martes, 28 de mayo de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN(17)

       Suzzane -turbada ante la mirada inquisitiva de Edouard-, adelantando ligeramente el brazo hizo avanzar al pequeño que trataba de esconderse tras su falda.
       -Es mi hijo León, Sr.Manet -acertó a decir en un balbuceo nervioso-. Viene conmigo, si a usted no le parece mal; no tengo dónde dejarlo
       -No, no es eso -trató de disimular Edouard-, es que mi madre no me había advertido y me ha sorprendido; nada más.
       -Dormirá conmigo, monsieur, no le molestará.
       -No, seguro que no, apenas estoy en casa. Pero pase por favor que va a enfriarse ahí en la puerta. Le enseñaré su habitación; está en la segunda planta. Es pequeña pero  podrá servirle.
        Mientras Suzzane colocaba sus escasas pertenencias en la que sería en los próximos años su habitación, Manet no dejaba de observarla. Siempre lo hacía; más por su natural instinto de apoderarse de cuanto le rodeaba que por cualquier otro pensamiento que en aquellos momentos pudiera tener. Su primera impresión fue que se trataba de una mujer frágil, callada y plácida.  León con los ojos bien abiertos también observaba a Manet a su manera. Una muestra de tristeza y perplejidad se asomaba en su mirada al no comprender muy bien cuanto estaba sucediendo a su alrededor. La presencia de su madre lo tranquilizaba, pero aquel señor alto, barbado y con ojos inquisitivos le hacía mantenerse en guardia.
       -Suzzane -habló por fin Edouard-, mi madre me ha dado inmejorables referencias de usted, y espero que encuentre la casa a su satisfacción. Creo que hay cuanto podamos necesitar, pero si usted entiende que debe efectuarse algún cambio no dude en indicármelo. Como ya le dije, estoy poco en casa; empleo mi tiempo trabajando en el taller, está cerca de aquí, en la calle Saint-Petersbourg.
       Mientras hablaba Edouard, Suzzane recorría con la mirada la pequeña habitación, y, al igual que la primera impresión que le había dado la vivienda, intuía que aquella casa necesitaba una más esmerada atención que la que el pintor hasta ahora le había prestado.
       Sin duda la madre de Edouard sabía lo que  hacía –pensó Suzzane.
      -Claro, señor, déjelo todo en mis manos; les estoy inmensamente agradecida a usted y a su madre por apiadarse de mí.
      -No es piedad, se lo aseguro. Digamos que es una ayuda que nos hacemos mutuamente.
       La mujer sonrió mientras levantaba de la cama a su hijo que se había sentado con comodidad sobre ella.
       -Debo irme, me esperan. Volveré a comer sobre la una; le dejo algún dinero para que lo disponga todo. Ya se irá habituando a las necesidades de la casa. Cerca de aquí hay un mercado; lo encontrará con facilidad.
       Manet salió de la habitación y bajó con lentitud los peldaños de la escalera.

   



      La mañana se había ido templando, y las hojas que comenzaban a desprenderse de las ramas vestían de otoño las aceras por donde Edouard transitaba. El Sena se perfilaba tras una telaraña de árboles que dividían el espacio en dos planos diferentes: uno cercano y sugestivo en el que resplandecía el otoño seco y amarillento, y otro lejano con una perspectiva que dirigía la mirada del pintor hacía las aguas del río. Manet buscaba con sus ojos esta verdad simple y directa en el entramado de luces y sombras que devolvían a su crítica retina un efecto óptico que atrapaba las formas en una tupida red inasible. Mientras todas estas sensaciones se apoderaban de su espíritu, caminaba pensando en Suzzane. La joven le había perturbado. No es que fuera bella, pero sí la encontró hermosa, atractiva. Sin duda su presencia en casa le ayudaría a volcarse aún más en la pintura al no tener que preocuparse de las labores domésticas. Su madre, como siempre, había vuelto a tener razón. Era León quien lo perturbaba; aunque mirándolo bien, a lo mejor, con el tiempo, hasta podía resultar divertido. Nunca había tenido que preocuparse por nadie, y aquel niño rubio de ojos inmensamente azules podía hacerle recordar su niñez, que desde el lugar por donde paseaba, le parecía haber perdido hacia mucho tiempo.
       El sol que se filtraba a través de los árboles del paseo inundaba de claridad el lugar, y sus rayos comenzaban a templar el ambiente. Manet, como de costumbre más atento a sus pensamientos que al trabajo que le aguardaba en el taller, tomó asiento en un banco y fijó su mirada en los transeúntes que desfilaban ante sus ojos. Siempre le gustó sentirse un  “voyeur”. Observó a la dama del traje blanco que caminaba del brazo de su acompañante, pulcramente vestido de negro. Serán amantes -se preguntó-. Se fijó en el muchacho de chaqueta marrón que portaba unos fardos sobre sus hombros, y que daban la sensación de ir a hacerlo caer en cualquier momento. Miró al  elegante carruaje que pasaba en ese momento ante él, y desde cuyo interior una mano le insinuó el saludo. Gente conocida -pensó-. La muchedumbre se confundía por la calle en su ir y venir. Manet  captaba aquel movimiento como una abigarrada yuxtaposición de los diversos colores que su mirada le devolvía. Era su forma de trasladar al lienzo toda aquella batahola. Desde su improvisado observatorio atisbaba cuanto sucedía a su alrededor. París parecía bullir en aquellas horas; parecía no descansar nunca. Sólo la lluvia, que en ocasiones  les visitaba,  detenía, en parte, la frenética actividad de la ciudad. Era esta actividad la que un espíritu inquieto como el de Manet admiraba. Las cosas parecían no estar nunca en su sitio. Todo cambiaba con tal celeridad que de no ser capaz de asir aquellas sensaciones, tenías perdida la mitad de las vivencias de tu vida. Así pensaba Manet en aquellos momentos. Tras un suspiro  se incorporó para dirigirse al taller.
(Continuará 17)

viernes, 24 de mayo de 2013

En el refugio de los sueños:ELBALCÓN (16)



