Hacía muchos años que no entraba en el desván de aquella casa de mis padres. Se amontonaban por todos los rincones: muebles desvencijados, enseres inservibles, juguetes rotos que me hicieron recordar mi niñez y la de mis hermanos, y un sinfín de artilugios de escaso valor; el polvo se había adueñado de todo aquel espacio. Rayos de luz se filtraban por cada una de las rendijas que tenía el viejo tejado, dando a aquel lugar un aspecto teatral. Estuve un buen rato revolviendo todo aquello que había pertenecido a nuestra familia y que ahora dormía, desde hacía ya años, el sueño del olvido. Buscaba con afán la orla de mi graduación en medicina, en ella se debía encontrar aquel rostro que el recuerdo de los últimos días había habitado en mi memoria. Evocaba su cara y me parecía verla con claridad: el pelo castaño, los ojos negros, el mentón prominente…, por mucho que hubiera cambiado sabía que lo reconocería en cuanto lo viese. No se me había olvidado su nombre, Raúl, pero sí sus dos apellidos. Fuera como fuese tenía que intentarlo.
Sí, allí estaba la orla, enmarcada y con el cristal roto en una esquina. Apenas se nos veían las caras a través de la opacidad del polvo. Mi madre había insistido en comprarla –alguna vez te puede servir, me dijo-, ahora comprendo que tenía razón, como casi siempre. La fotografía yo no la quería, me parecía inservible. Todos trajeados, con la corbata anudada, y ellas con el pelo cardado y sonrisa de falsete, y todos con veinte años menos. Compañeros de promoción. Busqué algo con lo que limpiar aquel cristal. No lo encontré y bajé hasta la planta baja de la casa con el gran marco en la mano.
A media que iba sacudiendo el polvo del cristal las caras comenzaron a hacerse visibles. En primera fila aparecían los profesores, algunos de ellos suponía que habrían fallecido ya, pero ahí estaban: serios, con el rostro enjuto la mayoría, dando solemnidad a aquel apergaminado papel que empezaba ya a cuartearse. Los alumnos dispuestos en orden alfabético, quizás el único sistema jerárquico que no hiere a nuestro orgullo. Al pasar el trapo por el rostro que buscaba me detuve. Allí estaba Raúl, Raúl Claramunt Pellicer. El primer apellido me sonó a valenciano. Yo no recordaba de qué localidad era Raúl. Lo necesitaba; debía dar con él. No guardo en la memoria si seguí limpiando el cristal de la orla hasta el final. Lo que sí que es cierto es que volvió a quedar olvidada en aquella casa quizás para siempre.
En la búsqueda llamé a la Universidad en la que habíamos estudiado juntos por ver si tenían algún rastro de aquella época. Afortunadamente no habían roto los archivos y la ficha de Raúl acabó por aparecer. Era natural de Onteniente. Me dieron los datos domiciliarios. Más tarde caí en la cuenta, tonto de mí, que el Colegio de Médicos podía tener más información y con detalles más actuales. En el Colegio me indicaron que ejercía en Alicante. Le llamé –se acordaba de mí-, habíamos coincidido bastante en el último curso. Le expliqué los motivos que me habían llevado a localizarlo y que era urgente que nos viéramos.
Raúl se había especializado, al igual que yo, en cirugía cardiovascular. Ya en las prácticas de la universidad tomó fama en la extracción de tumores. Lo recordé y sin saber el porqué me dio un pálpito: se me había presentado un caso, en el hospital donde ejercía, en el que el tumor de uno de mis pacientes estaba localizado en una parte del cerebro muy complicada de operar. Necesitaba de sus consejos y quizás de su ayuda en la operación.
Hice el viaje ese mismo día y me presenté en su domicilio media hora antes de lo acordado. Un soplo de aire fresco me abrió la puerta: Raquel -esposa de Raúl- según me dijo; la verdad es que no recuerdo sus palabras exactas, tal fue mi azoramiento, fueron algo así como que no pidiera disculpas por haberme presentado antes de la hora. Sabía de mi llegada y aunque Raúl no estaba aún en casa me esperaban. Raquel y yo no nos reconocimos, eso vendría más tarde.
Estuve con Raúl el resto de aquella tarde, explicando el problema y presentándole el informe detallado del paciente, así como el protocolo que íbamos a activar para intentar extraer el tumor. Trabajamos horas hasta llegar a un acuerdo de cómo había de seguirse el proceso. Yo no estaba del todo tranquilo y Raúl prometió ayudarme en la operación, si yo por mi parte hacía los trámites administrativos ante las comunidades autónomas correspondientes. Como la situación lo requería quise volver a Madrid aquella misma tarde. Raquel al enterarse se opuso, aduciendo que era demasiado tarde y que me quedara en su casa a pasar la noche. Convinimos en que a la mañana siguiente podía hacer, por internet, las primeras diligencias, y regresar a media mañana a la capital.
