En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (13)
Mientras caminan hacia el Guerbois, Jenny pregunta a Jean por la reunión con su familia:
-Me ha dicho Edouard que quizá vengan buenos tiempos para tu familia. Ignoraba que pertenecieseis a la nobleza -señaló con voz queda, avergonzándose del comentario.
-No creas todo lo que dice ese bandido -respondió Jean cariñosamente-. Mi familia es cierto que gozó de una enorme posición social, pero la situación política del país era muy diferente. Ni por asomo creo que pueda recuperar lo que antes tuvo y le quitaron. Los Guillement ya nos hemos hecho a la idea de lo que somos en la actualidad. Hemos olvidado nuestros privilegios anteriores. Es mejor así. Pero no es menos cierto que sí me gustaría que el Estado devolviese, al menos, el buen nombre a mi familia; sus antiguas posesiones me parece más complicado, casi imposible. Yo creo estar a salvo de ciertas habladurías, pero algunos de mis parientes más próximos siguen padeciendo una cierta persecución que el tiempo no ha mitigado. En el fondo la gente no es mala, pero si se siente a cubierto por comentarios engañosos, que siempre vienen desde el poder, suelen obrar en consecuencia.
-Pero, Edouard me habló de cierta apertura por parte del Emperador, y es sabido que, aunque la ascendencia de Napoleón no sea precisamente la realeza, al poder siempre le gustó estar cerca de las clases altas.
-Sí, pero las clases populares, aquellas que hicieron la revolución, también cuentan, y siempre estarán al acecho; por eso poco espero de la situación actual.
-Te noto desilusionado. Deja pasar el tiempo a ver que sucede.
-Será lo mejor, pero no puedo impedir un cierto desasosiego. Es como volver a recordar, de pronto, aquellas charlas que escuchaba a mi familia mientras jugaba con mis primeras pinturas, al margen de la conversación, por mi edad, y que sin embargo, sin pretenderlo, fueron haciendo mella en mí. Notaba su inquietud ya en aquellos años. Y, ahora, los fantasmas regresan. Mis padres se han hecho mayores y no sé si podrán soportarlo. A veces se sienten avergonzados del pasado familiar, como si fuera su culpa. Ni un hipotético cambio de la situación parece alegrarles. Es esta inquietud la que me preocupa.
-Seguramente tienes razón, Jean, pero no desesperes. Me gusta verte feliz.
-Ya lo soy, querida, únicamente deseo estar a tu lado. Deberías saberlo.
Jenny no pudo por menos que sonreír, y una enorme dulzura la envolvió el rostro. Tomó el brazo de Jean y apoyó la cabeza en su hombro mientras caminaban. Se fueron acercando al Guerbois, acompañados por la fresca brisa que ascendía desde el Sena.
El Café Guerbois a aquellas horas era un hervidero de gente. Buena parte de la intelectualidad parisina, especialmente pintores y escritores, se hallaban en el local en el momento que Jean y Jenny entraron.
En una mesa, lejos del estrado donde Jenny habría de interpretar, se hallaba Edouard con algunos de sus colegas, pintores como él, y con otras personas que la violinista no supo reconocer. Manet parecía, a pesar de su edad, el padre de algunos de ellos, que prestaban inusitada atención a todo lo que en aquella mesa se comentaba. En el café se podía palpar la viscosidad del ambiente. El aire tenía un tinte grisáceo con la mezcla del humo de los cigarros y el amarillo descolorido que proyectaban las lámparas de gas, sin duda escasas en número para iluminar adecuadamente el local. Aquella penumbra gustaba a los tertulianos; es más la atmósfera creaba una especie de santuario alrededor de cada mesa. La más solicitada era en la que se encontraban, en aquel momento, Edouard Manet con su íntimo amigo Emile Zola. Eran numerosos los contertulios que tomaban asiento para simplemente escuchar lo que allí se decía. Apenas intervenían, pero la absenta nunca faltaba. Cuando la tertulia se abría al campo de las artes, era Edouard, con su elocuencia, el que suscitaba toda la atención. Pintores jóvenes, recién llegados a París, escuchaban con atención lo que allí se trataba. Algunos de ellos, Seurat, Corot, Couberte..., empezaban a ser conocidos entre los que frecuentaban el café, y su pintura, “impresionista” la llamaban despectivamente los académicos, comenzaba a despertar gran interés. Edouard les animaba a seguir por ese camino que él había iniciado hacía ya tiempo. Por el contrario cuando la charla abocaba hacia la política, era Emile, con su claridad de ideas y su fácil forma de convencer quien acaparaba la atención de los allí congregados. Fundamentaba la mayoría de sus ideas en el ambiente que palpaba en la calle, en las propias vivencias del medio social del que se rodeaba. Su ideario era puramente naturalista, lo que le llevaba a amar y defender profusamente la pintura de su amigo Manet, tan duramente atacada en la ciudad. En ocasiones esta defensa le hacía olvidarse de la política
-Los realistas, esos degenerados -hablaba exaltado Zola-, tratan todos los temas desprovistos de poesía. Pero abrid bien los ojos. ¿No nos muestra la naturaleza el mejor de los poemas? ¿No veis la armonía en ella? ¿Cómo riman los árboles, los campos, con una puesta de sol, con el halo lunar, con el firmamento? Seguid el camino de monsieur Manet. Esa es la verdadera, la auténtica senda del arte. El os dirá: “La pintura ha de ser, ante todo, verdadera y natural”. Yo os digo más: el arte tiene que sorprender, de lo contrario nunca será arte. Sí, es cierto, la primera impresión que se recibe de un cuadro de Manet es su extraordinaria dureza. Manet trata la realidad de una manera simple y siempre sincera, a lo cual no estamos acostumbrados. Pero a partir de esta sencillez, de esta ternura, surge la sorpresa. Nuestros ojos, poco acostumbrados al estudio, no ven más que simples colores aplicados por todo el cuadro, pero abrigaros de paciencia, fijaros un poco, id más allá, y los objetos acabarán ordenándose en el lugar que Manet ha querido que estén. Podréis comprobar, si hacéis este pequeño esfuerzo de estudio, que la pintura se vuelve vigorosa y se puede llegar a experimentar un auténtico placer al ver la pincelada clara y grave que va captando retazos de la naturaleza, con brutalidad, sí, pero también con dulzura. Observaréis que su arte es mucho más delicado que brusco, que el trazo del artista parece burdo pero el resultado, al usar con prudencia el pincel, es cálido y sereno. Manet es en resumen un pintor genial, capaz de traducir los objetos de una manera muy personal.
(Continuará 13)
La pintura ha de ser, ante todo, verdadera y natural”. Y ha de sorprender también. Una buena reseña de lo que se cocía en esos circuitos y la ambientación del local. Me parece que has conseguido hilvanar bien la historia y no es fácil.
ResponderEliminarUn abrazo y buen finde
Hola Katy: espero que siga así. A ver si sigue gustándote. Un abrazo
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