        -¡Edouard! -exclamó Berthe-, ¿esta dama tocada con sombrero es Victorine, verdad? Todos creíamos que estabas enamorada de ella.
        -Y lo estaba, a mi manera. El cuadro no está terminado, tan sólo es un boceto. No sé si lo lograré algún día. La marcha de Victorine paralizó esa obra. Fue como si algo en mi interior me prohibiese acabarlo.
        -Eso puede ser amor -le interrumpió Berthe que ensimismada contemplaba la obra.
        Victorine llevaba sobre su cabeza un hermoso sombrero con flores que daban un toque juvenil a su hermoso rostro. El pelo suelto caía sobre sus hombros en libertad. La mirada, ligeramente insolente, como en todas las obras en que la había retratado Manet. Era aquella mirada, fría y distante, la que siempre le inquietó y lo que más le gustaba de la modelo.
       -¿Qué es ese espacio en blanco que se observa detrás de la verja y que parece captar la atención de la niña, Edouard?
       -Ya te dije que el cuadro no está concluido. En  ese espacio quería captar la atmósfera provocada por el humo del tren. La madre y su hija están en una estación de trenes, y la niña contempla el bullicio de los andenes con el traqueteo de la gente. Pretendía dotar al cuadro de gran movimiento a pesar de la aparente quietud de los personajes. Como ves Victorine permanece sentada en un banco de la estación con un libro entre sus manos, mientras la niña, aferrada a la verja de hierro, contempla el interior de la estación. El movimiento quiero conseguirlo con el humo y el juego de colores a través del gran lazo azul de la niña y el colorido del vestido de la madre. Pero ya te digo que no sé si seré capaz de terminarlo. Sin Victorine a mi lado me falta  inspiración.
       -Debes superarlo, Edouard, el cuadro me parece fantástico. La limpieza de la pincelada, la armonía de esos colores. El sosiego y tranquilidad que se desprende de los personajes. Hasta el perrito está cómodamente dormido sobre el regazo de Victorine. Edouard debes terminarlo por bien del arte.
       -Quizá algún día, quizá algún día –repitió el pintor-. Pero mientras ese día llega, hoy he de retocar el  retrato de la futura señora de monsieur Manet: ¡Ma belle Berthe!
       -No tengas tanta prisa por hacerme tu cuñada, estoy segura de que, a pesar de tu sarcasmo hacia las mujeres, te casarás antes que Eugene.
       -Pero si hace poco insinuabas que únicamente me interesaba estar con mis amigotes -respondió sorprendido Edouard.
        -Era una forma de hablar; eres mucho más impulsivo que tu hermano, y además haces vida casi marital con Suzzane.  ¿Me equivoco? -preguntó la muchacha.
        -¿Es otra insinuación o estas aseverando? Sabes que tengo gran aprecio por Suzzane desde que entró a mi servicio. La verdad es que con el tiempo se ha ido convirtiendo en mi confidente, mi modelo, mi...
        -¿Amante? -dijo sonriendo Berthe, interrumpiendo a Edouard.
        -¡Mujeres! ¡Volvamos al trabajo! -exclamó Edouard, mientras tomaba con la mano izquierda su paleta.
        El lienzo, ya esbozado, reproducía la cabeza y busto de Berthe. La mirada, al contrario que otras composiciones de Manet, no era una mirada insolente y definida. El pintor había sabido reproducir el alma, los sentimientos de la muchacha a través de una mirada entre absorta y pensativa. Un leve e insinuante escote dejaba al descubierto la piel blanca de la modelo que contrastaba con su vestido negro, el cual llevaba prendido un  ramillete de violetas entre los senos de la muchacha. El sombrero hacía más infantil su rostro e iba sujeto con cintas al largo y fino cuello. El cabello, al igual que en el cuadro inacabado de Victorine, parecía flotar y caía suavemente sobre sus hombros, combinando el color con las cintas del gracioso y caprichoso tocado.
         Berthe volvió a tomar asiento y acomodó el cuerpo en dirección al pintor, el torso ligeramente ladeado hacia  la ventana para que la luz incidiera en su rostro y busto, tal y como lo venía haciendo, hasta ahora, en las sesiones que había posado.
        Manet, como  siempre, se quedó largo rato observando a la modelo, lo cual solía impacientar a éstas.  Necesitaba de ese tiempo  para llevar a cabo aquello que pretendía. No se trataba, únicamente, de copiar, entre comillas, la realidad que le ofrecían sus modelos, sino que necesitaba indagar en su estado de ánimo  introduciéndose en la mente, en esta ocasión de Berthe, para desnudar su alma, y así lograr plasmar en la pintura aquellos rasgos que identificaban la personalidad de la  retratada. Sus retratos no eran idealistas, como hubieran deseado algunas personas al ser pintadas, por el contrario iban más allá de la propia realidad, pues para él realidad y naturaleza tendían, en ocasiones, a confundirse y a veces no hermanaban como la gente creía. Manet no creaba retratos bellos;  pintaba a la gente de carne y hueso. Pero su forma de mirar extrañaba. A veces parecía  libinidosa, y en ocasiones con algunas de sus modelos así lo era; pero esto no le sucedía con Berthe, que era una especie de ángel que había caído de los cielos y aterrizado en París. Nunca había conocido a una mujer, una chiquilla cuando entró por primera vez en su estudio, más bella. Le sorprendieron sus infinitos ojos azules en los que parecía verse la profundidad. Cuando se fijaba en su luz le resultaba difícil abstraerse de ellos. Tenían una atracción tal que el resto de su rostro parecía no importar demasiado. Pero Manet sí se la daba. Su piel blanca y tersa, tal era su delicadeza,  parecía ir a rasgarse, como la seda, en cualquier descuido. La nariz no era sino un adorno más de aquella cara uniforme, y los labios carnosos incitaban a ser besados. El pelo ensortijado se unía con delicadeza al atractivo de aquella muchacha que, un buen día, había entrado en su estudio  buscando recibir clases de pintura, y que acabó siendo modelo e inseparable amiga del pintor, pues éste no podía dejar pasar el favor que el cielo le había hecho.
       -A veces me pregunto -dijo  mientras comenzaba a trasladar al lienzo el resultado de aquella mirada, que para alguien que no fuera Berthe hubiera parecido inquisitorial-, cómo nosotros podemos ser amigos... sólamente -añadió tras una pausa.
       -Te parece poco -respondió Berthe sonriendo-. Y su sonrisa que se iniciaba en el brillo de sus ojos llenó todo el estudio.
       -Cuando te conocí tuve el convencimiento de que nunca iba a  intentar seducirte. Tú has nacido para que los hombres se conformen con contemplarte. Con ver tus ojos, tu cara y tu cuerpo todos los días, debería ser suficiente.
       -No sé muy bien si lo que me estás diciendo es un halago -le interrumpió la muchacha.
       -No lo digo por halagarte. Para mí es una satisfacción posar la mirada en tu rostro todos los días. No hubiera podido resistir que alguien te hubiera seducido. A mi hermano debo perdonárselo. No me interpretes mal por favor, pero dejar de verte por el estudio hubiera sido penoso para mí. Jamás me ha ocurrido esto con ninguna mujer. Siempre aspiré y alguna vez logré -dijo con su típica sonrisa entre tierna e irónica-, conquistar a cuantas damas se pusieron a mi alcance.
        -Esa fama si la tienes y se te reconoce en París;  pero veo, y me alegro por ello, que hay más sensibilidad en ti de lo que la gente imagina. Algo parecido intuía pues de lo contrario es difícil entender como trasladas la vida que te rodea a tus cuadros, especialmente cuando retratas a tus modelos -añadió Berthe.
       -Trato de separar el deseo del deber, y a veces hasta lo consigo -ironizó Edouard-, y levantándose se acercó hacia Berthe y besó dulcemente su mejilla.
       -Trabajemos -dijo mientras volvía a su taburete.
(Continuará 16)

