viernes, 31 de diciembre de 2010

Opinión: El soplo.



Hablar del mundial de fútbol es un tema tan manido que puede resultar fácil, puesto que de este deporte en casi todo el mundo lo entiende cualquiera. Escribo en casi todo el mundo porque en norteamérica del norte, como decían Tip y Coll, la verdad es que no se enteran de nada.

Hace unos días, vi por televisión, lo que pretendía ser una parodia irónica del mundo del fútbol. Me hizo, en principio gracia, por eso porque no quería ser más que una parodia: todo el mundo puede hacer bromas simpáticas de cualquier tema, hasta de algunos que quizás traspasen la raya del buen gusto.

Pues bien, el humorista usa, lo estaba haciendo bien a mi entender. Hablaba que no entendía el fútbol (siempre comparándolo con los deportes americanos: beisbol, baloncesto…). Cómo era posible, decía, que guste ese deporte a la gente cuando a veces en noventa minutos el marcador sigue reflejando un cero a cero, y que en ocasiones les regalan otros treinta minutos de prórroga y siguen sin marcar un solo gol. Tenía gracias cuando habló de las diferencias entre estos deportes: El fútbol, decía, se juega al aire libre, los estadios no están cubiertos, no se hacen goles como en el baloncesto, se juega con los pies en lugar de con las manos como sugiere la lógica (aquí metió la pata porque es precisamente esa su dificultad), el reglamento nunca varía ni se adecua debidamente y otras diferencias que ahora no recuerdo pero que las trataba de manera desenfadada y simpática. Concluyó sus bromas indicando que la principal diferencia estriba en que en el fútbol “nunca pasa nada” Y aquí, claro, metió de nuevo la pata, lo que hace el no entender.

En el último Paraguay-España pudo parecer que no pasaba nada pues el marcador no se movía. Pero qué esfuerzo titánico el de los paraguayos por anular el mejor juego español. La pasión que se palpaba entre los espectadores sólo se puede entender desde la sangre, desde el corazón. El partido en el que “no pasaba nada” tuvo un minuto de infarto con los penaltis fallados. Sólo en este deporte se puede entender que alguien no haga un gol desde once metros de distancia y que este infortunio (bueno no sé si es falta de fortuna o de acierto) suceda en las porterías contrarias.

Pocos minutos después, en este partido “en el que nunca pasaba nada” el remate franco de un delantero español se estrelló frenéticamente contra la base del poste derecho de la portería defendida por el arquero paraguayo. El palo escupió el zamarrazo de la pierna diestra del jugador, en este caso azulón, y la fortuna quiso que el balón rebotado cayese en el territorio de un compañero, seguramente el mejor dotado para este lance (el término en este caso no quiere ser taurino). En décimas de segundo el siete situó el cuerpo inclinándole ligeramente hacia su derecha, buscando así el ángulo adecuado para batir al meta contrario y acariciando la redonda hacia el poste contrario a donde la jugada había llevado a los jugadores americanos. La diosa fortuna quiso que la caricia del borceguí del “Guaje” condujese el esférico a chocar ahora contra la base del otro poste, el izquierdo. Aquello era demasiado ya que el “jubilani ese” (la madre que parió a tal balón), parecía estar riéndose de la afición española, botó sobre la línea de cal y recorriéndola en toda su trayectoria fue a besar la base del otro poste, otra vez el derecho. Pero lo que la redonda no sabía es que durante su trayectoria por encima de la línea de gol, desde cada pueblo, desde cada hogar, bar, cafetería, plaza o lugar donde hubiese un televisor en España, a nueve mil kilómetros, cada español, mujer, niño, niña u hombre, estuvieron soplando para que aquel maldito balón entrase y besase por fin la malla de la meta paraguaya.

Cuando los usas descubran esto del fútbol seguro que no volverán a pensar que nunca sucede nada.

PD. Este post lo escribí pocos días antes de que España ganase el mundial de fútbol. Para mí fue uno de los más especiales del año. Lo recuerdo hoy último día del 2010.
Feliz 2011 y gracias a todos los que me habéis apoyado con vuestros comentarios o con vuestras lecturas. Un abrazo

lunes, 27 de diciembre de 2010

En el refugio de los sueños: Navidad 2.0

-Pero Gaspar, que caray es este papel.

-Qué papel.

-Éste que acaba de llegar a palacio. Lleva fecha del veintitrés de diciembre.

-…¿No me digas que se han vuelto a equivocar? ¿Pero, en qué están pensando? ¡Igual que el año pasado, no me lo puedo creer! ¡Si es que no escuchan!

-Igual que el año pasado, no. Este año es más raro. Viene escrito en un idioma no comprensible para mí. Mira, a ver si tú entiendes algo.

-Date 23.12.2010. Esto está claro, es la fecha.

-Eso ya te lo había dicho yo, Gaspar.

-Veamos. Me pondré las gafas que ya mis ojos me van fallando. Acércame la antorcha. Date: 23.12.2010. Invoice 34567… ¡Umh, qué serán estos números! Customer… ¡Ah, aquí está! Ves Melchor lo que yo te decía: ¡como el año pasado!... Customer: Nikolaus Weihnachtsmann. ¡Es un pedido del gordinflón de Nicolás! Seguro.

-Y ¿por qué nos lo envían a nosotros?

-Se habrán equivocado.

-¡Se habrán equivocado! ¡Se habrán equivocado! Anda ve a buscar a Balta que estará en el establo acicalando a los camellos. Quizás él, como es el más joven y más viajado, sepa aclararnos todo este jaleo. Date prisa que se nos está echando el tiempo encima.

-Pues si que es extraño esto, majestades. Creo que Gaspar tiene razón. En este papel se describe, con detalle, un pedido realizado por Nicolás desde Finlandia. Pero…un momento…Esto es increíble, inaudito, intolerable…

-Que nos lo hayan mandado a nosotros, ¿verdad?

-¡No…los precios! ¡Es mucho más barato! ¡Alguien nos ha estado engañando todos estos años! Y ese alguien son los judíos del lugar. Son unos avariciosos y además avarientos.

-Sigue leyendo, Baltasar.

-No entiendo casi nada. Veamos: Courrier UPS, DHL ,MRW, SEUR. Lo de seur me suena. Country: Spain. Total Invoice amount…¡buf, una cifra astronómica!, pero ni aproximada con la nuestra. Creo que esto es lo que tiene que pagar el barriga verde ese.

-Un respeto, Baltasar. Un respeto. Sigue

-Invoice total…ocho, siete…nanan… for transfer or Standby. Ni idea, pero, ahora que lo pienso, se me ocurre una.

-Qué idea.

-Quedémonos con esta hoja. Y respondamos como si fuéramos Nicolás. El pedido es similar al nuestro.

-¡Qué lo suplantemos, quieres decir!

-Exacto. Al fin de cuentas él nos hace la competencia. Nosotros fuimos los primeros.

-Pero, eso es legal.

-Si pagamos, no creo que nadie diga nada. Y así nos ahorramos unos dinerillos, je je je, que la cosa está pero que muy mala. Y que el gordinflón se las apañe.

-No sé, no sé. ¿Tú que piensas, Gaspar?

-Yo creo que el negro tiene razón. A fin de cuentas Nicolás o Santa Clauss como pomposamente se hace llamar ahora, se ha venido aprovechando de nuestro modelo e imagen durante los últimos años. Nosotros, como corresponde a unos grandes señores, que digo señores, magos que somos magos y además reyes de oriente, casi ná, viajamos en camellos, no como él que el día menos pensado va a tener un accidente con ese endiablado trineo tirado por renos. ¡Vamos, hombre, donde esté un camello!

