Manet se encontraba en el taller, pensativo. Una fuerza que no controlaba le impulsaba a batallar a diario con sus telas y pinceles. La percepción de la vida, tal y como él la sentía, traspasaba todas las barreras de la pintura para instalarse en sus cuadros de una manera formal. Se encontraba, con la mirada fija, frente al boceto para un retrato de Berthe Morisot, su futura cuñada. Veía a la muchacha extremadamente delgada. Recordaba palmo a palmo su armonioso cuerpo, como si hubiera disfrutado de él. De alguna manera así era.
“La mejor forma de ver a los demás sin estar atado por los sentimientos” –pensó-.
Recorría con la memoria cada detalle de su afilado y bello rostro. Sus profundos y extraños ojos zarcos en una mujer morena, la nariz ligeramente aguileña, su exquisito mentón, y sobre todo su hermoso, rizado y negro cabello lleno de vida que caía sobre sus hombros en una cascada sensual a sus ojos. Le recordaba a las mujeres andaluzas que con total detenimiento y sin disimulo había contemplado en el viaje que había realizado a España. No precisaba de la presencia de Berthe para elaborar el retrato que le había encargado su hermano Eugéne. Hubiera podido, sin duda, hacerlo sin la presencia de la muchacha, pero Berthe le atraía. Así que le había enviado recado para que fuera a posar al taller aquella mañana.
En la espera encendió la pipa, herencia de su padre. Últimamente fumaba mucho. Le hacían compañía el humo y el agradable olor del tabaco al quemarse. Aspirar aquellas hojas era una especie de bálsamo. Por lo general lo notaba cuando se encontrada a solas; en el bullicio de las tertulias o si se hallaba en lugares concurridos, los cigarros confundían sus olores y sabores desvirtuando el misterio que él sentía en aquellos momentos de placidez. Manet vivía con intensidad cada instante. En ocasiones sentía que ello le producía un gran dolor de cabeza. Le ocurría, de manera especial, cuando luchaba denodadamente, poniendo sus cinco sentidos, en resolver aquella tonalidad en el color, o el haz de luz correcto que debía entrar por el ángulo superior del lienzo inundando la tela; de eso se trataba: de plasmar aquello que él sentía, y que no era otra cosa que la propia naturaleza vista a través de sus ojos. Era un denuedo latente, diario, que le perseguía por cada rincón de sus obras.
Manet se levantó del taburete sobre el que habitualmente se sentaba a pintar y comenzó a pasear por el taller, entre las telas, los bancos y los caballetes. La cabeza, parecía, le iba a estallar. Se aproximó al viejo espejo que colgaba en una de las paredes y contempló su demacrado rostro. Estaba pálido. Sabía que mientras le durase aquel dolor nada más podría hacer que esperar a que remitiese.
Fijó la mirada en el cristal que le devolvía su imagen. Los pequeños ojos marrones no tenían en aquel momento la vivacidad que les caracterizaban. Se hallaban retraídos por las punzadas que de vez en cuando le perforaban las sienes. Les cerró buscando alivio en la oscuridad, y por un momento pareció encontrarlo. Su mente vagó intentando hallar en el tiempo aquel aire juvenil, que la imagen del espejo se negaba a devolverle. Su rostro era, ahora, más anguloso. Su larga barba, espesa alrededor del mentón y rala en la unión con las patillas, lo afilaba aún más. Se la había dejado crecer al cumplir los treinta años; edad a la que consideraba haber abandonado su juventud, y desde entonces su actitud, ante la vida y la pintura, habían ido madurando. Pero en su interior no podía olvidar aquellos años felices en los que trataba de ganar tantas batallas, como aquella que le llevó a viajar hasta Río de Janeiro en su anhelo por convertirse en oficial de marina. Recordó su afán por vivir experiencias nuevas que le animaron a embarcarse, como simple pasajero, en El Havre. Después de tres meses de travesía desembarcó en el sur del continente americano. Río de Janeiro lo atrapó. El color y los aromas de la selva llegaban hasta la orilla del mar. Todo parecía tener un ritmo y una armonía especial. Las gentes semidesnudas llamaron poderosamente su atención. El color de su piel, sus cuerpos esbeltos, la alegría de sus rostros, y sobre todo la conformidad con la que parecían sobrellevar su existencia, lo sedujo. Pero ahora aquello no eran más que recuerdos con sabor a mentiras. Él mismo se había engañado y había logrado confundir a su padre haciéndole creer que su futuro pasaba por alistarse en la marina mercante. Oficio que parecía satisfacer a su progenitor, pero que poco a poco se fue diluyendo como un perfume frágil. Su memoria le llenaba de nostalgia y la veía ahora reflejada en su enteco rostro. No debería haber engañado a su buen padre, Monsieur Manet, a quien debía su buena posición social y económica. Pero los recuerdos, pensó, se van acomodando a la vida de cada uno. Y la suya era la pintura; siempre lo había sabido.