miércoles, 22 de mayo de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN(15)

       Manet se encontraba en el taller, pensativo. Una fuerza que no controlaba le impulsaba a batallar a diario con sus telas y pinceles. La percepción de la vida, tal y como él la sentía, traspasaba todas las barreras de la pintura para instalarse en sus cuadros de una manera formal. Se encontraba, con la mirada fija, frente al boceto para un retrato de Berthe Morisot, su futura cuñada. Veía a la muchacha extremadamente delgada. Recordaba palmo a palmo su armonioso cuerpo, como si hubiera disfrutado de él. De alguna manera así era.
       “La mejor forma de ver a los demás sin estar atado por los sentimientos” –pensó-.
        Recorría con la memoria cada detalle de su afilado y bello rostro. Sus profundos y extraños ojos zarcos en una mujer morena, la nariz ligeramente aguileña, su exquisito mentón, y sobre todo su hermoso, rizado y negro cabello lleno de vida que caía sobre sus hombros en una cascada sensual a sus ojos. Le recordaba a las mujeres andaluzas que con total detenimiento y sin disimulo había contemplado en el viaje que había realizado a España. No precisaba de la presencia de Berthe para elaborar el retrato que le había encargado su hermano Eugéne. Hubiera podido, sin duda, hacerlo sin la presencia de la muchacha, pero Berthe le atraía. Así que le  había enviado recado para que fuera a posar al taller aquella mañana.
       En la espera encendió la pipa, herencia de su padre. Últimamente fumaba mucho. Le hacían compañía el humo y el agradable olor del tabaco al quemarse. Aspirar aquellas hojas era una especie de bálsamo. Por lo general lo notaba cuando se encontrada a solas; en el bullicio de las tertulias o si se hallaba en lugares concurridos, los cigarros confundían sus olores y sabores desvirtuando el misterio que él sentía en aquellos momentos de placidez. Manet vivía con intensidad cada instante. En ocasiones sentía que ello le producía un gran dolor de cabeza. Le ocurría, de manera especial, cuando luchaba denodadamente, poniendo sus cinco sentidos, en resolver aquella tonalidad en el color, o el haz de luz correcto que debía entrar por el ángulo superior del lienzo inundando la tela; de eso se trataba: de plasmar aquello que él sentía, y que no era otra cosa que la propia naturaleza vista a través de sus ojos. Era un denuedo latente, diario, que le perseguía por cada rincón de sus obras.
       Manet se levantó del taburete sobre el que habitualmente se sentaba a pintar y comenzó a pasear por el taller, entre las telas, los bancos y los caballetes. La cabeza, parecía, le iba a estallar. Se aproximó al viejo espejo que colgaba en una de las paredes y contempló su demacrado rostro. Estaba pálido. Sabía que mientras le durase aquel dolor nada más podría hacer que esperar a que remitiese.
       Fijó la mirada en el cristal que le devolvía su imagen. Los pequeños ojos marrones no tenían en aquel momento la vivacidad que les caracterizaban. Se hallaban retraídos por las punzadas que de vez en cuando le perforaban las sienes. Les cerró buscando alivio en la oscuridad, y por un momento pareció encontrarlo. Su mente vagó intentando hallar en el tiempo aquel aire juvenil, que la imagen del espejo se negaba a devolverle. Su rostro era, ahora, más anguloso. Su larga barba, espesa alrededor del mentón y rala en la unión con las patillas, lo afilaba aún más. Se la había dejado crecer al cumplir los treinta años; edad a la que consideraba haber abandonado su juventud, y desde entonces su actitud, ante la vida y la pintura, habían ido madurando. Pero en su interior no podía olvidar aquellos años felices en los que trataba de ganar tantas batallas, como aquella que le llevó a viajar hasta Río de Janeiro en su anhelo por convertirse en oficial de marina. Recordó su afán por vivir experiencias nuevas que le animaron a embarcarse, como simple pasajero, en