-Bueno, me habéis convencido. Manos a la obra que nos quedan pocos días. Sólo espero que nuestra factura se la envíen a Nicolás, je je je, y pague él la cuenta.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

En el refugio de los sueños: Cheyenne.2

Como no tengo dedos en mis manitas no sé contar. Les oigo decir que llevan diez años juntos. Diez años desde que vi por primera vez a aquella larguirucha que tan mal me cayó al principio, pues venía a romper, o eso creía yo, mi feliz monotonía, y que tanto cariño, sin embargo, me ha demostrado durante todos estos… ¿años, dije que se decía?

Desde entonces supe que tendría dos dueños pero no me importa, y sé también que él ahora me hace mucho menos caso que antes; supongo que no puede dividirse. Tampoco me importa pues cuando le necesito siempre está ahí. Me riñe menos que antes, ya apenas se muerde los nudillos amenazándome. Se debe de estar haciendo mayor. También ella. Lo noto porque cada vez hablan más bajito, apenas si les oigo. Además pienso que se están borrando poco a poco, debe de ser una cualidad de los humanos: irse volviendo borrosos.

Ahora apenas bajo de mi atalaya, y es que han debido de cambiar este sillón pues veo el suelo como si estuviera cada vez más bajo de mi cojín. En las pocas ocasiones que desciendo me hago daño en las manos y en las patas, no parece sino que hubieran llenado de cristalitos el suelo. ¿No puede ser? –me pregunto-, y no lo entiendo; claro que como soy una perra no puedo entenderlo todo.

A veces me voy con ellos a pasear. Ahora caminan más despacio que antes y se sientan en un banco del paseo. Procuro no alejarme mucho de su lado no vaya a ser que estén muy cansados y decidan subir enseguida a casa. Cuando regresamos voy acompasando mi paso al de ellos para no fatigarles demasiado y que no se den cuenta de que se están haciendo mayores. Echaría a correr, como hacía antes, pero debo de ser respetuosa y no hacer alardes, no vayan a ofenderse.

Por lo demás todo sigue igual, bueno casi. Como menos, pero es por guardar la línea, y paso mucho más tiempo tumbada en el cojín de mi sofá para no molestarles. A veces bajo, a sabiendas del dolor que sentiré con los cristalitos, y me voy junto a ellos donde suelen sentarse. Me hacen un hueco y nos ponemos a ver la pantalla luminosa. Como no entiendo nada de lo que dicen y además las figuras que salen también están borrosas me quedo dormida. Ellos también se duermen en ocasiones, que a veces me han despertado los ronquidos de él. Ella, la larguirucha, duerme encogida y con los pies siempre descalzos; me gusta aproximarme a ellos y darles calor con mi mata de pelo. Sé que me lo agradece por la dulce sonrisa que muestra su boca.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Opinión: Nadar contra corriente.

Esta semana han sucedido dos hechos en nuestro país que según mi opinión deberían hacernos recapacitar a todos quizás un poco más de lo que lo hacemos. Sé que las opiniones que voy a comentar no están en sintonía con la mayoría de la gente, me atrevería a decir: casi con la totalidad de la ciudadanía; pero que le voy a hacer yo soy así, y creo que pienso como soy, o soy como pienso. Siempre me surgen dudas por más que analizo las cosas.

Hace dos días ha saltado a la opinión pública una nueva trama de dopaje sobre nuestros deportistas. Esta vez le ha tocado al atletismo. No seré yo quien defienda este tipo de actitudes por mucho que salpiquen a atletas conocidos y de renombre internacional. Siempre existirá la duda hasta que se aclare del todo. Pocas veces se aclara en su totalidad, por cierto. Los deportistas no deberían doparse o drogarse que supongo que es lo mismo, pues nos pierde todo aquello que viene del idioma inglés. ¿Por qué lo hacen, si saben que en la mayoría de los casos les cogen con las manos en la masa? Para mí es sencillo: la élite exige. El espectador en este nivel exige marcas, cada vez más y más. El corredor de cien metros los ha de recorrer en menos tiempo, si no será una decepción para el espectador. El ciclista subiendo el Tourmalet deberá demostrar una superioridad notable sobre el resto de escaladores pues en caso contrario nadie acudirá ante el televisor. Lo mismo le pasa al lanzador de peso, de jabalina, al saltador de altura… No seamos hipócritas, ellos es cierto que ganan más dinero al conseguir mejores marcas, pero es el espectador el que se las está exigiendo.

Delito contra la salud pública. Se trata de que no enfermen y puedan incluso morir. ¿Por qué entonces no se lucha contra todo lo que supone un riesgo? ¿No está más cerca de la muerte un escalador en una pared vertical, o los montañeros que año tras año dejan su vida escalando las altas cumbres? ¿O aquellos deportistas de riesgo? Me atrevería más: ¿No constituye más riesgo enfrentarse a un toro de lidia? Pienso que incluso está más al borde de un infarto, hoy en día, hasta un octogenario intentando especular en bolsa. Dejémonos de hipocresía, sólo nos importan los resultados a ellos y a nosotros.

……………….

Tampoco seré yo quien abogue en favor de los controladores aéreos, esos niños mimados que desde mil novecientos noventa y nueve tienen un convenio de fábula. No, no seré yo, y por lo que leo y escucho no habrá nadie, salvo ellos, que piense que tienen razón. Pero, me pregunto, ¿no habrá un trasfondo detrás de su actitud?, y no me refiero a su egoísmo o falta de honradez. No puedo creer, en mi cabeza no cabe que se pueda tener tanta falta de solidaridad con los demás si no hay algo más que lo que vemos a primera vista. Quizás el tiempo nos lo aclare, pero a mí me deja un poso de incertidumbre su actitud. Son personas que cobran, según cuentan, un dineral por su trabajo. Supongo que son trabajadores altamente cualificados y como a tales hay que pagarles de acuerdo con la importancia de la labor que desempeñan. Creo que a todo trabajador con estas características hay que retribuirle en su justa medida y responsabilidad, que pienso es mucha. Ahora bien, el mal radica en su base, en su raíz. Todo el mundo debe de tener las mismas posibilidades y derechos para ejercer una profesión, la que quiera; en ello sólo debe influir el esfuerzo y el talento. No debe ser un coto cerrado a unos pocos. Sucede también en el mundo de la justicia, en las notarias, en las farmacias…

Creo también, quizás este equivocado pues de leyes no entiendo gran cosa, que el gobierno hizo bien en la militarización pero no en dictar el Estado de Alarma. Pienso que no era para tanto. Más motivos de alarma ha habido con la crisis económica, en sus comienzos, que nos afectó y nos sigue afectando a la inmensa mayoría de ciudadanos, salvo a los que la ocasionaron y que siguen viviendo tan ricamente sin ser militarizados. Claro que de ellos es el poder. Pura hipocresía

jueves, 2 de diciembre de 2010

En el refugio de los sueños: Reflejo

El corredor ha mirado por la ventana. Llueve. Le gusta salir a correr los días de lluvia. Dice que respira mejor. Se enfunda un chándal para agua y se protege la cabeza con una leve capucha por la que el líquido irá discurriendo hasta empaparle la frente, las cejas y al final todo el rostro. Es en ese momento cuando más disfruta: cuando la lluvia le alivia del sofoco de la cara.

Es aún otoño, pero parece haberse aposentado ya el invierno. La lluvia de esta mañana se ha ido transformando en diminutos copos de nieve. Aún es mejor así. Al corredor se le une la belleza.

