Suzzane -turbada ante la mirada inquisitiva de Edouard-, adelantando ligeramente el brazo hizo avanzar al pequeño que trataba de esconderse tras su falda.
-Es mi hijo León, Sr.Manet -acertó a decir en un balbuceo nervioso-. Viene conmigo, si a usted no le parece mal; no tengo dónde dejarlo
-No, no es eso -trató de disimular Edouard-, es que mi madre no me había advertido y me ha sorprendido; nada más.
-Dormirá conmigo, monsieur, no le molestará.
-No, seguro que no, apenas estoy en casa. Pero pase por favor que va a enfriarse ahí en la puerta. Le enseñaré su habitación; está en la segunda planta. Es pequeña pero podrá servirle.
Mientras Suzzane colocaba sus escasas pertenencias en la que sería en los próximos años su habitación, Manet no dejaba de observarla. Siempre lo hacía; más por su natural instinto de apoderarse de cuanto le rodeaba que por cualquier otro pensamiento que en aquellos momentos pudiera tener. Su primera impresión fue que se trataba de una mujer frágil, callada y plácida. León con los ojos bien abiertos también observaba a Manet a su manera. Una muestra de tristeza y perplejidad se asomaba en su mirada al no comprender muy bien cuanto estaba sucediendo a su alrededor. La presencia de su madre lo tranquilizaba, pero aquel señor alto, barbado y con ojos inquisitivos le hacía mantenerse en guardia.
-Suzzane -habló por fin Edouard-, mi madre me ha dado inmejorables referencias de usted, y espero que encuentre la casa a su satisfacción. Creo que hay cuanto podamos necesitar, pero si usted entiende que debe efectuarse algún cambio no dude en indicármelo. Como ya le dije, estoy poco en casa; empleo mi tiempo trabajando en el taller, está cerca de aquí, en la calle Saint-Petersbourg.
Mientras hablaba Edouard, Suzzane recorría con la mirada la pequeña habitación, y, al igual que la primera impresión que le había dado la vivienda, intuía que aquella casa necesitaba una más esmerada atención que la que el pintor hasta ahora le había prestado.
Sin duda la madre de Edouard sabía lo que hacía –pensó Suzzane.
-Claro, señor, déjelo todo en mis manos; les estoy inmensamente agradecida a usted y a su madre por apiadarse de mí.
-No es piedad, se lo aseguro. Digamos que es una ayuda que nos hacemos mutuamente.
La mujer sonrió mientras levantaba de la cama a su hijo que se había sentado con comodidad sobre ella.
-Debo irme, me esperan. Volveré a comer sobre la una; le dejo algún dinero para que lo disponga todo. Ya se irá habituando a las necesidades de la casa. Cerca de aquí hay un mercado; lo encontrará con facilidad.
Manet salió de la habitación y bajó con lentitud los peldaños de la escalera.
La mañana se había ido templando, y las hojas que comenzaban a desprenderse de las ramas vestían de otoño las aceras por donde Edouard transitaba. El Sena se perfilaba tras una telaraña de árboles que dividían el espacio en dos planos diferentes: uno cercano y sugestivo en el que resplandecía el otoño seco y amarillento, y otro lejano con una perspectiva que dirigía la mirada del pintor hacía las aguas del río. Manet buscaba con sus ojos esta verdad simple y directa en el entramado de luces y sombras que devolvían a su crítica retina un efecto óptico que atrapaba las formas en una tupida red inasible. Mientras todas estas sensaciones se apoderaban de su espíritu, caminaba pensando en Suzzane. La joven le había perturbado. No es que fuera bella, pero sí la encontró hermosa, atractiva. Sin duda su presencia en casa le ayudaría a volcarse aún más en la pintura al no tener que preocuparse de las labores domésticas. Su madre, como siempre, había vuelto a tener razón. Era León quien lo perturbaba; aunque mirándolo bien, a lo mejor, con el tiempo, hasta podía resultar divertido. Nunca había tenido que preocuparse por nadie, y aquel niño rubio de ojos inmensamente azules podía hacerle recordar su niñez, que desde el lugar por donde paseaba, le parecía haber perdido hacia mucho tiempo.