El Havre. Después de tres meses de travesía desembarcó en el sur del continente americano. Río de Janeiro lo atrapó. El color y los aromas de la selva llegaban hasta la orilla del mar. Todo parecía tener un ritmo y una armonía especial. Las gentes semidesnudas llamaron poderosamente su atención. El color de su piel, sus cuerpos esbeltos, la alegría de sus rostros, y sobre todo la conformidad con la que parecían sobrellevar su existencia, lo sedujo. Pero ahora aquello no eran más que recuerdos con sabor a mentiras. Él mismo se había engañado y había logrado confundir a su padre haciéndole  creer que su futuro pasaba por alistarse en la marina mercante. Oficio que parecía satisfacer a su progenitor, pero que poco a poco se fue diluyendo como un perfume frágil. Su memoria le llenaba de nostalgia y la veía ahora reflejada en su enteco rostro. No debería haber engañado a su buen padre, Monsieur Manet, a quien debía su buena posición social y económica. Pero  los recuerdos, pensó, se van acomodando a la vida de cada uno. Y la suya era la pintura; siempre lo había sabido.
       Berthe entró en el estudio, y fue como un soplo de aire fresco. El dolor desapareció de la cabeza de Manet y volvió a él su irónica y sagaz simpatía. Se fue acercando hacia la muchacha mientras le decía:
       -Berthe,  preciosidad, que suerte tiene mi hermano. No, si ya lo dice la Santa Madre Iglesia: “No desearás la mujer de tu prójimo”. Y yo digo que el prójimo siempre se lleva a las mejores. ¿No es esto  un pecado de egoísmo? ¿No es, acaso, una virtud compartir?
       Berthe conocía demasiado bien a Edouard como para sentirse ofendida, y sonreía al irse acercando a él.
       -No cambiarás nunca. Deberías aprender de tu hermano menor que arde en deseos de formar una familia. Tú, en cambio, vagas por ahí de tertulia en tertulia con tus amigotes sin que te importe el futuro.
       -Pequeña -sonreía Eduard mientras le decía-: el futuro no existe, ni el presente puesto que mientras hablamos ya es futuro. Lo único real es el pasado, lo que hemos vivido. Siempre podremos volverlo a vivir puesto que lo conocemos
       -Demasiada filosofía para estas horas de la mañana -respondió Berthe-.  No creo que a mí me gustase volver a vivir algunas situaciones de mi pasado.
       -Eso es porque no hiciste  lo que deseabas hacer -replicó Edouard.
       -Crees  acaso que a las mujeres nos está permitido actuar por nuestra cuenta y hacer lo que de verdad deseamos. No seas ingenuo Edouard.
       -¡Bésame! -espetó el pintor.
       Una sonora bofetada restalló en el taller.
       Edouard llevándose la mano a la mejilla se echó a reír mientras decía:
       -¿Ves como sí eres capaz de hacer lo que sientes?
       -¡Eres insufrible, Edouard! -contestó Berthe mientras su rostro enojado se iba convirtiendo en una amplia sonrisa al comprobar que había caído en la trampa urdida por el pintor.
       -Relajémonos que hemos de trabajar. Mi hermano, como sabes, desea tener un retrato tuyo, y no se le ha ocurrido mejor idea que sea yo, la risa de los pintores parisinos, quien lo haga. Debieras de hacerlo tú misma, pienso que pintas maravillosamente. Si cree que porque sea mi hermano no se lo voy a cobrar está pero que muy equivocado.
       Berthe seguía sonriendo mientras tomaba asiento en el lugar que Edouard la indicaba con la mano.
      -Tu hermano tiene un gran concepto de ti como pintor. Y no es cierto que seas la risa de la ciudad. Tu pintura hay mucha gente que no la entiende, eso es todo. Algún día se darán cuenta.
      -Un cuadro, sólo es un cuadro cuando alguien lo admira y lo comprende. Mientras tanto es sólo miseria y quizá esperanza.
       -Lo dicho, demasiada filosofía a estas horas -suspiró la modelo-. Prefiero contemplar alguna de las obras que tienes por ahí amontonadas en auténtico desorden, mientras preparas lo necesario para empezar a trabajar.
(Continuará 15)

