cariño, ya he llegado...Sí, el viaje bien; no es lo mismo que venir en tu coche, pero ahora resulta más cómodo no tener que preocuparme por él... Sí, sí, donde te dije, enel Hotel Reina Victoria. Si alguna vez venimos a Madrid con los niños te voy a traer aquí; es una maravilla... Sí, supongo que muy caro...¿Qué cuál es el número de la habitación? Espera a ver que la tarjeta la he dejado en el conector de la luz y no me acuerdo...¡Ah, que llaman en tu puerta! Bueno ya te lo diré cuando te llame por teléfono para contarte como va esto. Un beso, cariño...y a los niños.
Deshice la maleta. Guardé la ropa. El otro par de zapatos que había llevado lo coloqué en la parte baja del armario y el maletín del aseo en el baño. Me peiné y bajé a la cafetería del hotel por ver si encontraba a algunos de los compañeros que sin duda ya habrían llegado. En efecto varios se encontraban allí. Nos fuimos, cómo no, de cañas por los alrededores. El que no haya tomado alguna vez unas cañas en Madrid, ha perdido una buena parte de su existencia como ser humano.
A las siete sonó el despertador. Tenía la garganta estropajosa. Es lo que tiene la abundancia de cerveza -pensé-. Una buena ducha me despejó. Desayunamos en buen ambiente. En el comedor apareció Rosa, a la que había echado en falta la noche anterior. Nos llevábamos bien. La conocía de varios cursos y, cuando teníamos algún problema con el trabajo, nos llamábamos; no es que no lo hiciera con otros compañeros, pero entre Rosa y yo había una cierta confianza que sin duda, al menos a mí, me gustaba. Vivía en Bilbao y trabajaba en la oficina principal de la capital vasca. Estaba casada, y su marido iba siempre a verla el fin de semana de cada cursillo y lo pasaban en Madrid.
Rosa se sentó en la mesa que compartíamos varios compañeros. La noté mala cara. Acabo de llegar -dijo-. Terminamos de desayunar. Ella no probó bocado. Salimos en varios grupos hacia la sede del banco, en la calle Ceraceros, no muy lejos del hotel.
Al llegar al vestíbulo, Rosa se acercó a recepción y se puso a hablar con la persona que atendía en aquel momento. Por pura intuición me llegué hasta alli. Supuse que las maletas que se encontraban junto a ella le pertenecían.
-¿Ocurre algo? -pregunté.
-Nada, que cuando he llegado me han dicho que han tenido un error con las habitaciones, y que no hay ninguna disponible. Me dicen que tengo que ir a otro hotel de su cadena... el Hotel Madrid. Que está cerca de aquí, en la calle Carretas. Pero ¡coño! -exclamó con lógico enfado-, es un fastidio tener que coger ahora las maletas e irme hasta allí, vengo cansada: levantarme temprano, el avión, el taxi hasta aquí, y ahora el curso.
-¿Y no se puede hacer nada? -consulté con el recepcionista, algo de por sí obvio.
-Según ellos, no -contestó Rosa.
-Se me ocurre una idea. Subimos las maletas a mi habitación y te instalas allí. Cuando terminemos esta tarde en el banco, venimos, hago mi maleta y me voy yo al otro hotel. Supongo que ustedes -pregunté- no tendrán inconveniente en ordenar la habitación y que se quede en ella la señora; somo de la misma empresa como ya habrá comprendido.
-No, por supuesto, no hay problema, y le agradecemos su atención -contestó el recepcionista con cara de satisfacción.
-Pero, Luis -protestó Rosa-, no quiero causarte ningún trastorno.
-No es problema, no te preocupes, para mi es un placer. A la tarde lo resolvemos.
Los días fueron transcurriendo según lo previsto. De ocho de la mañana a dos de la tarde nos impartían el curso, y a partir de las cinco y hasta las ocho solíamos revisar las aplicaciones informáticas de la mañana. La informática estaba en sus comienzos en aquellos años y para todos nosotros constituía un tabú bastante difícil de superar sin ayuda; no tanto el manejo de los ordenadores, como la plasmación del trabajo diario, y casi a mano, que hacíamos en la oficina,a un programa que ahora teníamos que formar bajo unos criterios que no eran fiables para nosotros. El tiempo disiparía aquellas iniciales dudas. El trabajo necesitaba de concentración y rigor, pues de regreso a nuestros puestos de trabajo nos quedaríamos solos ante el peligro. Lo sabíamos y éranos conscientes de nuestra responsabilidad.
El teléfono de la habitación doscientos doce sonó repetidamente. Rosa, recién salida de la ducha, corrió desde el baño a atender la llamada. ¿Dígame?...¿Luis? -preguntó una sorprendida voz al otro lado de la línea-...¡Ah, Luis!. No, no está aquí. Sí, esta es la habitación doscientos doce, pero Luis no está... No, le han informado mal, Luis no está en este hotel... Sí, este es el Reina Victoria, pero Luis no está...¡Ha colgado! -dijo Rosa posando el auricular en el teléfono.