Corre sobre la fina hierba del parque que parece querer abrigarse con las hojas que caen de los árboles. El suelo está cubierto por ellas y, así, el ruido que hacen las zapatillas queda amortiguado, se escucha levemente, como un susurro. Los altos chopos parecen querer alargar los brazos hasta lo más altos y el viento golpea las ramas uniéndose a la melodía de la naturaleza.

El corredor se va cruzando en su camino con otros que al igual que él salieron a respirar aire puro. Se conocen casi todos. Las rutinas crean obstinados. Se saludan con un leve movimiento de las manos, pero sus ojos continúan mirando al frente, para no despistarse de su ruta. Ve sus cabezas encapuchadas pero les va reconociendo. Los rostros se le antojan enrojecidos -el frío se dice-, y supone que el suyo tendrá la misma o parecida coloración. Esto le hace pensar.

El corredor piensa que en realidad el no se ha visto nunca, que no se conoce con certeza. Cree conocer su carácter, su forma de pensar, de cómo siente la vida; conoce su trato con los demás…y también conoce el rostro de los otros, de todos los otros, porque los ve tal y como son. Pero se sorprende al pensar que su rostro no es tal y como él le ve. Piensa y sonríe. En realidad nadie sabe con certeza como es cada uno. Conocemos y sabemos como son los demás, pero no nosotros mismos. ¡Nos vemos invertidos! –hubiera exclamado en voz alta si no temiera despertar a los pájaros o si el esfuerzo se lo permitiese-. ¡Sí, invertidos! Sólo nos vemos contra un espejo o contra algo que devuelve nuestra imagen. Quedémonos en el espejo, lo más frecuente. Reconoces esa peca que ves en el pómulo izquierdo de tu cara, pues en realidad está en el derecho. Esa oreja que se separa más del óvalo. ¡No, no es la derecha, es la izquierda! Ves ese diente pequeño, ese el colmillo, que empieza a cambiar de color pues debes de tener un principio de carie y que está junto al incisivo, pues el odontólogo te curará el otro, el del otro lado. Ese ojo enrojecido desde hace unos días en el que se te metió algo extraño y que aún no ha curado del todo, pues no es sobre el que te echas cada mañana y cada noche el colirio, es el otro, el que creías tener sano. Te peinas todos los días con la raya al otro lado, ¿no me digas que no lo sabías? Y qué me dices del corazón, nuestro músculo más selectivo y único; desde que ibas al colegio te dijeron que estaba casi en el centro del pecho pero ligeramente desviado hacia la parte izquierda. Mentían. El tuyo está en la derecha, compruébalo llevándote la mano sobre él en el espejo. La solución es simple, opina el corredor: se pone otro espejo enfrentado al primero y así tu imagen será la real. Sí, claro –piensa-, ¿pero eso lo ha hecho alguien alguna vez?

El corredor llega a su casa fatigado, muy fatigado. El portero le mira sonriendo mientras comenta: ¿cansado, eh? Si –contesta el corredor-, Fuentes Blancas cada vez está más lejos, al menos cada día tardo más en ir y volver. Quizás sean los años. El portero sigue sonriendo. El corredor le dice: Miguel, siempre te veo igual. Y el corredor también sonríe.

martes, 30 de noviembre de 2010

En el refugio de los sueños: el zapato derecho


Busqué el que hacía par levantando las hojas otoñales y no lo encontré. No es que lo necesitara, ni para componer otra fotografía, era simplemente curiosidad. El hecho de entender cómo había llegado hasta allí no era fácil.

Estábamos en la finca de unos amigos, en un pueblecito gallego y precioso llamado Valongo (creo escribirlo bien). Apareció bajo un enorme carballo; mis amigos dicen que es un árbol centenario. La verdad es que ocupa con su tronco, que no logramos abarcar entre cuatro personas, y con sus robustas ramas, una gran extensión.

Podría tratarse de un hombre cojo que lo hubiera abandonado allí, pero parecía poco probable. Además cómo habría salido de allí andando. No parecía que nadie hubiese saltado la cerca, pues no había indicios para creer en ello. Ninguno de mis amigos lo había tirado allí, también era impensable. Además el zapato no presentaba un estado de deterioro, era simplemente un zapato más, todavía en uso. Sin duda había sido arrojado hasta allí por encima de la valla que rodea la finca. Pero debía de ser una persona poderosa ya que el cercado además de alto dista lejos del lugar que ocupaba el zapato.

La hojarasca lo envolvía como si fuera una cama donde reposara. Había pertenecido a un hombre pues el tamaño de número era de un cuarenta y dos o cuarenta y tres. Difícil saber cuándo había quedado allí abandonado; no parecía haber transcurrido mucho tiempo, pues las hojas caídas del carballo y castaños que también ocupan la zona lo hubieran cubierto por completo.

La primera sensación que producía su contemplación era que el cuerpo de una persona debía de estar sepultado por aquella maraña de hojas ocres, y que tan sólo su pie había quedado a descubierto. Pero no, el cuerpo no estaba, hubiese sido demasiado novelesco. La imaginación no da para tanto. Pero extraño, sí que era. Nadie lo dio demasiada importancia. Pero quién se deshace sólo de un zapato. Hay mil sitios dónde tirar el otro, pero por qué molestarse. De la persona que es desaprensiva y le importa poco el medio ambiente es lógico pensar que hubiera arrojado el par. El otro, si es que existía, casi con seguridad no estaba allí.

Nos habíamos sentado en el zaguán de la casa a tomar un aperitivo. El lugar, entre tranquilo y bello, ofrecía todos los acondicionamientos para pasar una agradable velada: el lugar como digo, la amistad, el empanada de zamburiñas, el vino blanco bien frío…, en fin para que seguir. En medio de la animada charla, inconsciente de mí, se me ocurrió preguntar:

-¿En este pueblo no hay ningún cojo? La carcajada que recogió mi pregunta fue general. Ya estás con tus fantasías -me dijeron mientras seguíamos comiendo y bebiendo-. También yo sonreí pero mi cabeza seguía dando vueltas; no me podía evadir del dichoso zapato.

-Pues sí había un cojo en el pueblo, al menos lo hubo -el cantinero del pueblo disipó mis dudas-. Se llamaba Herminio, “el mancado” le llamábamos. Creo que era su pierna izquierda la que le faltaba a partir de la rodilla. Pero es curioso tampoco tengo la seguridad, tal vez fuera la derecha. Hace ya varios años que Herminio murió –añadió.

-La derecha le faltaba – intervine.

-¿Por qué lo sabes? -preguntó uno de mis amigos, que ya se iban interesando en el asunto.

-Porque el zapato encontrado es el derecho y está prácticamente nuevo; supongo que habrá estado en casa de ese hombre hasta que alguien decidió deshacerse de él y arrojarlo a vuestra finca. Con el derecho le enterrarían al bueno de Herminio.

-Así debió de ser –continuó Manuel el cantinero- Se mancó la pierna mientras pastoreaba con las vacas por el monte. La versión oficial es que un animal resbaló y cayó sobre Herminio. Éste pasó dos días con sus noches en el monte hasta que la familia dio con él; se encontraba en un estado lamentable, como imaginarán. La pierna, ante la posibilidad de gangrena, tuvieron que amputársela.

-¿La versión oficial, dice? –pregunté extrañado.

-Bueno ya sabéis como es la gente en los pueblos. Habladurías. Nunca se supo a ciencia cierta.

-¿Qué comentaba la gente? –preguntó otro de los amigos, ya totalmente entregados a la causa.