miércoles, 15 de mayo de 2013

En el refugio de los sueños: ELBALCÓN (14)

        A veces la conversación de Zola se volvía más áspera. Recorría derroteros más estériles, pero no por ello menos apasionados. Los tertulianos atendían con gran interés la charla que en aquella mesa se podía escuchar.
       -La Segunda República -comentaba Zola-, no significó la desaparición de los partidos monárquicos. Sí, es cierto que los republicanos son, somos –rectificó– mayoría, pero no hemos logrado eliminar a los notables, cuya influencia se sigue manteniendo entre las masas campesinas; subsisten apoyados por el imperio.  Como siempre, a través de la historia, se aprovechan de la incultura de esa gente para ocupar un lugar que la revolución no abolió del todo.
       Jean Guillemet, que no se había apartado del estrado donde Jenny interpretaba, abandonó la mesa que ocupaba y se dirigió hacia el lugar en que se encontraba su amigo Edouard. Tuvo que permanecer de pie para poder seguir los comentarios de Zola que de manera lejana pero clara habían llegado a sus oídos.
       -Los notables se preparan, estoy seguro, para restaurar el antiguo orden social  -decía Zola en esos momentos-, y también que el Emperador no es ajeno a estos movimientos.
       Jean pensó en el comentario que había hecho Jenny mientras caminaban hacia el Guerbois.
       -Claro -continuó Zola sin que nadie osase interrumpirle, al menos de momento-, que no es menos cierto que el liberalismo de izquierdas, que debe velar por la justicia social, también se halla cerca de las clases rurales. De esta lucha depende el devenir de Francia. Ahora gozamos de una prosperidad ficticia auspiciada desde el poder. Para el Emperador es importante el orden, que nuevas ideas no hagan acto de presencia es imprescindible para sus fines y los de su gobierno. Me atrevo a augurar que lo que desea firmemente es hacer hereditaria la actual situación. Sólo una nueva república puede impedirlo. Además Francia debe tener en cuenta lo que significa en estos momentos la figura del canciller Bismark. Mucho me temo que en breve entremos en guerra con Prusia. Las intenciones del Emperador de anexionarse Bélgica y Luxemburgo son claras, y no creo que sean del agrado del canciller.
       La charla de Zola atraía a los oyentes, aunque algunos de ellos no estuvieran al corriente de lo que allí se comentaba. La conversación no había hecho sino aumentar el desasosiego que invadía a Jean desde esa misma mañana en que se había reunido con su familia. Deseaba que Jenny terminase su trabajo para encontrarse de nuevo a solas con la muchacha. Necesitaba de su compañía en aquellos momentos de inquietud para él. Pero algo superior a sus fuerzas le retenía en aquella mesa.
       La conversación era prácticamente un monólogo de Emile Zola. Exponía sus ideas con la seguridad que da el sentirse arropado por aquellos ciudadanos que no dudaban de las palabras del joven escritor. Su verbo era claro y contundente y parecía llevar la verdad con él.
       -¡Emile! -casi gritó Jean desde el lugar en que se encontraba-. ¿De verdad crees que todos los notables o todos los que en su día lo fueron están con el Emperador? ¿No crees que muchos de ellos, los que pertenecieron al  antiguo orden social, como bien dices, jamás han estado ni estarán a las órdenes de  un advenedizo como Napoleón?
        La nobleza –respondió Emile- a lo largo de la historia y a la menor oportunidad siempre se ha vendido al poder, viniera de donde viniera. Si era el  Rey, pues en conveniencia con el de turno; si ahora es el Emperador. pues con él, le haya nombrado quien le haya nombrado. El caso es estar ahí, junto al poder. Supongo que habrá alguna minoría, como en todo, pero esto no anula mi razonamiento.
       -Te equivocas, al menos en casos concretos que conozco.
       -Tú lo has dicho, Jean, serán casos concretos. ¿Te refieres a tu familia, verdad?
        Jean se ruborizó ante la mirada de los tertulianos presentes, pero pudo más su orgullo herido y espetó al escritor:
       -Efectivamente, hablo de mi familia, que es el caso más doloroso que conozco, y te pudo asegurar que  la revolución cercenó no sólo todas sus propiedades sino también, lo que es más difícil de soportar, todos sus derechos como ciudadanos. Y al final para qué; ¿acaso el poder pasó al pueblo? ¿Quién ostenta ahora ese poder? Hace un momento hablabas de que el Emperador quiere hacer hereditario su gobierno. ¿Estamos como antes de la revolución acaso?
       -No, Jean, no te equivoques, es verdad que Napoleón ostenta el poder, pero éste reside en el pueblo.
       -No estoy seguro de lo que dices, Emile -respondió Jean y abandonó el lugar.
        Jean regresó, apesadumbrado, al rincón donde Jenny continuaba con su música, ajena a cuanto sucedía a su alrededor. Poco la importaba que los parroquianos no le prestasen atención. Ella vivía para la música, aunque últimamente tenía una nueva razón  para ser feliz: Jean. Éste la admiraba cada vez más. Amén de sus dotes como violinista estaba descubriendo en ella una fina inteligencia y una tenacidad en su trabajo y en su forma de actuar que hacían que a cada instante aumentase su amor . Pensó en su situación, mientras las notas del violín se mezclaban con el humo y las luces del local. Se sentía empequeñecido si se comparaba con la fortaleza de aquella muchacha. Los problemas,   derivados de su posición social, suponían para él un gran peso que no lograba dominar. Los razonamientos escuchados en la voz de Zola le producían el convencimiento de que algo grave podía sucederle, y, entonces, no podía por menos que pensar en Jenny y su felicidad. Estaba absorto contemplando las manos de su amada, que con gran delicadeza y al mismo tiempo con enorme firmeza se deslizaban por las cuerdas del violín y su arco. La melodía le traspasaba, era como si interpretase únicamente para él. Y el agradecimiento que sentía hacia ella en aquellos momentos, no podría haber sido explicado con palabras. Cuando la música acalló, sintió, como siempre, que la última de las notas de la partitura se deslizaba desde la cuerda del violín hasta el interior de su ser después de haber recorrido el aire de todo el Guerbois en un viaje de ida y vuelta.
       Estaba entregado totalmente a sus pensamientos cuando sintió una mano amiga que le apretaba el hombro, era Edouard.
       -No sabía que tuvieras esas dotes para la tertulia -comentó el pintor mientras tomaba asiento junto a su amigo-. Contradecir a Emile no suele traer buenas consecuencias a quien a él se enfrenta. Su verbo apabulla.
       -Ya has visto -contestó sonriendo Jean-, que he optado por la retirada.
        -Fue inteligente por tu parte, te lo aseguro. Emile suele ser implacable. Además  en este caso tiene razón.
        -Tú también estás con él -añadió un entristecido Jean, mientras dirigía la mirada hacía Jenny que concluido su trabajo se acercaba hacia ellos.
       -No, Jean -suspiró Manet-, pero es difícil no creer en las palabras de Zola, te aseguro que sus razonamientos suelen ser certeros. Pero dejémoslo, Jenny no se merece estas discusiones -concluyó mientras sonreía a la violinista que tomó asiento junto a ellos.
     -¿Qué no me merezco, Edouard?
      -Estábamos con la conversación que manteníamos antes de entrar en el Guerbois.  No te preocupes, ya habíamos terminado -concluyó Jean.
(continuará 14)

jueves, 9 de mayo de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (13)