Por activa y por pasiva trate de aclarar el entuerto a mi llegada a casa después de terminado el cursillo. Qué difícil es hacerse entender cuando la parte que debe escuchar, simplemente no atiende más que a su corazón. Caí en el error de tratar de disculpar algo que de por sí no precisaba de ninguna justificación, puesto que con el simple relato de los hechos debía de haber sido atendido y entendido. Pero al amor verdadero, cuando existe, no es fácil darle explicaciones. A día siguiente el tiempo había puesto, mas o menos, las cosas en su lugar. Los asuntos del corazón suelen tener también sus dudas razonables. En esas estábamos cuando al deshacer mi equipaje eché en falta los zapatos que había dejado en la parte inferior del armario de la habitación del Reina Victora. Sin duda con las prisas del cambio de hotel me los había dejado olvidados allí. Llamé al hotel y me contstaron que no habían retirado ningún par de zapatos de la doscientos doce. Tuve, esta vez sí, que dar explicaciones a mi esposa de mi olvido y la reticencia regresó a su ánimo; lo noté en sus ojos, pero nada dijo. Un par de días después recibí en la sucursal del banco un paquete procedente de la sucursal de Bilbao: eran mis zapatos; no pude por más que soreír.
Hoy, unos veinte años después, estoy seguro de que mi esposa todavía recuerda la nota que venía en la caja de zapatos y que yo no había visto:"Querido Luis te envío los zapatos que olvidaste en "nuestra" habitación. Hasta el próximo curso. Besos de Rosa".
Liga adulterada
Acabó la liga de fútbol, ¡por fin! Honor al Barcelona. ¿Honor? Bueno, no tanto; yo lo veo así: "Ha sido el mejor sin duda, escribir lo contrario sería un sacrilegio. Pero, ¿recuerdan algunos partidos? El cero a cero campeaba en el marcador. El Barca jugaba y jugaba, pero no acababa de meter la pelotita, y entonces venía el árbitro y ¡zas! un regalito. No me lo discutan, hasta siete u ocho veces pasó. Eso sí, una vez marcado el primer gol (abierta la lata) un paseo para el campeón partido tras partido. Que un madridista cuente esto puede parecer que sufre un rebote monumental. Efectivamente el Barca no necesitaba de ninguna ayuda para ser campeón, pero haberlas las hubo.
Pero el título de este comentario va más allá. Escribo que la liga ha sido adulterada no por lo expuesto con anterioridad, sino en base a dos razonamientos: el primero atañe tanto al Barcelona como al Real Madrid. Una vez asignados sus puestos en la clasificación como primero y segundo se olvidaron de jugar, de su profesionalidad, de su trabajo (con los tiempos que corren) Si no recuerdo mal desde el desenlace del Bernabéu ninguno de los dos equipos ha vencido en ningún partido, y estos resultados negativos han propiciado la adulteración que comentaba. ¡Que se lo digan al Osasuna (que lo tenía negro-negro) que ganó sus últimos dos partidos contra culés y merengues-seis puntitos para la buchaca- y sobre todo al pobre Betis que, no diré que sin comerlo ni beberlo que algo mal habrá hecho a lo largo de la temporada, se ha visto al final en segunda división, ante el regocijo, imagino, de sevillistas.
Y el segundo razonamiento de adulteración se da, a mi entender, con la entrega de la copa de vencedor de la liga, ¡antes de que la competición finalice!, al Barcelona ¿Pero estamos tontos o qué? ¿Y si el Barca, me pregunto, hubiese incurrido en alguna acción que le pudiera privar del primer puesto? Porque haberlas, haylas (hoy estoy muy gallego). ¡Qué pasa!, que a este equipo se le debe dar todo y perdonar todo: "Cierre del campo por el asunto de la cabeza de cerdito(que no cumplió). Plante del equipo en partido de copa contra el At.de Madrid, alegando que no tenía jugadores(la verdad es que en el partido de ida había perdido 4-0), lo que le suponía dos años sin competir en este torneo, cosa que tampoco cumplió.
Lo dicho una adulteración y además se me nota que ando rebotao.
Pero el título de este comentario va más allá. Escribo que la liga ha sido adulterada no por lo expuesto con anterioridad, sino en base a dos razonamientos: el primero atañe tanto al Barcelona como al Real Madrid. Una vez asignados sus puestos en la clasificación como primero y segundo se olvidaron de jugar, de su profesionalidad, de su trabajo (con los tiempos que corren) Si no recuerdo mal desde el desenlace del Bernabéu ninguno de los dos equipos ha vencido en ningún partido, y estos resultados negativos han propiciado la adulteración que comentaba. ¡Que se lo digan al Osasuna (que lo tenía negro-negro) que ganó sus últimos dos partidos contra culés y merengues-seis puntitos para la buchaca- y sobre todo al pobre Betis que, no diré que sin comerlo ni beberlo que algo mal habrá hecho a lo largo de la temporada, se ha visto al final en segunda división, ante el regocijo, imagino, de sevillistas.
Y el segundo razonamiento de adulteración se da, a mi entender, con la entrega de la copa de vencedor de la liga, ¡antes de que la competición finalice!, al Barcelona ¿Pero estamos tontos o qué? ¿Y si el Barca, me pregunto, hubiese incurrido en alguna acción que le pudiera privar del primer puesto? Porque haberlas, haylas (hoy estoy muy gallego). ¡Qué pasa!, que a este equipo se le debe dar todo y perdonar todo: "Cierre del campo por el asunto de la cabeza de cerdito(que no cumplió). Plante del equipo en partido de copa contra el At.de Madrid, alegando que no tenía jugadores(la verdad es que en el partido de ida había perdido 4-0), lo que le suponía dos años sin competir en este torneo, cosa que tampoco cumplió.
Lo dicho una adulteración y además se me nota que ando rebotao.
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