El sol que se filtraba a través de los árboles del paseo inundaba de claridad el lugar, y sus rayos comenzaban a templar el ambiente. Manet, como de costumbre más atento a sus pensamientos que al trabajo que le aguardaba en el taller, tomó asiento en un banco y fijó su mirada en los transeúntes que desfilaban ante sus ojos. Siempre le gustó sentirse un “voyeur”. Observó a la dama del traje blanco que caminaba del brazo de su acompañante, pulcramente vestido de negro. Serán amantes -se preguntó-. Se fijó en el muchacho de chaqueta marrón que portaba unos fardos sobre sus hombros, y que daban la sensación de ir a hacerlo caer en cualquier momento. Miró al elegante carruaje que pasaba en ese momento ante él, y desde cuyo interior una mano le insinuó el saludo. Gente conocida -pensó-. La muchedumbre se confundía por la calle en su ir y venir. Manet captaba aquel movimiento como una abigarrada yuxtaposición de los diversos colores que su mirada le devolvía. Era su forma de trasladar al lienzo toda aquella batahola. Desde su improvisado observatorio atisbaba cuanto sucedía a su alrededor. París parecía bullir en aquellas horas; parecía no descansar nunca. Sólo la lluvia, que en ocasiones les visitaba, detenía, en parte, la frenética actividad de la ciudad. Era esta actividad la que un espíritu inquieto como el de Manet admiraba. Las cosas parecían no estar nunca en su sitio. Todo cambiaba con tal celeridad que de no ser capaz de asir aquellas sensaciones, tenías perdida la mitad de las vivencias de tu vida. Así pensaba Manet en aquellos momentos. Tras un suspiro se incorporó para dirigirse al taller.
(Continuará 17)
martes, 28 de mayo de 2013
viernes, 24 de mayo de 2013
En el refugio de los sueños:ELBALCÓN (16)
-¡Edouard! -exclamó Berthe-, ¿esta dama tocada con sombrero es Victorine, verdad? Todos creíamos que estabas enamorada de ella.
-Y lo estaba, a mi manera. El cuadro no está terminado, tan sólo es un boceto. No sé si lo lograré algún día. La marcha de Victorine paralizó esa obra. Fue como si algo en mi interior me prohibiese acabarlo.
-Eso puede ser amor -le interrumpió Berthe que ensimismada contemplaba la obra.
Victorine llevaba sobre su cabeza un hermoso sombrero con flores que daban un toque juvenil a su hermoso rostro. El pelo suelto caía sobre sus hombros en libertad. La mirada, ligeramente insolente, como en todas las obras en que la había retratado Manet. Era aquella mirada, fría y distante, la que siempre le inquietó y lo que más le gustaba de la modelo.
-¿Qué es ese espacio en blanco que se observa detrás de la verja y que parece captar la atención de la niña, Edouard?
-Ya te dije que el cuadro no está concluido. En ese espacio quería captar la atmósfera provocada por el humo del tren. La madre y su hija están en una estación de trenes, y la niña contempla el bullicio de los andenes con el traqueteo de la gente. Pretendía dotar al cuadro de gran movimiento a pesar de la aparente quietud de los personajes. Como ves Victorine permanece sentada en un banco de la estación con un libro entre sus manos, mientras la niña, aferrada a la verja de hierro, contempla el interior de la estación. El movimiento quiero conseguirlo con el humo y el juego de colores a través del gran lazo azul de la niña y el colorido del vestido de la madre. Pero ya te digo que no sé si seré capaz de terminarlo. Sin Victorine a mi lado me falta inspiración.