       Mientras  caminan hacia el Guerbois, Jenny pregunta a Jean por la reunión con su familia:
       -Me ha dicho Edouard que quizá vengan buenos tiempos para tu familia. Ignoraba que pertenecieseis a la nobleza -señaló con voz queda,  avergonzándose del comentario.
       -No creas todo lo que dice ese bandido -respondió Jean cariñosamente-. Mi familia es cierto que gozó de una enorme posición social, pero la situación política del país era muy diferente. Ni por asomo creo que pueda recuperar lo que antes tuvo y le quitaron. Los Guillement ya nos hemos hecho a la idea de lo que  somos en la actualidad. Hemos olvidado nuestros privilegios anteriores. Es mejor así. Pero no es menos cierto que sí me gustaría que el Estado devolviese, al menos, el buen nombre a mi familia; sus antiguas posesiones me parece más complicado, casi imposible. Yo creo estar a salvo de ciertas habladurías, pero algunos de mis parientes más próximos siguen padeciendo una cierta persecución que el tiempo no ha mitigado. En el fondo la gente no es mala, pero si se siente a cubierto por comentarios engañosos, que siempre vienen desde el poder, suelen obrar en consecuencia.
        -Pero, Edouard me habló de cierta apertura por parte del Emperador, y es sabido  que, aunque la ascendencia de Napoleón no sea precisamente la realeza, al poder siempre le gustó estar cerca de las clases altas.
        -Sí, pero las clases populares, aquellas que hicieron la revolución, también cuentan, y siempre estarán al acecho; por eso  poco espero de la situación actual.
        -Te noto desilusionado. Deja pasar el  tiempo a ver que sucede.
        -Será lo mejor, pero no puedo impedir un cierto desasosiego. Es como volver a recordar, de pronto, aquellas charlas que escuchaba a mi familia mientras jugaba con mis primeras pinturas, al margen de la conversación, por mi edad, y que sin embargo, sin pretenderlo, fueron haciendo mella en mí. Notaba su inquietud ya en aquellos años. Y, ahora, los fantasmas regresan. Mis padres se han hecho mayores y no sé si podrán soportarlo. A veces se sienten avergonzados del pasado familiar, como si fuera su culpa. Ni un hipotético cambio de la situación parece alegrarles. Es esta inquietud la que me preocupa.
       -Seguramente tienes razón, Jean, pero no desesperes. Me gusta verte feliz.
       -Ya lo soy,  querida, únicamente deseo estar a tu lado. Deberías saberlo.
       Jenny no pudo por menos que sonreír, y una enorme dulzura la envolvió el rostro. Tomó el brazo de Jean y apoyó la cabeza en su hombro  mientras caminaban. Se fueron  acercando al Guerbois, acompañados por la fresca brisa que ascendía desde el Sena.



        El Café Guerbois a aquellas horas era un hervidero de gente. Buena parte de la intelectualidad parisina, especialmente pintores y escritores, se hallaban en el local en el momento que Jean y Jenny entraron.
        En una mesa, lejos del estrado donde Jenny habría de interpretar, se hallaba Edouard con algunos de sus colegas, pintores como él, y con otras personas que la violinista no supo reconocer. Manet parecía, a pesar de su edad, el padre de algunos de ellos, que prestaban inusitada atención a todo lo que en aquella mesa se comentaba. En el café se podía palpar la viscosidad del ambiente. El aire tenía un tinte grisáceo con la mezcla del humo de los cigarros y el amarillo descolorido que proyectaban las lámparas de gas, sin duda escasas en número para iluminar adecuadamente el local. Aquella penumbra gustaba a los tertulianos; es más  la atmósfera creaba una especie de santuario alrededor de cada mesa. La más solicitada era en la que se encontraban, en aquel momento, Edouard Manet con su íntimo amigo Emile Zola. Eran numerosos los contertulios que tomaban asiento para simplemente escuchar lo que allí se decía. Apenas intervenían, pero la absenta nunca faltaba. Cuando la tertulia se abría al campo de las artes, era Edouard, con su elocuencia, el que suscitaba toda la atención. Pintores jóvenes, recién llegados a París, escuchaban con atención lo que allí se trataba. Algunos de ellos, Seurat, Corot, Couberte..., empezaban a ser conocidos entre los que frecuentaban el café, y su pintura, “impresionista” la llamaban despectivamente los académicos, comenzaba a despertar gran interés. Edouard les animaba a seguir por ese camino que  él había iniciado hacía ya tiempo. Por el contrario cuando la charla abocaba hacia la política, era Emile, con su claridad de ideas y su fácil forma de convencer quien acaparaba la atención de los allí congregados. Fundamentaba la mayoría de sus ideas en el ambiente que palpaba en la calle, en las propias vivencias del medio social  del que se rodeaba. Su ideario era puramente naturalista, lo que le llevaba a amar y defender profusamente la pintura de su amigo Manet, tan duramente atacada en la ciudad.  En ocasiones  esta defensa le hacía  olvidarse de la política
       -Los realistas, esos degenerados -hablaba exaltado Zola-, tratan todos los temas desprovistos de poesía. Pero abrid bien los ojos. ¿No nos muestra la naturaleza el mejor de los poemas? ¿No veis la armonía en ella? ¿Cómo riman los árboles, los campos, con una puesta de sol, con el halo lunar, con el firmamento? Seguid el camino de monsieur Manet. Esa es la verdadera, la auténtica senda del arte. El os dirá: “La pintura ha de ser, ante todo, verdadera y natural”. Yo os digo más: el arte tiene que sorprender, de lo contrario nunca será arte.  Sí, es cierto, la primera impresión que se recibe de un cuadro de Manet es su extraordinaria dureza. Manet trata la realidad de una manera simple y siempre sincera, a lo cual no estamos acostumbrados. Pero a partir de esta sencillez, de esta ternura, surge la sorpresa. Nuestros ojos, poco acostumbrados al estudio, no ven más que simples colores aplicados por todo el cuadro, pero abrigaros de paciencia, fijaros un poco, id más allá, y los objetos acabarán ordenándose en el lugar que Manet ha querido que estén. Podréis comprobar, si hacéis este pequeño esfuerzo de estudio, que la pintura se vuelve vigorosa y se puede llegar a experimentar un auténtico placer al ver la pincelada clara y grave que va captando retazos de la naturaleza, con brutalidad, sí, pero también con dulzura. Observaréis que su arte es mucho más delicado que brusco, que el trazo del artista parece burdo pero el resultado, al usar con prudencia el pincel, es cálido y sereno. Manet es en resumen un pintor genial, capaz de traducir los objetos de una manera muy personal.
(Continuará 13)

miércoles, 8 de mayo de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (12)