-No sé si debiera de contarlo. Creo que pasados ya tantos años no importará. Tan sólo vive una hija de Herminio y está ya mayor. Se dijo que al pastor le quebró la pierna, intencionadamente, la familia de una moza del pueblo a la que el pastor pretendía. Nunca se logró saber la verdad pues el cojo calló. Le lisiaron y le abandonaron a su suerte; supongo que hubo más amenazas. Eso es lo que se contó por aquellos años, recién acabada la guerra. A nadie, en aquellos años, le gustaba meterse en líos y todos lo dejaron correr. Pero la verdad es que Herminio nunca más se volvió a acercar a Mercedes, la moza de la que hablaba. Guapa, por cierto, que era, y con la que tantas veces había bailado en las fiestas del pueblo. Me figuro que de ser cierta esta historia, todo se debió a que no era un hombre con posición y la familia de la chica buscaba para ella un pretendiente de más nivel. Mala gente. Cosas de aquellos tiempos que a unos les vinieron bien y que la mayoría tuvo que sufrirlos.

Aclarado el asunto continuamos hablando de los años de infancia de mis amigos en aquel valle, pero esa ya es otra historia.

PD. La historia del cojo y los personajes son totalmente inventados, pero la belleza de aquel valle es auténtica, y el zapato seguirá debajo del enorme roble, degradándose poco a poco.

martes, 23 de noviembre de 2010

En el refugio de los sueños: La piedra.

El escritor no sabe qué camino seguir. Sus historias pueden hablar de victorias o de fracasos, ser graciosas o simplemente tristes, pueden hablar de soledad, de amor, de dinero, o simplemente de fabulaciones que le vienen a la mente.

El escritor aún no sabe que va a encontrar el amor de la forma más simple. El amor viaja con él; allí a donde vaya encontrará el amor sin apenas darse cuenta. Es como una lotería en la que jugase todos los números.

“Últimos días de abril de mil novecientos setenta y dos, el escritor pasea con su novia por una playa de Málaga, no recuerda si fue en Marbella, en Torremolinos o alguna pequeña cala que por aquellos años de la década de los setenta aún existían.

Se iban a haber casado ese mismo año pero, por esas cosas que a veces tiene el destino o la vida sin más, no pudieron hacerlo hasta el año siguiente: el setenta y tres. Por otro lado eran también años en los que trabajaban muchas personas en las empresas, pues no existía la informatización ni los tecnicismos de ahora, lo cual motivaba que no hubiera manera de hacer cambios en las vacaciones que habían solicitado. Así que como no pudieron casarse se fueron de viaje de novios, nunca mejor dicho, ante la “alegre consternación” de familiares de ambos. ¡Qué tiempos, madre! Era, por otro lado la época de los hippies, y algo debía de pegarse.

A lo que iba, paseaban por la playa y se chocaron con ella: con la piedra…, con la piedra de la foto, que a poco que se observe tenía auténtica forma de corazón, vamos todo un presentimiento. El se agachó, el agua del mar mojó sus rodillas, la cogió del suelo; hubo de apartarla de las que la rodeaban. Pesa le dijo a ella. Su novia la tomó entre sus manos y a poco se le cae. Ya lo creo que pesa. Al menos dos kilos –dijo-. Y, ¿qué hacemos con ella? ¿Te has fijado la forma que tiene? Es un corazón casi perfecto –dijo el chico-. Es cómo si el mar la hubiese ido modelando para nosotros, y ahora nos la entregara. Si es así deberíamos guardarla. ¡Pesa dos kilos o más! No importa –sentenció la chica-, nos la llevaremos a casa.

Fueron pasando los años y la piedra siempre estuvo allí. Lo mismo sujetó una puerta para evitar que las corrientes de aire la cerraran, que se utilizó para adorno de macetas con flores. Durmió muchas noches, años enteros a la intemperie, en la terraza de ambos…casi abandonada; pero allí estuvo, y allí continúa todavía; nunca quisieron desprenderse de ella. Lo sé de buena tinta.”

jueves, 18 de noviembre de 2010

En el refugio de los sueños: Los tres marcadores

Las puertas de cristal se abrieron de forma automática al incidir el sensor en la masa corporal de Miguel. El vestíbulo presentaba un aspecto de extrema pulcritud. El suelo de mármol blanco hacía de espejo en donde rebotaba hacia arriba la luz blanca y potente que caía del alto techo. El reflejo ascendente se perdía tras las lámparas y los cables de las que pendían. Miguel buscó con la mirada a alguna persona que le informase. Al no hallarla intentó localizar, en aquel gran espacio, la típica máquina expedidora de números que las nuevas tecnologías habían acabado por instalar en todos los lugares en donde hubiera que ir a efectuar una reclamación o simplemente a informarse de cualquiera de las contrariedades que nos traía la vida cotidiana. La máquina no existía ante la extrañeza de nuestro hombre. Caminó a través de la luz y una nueva puerta de cristal se abrió a su paso para darle acceso a un nuevo vestíbulo, mayor que el anterior, donde se alineaban en hileras sillas de plástico rojo colocadas y fijadas al suelo de seis en seis. Formaban una especie de “U” mayúscula. Miguel no se entretuvo en mirar si en aquel espacio existía alguna máquina como la que buscó en la entrada del edificio. Se sentó, no sin sentir cierto desamparo, al lado de otras personas que allí se hallaban haciendo turno.

Por más que observabó a su alrededor no veía a ningún funcionario que pudiera informarle. Suspiró profundamente, lo que motivó que la persona que acababa de sentarse junto a él le mirase.

-¿Lleva mucho tiempo esperando, señor? –preguntó el recién llegado- Lo pregunto porque he sentido que suspiraba como quejándose.

-No, no es por eso –contestó Miguel-, en realidad acabo de llegar pero no veo quién pueda informarme.

El vecino que le miraba con fijeza, desde un principio, tenía la barba canosa y la tez morena; los ojos pequeños, negros y saltarines parecían bailar de inquietud en la sonriente cara. Su escaso pelo hacía mucho que había mudado de color. Se le veía alto y fuerte. Los brazos delataban esa fuerza así como sus enormes manos callosas. Miguel se había fijado en ellas desde un principio. Llevaba una cachaba por bastón y vestía de forma deportiva.

-Normalmente la gente espera mucho tiempo aquí, así que sí me permite yo puedo informarle en lo que guste. Mi nombre es Pedro, se lo digo por tutearnos ya que imagino que a nosotros también nos tocará aguardar.

-Miguel, me llamo Miguel, mucho gusto Pedro, gracias por su amabilidad. Es que me gustaría saber a dónde tengo que ir para…

-Es muy sencillo –le interrumpió Pedro-, no tienes más que mirar a los marcadores; están allá arriba, ¿los ves?

Miguel alzó la vista y efectivamente vio tres enormes pantallas en fondo negro por la que iban deslizándose de abajo a arriba una lista de nombres, en letras de color blanco y mayúsculas. Se fijó más y comprobó que eran nombre y apellidos.

-¿Qué significa, Pedro?

-¿Cuál, los marcadores dices? Son nombres de gente. Te explico, ¿cómo te llamas?

-¡Miguel!, ya te lo dije antes.

-No, hombre, tu nombre y apellidos.

-Miguel Acebedo Martínez –contestó un confuso Miguel.

-Verás Miguel Acebedo. Arriba hay tres marcadores. ¿Los ves, verdad? Por ellos van ascendiendo una serie de nombres, tan sólo tienes que fijarte a que salga el tuyo.

-Pero, no entiendo. ¿Cómo saben mi nombre?

-Tu nombre lo saben porque eras uno de los que tenías que venir, y en esos listados figuran todas aquellas personas que las tocaba llegar hoy.