-Debes superarlo, Edouard, el cuadro me parece fantástico. La limpieza de la pincelada, la armonía de esos colores. El sosiego y tranquilidad que se desprende de los personajes. Hasta el perrito está cómodamente dormido sobre el regazo de Victorine. Edouard debes terminarlo por bien del arte.
-Quizá algún día, quizá algún día –repitió el pintor-. Pero mientras ese día llega, hoy he de retocar el retrato de la futura señora de monsieur Manet: ¡Ma belle Berthe!
-No tengas tanta prisa por hacerme tu cuñada, estoy segura de que, a pesar de tu sarcasmo hacia las mujeres, te casarás antes que Eugene.
-Pero si hace poco insinuabas que únicamente me interesaba estar con mis amigotes -respondió sorprendido Edouard.
-Era una forma de hablar; eres mucho más impulsivo que tu hermano, y además haces vida casi marital con Suzzane. ¿Me equivoco? -preguntó la muchacha.
-¿Es otra insinuación o estas aseverando? Sabes que tengo gran aprecio por Suzzane desde que entró a mi servicio. La verdad es que con el tiempo se ha ido convirtiendo en mi confidente, mi modelo, mi...
-¿Amante? -dijo sonriendo Berthe, interrumpiendo a Edouard.
-¡Mujeres! ¡Volvamos al trabajo! -exclamó Edouard, mientras tomaba con la mano izquierda su paleta.
El lienzo, ya esbozado, reproducía la cabeza y busto de Berthe. La mirada, al contrario que otras composiciones de Manet, no era una mirada insolente y definida. El pintor había sabido reproducir el alma, los sentimientos de la muchacha a través de una mirada entre absorta y pensativa. Un leve e insinuante escote dejaba al descubierto la piel blanca de la modelo que contrastaba con su vestido negro, el cual llevaba prendido un ramillete de violetas entre los senos de la muchacha. El sombrero hacía más infantil su rostro e iba sujeto con cintas al largo y fino cuello. El cabello, al igual que en el cuadro inacabado de Victorine, parecía flotar y caía suavemente sobre sus hombros, combinando el color con las cintas del gracioso y caprichoso tocado.
Berthe volvió a tomar asiento y acomodó el cuerpo en dirección al pintor, el torso ligeramente ladeado hacia la ventana para que la luz incidiera en su rostro y busto, tal y como lo venía haciendo, hasta ahora, en las sesiones que había posado.
Manet, como siempre, se quedó largo rato observando a la modelo, lo cual solía impacientar a éstas. Necesitaba de ese tiempo para llevar a cabo aquello que pretendía. No se trataba, únicamente, de copiar, entre comillas, la realidad que le ofrecían sus modelos, sino que necesitaba indagar en su estado de ánimo introduciéndose en la mente, en esta ocasión de Berthe, para desnudar su alma, y así lograr plasmar en la pintura aquellos rasgos que identificaban la personalidad de la retratada. Sus retratos no eran idealistas, como hubieran deseado algunas personas al ser pintadas, por el contrario iban más allá de la propia realidad, pues para él realidad y naturaleza tendían, en ocasiones, a confundirse y a veces no hermanaban como la gente creía. Manet no creaba retratos bellos; pintaba a la gente de carne y hueso. Pero su forma de mirar extrañaba. A veces parecía libinidosa, y en ocasiones con algunas de sus modelos así lo era; pero esto no le sucedía con Berthe, que era una especie de ángel que había caído de los cielos y aterrizado en París. Nunca había conocido a una mujer, una chiquilla cuando entró por primera vez en su estudio, más bella. Le sorprendieron sus infinitos ojos azules en los que parecía verse la profundidad. Cuando se fijaba en su luz le resultaba difícil abstraerse de ellos. Tenían una atracción tal que el resto de su rostro parecía no importar demasiado. Pero Manet sí se la daba. Su piel blanca y tersa, tal era su delicadeza, parecía ir a rasgarse, como la seda, en cualquier descuido. La nariz no era sino un adorno más de aquella cara uniforme, y los labios carnosos incitaban a ser besados. El pelo ensortijado se unía con delicadeza al atractivo de aquella muchacha que, un buen día, había entrado en su estudio buscando recibir clases de pintura, y que acabó siendo modelo e inseparable amiga del pintor, pues éste no podía dejar pasar el favor que el cielo le había hecho.
