jueves, 7 de mayo de 2009

Roberto.

La luz blanca de la pantalla del ordenador caía sobre el teclado sin que Roberto se percatase de ello. Llevaba muchos años, venticinco, sentado sobre el raído cojín de la silla de madera y apoyando las endurecidas mangas de la chaqueta gris sobre la mesa de trabajo que había sido su fiel compañera todo ese tiempo. Nunca había querido ni esperado otra cosa que lo que tenía. Cuando comenzó su vida laboral era casi un niño. Poco había cambiado la oficina desde entonces; tan sólo el ordenador era testigo de los nuevos tiempos. Hasta la "catalítica" pertenecía ya al pasado, pero el butano con el que se alimentaba seguía haciendo su función. Las carpetas se amontonaban en desorden sobre las estanterías situadas por encima de la cabeza de nuestro hombre, dando la sensación a las pocas personas que se aventuraban a entrar en aquel lugar, que iban a caer en cualquier momento. A Roberto le fatigaba hacer el esfuerzo de ordenar todo aquello, por lo que el amasijo de carpetas, papeles, libros y diferentes e inservibles objetos mantenían un perfecto equilibrio entre la desidia y el conformismo de nuestro personaje.
La oficina se situaba al fondo del estrecho y oscuro pasillo que la unía con el luminoso y moderno comercio. A lo largo de los años se había ido convirtiendo, bien por abulia del propio Roberto o por comodidad de los empleados, en el desván donde iban a parar todos los trastos inservibles de la actividad comercial. Sin duda un cubil de piratas hubiera tenido mejor presencia. Pero a Roberto le parecía bien y no se inmutaba por aquellos pequeños problemas de la vida doméstica, según sus propias palabras: "Aquí me sucede igual que en casa -decía a sus compañeros de trabajo-, todo lo que no sirve va a parar al trastero". Así que los empleados no tenían ni la más mínima consideración y continuaban día tras día invadiendo el espacio del contable. Cualquier movimiento desde su silla hacía temblar a más de una caja o archivador. Pero si algo tenía Roberto en aquel lugar era tiempo suficiente para colocar cada cosa en su sitio como ingenuamente argumentaba puesto que nunca había osado poner en práctica aquel pensamiento.
Si tediosa era su vida laboral, no era más que la continuación o el comienzo de la que llevaba fuera de aquellas cuatro enmohecidas paredes.

El zumbante ruido del despertador devolvía del mundo de los sueños a Roberto cada mañana. Adormecido aún se sentaba en el borde de su solitaria cama y se calzaba las zapatillas de gamuza colocadas hábilmente, y noche tras noche, en el mismo punto: el del giro de su cuerpo al cambiar la postura horizontal a la casi fetal del asiento. El batín lo tomaba con la mano izquierda y lo echaba sobre sus hombros, para sólo meter los brazos en sus mangas cuando estaba totalmente erguido. En ese momento encendía la luz amarilla de la mesilla y apagaba el zumbido del reloj mientras bostezaba.
La cocina de la vivienda presentaba un aspecto, no me atrevería a decir que sucio, pero sí desaliñado. El orden de los pucheros, de las sartenes, de los vasos y de los cubiertos era particular; cada uno había optado por buscar su lugar según el momento en que hubiera sido utilizado. Así no era raro encontrar dentro de una cacerola, de aquellas esmaltadas en rojo y cuyo interior hacía tiempo que había dejado de ser gris, por haber ido adquiriendo con el uso un color algo más fúnebre, restos de la colada que no había acabado de ser tendida la noche anterior. Roberto sí sabía que la había dejado ahí, por lo que no le incomodaba en absoluto; le resultaba hasta placentero. Nunca se dio queja alguna sobre adónde se encontraba lo que iba necesitando. Si una sartén lo mismo podía servir para freir un huevo que para calentar la leche, mientras en medio de las dos utilizaciones hubiese pasado por debajo del grifo, ¿porqué una cacerola no iba a poder ser utilizada para guardar parte de la colada?, -se preguntaba-. La respuesta siempre estaba acorde con sus argumentos.
Mentiría si dijera que el resto de la vivienda presentaba un aspecto parecido. Es cierto que en el lavabo convivían una pequeña librería y un televisor. Roberto los creía imprescindibles en determinados y fisiológicos momentos. A sus cuarenta y cinco años había conseguido ser, siempre según la opinión que tenía de sí mismo, un hombre práctico. Afeitarse constituía una de las labores más tediosas, de tal forma que lo hacía cada tres días, pues decía que así se lo agradecía su piel. Peinarse hacía tiempo que había dejado de ser un problema. No recordaba cuando había empezado a desprenderse de su pelo. En cierta ocasión escuchó, en una obra de teatro, que si el cabello fuera importante estaría en el interior de la cabeza, no en el exterior. Le gustó aquella frase de tal manera que volvió a ver la representación al día siguiente. La ducha: los viernes. Nunca rehuía el plan de un fin de semana; semana tras semana se duchaba, pero el plan no acababa de concretarse nunca. ¡Ah!, si la ducha de viernes se olvidaba...¿pues, corría la semana! El resto de su vivienda, una sala espaciosa, era el lugar dónde pasaba más tiempo. Él lo llamaba: "mi retiro". Roberto no se preocupaba de ventilar la habitación en ningún momento, y eso que había dos enormes ventanales que iban desde el suelo hasta el techo. En el centro colgaba una antigua lámpara de tulipas ennegrecidas por el polvo y el tiempo, por lo demás inservible pues el fluido eléctrico hacía años que no llegaba hasta aquellas bombillas. Una mesa llena de revistas, la mayoría de cine, se situaba a los pies de un cómodo sillón de piel, ajado por el buen uso. Y frente al sillón, el televisor: nuevo, enorme. Roberto pasaba las horas frente a él, viendo, una tras otra, películas que alquilaba en el videl club de la esquina.
Su vida transcurría de la oficina a su "retiro", pasando en ocasiones por la cocina: ¡Algo había que comer!, y esperando el fin de semana por si surgía el plan, que sólo tomaba visos de realidad en su mente, por lo que se cerraba, cada vez más, en las películas. Vivía con intensidad la vida de los demás: lloraba, sufría, a veces reía, con los protagonistas, y su mundo interior se iba conformando con los que surgían en la pantalla del televisor.
Había heredado la casa de su madre. No era gran cosa, por lo antigua, pero al menos estaba bien situada, en el centro de la ciudad. Nunca quiso desprenderse de ella a pesar de tener buenas propisiciones de compra. Siempre había vivido allí, y como él mismo decía" "La costumbre crea obstinados". ¿Filósofo?. Algo de ello había en Roberto.