-Sigo sin entender una palabra –respondió un escéptico Miguel.

-Ya lo comprenderás, no te preocupas. Dime, Miguel, ¿de dónde eres? Lo pregunto para que el tiempo se nos haga más corto, ya sabes…

-De un pueblo de Zamora, no lo habrás oído nombrar: Manganeses de la Polvorosa.

-Sí que es raro el nombre, sí. Yo soy de mucho más lejos, no nací en España, aunque sí soy español, de hecho me considero ciudadano del mundo entero. He viajado mucho. Soy pescador; ya sabes los barcos esos que faenan en caladeros.

-Ya, yo soy simplemente agricultor.

- Duro trabajo también el tuyo. ¿Casado?, Miguel –quiere saber Pedro.

-Casado y con cinco hijos.

-La familia, los hijos, una bendición de Dios.

-No creas, Pedro. No todo son bendiciones como dices. Mucho trabajo para sacarlos adelante. Y a veces ni te lo pagan. En cuanto a Dios, mejor no tocarlo.

-Comprendo. Bueno, ¿pero tu vida no se circunscribirá sólo a la familia, imagino?

-Hombre, como todos, alguna canilla al aire ya ha habido.

-Como todos, fanfarroneas.

-¡Qué no hombre, qué no! Que alguna cosilla sí ha habido en mi vida, y no sólo de faldas. Lo que ocurre es que a medida que te vas haciendo mayor, repasas tu existencia y te das cuenta que no merecieron la pena y te arrepientes de ello.

-Dicen que arrepentirse y pedir perdón es de sabio –indica Pedro.

-Algunas de las personas a las que hice daño ya no viven, no podría pedirlas perdón aunque quisiese.

-Basta, en estos casos con el arrepentimiento. Tú te arrepientes con sinceridad, Miguel.

-¡Joder, Pedro!, pareces mi confesor. Pues claro que me arrepiento, hombre de Dios.

-Te veo sincero. A propósito, ¿te has fijado si ha salido tu nombre en alguno de los marcadores?

-La verdad es que con la cháchara me he despistado. Pero explícame como va esto, Pedro, que antes no me lo aclaraste.

-Pues mira, Miguel. Como ves hay tres marcadores y debajo de ellos tres puertas. Las personas que tenían que venir hoy figuran en las listas de esos marcadores. Observarás que por encima de cada uno de ellos hay un color: el verde, el azul y el rojo. ¿Los ves? Estate atento creo que tu nombre saldrá bajo el color azul. Bueno, ya está bien de cháchara como dices, tengo que ir a hablar con otro visitante. Hasta luego Miguel, ha sido un placer conocerte.

-Pero Pedro, que significan esos colores, qué demonios de lugar es este.

-Es muy fácil Miguel, verás el color verde es para las personas que tienen acceso directo al cielo; el azul, el tuyo, es para los que deberán purgar sus penas durante algún tiempo en el purgatorio; y el rojo supongo que ya lo adivinas. No pierdas de vista tu marcador, si se te pasa la vez tendrás que esperar a que salgan todos los nombres otra vez y comenzarás más tarde a purgar. Un abrazo y hasta siempre.

sábado, 13 de noviembre de 2010

En el refugio de los sueños: El magnetófono.

El “Sanyo Graphic Equalizer” hacía girar la cinta magnetofónica. Los últimos compases de la ópera Dido y Eneas iban reflejando el engaño de los dioses al cantar la historia del amor sensual de los protagonistas mientras tejían la trampa, cuidadosamente preparada, hacia la mentira, hacia la victoria del mal. La danza de Cupido al final del tercer acto llegaba a su terminación. El caset emitió un “clak” y dejó de producir ruido alguno.

Los hijos de Carlos habían dejado por imposible a su padre, ante la negativa de éste de utilizar cedes digitales y equipos de música actuales. Desde siempre Carlos compró sus vinilos y, la primera vez que les escuchaba, los grababa directamente en una cinta de caset. Decía que de esta forma conservaba los discos en buen estado.

Carlos, sentado en el sofá de cuero marrón, había mantenido los ojos cerrados, concentrado, durante la emisión de la ópera que escuchaba con cierta frecuencia. Bajo los párpados, ahora entornados, se deslizaron, sobre sus mejillas, dos finas lágrimas. Rosa había muerto. Su esposa había fallecido quince días antes, después de casi treinta años de convivencia.

Le sobresaltó el sonido del teléfono. Abrió los ojos y tomó el auricular con la mano izquierda, mientras que con la derecha levantaba el pequeño magnetófono rojo y negro que sostenía sobre sus piernas y lo posó sobre la blanca piedra de mármol de la mesita del salón. Era Paula, su cuñada. Le invitaba a salir aquella tarde de primavera. A tomar algo y dar un paseo –le dijo-. Gracias, Paula –respondió Carlos- no estoy de humor, quizás dentro de algunos días. Gracias por tu interés –añadió y colgó el aparato-. El silencio se hizo en el pequeño y solitario salón. Carlos cerró de nuevo los ojos y se quedó colgado de sus pensamientos.

No recordaría, después, el tiempo que transcurrió desde que dejó de escuchar la voz de Paula, a través del teléfono, y el levantarse hasta el cajón donde guardaba, minuciosamente ordenadas, las cintas de caset. Tomó la primera de la hilera, detrás del hueco que habían dejado los amantes ingleses. La miró con curiosidad y extrañeza; no parecía una de sus cintas pues nada tenía escrito en las bandas de papel que se pegaban en su exterior. Le movió la curiosidad y se acercó de nuevo a aquel sillón, ajado por el buen uso, en el que solía sentarse para leer, escuchar música o simplemente ver la televisión mientras Rosa tejía aquellas bufandas interminables o le acompañaba en tantas horas de lectura, durante las cuales nada se decían, pero en las que con relativa frecuencia cruzaban sus miradas, al levantar la vista al unísono y el uno hacia el otro; mera casualidad, quizás, pero sin duda la coincidencia se producida demasiado a menudo como si algo en el interior de ambos delatase su amor de tantos años.

Carlos introdujo la cinta, se colocó los cascos y apretó la tecla del triángulo tumbado, como él llamaba al símbolo del “play” ante la incredulidad de sus dos hijos. El magnetófono emitió un sonido de arranque, luego un ruido metálico parecido a un chisporroteo eléctrico seguido de un gran silencio. Carlos dirigió su dedo índice hacia el botón del cuadrito, el stop, pero antes de que lo pulsara el sonido del caset cambió de tonalidad, se hizo un vacío y Carlos pudo escuchar: “Carlos, cariño, soy yo, Rosa”… Carlos apretó, sobresaltado, el stop.

