Él se sumergió en los ojos de su amada. Veía su imagen reflejada en el iris, pero no se percataba de ello pues buscaba quedar inundado por el amor de ella que inmóvil ante él aguardaba con el pecho latente la llegada del deseo. Pero el deseo, al que sólo mueve el corazón, se había instalado en su cuerpo justo en el momento en que él entró por la puerta del aula de música donde ensayaba tarde tras tarde, y que a esas horas se encontraba vacía: sólo ellos dos.
Él toma el rostro de ella entre sus manos y humedece sus labios en los de la muchacha. Ella cierra los ojos, es capaz de ver con ellos cerrados, y deja hacer al deseo, o al destino, o al amor, que para ellos en aquellos instantes no se diferencian. Él estimulado, se deja también llevar y la atrae más cerca. Rodea el talle de ella con una de sus manos y con la otra le acaricia la nuca. La cabeza de la muchacha reposa, ahora, sobre el pecho de él, mientras el silencio se apodera del aula, tan sólo cercenado por un lejano rumor que llega desde la calle. Sólo el aire escucha la respiración de los amantes, que se vuelve rítmica a medida que pasan los segundos. Ambos se dejan hacer el uno del otro; si él avanza unos pequeños pasos, ella retrocede a su compás. Recuerdan el cortejo de algunas aves. Es como un baile, como una comunión entre ambos. Así, avanzando y retrocediendo, llegan hasta el lugar donde hace poco estaba ella tocando su violín , y dejan hacer a los sentidos. La torpeza les sorprende desnudándose. Las manos resbalan por aquellas botonaduras tan complejas. El apremio se va haciendo inaguantable. Ella tiembla en un escalofrío apenas perceptible. Él se descubre, en su nerviosismo, como un amante inexperto que hace desearle más. Por fin se encuentran. La piel tibia de ella y el calor apremiante de él. Las manos permanecen unidas, pero pronto cada una de ellas busca el cuerpo de su amante y se van deslizando por los rincones más ocultos. Las de él van subiendo por las piernas de la mujer y se posan diestramente en la hierbabuena del pubis. Con sabiduría se demoran en el vientre y van encontrando la habitabilidad de aquellos valles y colinas. Caminan con retardo por los pechos de la muchacha, descifrando su hondonada. Tan pronto unen sus labios como separan sus rostros para verse, para reconocerse, y volverse a juntar en un beso infinito. La cabeza de ella reposa sobre uno de los cojines y la inclina hacia atrás mientras él va inundando su armonioso cuerpo de placer. Los dedos de él recorren la aureola rosada de los pechos con detenimiento, como si desearan no dejar ningún espacio sin reconocer. La ternura inicial va dejando paso a un ahogo incontrolable. Los pulmones se agitan, las bocas se buscan más y más con desesperación, y la piel les va uniendo, y los brazos atraen los cuerpos con fuerza. La muchacha va encorvando la espalda mientras sus piernas se alargan sobre la alfombra y van rodeando, a continuación, poco a poco, la cintura del hombre. Ahora los brazos de ella se deslizan sobre el cuerpo de su amante mientras sus manos parecen ejecutar una pieza en su violín, y hallan en el cuerpo de él aquello que en ocasiones sólo la música puede darle. Sus ojos se abren en el momento en que la sorprende el dulce placer del amor físico, y su boca se abre agitada en busca del aire que parece faltárle. Ve en lo alto dos focos que le parecen estrellas y, más a lo lejos, el oscuro techo del aula, y parece haber encontrado el firmamento
Nada se dicen, continúan unidos por las manos. Uno junto al otro. Desnudos. Sus ojos fijos en lo más alto. Su respiración se va atenuando. Él vuelve su rostro hacia el de la muchacha que permanece inmóvil y aún jadeante. Con su mano derecha rescata una lágrima que se va deslizando por la mejilla de ella y la besa. Más que un beso se bebe el ligero llanto de felicidad que se escapa por los transparentes ojos verdes de su amada. Ahora es ella quien ladea la cabeza hacia él e inclina su boca hasta acercarse a los labios de su amante. Los besa y los encuentra dulces, al sabor de las manzanas maduras. Le mira a los ojos y la mirada de él le devuelve, una vez más, la certidumbre de haber encontrado en aquel hombre la seguridad en ella misma que hacía poco había perdido.
Así tendidos, sin atreverse a hablar, como si el silencio fuera la mejor de las músicas, permanecen hasta que el frío que invade el aula les va volviendo a la realidad.
Bueno,bueno, que sorpresa. Como consultor para parejas en vía de separación o sexólogo harías sin duda un buen papel :)
ResponderEliminarErotismo puro y limpio. Cálido y tierno. Otro relato bello en tu haber.
Un abrazo
Hola Rafa, he puesto tu blog entre los que sigo en Tocando otros palillos. Es una pena que escribiendo tan bien, la gente se lo pierda por desconocimiento. Espero que no te importe :)
ResponderEliminarOtro abrazo
Hola Katy:
ResponderEliminarTe agradezco, de corazón, tu iniciativa. Hace casi un año que inicié este blog y hasta hoy, a parte de las pocas entradas como dices, todo han sido satisfacciones. Gracias por seguir ahí. En cuanto al erotismo es algo que todos llevamos dentro, lo que pasa es que algunas veces lo disfrazamos de pudor. Un abrazo y gracias de nuevo.
Hola Rafa:
ResponderEliminar¿Hoy estabas romanticon eh ? Buen relato el que nos dejas. Totalmente de acuerdo con Katy.
Hoy no se si un abrazo o un beso jeje
Hola Fernando:
ResponderEliminarJocoso te noto, será el fin de semana que ya apunta.
No sé si es romanticismo o necesidad pura y dura, je je.
Dejémoslo en un abrazo.