“Extracto de mi novela “El balcón”, una visión sobre la vida parisina del pintor Edouard Manet, el impulsor del movimiento impresionista. Aunque la novela relata de forma ficticia la vida de cada uno de los personajes que se ven retratados en el cuadro, estos personajes fueron reales y parte de lo que escribo está basado en los sucesos que rodearon sus vidas”. (Componen la escena Berthe, pintora y cuñada de Manet, Jenny, violinista y prometida de Jean Guillemet pintor y amigo de E.Manet. El cuadro es contemplado por Suzzane esposa del pintor impresionista.)
-¡Voilà! ¿Qué os parece mi balcón? Es el lugar preferido para asomarme, sólo que ahora sois vosotros quienes miráis al mundo.
En el cuadro se hallan retratadas Berthe y Jenny en un primer plano; Berthe, sentada en un taburete, apoya su antebrazo derecho sobre la barandilla mientras Jenny está de pie junto a su amiga. Ambas miran al exterior. En un segundo plano, Jean, impecablemente vestido, también mira a la calle entre las dos muchachas. La silueta de un camarero aparece al fondo de la escena, difuminada; Suzzane cree ver en ella a su hijo León.
Todos miran el cuadro sin atreverse a efectuar comentario alguno mientras Edouard enciende, por enésima vez en aquella noche, su pipa. También el pintor calla. Comprueba con su escudriñadora mirada la reacción de sus amigos. Como siempre supuso, cada personaje se fija más en su figura retratada que en la de los demás; también Eugéne cae en aquel pecado al contemplar con fijeza el rostro de su amada Berthe -¿Intentando buscar algún defecto, quizá?, piensa Edouard-. Suzzane no tiene ojos más que para su hijo, pero la presencia del muchacho, caso de que lo fuera, es puramente anecdótica; hasta ella misma lo comprende.
-Edouard -Jenny es la primera en romper el silencio-, ¿de verdad me ves con esa tristeza?
La muchacha aparece en el cuadro hermosamente vestida de blanco, sujetando entre sus brazos y el pecho una pequeña sombrilla de color verde, mientras se pone unos guantes amarillos. Su rostro de rasgos orientales parece alargarse con la flor que porta prendida a su cabello.
-La primera vez que vi tu rostro, Jenny, me pareció que te embargaba una enorme tristeza, y aquellos rasgos se quedaron grabados en mi mente. A lo largo de estos años tu rostro ha ido cambiando, se te ve más feliz –dijo el pintor mientras su mirada se cruzaba con la de Jean-. Algo ha debido pasar en tu vida para tan beneficioso cambio, pero he preferido respetar mi memoria; me parece más interesante aquel momento de tu vida para ser expresado.
-¿Y yo, Edouard? -pregunta Berthe-. Noto una cierta soledad en el rostro, en la postura, como si no tuviese a nadie a mí alrededor.
Berthe lleva un vestido, también blanco, pero con mayor profusión de encajes que el de Jenny, más sencillo. Las mangas cuelgan de sus muñecas dando una visual vaporosidad a los encajes. Un enorme cuello salpicado igualmente de finos encajes y bordados cae por sus hombros y deja ver en el escote una preciosa gargantilla de la que pende un camafeo. Su mirada, al igual que la del resto de los personajes, se pierde en el exterior. Entre sus manos luce un abanico, según la moda española.
-También te has fijado en tu soledad. Me alegro de ello, Berthe -dijo Edouard mientras aspiraba una bocanada de tabaco-, siempre has sido una mujer alegre, pero cuando entraste al taller por primera vez, buscando recibir clases de pintura, tu situación emocional distaba mucho de ser la que hoy en día posees. Sin duda mi hermano estará de acuerdo conmigo, amén de haber contribuido a dicho cambio. Mis recuerdos también me han transportado a aquella situación. Te preguntarás el porqué. Pues no lo sé. En tu caso también me pareció más pictórico. Pero si os fijáis, y estoy seguro de que así ha sido, tanto tú, Berthe, como Jenny, poseéis esa rara belleza que muestra la subjetividad, mi subjetividad; esto lo decía mi buen y querido amigo Baudelaire a quien la muerte nos arrebató de nuestro lado: “Sólo lo bello es raro”, afirmaba.
-Y yo, Edouard -el que hablaba ahora era Jean-. ¿No te parece excesivo ese porte que me has dado?
-Eres tú, mi buen Jean, no lo dudes. Al menos así te veo. Sólo que tú eres raro sin ser bello.
-Tu sarcasmo me conmueve. De cualquier manera, permíteme que sea tu primer crítico sobre este cuadro. Una vez más vas en contra de la Academia. Aun sabiendo que ésta es tu postura, ¿no te parece que utilizar esos verdes oscuros tanto en el barandal del balcón como en las contraventanas están fuera de lugar? Dónde has visto en todo París esos tonos tan crudos en el exterior de nuestras viviendas. Y el color de mi corbata: ¡azul! ¿No querías que fuese un aristócrata? Jamás usaría ese color. Blanco y negro mi querido Edouard; esa es la verdadera elegancia.