El corazón de Carlos comenzó a galopar, las manos le temblaban y la respiración agitaba su pecho. Un sudor frío acudió a sus sienes y se quedó mirando la pared, hacia donde el haz de luz de la pequeña lámpara de la mesilla no alcanzaba en su luminosidad. Miró con fijeza y recelo el caset y acercó de nuevo su dedo índice, aún sin calmar, hacia la tecla de puesta en marcha…”no te asustes, mi amor, nada me dañaría más… perdona ya sé que nada puede ya hacerme daño; es una forma de hablar. Nada me dañaría más que hacerte sufrir. Tomé la decisión de grabar esta cinta hace meses, cuando sólo yo intuía que mi enfermedad no la iba a poder superar. Saqué fuerzas de donde no las tenía para decidirme a dar este paso. Te preguntarás el porqué de mi acción. Para mí era sencillo: no quería decirte en aquellos momentos, para que no te inquietaras, lo que en esta cinta sí me atrevo a comentarte. Antes que nada te diré que tras grabarla la coloqué en el lugar idóneo, si no estoy segura de que aún no la estarías escuchando. La ópera de Dino y Eneas era tu favorita, también acabó siendo la mía. Sabía que cuando yo faltara tú la seguirías oyendo, por eso la puse a continuación. Acerté. Seguro que la encontrarías con facilidad y te movería la curiosidad de escuchar lo que contenía; siempre fuiste un poco maniático con tus cosas, perdóname pero creo que es la verdad. No podía, en aquellos días, decirte lo que te he amado. Mis ojos sí te lo decían, y tu mirada me correspondía. Te lo había dicho en infinidad de ocasiones, pero aquellos eran otros momentos de nuestras vidas: el largo noviazgo, el enamoramiento. No recuerdo cual fue primero, quizás tú si lo sepas. La boda, clásica como casi todo en aquel tiempo, los primeros años que fueron sólo para los dos; no veíamos más allá de nosotros mismos. Luego vinieron los hijos, sus estudios, sus problemas, su independencia, y otra vez tú y yo solos. Bueno solos no, nuestro amor siempre estuvo presente. No creerás que pienso que todo fue bello y hermoso hasta el final. También tuvimos nuestros bajones: seguro que más por culpa mía: siempre fui más temperamental. Tú en cambio apenas dejabas que brotaran tus sentimientos. Te costaba mucho más que a mí decir las cosas. Pero siempre me dijiste que me amabas. No sabes como te agradezco, ahora que soy consciente de lo que he vivido, tu ternura, tu continua compañía, tu sensatez, el estar siempre ahí cuando te necesitaba, el no reprocharme nunca nada, tu amor en fin. Ya me he ido, siento haberte dejado en esa soledad de la que es difícil salir. Carlos, cariño, no estés triste. Tu vida continúa, no tienes derecha a desaprovechar lo que te resta. Sólo somos lo que nos queda, no lo olvides nunca. Sé que me harás caso y reharás tu vida, además lo tienes muy fácil. Soy mujer, todavía soy una mujer. Sé que nunca me engañaste: la mentira nunca fue contigo. Nos queríamos demasiado para no ser honrados con nosotros mismos. Pero también sé que estuviste enamorado de Paula, mi hermana: al menos ella sí lo estaba de ti. No te sorprendas, ya te dije que soy mujer, y a las mujeres no se nos pasan esas cosas. Soy consciente del sufrimiento a que os llevó vuestro amor. Os agradezco en el alma que no me hicierais daño. Fue una muestra de gran valentía por vuestra parte. Estoy segura de que no lo buscabais pero el amor ronda como Cupido en nuestra ópera favorita. Cuando una persona ha querido tanto como yo te he amado a ti, no puede sino desear lo mejor para la persona amada. Y yo te he amado tanto, tanto… Carlos, te deseo toda la felicidad del mundo, te exijo que seas feliz. Habla con Paula, si es que ella aún no te ha llamado, y seguid vuestro camino. Me haréis muy dichosa. Qué más puedo desear que tu felicidad y la de ella. No pienses, ni por asomo, que estoy haciendo un enorme esfuerzo para decirte todo esto o un acto de modestia, no. Creo, desde la claridad que me da mi situación, que es lo que os debéis el uno al otro. Adiós, Carlos, sigue siendo feliz, es tu vida. La mía fue muy hermosa a tu lado”. Stop

Carlos rebobinó la cinta varias veces y escuchó el monólogo de Rosa. Ya de noche se decidió a llamar a Paula.

-Paula –dijo al escuchar la voz de su cuñada al otro lado del teléfono-soy Carlos, lo he pensado mejor, si quieres podemos quedar mañana por la tarde para dar ese paseo. Hasta mañana, entonces.

martes, 2 de noviembre de 2010

En el refugio de los sueños: Quien llega tarde al baile...

Apareció buscando unas carpetas. Estaba tras de ellas. La cogí como quien recupera algo perdido u olvidado. La verdad es que no era tan antigua aquella máquina fotográfica: podría tener unos diez años a lo sumo, quizás menos; pero como este mundo de las instantáneas ha cambiado y evolucionado tan deprisa, ya parecía una antigualla, pero no lo era en absoluto. Recordé haberla usado hacía relativamente poco, pero no logré saber el cuándo y el para qué. Es más esa antigua cámara analógica, ya olvidada, compartió algún tiempo con la flamante digital que ahora no se separaba de mi hombro. La miré sonriendo y acaricié la carcasa de aluminio bruñido que seguía siendo fría y suave al tacto. La iba de nuevo a abandonar, quizás definitivamente, cuando en un movimiento instintivo accioné el “open” y la pequeña pantalla se iluminó; ante mi sorpresa comprobé que estaba cargada y marcaba el número de fotos realizadas: treinta y cinco. Quizás quedase una pues los carretes solían ser de doce, veinticuatro o treinta y seis. Me acerqué a la ventana y disparé. Efectivamente al hacer la última foto el carrete comenzó a rebobinarse. Sonreí pues no recordaba qué demonios de escenas podía haber en su interior; por más que busqué en mi memoria no encontré la respuesta. La solución era sencilla: revelarlas. La solución sí era sencilla, pero el hecho en sí de hacerlo resultó bastante más complicado.

Al día siguiente me acerqué a la tienda de fotografía donde solía llevar a hacer algunas ampliaciones. Sonrieron; ya no trabajaban el revelado de negativos y no supieron indicarme en que lugar podrían atenderme. ¡Quizás en Madrid! – me dijeron-. ¡Toma ya, en Madrid! –respondí a la interjección con otra-. Más por curiosidad que por algún otro motivo recorrí varios de aquellos comercios, sin salir de mi ciudad claro. A la cuarta o quinta visita, y ya cuando pensaba llevarlas a la capital del reino en alguna visita, en un laboratorio se comprometieron a revelarme los negativos y a hacerme las copias.

Cuando fui a recogerlas, a los cuatro o cinco días, y al irlas pasando una a una, no reconocí a ninguna de aquellas personas; gente joven, de la edad de mis hijos. Se trataba de una boda sin duda. Era fácil averiguarlo: salía una pareja vestidos de novios y con gente “guapa” a su alrededor. Aquellas fotos no eran ninguna maravilla, pues he de confesar, sin ánimo de ser pedante, que yo hacía mejores fotos con aquella “Sony”. No lo entendía hasta que en una de ellas apareció el novio de mi hija. ¡Táte! –me dije- ¡La niña que cogió aquella cámara ya olvidada y se la llevó de bodas! Y, claro, también olvidó revelarlas. Todo aclarado.

Cuando la mostré la carpeta plastificada con las fotos en su interior, soltó una carcajada nada más verla, para a continuación exclamar: ¡Anda, pero si es la boda de Juanillo y Marta!

-Hace mucho –pregunté más que nada por saber-

-En junio pasado, pero ya se han separado –contestó y de nuevo soltó una carcajada- No creo que sea muy oportuno enseñárselas.