        Mientras iba hacia El Guerbois, Edouard se fue imaginando la escena que en esos momentos debía estar produciéndose en el taller, donde Jean y Jenny se habían quedado mirándose a los ojos, sin que percibieran la excentricidad de su amigo al despedirse. Sonrió a solas y hasta llegó a hablar y a escucharse. Algunas personas le vieron pasar y le miraron sorprendidas. Edouard ajeno a cuanto le rodeaba  se sintió feliz. A pesar de haber perdido a Victorine  para siempre,  sus pensamientos  volaban en una dirección: la felicidad de sus dos amigos, que a solas en el taller estaban encontrando la dicha que a él le faltaba.
        Jean se sumergió en los ojos de su amada. Veía su imagen reflejada en el iris, pero no se percataba de ello pues buscaba quedar inundado por el amor de Jenny, que inmóvil ante él aguardaba con el pecho latente la llegada del deseo. Pero el deseo, al que sólo mueve el corazón,  se había instalado en su cuerpo justo en el momento en que Jean entró por la puerta del taller.
        Jean toma el rostro de Jenny entre sus manos y humedece sus labios en los de ella. Jenny cierra los ojos, es capaz de ver con ellos cerrados, y deja hacer al deseo, o al destino, o al amor, que para ella  en aquellos instantes no se diferencian. Jean, estimulado, se deja también llevar y la atrae más cerca. Rodea el talle de Jenny con una de sus manos y con la otra  le acaricia la nuca. La cabeza de la muchacha reposa, ahora, sobre el pecho de él, mientras el silencio se apodera del taller, tan sólo cercenado por un lejano rumor que llega desde la calle. Sólo el aire  escucha la respiración de los amantes, que se vuelve rítmica a medida que pasan los segundos. Ambos se dejan hacer el uno del otro; si Jean avanza unos pequeños pasos, ella retrocede a su compás. Recuerdan el cortejo de algunas aves. Es como un baile, como una comunión entre ambos. Así, avanzando y retrocediendo, llegan hasta el lugar donde hace poco posase Victorine, y dejan hacer a los sentidos. La torpeza les sorprende desnudándose. Las manos resbalan por aquellas botonaduras tan complejas. El apremio se va haciendo inaguantable. Jenny tiembla en un escalofrío apenas perceptible. Jean se descubre, en su nerviosismo, como un amante inexperto  que hace desearle más. Por fin se encuentran. La piel tibia de ella y el calor apremiante de él. Las manos permanecen unidas, pero pronto cada una de ellas busca el cuerpo de su amante y se van deslizando por los rincones más ocultos. Las de Jean van subiendo por las piernas de la mujer y se posan diestramente en la hierbabuena del pubis. Con sabiduría se demoran en el vientre y van encontrando la habitabilidad de aquellos valles y colinas. Caminan con retardo por los pechos de la muchacha, descifrando su hondonada.  Tan pronto unen sus labios como separan sus rostros para verse, para reconocerse, y volverse a juntar en un beso infinito. La cabeza de Jenny reposa sobre uno de los cojines de seda blanca y la inclina hacia atrás mientras Jean va inundando su armonioso cuerpo de placer. Los dedos de él recorren la aureola rosada de los pechos con detenimiento, como si desearan no dejar ningún espacio sin reconocer. La ternura inicial va dejando paso a un ahogo incontrolable. Los pulmones se agitan, las bocas se buscan más y más con desesperación, y la piel les va uniendo, y los brazos atraen los cuerpos con fuerza. Jenny va encorvando la espalda mientras sus piernas  se alargan sobre la blanca tela, y van rodeando, a continuación,  poco a poco, la cintura de Jean. Ahora los brazos de Jenny se deslizan sobre el cuerpo de su amante mientras sus manos parecen ejecutar una pieza en su violín, y hallan en el cuerpo de Jean aquello que en ocasiones sólo la música puede darle. Sus ojos  se abren en el momento en que la sorprende el dulce placer del amor físico, y su boca se abre agitada en busca del aire que parece faltarle. Ve en lo alto dos estrellas de gas y, más a lo lejos, el oscuro techo del taller, y parece haber encontrado el firmamento
        Nada se dicen, continúan unidos por las manos. Uno junto al otro. Desnudos. Sus ojos fijos en lo más alto. Su respiración se va atenuando. Jean vuelve su rostro hacia el de la muchacha que permanece inmóvil y aún jadeante. Con su mano derecha rescata una lágrima que se va deslizando por la mejilla de Jenny, y la besa. Más que un beso se bebe el ligero llanto de felicidad que se escapa por los transparentes ojos verdes de su amada. Ahora es ella quien ladea la cabeza hacia él e inclina su boca hasta acercarse a los labios de Jean. Los besa y los encuentra dulces, al sabor de las manzanas maduras. Le mira a los ojos y la mirada de Jean le devuelve, una vez más, la certidumbre de haber encontrado en aquel hombre la seguridad en ella misma que hacía poco había perdido.
       Así tendidos, sin atreverse a hablar, como si el silencio fuera la mejor de las músicas, permanecen hasta que el frío que invade el taller les va volviendo a la realidad. Han estado atrapados por el amor, pero Jenny se sobresalta pues recuerda que aquella noche  trabaja en el Guerbois.
(continuará 12)

miércoles, 1 de mayo de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (11)

