El sol caía a
plomo sobre el tráfico de la M-30; busqué la salida de Conde de Casal para
dirigirme al centro. A esa hora, la una del mediodía, mi pequeño vehículo
estaba rodeado de coches. El asfalto parecía un horno en ebullición. Los
parones eran continuos y no veía la
forma de salir de aquel atolladero en el que se había convertido la
circulación. Me impacientaba, como si la solución pasara por la irritación que
me cercenaba el ánimo. Avanzar, frenar, parar…otra vez avanzar apenas cinco
metros, y el sol en lo más alto, implacable. El aire acondicionado zumbaba en
el interior del coche y ni aún así bajaba la temperatura. La situación, me dio
por pensar, me recordaba a las llanuras del “Serengeti”: mi coche, junto a
millares de “ñus”, rodeado por depredadores por todas tardes que buscaban un
resquicio para adelantarme y retrasar mi salida de la manada. Tras una hora,
que me pareció de noventa minutos, logré dejar atrás el atasco y me dirigí por
Castellana hacia la Gran Vía. Aparqué en Plaza de España, bajo el monumento a
Cervantes.
Furioso aún por
el recuerdo del atasco recorrí a pie parte de la Gran Vía hacia Callao; en la cabeza se me había instalado el rún-rún de la canción de moda que nos, ¿defendería?,
en Eurovisión y que machacónamente nos bombardeaba la televisión hora tras
hora; no lograba desasirme de ella y el pegadizo estribillo (¡”Quédate conmigo”!
¡Y a fe que conseguía que me quedase!) me estaba llevando al límite de mis nervios.
Decidí entrar en una cafetería a ver si el aire acondicionado y una cerveza
obraban el milagro y la paz lograba regresar
a mi interior. Al ir a entrar tuve que apartarme para dejar paso a una mujer
instalada en una silla de ruedas. La persona que la portaba calculó mal la
anchura de la puerta y una rueda se
trabó en la jamba, retrasando, así, la salida.
Intuitivamente miré el rostro de la mujer sedente y no pude por menos que
sentir una cierta incertidumbre: me recordó a alguien pero en aquel momento no
supe a quién pertenecía esa cara. Sus ojos parecían perdidos en el tiempo pero
creí entrever algo en ellos, pero igual que me ocurrió con el rostro tampoco
supe interpretar el mensaje que quisieron transmitirme; si es que lo hubo. Me agaché para desatrancarr la pequeña
rueda. Un “gracias señor” con acento extranjero respondió a mi ayuda. La mujer
de la silla se alejó con su portadora; me quedé mirándolas, sin saber el
porqué, mientras se alejaban por la calle Preciados. Entré en la cafetería;
miré el reloj –las dos y media-. El dolor de cabeza se había alejado.
En mis sueños de
juventud siempre caía en los brazos de la misma mujer. Quizás el rostro cambiase,
aunque no creo que demasiado. Me apasionaba un tipo de mujer muy concreto. La
fantasía se repetía con demasiada frecuencia. Una vez leí que los sueños son
deseos reprimidos. Puede que algo de verdad hubiera en ello. Mi deseo desde
luego no sé si era reprimido pero sí profundo y tenaz. Podría decir que: alta,
rubia y con ojos azules; pues, no, aunque se aproximaba. Iba tejiendo en mi
interior a mi mujer ideal. La belleza que empezó siendo fundamental en aquellos
primeros años, fue dejando paso a una chica más bien atractiva y acorde con mi
forma de ver la vida. Era importante que tuviese las mismas aficiones y gustos
por las cosas que yo, pero claro, su belleza no desaparecía; supongo que es un
condicionante en el ser humano. La buscaba entre la gente sin hallarla. Empecé
a necesitarla; diría que hasta a echarla de menos.
Y fue un buen
día, quizás aquél en que no pensaba en ello, cuando apareció. Estaba en una
cafetería, al igual que hoy, acodado en la barra y jugando con el palillo que
sujetaba la aceituna de mi primer vermouth.
Yo iba a diario y sobre la misma hora, después del trabajo. Pero aquel día fue
diferente; o al menos lo hizo diferente la entrada de aquella chica de mis
sueños en el establecimiento, al menos para mí. La seguí con la mirada desde la
puerta hasta el otro extremo de la barra en donde me encontraba. Irradiaba
belleza; era como si la envolviese un halo de seducción. Creí que se trataba de
mi sueño que esta vez se mostraba de una forma tan real que no podía sacármelo
de la cabeza. Estaba convencido que una vez más era sólo mi imaginación, pues
no llegaba a comprender que hubiera pasado inadvertida aquella chica que vestía
un masculino traje chaqueta de color
azul, que contrarrestaba el amarillo pálido de sus zapatos de vertiginosos
tacones. Pero no, no eran fantasías, la chica era real. Sin pensarlo, pues de
haberlo hecho no hubiera osado de tal atrevimiento, me acerqué a ella y sin que
mediaran más que mis palabras le dije:
(continuará)