miércoles, 13 de mayo de 2009

Cheyenne (una petición de mi ojito)

Quien era yo para negarme a recibirla. Además mi raza siempre fue pacífica y tengo fama de relacionarme según los buenos usos y costumbre. Sin embargo no pude disimular que su llegada me llenase de cierta inquietud.
Él siempre me trató bien; nos entendíamos. Yo le esperaba cada día adormilada en el sofá que me había dispuesto, desde siempre, en un rincón de su desordenado salón; no obstante supongo que el salón era también un poco mío, y él lo sabía. Desde mi pequeña atalaya veía, más bien controlaba, todos sus movimientos. Le encantaba pasarse horas bebiendo de un bote y mirando por una ventana a un hombrecillo con bigote y bastón que se movía a pequeños saltos. Aquello le hacía sonreír; a veces hasta soltaba una carcajada que me sacaba de mi duermevela. Entonces me levantaba silenciosa, como para no molestar, y me acercaba a su mano libre para que me acariciase. Siempre que miraba por aquella ventana estaba de buen humor. He de confesar que casi siempre lo estaba. Apenas me regañaba, ya que poco le importaban mis alocados alborotos. Éramos uno. Sólo había de temerle (no sé si esta es la palabra exacta, ya que en ocasiones el idioma de los humanos se me hace dificil de comprender), cuando se mordía uno de sus dedos y me miraba fijamente a los ojos. Entonces sabía que algo malo había de haber hecho. Pero su enfado se desvanecía enseguida.
Una noche, iba yo a cenar sin esperarle como tantas otras, se presentó con ella. Al primer golpe de vista me pareció flacucha, esta impresión se confirmaría posteriormente, y larga; claro que desde mi posición a cuatro patas todo me parece inalcanlzable; distinto es cuando me sitúo en mi trono, desde allí las perspectivas cambian. Pero a lo que iba, no me cayó bien. ¿Celos? Quizás. Dar un par de vueltas a su alrededor me pareció suficiente, no fuese a interpretar mal el recibimiento.
Recuerdo que apenas si meneé la cola; no debí demostrar demasiado entusiasmo, y él algo debió intuir, ya que me acarició el hocico más que de costumbre. Me acurruqué triste apoyándome sobre mis patas delanteras; postura ésta de la que era consciente que encantaba a las visitas. De repente alcé mis peludas orejas. ¡No era una visita!¡Venía a quedarse!¡Traía maletas! Bajé de un salto y comencé a ladrar. Lo mío era una queja en toda la regla. Por el rabillo del ojo derecho vi cómo él se mordía los nudillos de su mano. No entendía:¿qué había hecho?¿Es que una extraña iba a enturbiar nuestra magnífica relación? Cómo podía pensar en compartir nuestra vida con aquella larguirucha de pantalones ajustados que mostraba su ombligo bajo una camiseta que se le había quedado corta, sin duda, en su último estirón.
Ella dejó en el suelo un pequeño bolso; yo me dije al instante: "Ahí no le pueden caber ni un par de caramelos". Vamos, que todo eran inconvenientes. Se acercó despacio, como yo a veces. Para entonces había volado ya sobre mis dominios y la miraba fijamente. El encuentro fue lo más dulce que recordaré en mi vida. Me miraba a los ojos y yo a los suyos, que eran de un verde transparente como jamás los había visto. Me quedé inmóvil. Su mano penetró entre mi desordenado pelaje por detrás de mis orejas y su suave masaje me hizo sentir un placer que nunca antes había adivinado que pudiera existir. Qué poco le hizo falta, o qué mucho, según se mire, para ganarme. Qué dulce me resultó desde su primer contacto. Su nariz y la mía estaban tan próximas que pude sentir su perfume y su aliento. Cómo había cambiado todo con sólo esa muestra de ternura. No me extrañó, entonces, que él se hubiera..., cómo dicen los humanos,... enamorado de ella.
A veces, cuando les veo juntos en el sofá mirando por la extraña ventana, a la que por cierto ahora se asoma el del bigotito con menos frecuencia, siento celos y me acerco a ellos introduciendo mi hocico entre sus rodillas. Ellos me acarician y hasta creo que en ocasiones ella también me besa.

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