-La verdadera elegancia, mi querido crítico, consiste en el equilibrio de nuestro aspecto exterior con nuestra vida interior, no en el color de una corbata. Por lo que respecta a lo demás tienes toda la razón. Yo no pinto para provocar a nadie, pero sí para que la gente que ve mis cuadros reaccione y entienda que la pintura hay que vivirla, sentirla. Ya os lo decía antes: tan sólo busco la sensación visual del espectador. Me habláis de soledad, de tristeza, de informalidad academicista. Cada uno de vosotros únicamente ha mirado una parte del cuadro, la que más le interesa, no habéis visto la obra en conjunto. Haced ese pequeño esfuerzo, por favor, es todo cuanto os pido y creo que mi pintura se merece. Mirad el conjunto e id más allá. Estáis mirando al exterior, algo llama vuestra atención en la calle: los transeúntes, los coches de caballos, algún incidente quizá. Cada uno de vosotros tiene la obligación, diría, de crear una historia. Es vuestro pensamiento el que debe volar. El estado o los políticos, podrán quitárnoslo todo, todo menos el pensamiento, lo que nosotros queramos ser internamente, eso jamás lo perderemos.
-Y cual es tu historia -pregunta Suzzane, a quien la presencia de su hijo le ha hecho caer, también, en el error comentado por su esposo.
-¿Mi historia? Buena pregunta querida. Tal vez no estoy preparado para responderla puesto que al pintar este cuadro pensé más en vosotros que en mí. A través de esta amplia ventana se debe, ante todo, observar para descubrir. Claro que también se puede crear, inventar una historia, lo que de alguna manera os pedía hace un momento. Habéis estado almorzando en uno de los restaurantes más lujosos de París para comunicar, al resto de amigos, vuestro próximo enlace matrimonial -Edouard hizo este comentario observando a Jean y Jenny los cuales sonrieron al cruzarse sus miradas-. Vuestros estómagos han quedado satisfechos de la abundante comida y tras los postres habéis tenido la necesidad de salir a uno de los balcones del establecimiento a respirar el frescor que llega desde la arboleda próxima, o quizás hayáis sentido bullicio en las calles y vuestra curiosidad os ha empujado a asomaros. O tal vez a ambas cosas. A poco que observéis la tela, os percataréis de que vuestras miradas se dirigen a lugares distintos; cada uno de vosotros tiene pues una historia diferente. El muchacho en la sombra se está fijando en vosotros tres, por lo que sus pensamientos deben estar relacionados con vuestra presencia en el restaurante. Yo no estoy asomado a ese balcón. Mi balcón es contemplar vuestra actitud, y esta es bastante distante; tan sólo Jenny se ha percatado de mi presencia y me mira fijamente con sus inocentes ojos. Pero tras su mirada se esconde una cierta tristeza. ¿Qué puede pensar nuestra pequeña?, sólo ella lo sabe. Tú, Berthe, te ves separada del resto, en soledad decías, pero la actitud de tu cuerpo demuestra seguridad, firmeza. Te has sentado confortablemente y apoyas tus brazos sobre la balaustrada. Observas el paso de aquella pareja que te ha llamado la atención. Él es bastante mayor que la dama que lleva de su brazo, y te preguntas si será su hija, su sobrina o su amante. Hablo de tranquilidad teniendo en cuenta el pequeño perro que también observa el exterior ovillado entre tus pies. Es una instantánea de vuestras vidas lo que contemplo. Jean está ausente, pero su pose es natural en él, es aristocrática, parece estar por encima de lo mundano, pero seguro que también tiene sus problemas, sus inquietudes. Pensará en Jenny o en esos problemas de Estado que últimamente le desasosiegan; pero no pierde su compostura; parece estar, como os digo, por encima de esos avatares. Pero todo esto es mi punto de vista y es lo que he tratado de plasmar en la tela. He pretendido hacer veraz lo que intuyo en cada uno de vosotros ya que os conozco desde hace años, y al escuchar vuestras opiniones creo haberlo conseguido.
Un profundo silencio se podía escuchar en el taller. Las dos lámparas de gas emitían un sinuoso silbido sobre sus cabezas y tan sólo la aspiración de la pipa por parte de Edouard emitía un pequeño sonido reconocible. Las miradas recorrían la tela, ahora, como Manet les había dicho. Cada rincón era escudriñado; nada quedaba fuera de sus miradas.
Jenny reparó en su sombrilla. Recordó haberla abandonado en algún lugar de su pequeño apartamento, el día que decidió vivir con Jean. También recordó que cuando conoció a Edouard la usaba con frecuencia en las mañanas de calor. Edouard se fijaba en las cosas.
Berthe recorría, igualmente, el lienzo. Sus ojos, al igual que sus labios, callaban. Pero, ¿qué hacía aquel caniche oscuro y sin rostro entre los luminosos pliegues de su vestido? Ella también había dado algunos pasos en pintura y enseguida captó la contraposición del negro pelaje del perrito con su inmaculado ropaje; le daba a éste más vivacidad, resultaba más real, más virtual. Tal y como había insinuado Manet. El perrito también daba a la escena una serena impresión de reposo, de tranquilidad.
Jean, por su parte, trataba de conformarse. No estaba de acuerdo con su amigo, como tantas otras veces, pero no dejaba de entender que Edouard tenía razón, que su apostura, aunque él no la reconociera, debía contemplarse de esta forma a los ojos de los demás. Así van transcurriendo los minutos; unidos por la escena y el silencio.