-A veces me pregunto -dijo mientras comenzaba a trasladar al lienzo el resultado de aquella mirada, que para alguien que no fuera Berthe hubiera parecido inquisitorial-, cómo nosotros podemos ser amigos... sólamente -añadió tras una pausa.
-Te parece poco -respondió Berthe sonriendo-. Y su sonrisa que se iniciaba en el brillo de sus ojos llenó todo el estudio.
-Cuando te conocí tuve el convencimiento de que nunca iba a intentar seducirte. Tú has nacido para que los hombres se conformen con contemplarte. Con ver tus ojos, tu cara y tu cuerpo todos los días, debería ser suficiente.
-No sé muy bien si lo que me estás diciendo es un halago -le interrumpió la muchacha.
-No lo digo por halagarte. Para mí es una satisfacción posar la mirada en tu rostro todos los días. No hubiera podido resistir que alguien te hubiera seducido. A mi hermano debo perdonárselo. No me interpretes mal por favor, pero dejar de verte por el estudio hubiera sido penoso para mí. Jamás me ha ocurrido esto con ninguna mujer. Siempre aspiré y alguna vez logré -dijo con su típica sonrisa entre tierna e irónica-, conquistar a cuantas damas se pusieron a mi alcance.
-Esa fama si la tienes y se te reconoce en París; pero veo, y me alegro por ello, que hay más sensibilidad en ti de lo que la gente imagina. Algo parecido intuía pues de lo contrario es difícil entender como trasladas la vida que te rodea a tus cuadros, especialmente cuando retratas a tus modelos -añadió Berthe.
-Trato de separar el deseo del deber, y a veces hasta lo consigo -ironizó Edouard-, y levantándose se acercó hacia Berthe y besó dulcemente su mejilla.
-Trabajemos -dijo mientras volvía a su taburete.
(Continuará 16)
miércoles, 22 de mayo de 2013
miércoles, 15 de mayo de 2013
jueves, 9 de mayo de 2013
miércoles, 8 de mayo de 2013
miércoles, 1 de mayo de 2013
En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (11)
Las lámparas de gas situadas sobre los lienzos en ejecución no proyectaban su luz más allá de los bastidores, por lo que Edouard hubo de encender dos nuevas lámparas a la altura del rincón donde se encontraban los lienzos en gran desorden, algunos antiguos y otros de elaboración más reciente. La combustión produjo, en un principio, un olor fuerte a gas que, poco a poco, fue mitigándose a medida que la luminosidad fue ganando en intensidad. El barullo era tal que el pintor no sabía por donde empezar; aunque creyó más convincente, para la expectante Jenny, hacerlo por sus obras más antiguas, las cuales, como era lógico pensar, se hallaban ubicadas en la peor de las posiciones posibles. Edouard hubo de hacer verdaderos esfuerzos hasta llegar a ellas. Poco a poco fue rescatando algunas del ostracismo a que las habían llevado la desidia oficial, así como la situación intelectual del país.
-Mira Jenny, este podría ser mi estado de ánimo actual -dijo Edouard mientras mostraba a la muchacha una tela con un cuerpo yacente.
Jenny sonrió mientras preguntaba por el significado del hombre muerto.
-Es un torero español que ha sido abatido por el toro en un lance de la corrida -contestó el pintor ante el interés que mostraba la muchacha.