Y es que ya lo dice el refrán: “El que llega tarde al baile, baila con la coja!

lunes, 25 de octubre de 2010

En el refugio de los sueños: Los olores

La misma esquina siempre. Ángel tirita de frío. A veces nota un cierto alivio: sucede con poca frecuencia este invierno – piensa el chico-. Sus ojos están velados desde su nacimiento. Él no vio nunca la primera luz al nacer, pero cuando el sol, así le han dicho que se llama, parece acariciarle el rostro, intuye una cierta claridad y sonríe. Nadie puede decir en esta ciudad en la que vive que alguna vez le vio triste: Ángel siempre tiene una sonrisa en los labios, aunque nadie se acerque hasta donde está; sabe que tarde o temprano alguien hablará con él. Los más le pedirán simplemente un billete de lotería; los menos le preguntarán cómo se encuentra: son los habituales, los que más tientan a la buena fortuna. Pero Ángel también sabe que algunos lo hacen por lástima. A todos se lo agradece de la única manera que entiende: les desea suerte con su clara sonrisa.

Ángel disfruta con el aire, no con el viento, con el aire. Los olores, los aromas, los perfumes de mujer están ahí, colgados del cielo, y él los siente, como aquel rayo de sol que le calienta. El olor de ella es diferente, más fresco, más suave, más cálido le parece. La siente desde lejos a poco que el aire sople en su dirección y desvía su vacía mirada hacia sus pasos. Ella no aprecia que aquellas cuencas muertas le estén observando, sin verla, desde que salió del soportal de la plaza. El paseo es un murmullo de voces: bebés que lloran en sus cochecitos, abuelos que les sisean para que se duerman, gente que camina con prisas, desde lejos se escucha un violín de alguien que se gana la vida como puede, pero Ángel ya sólo piensa en aquel olor que se acerca poco a poco, sin hacer ruido, como de puntillas. Aunque la mujer pisara hojas secas de otoño, Ángel no las oiría. Solo el olor, su olor, el de ella. Lo demás no cuenta.

Cómo será María. Cómo será una mujer. No lo sabe. Nadie le ha explicado todavía algunas cosas. Podría preguntárselo –se dice sin convicción-. Quizás mañana u otro día, hoy no se atreve. La chica ya está muy cerca, lo sabe; el olor no le engaña. Decide saludarla.

-Hola María, ¿ayer tampoco hubo suerte? –dice mirando al vacío.

La chica se sorprende. Cómo ha podido conocerla. No, ayer tampoco, contesta. - -Dame un cupón para hoy, a ver si salgo de apuros.

-María, ¿cómo eres? –se sorprende el chico preguntando.

-…No sé, como todas, creo.

-Tu olor es diferente.

-Será el perfume,…supongo.

-No, ese aroma lo he sentido en otras mujeres. Tu olor es diferente. Me gusta más.

María se ruboriza, no sabe que decir. Ángel es guapo, muy guapo –piensa mientras le observa-, sólo los ojos afean levemente su cara.

-Debo irme –dice la chica.

-¿Entonces no vas a decirme cómo eres?

-Quizás otro día.

-Me gustaría tocarte –le suelta Ángel sin malicia.

-…Pero

-Tu cara, tus ojos, tus manos, tu cuerpo. Yo no sé como es una mujer.

María no sabe que decir, está como paralizada. Afortunadamente no hay nadie cerca que pueda escuchar la conversación. Eso le tranquiliza.

-¿Aquí, ahora? –pregunta sin saber bien el porqué.

-Claro –contesta el chico sorprendido.

-No puede ser.

-¿Por qué?

-Hay mucha gente en el paseo, podrían vernos.

-¿Y?...

María entiende la inocencia del chico. Pero dar ese paso es algo que no se hubiera imaginado jamás. Se queda mirándole. La sonrisa de Ángel no se ha borrado de su cara en ningún momento. Quizás debiera complacerle. Parece sincero. Es posible que le fuera de mucha ayuda, que le sacara de su ignorancia. Cuántos años debe de tener: dieciséis, diecisiete…quizás alguno más. María se deja llevar.

-¿Cuántos años tiene, Ángel? ¿Es tu nombre, verdad?

- Dieciocho. Sí. ¿Por qué querías saberlo?

-No, simple curiosidad, pareces más joven.

-No has contestado a mi pregunta todavía. ¿Puedo tocarte? – pregunta el chico alargando su mano hacia la cara de la chica- Sólo así puedo conocerte.

María se deja hacer. Es suave tu piel –dice él-. Como la de las manzanas verdes –añade mientras coloca sus dedos cobre los ojos de María, quien lleva ya unos segundos con ellos cerrados-. La mano de ella toma la de él y se la lleva a su boca besándola con dulzura.

-Ángel, ahora tengo prisa, debo volver a mi trabajo, pero si quieres esta tarde nos vemos…quedamos –rectifica- …en mi casa y allí te explico como soy.

-De acuerdo…y perdona por haberte entretenido –dice Ángel mientras María se aleja con la cara vuelta hacia él.

-El aroma de la muchacha se va perdiendo en el aire mientras se aleja.

jueves, 21 de octubre de 2010

En el refugio de los sueños: EDOUARD MANET

“Extracto de mi novela “El balcón”, una visión sobre la vida parisina del pintor Edouard Manet, el impulsor del movimiento impresionista. Aunque la novela relata de forma ficticia la vida de cada uno de los personajes que se ven retratados en el cuadro, estos personajes fueron reales y parte de lo que escribo está basado en los sucesos que rodearon sus vidas”. (Componen la escena Berthe, pintora y cuñada de Manet, Jenny, violinista y prometida de Jean Guillemet pintor y amigo de E.Manet. El cuadro es contemplado por Suzzane esposa del pintor impresionista.)

-¡Voilà! ¿Qué os parece mi balcón? Es el lugar preferido para asomarme, sólo que ahora sois vosotros quienes miráis al mundo.

En el cuadro se hallan retratadas Berthe y Jenny en un primer plano; Berthe, sentada en un taburete, apoya su antebrazo derecho sobre la barandilla mientras Jenny está de pie junto a su amiga. Ambas miran al exterior. En un segundo plano, Jean, impecablemente vestido, también mira a la calle entre las dos muchachas. La silueta de un camarero aparece al fondo de la escena, difuminada; Suzzane cree ver en ella a su hijo León.

Todos miran el cuadro sin atreverse a efectuar comentario alguno mientras Edouard enciende, por enésima vez en aquella noche, su pipa. También el pintor calla. Comprueba con su escudriñadora mirada la reacción de sus amigos. Como siempre supuso, cada personaje se fija más en su figura retratada que en la de los demás; también Eugéne cae en aquel pecado al contemplar con fijeza el rostro de su amada Berthe -¿Intentando buscar algún defecto, quizá?, piensa Edouard-. Suzzane no tiene ojos más que para su hijo, pero la presencia del muchacho, caso de que lo fuera, es puramente anecdótica; hasta ella misma lo comprende.

-Edouard -Jenny es la primera en romper el silencio-, ¿de verdad me ves con esa tristeza?

La muchacha aparece en el cuadro hermosamente vestida de blanco, sujetando entre sus brazos y el pecho una pequeña sombrilla de color verde, mientras se pone unos guantes amarillos. Su rostro de rasgos orientales parece alargarse con la flor que porta prendida a su cabello.

-La primera vez que vi tu rostro, Jenny, me pareció que te embargaba una enorme tristeza, y aquellos rasgos se quedaron grabados en mi mente. A lo largo de estos años tu rostro ha ido cambiando, se te ve más feliz –dijo el pintor mientras su mirada se cruzaba con la de Jean-. Algo ha debido pasar en tu vida para tan beneficioso cambio, pero he preferido respetar mi memoria; me parece más interesante aquel momento de tu vida para ser expresado.

-¿Y yo, Edouard? -pregunta Berthe-. Noto una cierta soledad en el rostro, en la postura, como si no tuviese a nadie a mí alrededor.