Berthe entró en el estudio, y fue como un soplo de aire fresco. El dolor desapareció de la cabeza de Manet y volvió a él su irónica y sagaz simpatía. Se fue acercando hacia la muchacha mientras le decía:
-Berthe, preciosidad, que suerte tiene mi hermano. No, si ya lo dice la Santa Madre Iglesia: “No desearás la mujer de tu prójimo”. Y yo digo que el prójimo siempre se lleva a las mejores. ¿No es esto un pecado de egoísmo? ¿No es, acaso, una virtud compartir?
Berthe conocía demasiado bien a Edouard como para sentirse ofendida, y sonreía al irse acercando a él.
-No cambiarás nunca. Deberías aprender de tu hermano menor que arde en deseos de formar una familia. Tú, en cambio, vagas por ahí de tertulia en tertulia con tus amigotes sin que te importe el futuro.
-Pequeña -sonreía Eduard mientras le decía-: el futuro no existe, ni el presente puesto que mientras hablamos ya es futuro. Lo único real es el pasado, lo que hemos vivido. Siempre podremos volverlo a vivir puesto que lo conocemos
-Demasiada filosofía para estas horas de la mañana -respondió Berthe-. No creo que a mí me gustase volver a vivir algunas situaciones de mi pasado.
-Eso es porque no hiciste lo que deseabas hacer -replicó Edouard.
-Crees acaso que a las mujeres nos está permitido actuar por nuestra cuenta y hacer lo que de verdad deseamos. No seas ingenuo Edouard.
-¡Bésame! -espetó el pintor.
Una sonora bofetada restalló en el taller.
Edouard llevándose la mano a la mejilla se echó a reír mientras decía:
-¿Ves como sí eres capaz de hacer lo que sientes?
-¡Eres insufrible, Edouard! -contestó Berthe mientras su rostro enojado se iba convirtiendo en una amplia sonrisa al comprobar que había caído en la trampa urdida por el pintor.
-Relajémonos que hemos de trabajar. Mi hermano, como sabes, desea tener un retrato tuyo, y no se le ha ocurrido mejor idea que sea yo, la risa de los pintores parisinos, quien lo haga. Debieras de hacerlo tú misma, pienso que pintas maravillosamente. Si cree que porque sea mi hermano no se lo voy a cobrar está pero que muy equivocado.
Berthe seguía sonriendo mientras tomaba asiento en el lugar que Edouard la indicaba con la mano.
-Tu hermano tiene un gran concepto de ti como pintor. Y no es cierto que seas la risa de la ciudad. Tu pintura hay mucha gente que no la entiende, eso es todo. Algún día se darán cuenta.
-Un cuadro, sólo es un cuadro cuando alguien lo admira y lo comprende. Mientras tanto es sólo miseria y quizá esperanza.
-Lo dicho, demasiada filosofía a estas horas -suspiró la modelo-. Prefiero contemplar alguna de las obras que tienes por ahí amontonadas en auténtico desorden, mientras preparas lo necesario para empezar a trabajar.
(Continuará 15)
Interesante reflexión se mezcla entre los liezos y cuadros.
ResponderEliminar"Los recuerdos se van acomodando a la vida de cada uno" Y de esto es de lo que debemos huir.. Siempre engañan.
"Vive como piensas porque si no, acabarás pensando como vives"
Interesante pintas a Manet, un hombre muy complejo. Seguiremos atentos sus movimientos
Un abrazo.
Hola Katy: sí creo que hay que vivir como se piensa, lo que ocurre es que no es siempre fácil; nuestro entorno nos condiciona. Dejemos a Manet en su complejjidad, como bien dices, a ver por dónde nos sale. Gracias por tu fidelidad. Un abrazo.
ResponderEliminarMe ha pasado exactamente lo mismo que a Katy. Me he quedado con esa frase. Lo bueno de "El balcón" es que penetra en el alma humana y eso le da punto más de interés al relato. Un abrazo
ResponderEliminarHola Fernando. La verdad es que no había caido demasiado en la frase hasta verla en vuestros comentarios. Está bien. Me halaga saber que va siendo de tu interés. A ver si continúa en esta línea. Gracias por tu apoyo. Un abrazo
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