-Estuve en España -continuó Edouard-, y quedé impresionado con las costumbres tan personales y apasionadas de los españoles. Es un gran pueblo del que tendríamos mucho que aprender. Uno de sus principales entretenimientos son las corridas con toros; el torero trata de esquivar las acometidas del cornúpeta con una tela a la que llaman capote. La corrida termina con la muerte del animal, aunque a veces el torero es corneado por el astado. Esto es lo que intenté plasmar en el lienzo: la dramática escena que se vive después de haber sido el torero cogido por el toro. Me impresionó sobremanera esta costumbre muy arraigada en nuestros vecinos.
Jenny escuchaba asombrada cuanto Edouard la explicaba y no pudo por menos que mostrar su contrariedad ante lo que para ella era un acto de brutalidad.
-Sí, a veces es cruel -asumió Edouard.
La tela de medianas dimensiones sorprendía por la contraposición del fondo monocromo y los detalles de vivos colores de la faja y el capote del torero. La vida se le había escapado por el hilo de sangre, que apenas perceptible bajo el hombro izquierdo, mostraba, por sí solo, un gran dramatismo. Una alianza en la mano del torero no hacía más que agravar la escena.
Edouard, viendo el interés que percibía en su amiga continuó buscando cuadros que relatasen aquellas costumbres españolas que tanto parecían interesar a la muchacha. Así, le fue mostrando los retratos de un guitarrista, de un joven vestido de majo (cuyo término hubo de explicarle), de varios personajes a los que llamó “los filósofos”.
Jenny recorría con la vista aquellas telas y atendía a las explicaciones con la vivacidad e interés que mueven a las personas cuyos sentimientos están cerca siempre de la belleza. No parecía perder detalle alguno de cuanto le indicaba Edouard.
-Veo que te interesas tanto por mi pintura como por lo que representa -comentó un sonriente Edouard, al que la visita de la violinista estaba haciendo olvidar, a menos momentáneamente, a Victorine-. No eres la única persona en París, a parte de mí, a quien las costumbres y personajes españoles le han entusiasmado; recuerda que nuestro Emperador casó con una española. Vamos -dijo socarronamente-, que tienes las mismas inclinaciones que la nobleza, no es de extrañar que ames a Jean.
Jenny se había abstraído a su mundo y en ese momento no prestaba demasiada atención a lo que Edouard le decía, pero sí había percibido su cariñosa ironía. Se hallaba contemplando un cuadro que representaba a una bailarina ataviada con un traje adornado con vivos colores, los cuales resaltaban del fondo en penumbra en el que se percibían las bambalinas del teatro. Se trataba de una obra deslumbrante por el colorido brillante de la saya a modo de basquiña de la figura. La bailarina portaba en su mano derecha un abanico mientras la izquierda recogía un bello tul transparente que dejaba ver el corpiño ribeteado de color rojo que enmarcaba su moreno rostro. La viveza de su mirada, así como la actitud de la bailarina, parecían provocar al espectador.
-Es Lola de Valencia -indicó Edouard-. Ya veo que te has fijado en su porte de mujer-mujer y en su mirada altiva; sin miedos. Siempre he tratado, en mi pintura, de desmitificar a los personajes. Quiero que sean de carne y hueso; tal como yo veo a las personas, sin tratar de divinizar a nadie en mis obras. Quiero pintar sin ataduras. Estos fueron suficientes motivos para que la Academia me rechazase esta obra, y tantas otras, Jenny. Si serán obtusos. ¡No ven más allá de sus narices! Menos mal que todo eso acabó, afortunadamente.
-Te gusta retratar a la gente -señaló Jenny al ver a varios personajes que la resultaron conocidos, y que se encontraban a la vista en una esquina del taller.