Durante la cena noté que Raquel no paraba de mirarme, mientras hablábamos de nuestros años en la universidad. Estábamos ya en los postres cuando se dirigió a mí:
-Javier he estado mirándote, ¿cuántos años han pasado desde entonces?: veinte, veintidós...
-Veintidós –contesté.
-Es que verás, empiezo a recordarte mientras hablamos, pero más por tu voz y por tus gestos, que por tu cara. Quizás sea el pelo que me hace…
-Será la alopecia –sonreí-. Por aquellos años llevaba melena y bien larga. Raúl también la llevaba. Pero a mi me sucede lo mismo contigo, será también por el pelo. Aquellos horrorosos cardados que llevabais. Por dios, eran horribles.
Los tres reímos de buena gana. Raúl terció:
-Es fácil de explicar: Raquel, tu eres un año menor que nosotros, empezaste por tanto un año después los estudios de medicina. No recuerdo que coincidiéramos en ningún curso y además en tercero nosotros optamos por cardiología y tú te inclinaste por medicina general. Entonces era así. Nosotros dos con las prácticas y el laboratorio estuvimos un año más por lo que acabamos la carrera al mismo tiempo. Además os lo voy a demostrar: en la orla estamos los tres.
Nos levantamos y fuimos hasta el despacho de Raúl y estuvimos recordando a alguna de las personas retratadas. Fue curioso no teníamos noticias de prácticamente ninguna de ellas. Yo me detuve en la cara de Raquel Conrado Fernández. Era ella, sí. Con aquella chica yo había soñado muchas veces sin atrever a acercarme. Raúl sin duda había sido más decidido. Vino a mi memoria la orla del desván; efectivamente había dejado de limpiarla al llegar a la cara de Raúl, ya que Raquel estaba a continuación de la imagen del ahora su esposo.
Después de la cena Raquel se retiró a acostar pues tenía que comenzar su trabajo en el hospital a primera hora. Raúl me llevó a su despacho y nos sentamos tranquilamente a tomar una copa de un buen coñac.
-Raúl –dije en un momento de la conversación-. ¿Sabes que yo no he reconocido a Raquel hasta que la he visto en la orla, y que estuve colado por ella?
Me miró con extrañeza como si no entendiera mi pregunta.
-No, no te incomodes. Hace muchos años de eso. Además yo nunca le dije nada. Pero si es cierto que sentía por ella algo especial. La veía por la universidad, siempre rodeada de gente, pero creo que tenías razón cuando comentaste, durante la cena, que no habíamos coincidido nunca en las aulas. Pero y tú, ¿cómo es que llegaste a casarte con ella? Nunca te vi salir con ninguna chica durante aquellos años de estudios.
-Sí, hace muchos años de aquello. ¡Ah! Y no me incomodaste. Yo por entonces no salía con ella. Fue en la fiesta de graduación cuando me acerqué y la pedí bailar, sin más pretensiones. Ya sabes en aquellos años era difícil ir más allá –dijo mientras sonreía- Luego me dio su dirección y nos carteamos durante meses. Al final triunfó el amor o el destino, quién sabe, la vida a veces es muy rara.
-Sí, el destino –dije mientras bajaba la cabeza y miraba la copa sujeta entre mis manos.
-A veces el destino lo creamos nosotros mismos. Quizás si tú te hubieras decidido a abordarla antes que yo, todo sería ahora distinto. El libre albedrío, Javier.
-Yo creo más en el destino, en la predestinación si quieres –dije-. Pero en este caso hay una tercera persona a la que afecta nuestra vida: mi paciente. Independiente o no de nuestra situación, él la enfermedad la llevaría consigo.
-Sí, la enfermedad sí, pero no es tan seguro que tú y yo hubiéramos vuelto a coincidir si las cosas acerca de Raquel hubieran sido distintas.
-A qué te refieres.
-Javier, tú insinuaste que yo me había podido sentir ofendido… ¿cómo dijiste?: ¿incomodado?, por tus sentimientos hacia mi esposa. Yo no podía sentirme ofendido puesto que desconocía tus pensamientos. Pero ponte en otra situación. Imagina que fueras tú el que se hubiera enamorado de Raquel perdidamente, y yo el mal amigo que quise quitarte ese amor. ¿Crees que ahora estaríamos juntos? Tu paciente seguro que tendría un destino distinto, para bien o para mal, pero distinto.
-Quizás tengas razón –dije apurando mi copa.