Las lámparas de gas situadas sobre los lienzos en ejecución no proyectaban su luz más allá de los bastidores, por lo que Edouard hubo de encender dos nuevas lámparas a la altura del rincón donde se encontraban los lienzos en gran desorden, algunos antiguos y otros de elaboración más reciente. La combustión produjo, en un principio, un olor fuerte a gas que, poco a poco, fue mitigándose a medida que la luminosidad fue ganando en intensidad. El barullo era tal que el pintor no sabía por donde empezar; aunque creyó más convincente, para la expectante Jenny, hacerlo por sus obras más antiguas, las cuales, como era lógico pensar, se hallaban ubicadas en la peor de las posiciones posibles. Edouard hubo de hacer verdaderos esfuerzos hasta llegar a ellas. Poco a poco fue rescatando algunas del ostracismo a que las habían llevado la desidia oficial, así como la situación intelectual del país.
-Mira Jenny, este podría ser mi estado de ánimo actual -dijo Edouard mientras mostraba a la muchacha una tela con un cuerpo yacente.
Jenny sonrió mientras preguntaba por el significado del hombre muerto.
-Es un torero español que ha sido abatido por el toro en un lance de la corrida -contestó el pintor ante el interés que mostraba la muchacha.
-Estuve en España -continuó Edouard-, y quedé impresionado con las costumbres tan personales y apasionadas de los españoles. Es un gran pueblo del que tendríamos mucho que aprender. Uno de sus principales entretenimientos son las corridas con toros; el torero trata de esquivar las acometidas del cornúpeta con una tela a la que llaman capote. La corrida termina con la muerte del animal, aunque a veces el torero es corneado por el astado. Esto es lo que intenté plasmar en el lienzo: la dramática escena que se vive después de haber sido el torero cogido por el toro. Me impresionó sobremanera esta costumbre muy arraigada en nuestros vecinos.
Jenny escuchaba asombrada cuanto Edouard la explicaba y no pudo por menos que mostrar su contrariedad ante lo que para ella era un acto de brutalidad.
-Sí, a veces es cruel -asumió Edouard.
La tela de medianas dimensiones sorprendía por la contraposición del fondo monocromo y los detalles de vivos colores de la faja y el capote del torero. La vida se le había escapado por el hilo de sangre, que apenas perceptible bajo el hombro izquierdo, mostraba, por sí solo, un gran dramatismo. Una alianza en la mano del torero no hacía más que agravar la escena.
Edouard, viendo el interés que percibía en su amiga continuó buscando cuadros que relatasen aquellas costumbres españolas que tanto parecían interesar a la muchacha. Así, le fue mostrando los retratos de un guitarrista, de un joven vestido de majo (cuyo término hubo de explicarle), de varios personajes a los que llamó “los filósofos”.
Jenny recorría con la vista aquellas telas y atendía a las explicaciones con la vivacidad e interés que mueven a las personas cuyos sentimientos están cerca siempre de la belleza. No parecía perder detalle alguno de cuanto le indicaba Edouard.
-Veo que te interesas tanto por mi pintura como por lo que representa -comentó un sonriente Edouard, al que la visita de la violinista estaba haciendo olvidar, a menos momentáneamente, a Victorine-. No eres la única persona en París, a parte de mí, a quien las costumbres y personajes españoles le han entusiasmado; recuerda que nuestro Emperador casó con una española. Vamos -dijo socarronamente-, que tienes las mismas inclinaciones que la nobleza, no es de extrañar que ames a Jean.
Jenny se había abstraído a su mundo y en ese momento no prestaba demasiada atención a lo que Edouard le decía, pero sí había percibido su cariñosa ironía. Se hallaba contemplando un cuadro que representaba a una bailarina ataviada con un traje adornado con vivos colores, los cuales resaltaban del fondo en penumbra en el que se percibían las bambalinas del teatro. Se trataba de una obra deslumbrante por el colorido brillante de la saya a modo de basquiña de la figura. La bailarina portaba en su mano derecha un abanico mientras la izquierda recogía un bello tul transparente que dejaba ver el corpiño ribeteado de color rojo que enmarcaba su moreno rostro. La viveza de su mirada, así como la actitud de la bailarina, parecían provocar al espectador.
-Es Lola de Valencia -indicó Edouard-. Ya veo que te has fijado en su porte de mujer-mujer y en su mirada altiva; sin miedos. Siempre he tratado, en mi pintura, de desmitificar a los personajes. Quiero que sean de carne y hueso; tal como yo veo a las personas, sin tratar de divinizar a nadie en mis obras. Quiero pintar sin ataduras. Estos fueron suficientes motivos para que la Academia me rechazase esta obra, y tantas otras, Jenny. Si serán obtusos. ¡No ven más allá de sus narices! Menos mal que todo eso acabó, afortunadamente.
-Te gusta retratar a la gente -señaló Jenny al ver a varios personajes que la resultaron conocidos, y que se encontraban a la vista en una esquina del taller.
-En parte, vivo de ello. Algunos son amigos, Zola, Baudelaire... Mira a nuestra amiga Berthe -dijo el pintor mostrando el retrato de la muchacha que se hallaba en uno de los caballetes-. Aún está en ejecución; me lo ha encargado mi hermano Eugéne, creo que quiere regalárselo. Huele a boda, pequeña. Siempre he hecho retratos, me los piden con asiduidad. Mira, este es más antiguo. En su momento lo titulé “Mujer con abanico”; la verdad, ahora que le veo era obvio el título. También fue rechazado por los mercachifles de turno. Parecen comerciantes de poca monta en lugar de académicos. Pero fíjate en la mirada de la mujer. Es franca, tiene la vivacidad de una mujer de carácter. No busco en mi pintura hacer un análisis físico, ni tan siquiera psíquico de la persona retratada, me importa, más bien, reducirla a imágenes inexpresivas y que haya que admitirla por su presencia y contemplarla por sensaciones visuales. Si te fijas, la mujer, en este caso, no es bella. Pero, sí que conseguí una presencia real en este retrato. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Su pregunta quedó sin respuesta. Acababa de llegar Jean con tiempo de escuchar las últimas palabras de su amigo.
-Mi querido Edouard. No trates de engatusar a Jenny con tu palabrería. No hace falta alguna; ella sí cree en tu pintura -comentó mientras se acercaba hacia el rincón del taller donde ellos se encontraban-. No se te habrá ocurrido mostrarle también mis cuadros –añadió-. Me da cierto pudor que Jenny se ponga a hacer comparaciones. Mi crédito se vería arruinado en un instante.
-No te preocupes, os dejo para que te pongas en evidencia tú solo. Os espero en El Guerbois. He de reunirme con Emil y otros tertulianos. Hoy toca salvar a “La France” amigos míos.
Edouard tras recoger su sombrero saludó con una jocosa reverencia y salió del taller.
(Continuará 11)
Buena descripción de los cuadros, del estudio desordenado que le va muy bien a la personalidad de Edouard y el asombro reflexivo y callado de Jenny.
ResponderEliminarNo decae el interés en absoluto sobre la continuación.
Un abrazo
Coincido con el comentario de Katy. Por cierto, una sugerencia. ¿podrías aumentar un poco el tamaño de la fuente del blog Ya sabes, me voy haciendo viejo.
ResponderEliminarUn abrazo
Hola Katy: me alegro que te siga interesando la historia. Manet, como la mayoría de los artistas, es un tanto desordenado, sí. Un abrazo
ResponderEliminarHola Fernando: a ver si acierto, que a mí la edad también me afecta. Me alegran tus comentarios. Un abrazo
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