-En parte, vivo de ello. Algunos son amigos, Zola, Baudelaire... Mira a nuestra amiga Berthe -dijo el pintor mostrando el retrato de la muchacha que se hallaba en uno de los caballetes-. Aún está en ejecución; me lo ha encargado mi hermano Eugéne, creo que quiere regalárselo. Huele a boda, pequeña. Siempre he hecho retratos, me los piden con asiduidad. Mira, este es más antiguo. En su momento lo titulé “Mujer con abanico”; la verdad, ahora que le veo era obvio el título. También fue rechazado por los mercachifles de turno. Parecen comerciantes de poca monta en lugar de académicos. Pero fíjate en la mirada de la mujer. Es franca, tiene la vivacidad de una mujer de carácter. No busco en mi pintura hacer un análisis físico, ni tan siquiera psíquico de la persona retratada, me importa, más bien, reducirla a imágenes inexpresivas y que haya que admitirla por su presencia y contemplarla por sensaciones visuales. Si te fijas, la mujer, en este caso, no es bella. Pero, sí que conseguí una presencia real en este retrato. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Su pregunta quedó sin respuesta. Acababa de llegar Jean con tiempo de escuchar las últimas palabras de su amigo.
-Mi querido Edouard. No trates de engatusar a Jenny con tu palabrería. No hace falta alguna; ella sí cree en tu pintura -comentó mientras se acercaba hacia el rincón del taller donde ellos se encontraban-. No se te habrá ocurrido mostrarle también mis cuadros –añadió-. Me da cierto pudor que Jenny se ponga a hacer comparaciones. Mi crédito se vería arruinado en un instante.
-No te preocupes, os dejo para que te pongas en evidencia tú solo. Os espero en El Guerbois. He de reunirme con Emil y otros tertulianos. Hoy toca salvar a “La France” amigos míos.
Edouard tras recoger su sombrero saludó con una jocosa reverencia y salió del taller.
(Continuará 11)
-Mira Jenny, este podría ser mi estado de ánimo actual -dijo Edouard mientras mostraba a la muchacha una tela con un cuerpo yacente.
Jenny sonrió mientras preguntaba por el significado del hombre muerto.
-Es un torero español que ha sido abatido por el toro en un lance de la corrida -contestó el pintor ante el interés que mostraba la muchacha.
-Estuve en España -continuó Edouard-, y quedé impresionado con las costumbres tan personales y apasionadas de los españoles. Es un gran pueblo del que tendríamos mucho que aprender. Uno de sus principales entretenimientos son las corridas con toros; el torero trata de esquivar las acometidas del cornúpeta con una tela a la que llaman capote. La corrida termina con la muerte del animal, aunque a veces el torero es corneado por el astado. Esto es lo que intenté plasmar en el lienzo: la dramática escena que se vive después de haber sido el torero cogido por el toro. Me impresionó sobremanera esta costumbre muy arraigada en nuestros vecinos.
Jenny escuchaba asombrada cuanto Edouard la explicaba y no pudo por menos que mostrar su contrariedad ante lo que para ella era un acto de brutalidad.
-Sí, a veces es cruel -asumió Edouard.
La tela de medianas dimensiones sorprendía por la contraposición del fondo monocromo y los detalles de vivos colores de la faja y el capote del torero. La vida se le había escapado por el hilo de sangre, que apenas perceptible bajo el hombro izquierdo, mostraba, por sí solo, un gran dramatismo. Una alianza en la mano del torero no hacía más que agravar la escena.
Edouard, viendo el interés que percibía en su amiga continuó buscando cuadros que relatasen aquellas costumbres españolas que tanto parecían interesar a la muchacha. Así, le fue mostrando los retratos de un guitarrista, de un joven vestido de majo (cuyo término hubo de explicarle), de varios personajes a los que llamó “los filósofos”.
Jenny recorría con la vista aquellas telas y atendía a las explicaciones con la vivacidad e interés que mueven a las personas cuyos sentimientos están cerca siempre de la belleza. No parecía perder detalle alguno de cuanto le indicaba Edouard.