"As time goes by" vibraba en el televisor. La imagen atezada de Sam llenaba toda la pantalla. Sus manos recorrían las teclas del piano con suavidad y firmeza al mismo tiempo. El rítmo de la música hacía tatarear a Roberto mientras sus piernas se movían a su son. "Recuerda esto/un beso no es más que un beso/un suspiro no es más que un suspiro/mientras pasa el tiempo" Tócala otra vez, Sam -reclamaba Roberto al pianista, como si éste pudeiera atender su ruego-. Las escenas de la película se iban sucediendo. "Siempre nos quedará París", y la película finalizaba. Roberto, entonces, cerraba los ojos, y como ya le ocurriera en el Café Central con Leonor, sentía que el tiempo invadía la habitación de su casa y recordaba tramo a tramo la película que acababa de visionar en el televisor. "Casablanca" siempre le había fascinado. Cada vez que la veía sentía las mismas sensaciones. Era como si esa cinta tuviese miles de planos diferentes a través de los cuales se pudiera ver cada toma de manera distinta cada vez. En ocasiones imaginaba suplir la vida de aquellos personajes que con asiduidad se presentaban en su casa a través de aquella maravillosa pantalla. Lo demás poco contaba. La rutina de su trabajo y la existencia diaria no eran más que formas de supervivencia: lo que para Roberto tenía importancia eran las maravillosas vidas que podía suplantar con el pensamiento en cada proyección. El cine, o más que el cine la personalidad de cada protagonista conformaban su forma de ser. ¿Utopía?, ¿soledad?,¿complejo? Quizá un poco de todo hubiera en nuestro hombre.
¿Y, Leonor?¿Era ella también un personaje salido de una película? No, Leonor era real, y aquella lluviosa tarde se había introducido en su hasta ahora tranquila existencia. La mujer se había incorporado a sus pensamientos y, de alguna manera, había compartido reparto junto a Bogart, Bergman y Linaje; él siempre se encontraba en el reparto. Fuese cual fuese el tema del film, se las ingeniaba para crear un personaje más, e incluirlo entre los figurantes. Era como un juego. Sus actuaciones eran siempre de actor secundario, para no desviar la trama. En esta ocasión había encontrado hueco para Leonor, sin sospechar que la propia vida de la mujer que acababa de conocer, se asemejaba en parte a la de la protagonista de la película que acababa de ver. No pudiendo hacerla pasar por camarera del local, que hubiera sido en otras circunstancias lo más sencillo, dudó en convertirla en la esposa del capitán Renault o en prostituta de lujo del café; ante tamaña osadía para con sus convinciones optó por la sumisa mujer del militar francés. Para él, no vaciló, tendría un papel estelar: sería camarero como casi siempre; para poder observar sin miedo a ser descubierto.
Leonor no podía llevar ese nombre, se entendía que la esposa de un oficial francés tenía que ser súbdita francesa, claro que pensándolo mejor, ¿porqué no iba a ser de Marruecos? Monsieur Renault podía haberse casado en aquel país, puesto que llevaba mucho tiempo destinado en él. Le gustó más esta idea, y Roberto decidió cambiar el nombre de Leonor por el de Almudena, que le sonaba más propio para una mujer árabe. De esta forma hizo debutar a Leonor en el cine. La nueva actriz tenía un papel breve, consistía en dejarse llevar del brazo por su uniformado esposo hasta el "Ricks" y sentarse a escuchar el piano mientras su marido compartía tertulia con los demás protagonistas de la película. Alí (para nosotros, Roberto), el camarero, no paraba de mirarla y poco a poco se iba enamorando de ella. Alí con tal de salir en cada una de las escenas, y estar cerca de Almudena, se las ingeniaba para servir bebidas a los actores, ante el desagrado de Rick, propietario del local.
Roberto regresó de su sueño. Los grandes ventanales del salón arrojaban dentro de la habitación la mortecina luz de las farolas fernandinas de la calle. La oscuridad era ya total. La noche le volvió a la realidad. ¿Había quedado con Leonor, o ésta le había dicho que no hacía planes con tanta antelación? Tampoco -pensó- suponía un rechazo por parte de la mujer. Por cierto: ¿dónde había oído aquella frase? Se quedó pensativo intentando recordar. Miró el reloj de pared; desde la butaca no distinguía los numeros de la esfera. Ya me falla la vista -comentó para sí-. Habían pasado ya las doce. Se puso la gabardina y tomó con su mano derecha el sombrero que solía usar en días de lluvia y se dirigió al video-club.

3 comentarios:

  1. Me encantan estas historias dentro de historias y como vas creando el personaje.
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  2. que pasada!!!, Rafa, hay tal detalle, que uno se siente dentro de la película y de la casa de Roberto.
    abrazos

    ResponderEliminar