Las lámparas de gas situadas sobre los lienzos en ejecución no proyectaban su luz más allá de los bastidores, por lo que Edouard hubo de encender dos nuevas lámparas a la altura del rincón donde se encontraban los lienzos  en gran desorden, algunos antiguos  y otros de elaboración más reciente. La combustión produjo, en un principio, un olor fuerte a gas que, poco a poco, fue mitigándose a medida que la luminosidad fue ganando en intensidad. El barullo era tal que el pintor no sabía por donde empezar; aunque creyó más convincente, para la expectante Jenny, hacerlo por sus obras más antiguas, las cuales, como era lógico pensar, se hallaban ubicadas en la peor de las posiciones posibles. Edouard hubo de hacer verdaderos esfuerzos hasta llegar a ellas. Poco a poco fue rescatando algunas del ostracismo a que las habían llevado la desidia oficial, así como la situación intelectual del país.
        -Mira Jenny, este podría ser mi estado de ánimo actual -dijo Edouard mientras mostraba a la muchacha una tela con un cuerpo yacente.
        Jenny sonrió mientras preguntaba por el significado del hombre muerto.
       -Es un torero español que ha sido abatido por el toro en un lance de la corrida  -contestó el pintor ante el interés que mostraba la muchacha.
        -Estuve en España -continuó Edouard-, y quedé impresionado  con las costumbres tan personales y apasionadas de los españoles. Es un gran pueblo del que tendríamos mucho que aprender.  Uno de sus principales entretenimientos son las corridas con toros; el torero trata de esquivar las acometidas del cornúpeta con una tela a la que llaman capote. La corrida termina con la muerte del animal, aunque a veces el torero es corneado por el astado. Esto es lo que intenté plasmar en el lienzo: la dramática escena que se vive después de haber sido el torero cogido por el toro. Me impresionó sobremanera esta costumbre muy arraigada en nuestros vecinos.
        Jenny escuchaba asombrada cuanto Edouard la explicaba y no pudo por menos que mostrar su contrariedad ante lo que para ella era un acto de brutalidad.
        -Sí, a veces es cruel  -asumió Edouard.
        La tela de medianas dimensiones sorprendía por la contraposición del fondo monocromo y los detalles de vivos colores de la faja y el capote del torero. La vida se le había escapado por el hilo de sangre, que apenas perceptible bajo el hombro izquierdo,  mostraba, por sí solo, un gran dramatismo. Una alianza en la mano del torero no hacía más que agravar la escena.
         Edouard, viendo el interés que percibía en su amiga continuó buscando cuadros que relatasen aquellas costumbres españolas que tanto parecían interesar a la muchacha. Así, le fue mostrando los retratos de un guitarrista, de un joven vestido de majo (cuyo término  hubo de explicarle), de varios personajes a los que llamó “los filósofos”.
         Jenny recorría con la vista aquellas telas y atendía a las explicaciones con la vivacidad e interés que mueven a las personas cuyos sentimientos están cerca siempre de la belleza.  No parecía perder detalle alguno de cuanto le indicaba Edouard.
        -Veo que te interesas tanto por mi pintura como por lo que representa -comentó un sonriente Edouard, al que la visita de la violinista estaba haciendo olvidar, a menos momentáneamente, a Victorine-. No eres la única persona en París, a parte de mí, a quien las costumbres y personajes españoles le han entusiasmado; recuerda que nuestro Emperador casó con una española. Vamos -dijo socarronamente-, que tienes las mismas inclinaciones que la nobleza, no es de extrañar que ames a Jean.
        Jenny se había abstraído a su mundo y en ese momento no prestaba demasiada atención a lo que Edouard le decía, pero sí había percibido su cariñosa ironía. Se hallaba contemplando un cuadro que representaba a una bailarina ataviada con un traje adornado con vivos colores, los cuales resaltaban del fondo en penumbra en el que se percibían las bambalinas del teatro. Se trataba de una obra  deslumbrante por el colorido brillante de la saya a modo de basquiña de la figura. La bailarina portaba en su mano derecha un abanico mientras la izquierda recogía un bello tul transparente que dejaba ver el corpiño  ribeteado de color rojo que enmarcaba su moreno rostro. La viveza de su mirada, así como la actitud de la bailarina,  parecían provocar al espectador.
        -Es Lola de Valencia  -indicó Edouard-. Ya veo que te has fijado en su porte de mujer-mujer y en su mirada altiva; sin miedos. Siempre he tratado, en mi pintura, de desmitificar a los personajes. Quiero que sean de carne y hueso; tal como yo veo a las personas, sin tratar de divinizar a nadie en mis obras. Quiero pintar sin ataduras.  Estos fueron suficientes motivos para que la Academia me rechazase esta obra, y tantas otras, Jenny. Si serán obtusos. ¡No ven más allá de sus narices! Menos mal que todo eso acabó, afortunadamente.
        -Te gusta retratar a la gente -señaló Jenny al ver a varios personajes que la resultaron conocidos, y que se encontraban a la vista en una esquina del taller.
        -En parte, vivo de ello. Algunos son amigos, Zola, Baudelaire... Mira a  nuestra amiga Berthe -dijo el pintor mostrando el retrato de la muchacha que se hallaba en uno de los caballetes-. Aún está en ejecución; me lo ha encargado mi hermano Eugéne, creo que quiere regalárselo. Huele a boda, pequeña. Siempre he hecho retratos, me los piden con asiduidad. Mira, este es más antiguo. En su momento lo titulé “Mujer con abanico”; la verdad, ahora que le veo era obvio el título. También fue rechazado por los mercachifles de turno. Parecen comerciantes de poca monta en lugar de académicos. Pero fíjate en la mirada de la mujer. Es franca, tiene la vivacidad de una mujer de carácter. No busco en mi pintura hacer un análisis físico, ni tan siquiera psíquico de la persona retratada, me importa, más bien, reducirla a imágenes inexpresivas y que haya que admitirla por su presencia y contemplarla por sensaciones visuales. Si te fijas, la mujer, en este caso, no es bella. Pero, sí que conseguí una presencia real en este retrato. ¿Entiendes lo que quiero decir?
        Su pregunta quedó sin respuesta. Acababa de llegar Jean con tiempo de escuchar las últimas palabras de su amigo.
        -Mi querido Edouard. No trates de engatusar a Jenny con tu palabrería. No hace falta alguna; ella sí cree en tu pintura -comentó  mientras se acercaba hacia el rincón del taller donde ellos se encontraban-. No se te habrá ocurrido mostrarle también mis cuadros –añadió-. Me da cierto pudor que Jenny se ponga a hacer comparaciones. Mi crédito se vería arruinado en un instante.
        -No te preocupes, os dejo para que te pongas en evidencia tú solo. Os espero en El Guerbois. He de reunirme con Emil y otros tertulianos. Hoy toca salvar a “La France” amigos míos.
        Edouard tras recoger su sombrero saludó con una jocosa reverencia y salió del taller.
(Continuará 11)