Berthe lleva un vestido, también blanco, pero con mayor profusión de encajes que el de Jenny, más sencillo. Las mangas cuelgan de sus muñecas dando una visual vaporosidad a los encajes. Un enorme cuello salpicado igualmente de finos encajes y bordados cae por sus hombros y deja ver en el escote una preciosa gargantilla de la que pende un camafeo. Su mirada, al igual que la del resto de los personajes, se pierde en el exterior. Entre sus manos luce un abanico, según la moda española.

-También te has fijado en tu soledad. Me alegro de ello, Berthe -dijo Edouard mientras aspiraba una bocanada de tabaco-, siempre has sido una mujer alegre, pero cuando entraste al taller por primera vez, buscando recibir clases de pintura, tu situación emocional distaba mucho de ser la que hoy en día posees. Sin duda mi hermano estará de acuerdo conmigo, amén de haber contribuido a dicho cambio. Mis recuerdos también me han transportado a aquella situación. Te preguntarás el porqué. Pues no lo sé. En tu caso también me pareció más pictórico. Pero si os fijáis, y estoy seguro de que así ha sido, tanto tú, Berthe, como Jenny, poseéis esa rara belleza que muestra la subjetividad, mi subjetividad; esto lo decía mi buen y querido amigo Baudelaire a quien la muerte nos arrebató de nuestro lado: “Sólo lo bello es raro”, afirmaba.

-Y yo, Edouard -el que hablaba ahora era Jean-. ¿No te parece excesivo ese porte que me has dado?

-Eres tú, mi buen Jean, no lo dudes. Al menos así te veo. Sólo que tú eres raro sin ser bello.

-Tu sarcasmo me conmueve. De cualquier manera, permíteme que sea tu primer crítico sobre este cuadro. Una vez más vas en contra de la Academia. Aun sabiendo que ésta es tu postura, ¿no te parece que utilizar esos verdes oscuros tanto en el barandal del balcón como en las contraventanas están fuera de lugar? Dónde has visto en todo París esos tonos tan crudos en el exterior de nuestras viviendas. Y el color de mi corbata: ¡azul! ¿No querías que fuese un aristócrata? Jamás usaría ese color. Blanco y negro mi querido Edouard; esa es la verdadera elegancia.

-La verdadera elegancia, mi querido crítico, consiste en el equilibrio de nuestro aspecto exterior con nuestra vida interior, no en el color de una corbata. Por lo que respecta a lo demás tienes toda la razón. Yo no pinto para provocar a nadie, pero sí para que la gente que ve mis cuadros reaccione y entienda que la pintura hay que vivirla, sentirla. Ya os lo decía antes: tan sólo busco la sensación visual del espectador. Me habláis de soledad, de tristeza, de informalidad academicista. Cada uno de vosotros únicamente ha mirado una parte del cuadro, la que más le interesa, no habéis visto la obra en conjunto. Haced ese pequeño esfuerzo, por favor, es todo cuanto os pido y creo que mi pintura se merece. Mirad el conjunto e id más allá. Estáis mirando al exterior, algo llama vuestra atención en la calle: los transeúntes, los coches de caballos, algún incidente quizá. Cada uno de vosotros tiene la obligación, diría, de crear una historia. Es vuestro pensamiento el que debe volar. El estado o los políticos, podrán quitárnoslo todo, todo menos el pensamiento, lo que nosotros queramos ser internamente, eso jamás lo perderemos.

-Y cual es tu historia -pregunta Suzzane, a quien la presencia de su hijo le ha hecho caer, también, en el error comentado por su esposo.

-¿Mi historia? Buena pregunta querida. Tal vez no estoy preparado para responderla puesto que al pintar este cuadro pensé más en vosotros que en mí. A través de esta amplia ventana se debe, ante todo, observar para descubrir. Claro que también se puede crear, inventar una historia, lo que de alguna manera os pedía hace un momento. Habéis estado almorzando en uno de los restaurantes más lujosos de París para comunicar, al resto de amigos, vuestro próximo enlace matrimonial -Edouard hizo este comentario observando a Jean y Jenny los cuales sonrieron al cruzarse sus miradas-. Vuestros estómagos han quedado satisfechos de la abundante comida y tras los postres habéis tenido la necesidad de salir a uno de los balcones del establecimiento a respirar el frescor que llega desde la arboleda próxima, o quizás hayáis sentido bullicio en las calles y vuestra curiosidad os ha empujado a asomaros. O tal vez a ambas cosas. A poco que observéis la tela, os percataréis de que vuestras miradas se dirigen a lugares distintos; cada uno de vosotros tiene pues una historia diferente. El muchacho en la sombra se está fijando en vosotros tres, por lo que sus pensamientos deben estar relacionados con vuestra presencia en el restaurante. Yo no estoy asomado a ese balcón. Mi balcón es contemplar vuestra actitud, y esta es bastante distante; tan sólo Jenny se ha percatado de mi presencia y me mira fijamente con sus inocentes ojos. Pero tras su mirada se esconde una cierta tristeza. ¿Qué puede pensar nuestra pequeña?, sólo ella lo sabe. Tú, Berthe, te ves separada del resto, en soledad decías, pero la actitud de tu cuerpo demuestra seguridad, firmeza. Te has sentado confortablemente y apoyas tus brazos sobre la balaustrada. Observas el paso de aquella pareja que te ha llamado la atención. Él es bastante mayor que la dama que lleva de su brazo, y te preguntas si será su hija, su sobrina o su amante. Hablo de tranquilidad teniendo en cuenta el pequeño perro que también observa el exterior ovillado entre tus pies. Es una instantánea de vuestras vidas lo que contemplo. Jean está ausente, pero su pose es natural en él, es aristocrática, parece estar por encima de lo mundano, pero seguro que también tiene sus problemas, sus inquietudes. Pensará en Jenny o en esos problemas de Estado que últimamente le desasosiegan; pero no pierde su compostura; parece estar, como os digo, por encima de esos avatares. Pero todo esto es mi punto de vista y es lo que he tratado de plasmar en la tela. He pretendido hacer veraz lo que intuyo en cada uno de vosotros ya que os conozco desde hace años, y al escuchar vuestras opiniones creo haberlo conseguido.

Un profundo silencio se podía escuchar en el taller. Las dos lámparas de gas emitían un sinuoso silbido sobre sus cabezas y tan sólo la aspiración de la pipa por parte de Edouard emitía un pequeño sonido reconocible. Las miradas recorrían la tela, ahora, como Manet les había dicho. Cada rincón era escudriñado; nada quedaba fuera de sus miradas.

Jenny reparó en su sombrilla. Recordó haberla abandonado en algún lugar de su pequeño apartamento, el día que decidió vivir con Jean. También recordó que cuando conoció a Edouard la usaba con frecuencia en las mañanas de calor. Edouard se fijaba en las cosas.

Berthe recorría, igualmente, el lienzo. Sus ojos, al igual que sus labios, callaban. Pero, ¿qué hacía aquel caniche oscuro y sin rostro entre los luminosos pliegues de su vestido? Ella también había dado algunos pasos en pintura y enseguida captó la contraposición del negro pelaje del perrito con su inmaculado ropaje; le daba a éste más vivacidad, resultaba más real, más virtual. Tal y como había insinuado Manet. El perrito también daba a la escena una serena impresión de reposo, de tranquilidad.

Jean, por su parte, trataba de conformarse. No estaba de acuerdo con su amigo, como tantas otras veces, pero no dejaba de entender que Edouard tenía razón, que su apostura, aunque él no la reconociera, debía contemplarse de esta forma a los ojos de los demás. Así van transcurriendo los minutos; unidos por la escena y el silencio.