-Veo que te interesas tanto por mi pintura como por lo que representa -comentó un sonriente Edouard, al que la visita de la violinista estaba haciendo olvidar, a menos momentáneamente, a Victorine-. No eres la única persona en París, a parte de mí, a quien las costumbres y personajes españoles le han entusiasmado; recuerda que nuestro Emperador casó con una española. Vamos -dijo socarronamente-, que tienes las mismas inclinaciones que la nobleza, no es de extrañar que ames a Jean.
Jenny se había abstraído a su mundo y en ese momento no prestaba demasiada atención a lo que Edouard le decía, pero sí había percibido su cariñosa ironía. Se hallaba contemplando un cuadro que representaba a una bailarina ataviada con un traje adornado con vivos colores, los cuales resaltaban del fondo en penumbra en el que se percibían las bambalinas del teatro. Se trataba de una obra deslumbrante por el colorido brillante de la saya a modo de basquiña de la figura. La bailarina portaba en su mano derecha un abanico mientras la izquierda recogía un bello tul transparente que dejaba ver el corpiño ribeteado de color rojo que enmarcaba su moreno rostro. La viveza de su mirada, así como la actitud de la bailarina, parecían provocar al espectador.
-Es Lola de Valencia -indicó Edouard-. Ya veo que te has fijado en su porte de mujer-mujer y en su mirada altiva; sin miedos. Siempre he tratado, en mi pintura, de desmitificar a los personajes. Quiero que sean de carne y hueso; tal como yo veo a las personas, sin tratar de divinizar a nadie en mis obras. Quiero pintar sin ataduras. Estos fueron suficientes motivos para que la Academia me rechazase esta obra, y tantas otras, Jenny. Si serán obtusos. ¡No ven más allá de sus narices! Menos mal que todo eso acabó, afortunadamente.
-Te gusta retratar a la gente -señaló Jenny al ver a varios personajes que la resultaron conocidos, y que se encontraban a la vista en una esquina del taller.
-En parte, vivo de ello. Algunos son amigos, Zola, Baudelaire... Mira a nuestra amiga Berthe -dijo el pintor mostrando el retrato de la muchacha que se hallaba en uno de los caballetes-. Aún está en ejecución; me lo ha encargado mi hermano Eugéne, creo que quiere regalárselo. Huele a boda, pequeña. Siempre he hecho retratos, me los piden con asiduidad. Mira, este es más antiguo. En su momento lo titulé “Mujer con abanico”; la verdad, ahora que le veo era obvio el título. También fue rechazado por los mercachifles de turno. Parecen comerciantes de poca monta en lugar de académicos. Pero fíjate en la mirada de la mujer. Es franca, tiene la vivacidad de una mujer de carácter. No busco en mi pintura hacer un análisis físico, ni tan siquiera psíquico de la persona retratada, me importa, más bien, reducirla a imágenes inexpresivas y que haya que admitirla por su presencia y contemplarla por sensaciones visuales. Si te fijas, la mujer, en este caso, no es bella. Pero, sí que conseguí una presencia real en este retrato. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Su pregunta quedó sin respuesta. Acababa de llegar Jean con tiempo de escuchar las últimas palabras de su amigo.
-Mi querido Edouard. No trates de engatusar a Jenny con tu palabrería. No hace falta alguna; ella sí cree en tu pintura -comentó mientras se acercaba hacia el rincón del taller donde ellos se encontraban-. No se te habrá ocurrido mostrarle también mis cuadros –añadió-. Me da cierto pudor que Jenny se ponga a hacer comparaciones. Mi crédito se vería arruinado en un instante.
-No te preocupes, os dejo para que te pongas en evidencia tú solo. Os espero en El Guerbois. He de reunirme con Emil y otros tertulianos. Hoy toca salvar a “La France” amigos míos.
Edouard tras recoger su sombrero saludó con una jocosa reverencia y salió del taller.
(Continuará 11)
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