domingo, 2 de marzo de 2014

En el refugio de los sueños:La mujer del sombrero (2)

       Cristina atravesó el vestíbulo. Sus pequeños tacones produjeron un rítmico y sonoro ruido sobre el mármol rosáceo del suelo. El portal era de aquellos antiguos llamados de carruajes. Estaba perfectamente restaurado con molduras de escayola en lo más alto. Espejos laterales y una gran alfombra, enhebrada sobre cada escalón con barras doradas y cuidadosamente pulidas, le daban confortabilidad a la vez que achicaban aquel enorme espacio. Giró sobre sí misma contemplando las paredes y alzó la mirada sobre la enorme lámpara de cristal que volaba sobre su cabeza. Subió hasta el ático. El ascensor pertenecía al pasado: puertas de madera, acristalado, con botones y adornos también dorados,  embutido en una jaula de forja parecida a una enredadera que fuese ascendiendo, recordaba a aquellos que la chica había contemplado en alguna película de cine clásico que tanto le gustaba ver por la televisión. Durante la corta ascensión, Cristina contempló, en cada rellano de escalera, la luz alegre que penetraba a través de los ventanales de “art decó”.  El timbre de la puerta  sonó a otros tiempos; no fue un ruido metálico, eléctrico… fue como si repiqueteara una campanilla y el eco se fuese alejando a lo largo de un corredor. La cadencia de los pasos al acercarse a la puerta pusieron en tensión a Cristina: sonaban también  a tacones de película antigua –pensó la chica- La puerta se abrió. Una mujer joven, uniformada, le saludó y preguntó por su nombre y apellidos.
       -Cristina Cifuentes –contestó la chica extrañada.
       -Pase, doña Soledad le está esperando. Sígame, por favor.
       Lo primero que vio Cristina al entrar al salón de aquella casa fue una luminosidad que le hizo entrecerrar los ojos. Los amplios ventanales de aquella habitación,  de techos altos, dejaban entrar a raudales la intensa luz del exterior. Difuminada por el contraluz la chica adivinó un sillón en el que estaba sentada una mujer: doña Soledad –pensó-. La sirvienta y Cristina llegaron a la altura de la anciana.
       -Has visto a mi marido, el Cónsul,…por ahí, por el pasillo –espetó la mujer nada más ver a la recién llegada.
       -No…no, acabo de llegar; no le conozco señora.
       -Bien, bien. María Consolación –dijo Soledad dirigiéndose a la sirvienta- Tienes que presentar a Alfredo a esta muchacha para que lo conozca cuanto antes. Si le ves dile que venga, por favor, necesito hablar con él.
       Consolación se acercó a Cristina y haciéndola retroceder un par de metros para que saliera del campo de visión de la anciana, le comentó al oído que don Alfredo, el Cónsul, había fallecido hacía años, pero que doña Soledad hablaba de él como si estuviera aún vivo.
       -Ya se acostumbrará –le recalcó-. Por lo demás controla su cabeza con más cordura que usted y yo.
       -¡Qué demonios andáis cuchicheando a mis espaldas! ¡María Consolación a tus obligaciones!, y tú pequeña siéntate aquí, junto a mí, que te vea bien.
       Mientras se sentaba, y esperaba a ser entrevistada, a Cristina le dio tiempo a observar a la mujer. Delgada de cuerpo, de piel muy fina y apenas arrugada en la cara, tenía, sin embargo, las manos muy nervosas y venillas azuladas se le podían ver sobre los tendones. Sujetaba un libro entre ellas. Vestía con elegancia una falda de fondo blanco con grandes hojas verdes y azuladas que le llegaba por debajo de las rodillas. Una blusa color lila, -quizás la luz engañe, dudó Cristina-, sobre la que descansaba un collar de perlas a juego con los pendientes. Llevaba los labios pintados de rojo carmín y una ligera sombra de ojos le daban a su cara coquetería y elegancia. Su sonrisa era franca y la dejaba entrever entre socarrona y encantadora. Cubría su cabello ceniza un sombrero blanco de ala ancha “Pánama” que sorprendía llevara puesto.
       -¿Iba a salir, doña Soledad? –preguntó con inocencia la muchacha.
       -Nunca se sabe. A veces lo he hecho a toda prisa. Por eso siempre estoy preparada. Visto así siempre; no sería la primera vez que Alfredo y yo hubiéramos tenido que salir del consulado nada más que con lo puesto.
       La mujer miró a Cristina de arriba abajo, sin disimulo.
       -¿Has visto a mi esposo? Es el más guapo del cuerpo diplomático. No ha habido en este país un cónsul con su atractivo. Todas las mujeres están prendadas de él…bueno de eso hace ya tiempo, pero a mí me encantaba. No era nada celosa por entonces, hasta me gustaba que lo admirasen. Siempre me ha sido fiel. ¿Te gusta leer? –preguntó a la chica mostrándole el libro que descansaba ahora sobre su regazo-. Éste lo compré en Argentina. ¿Te he dicho que Alfredo fue cónsul en ese país? Sí, en la época en la que el general Jorge Videla se hizo con el poder. ¡Qué meses más desagradables pasamos! Aunque claro aquellos militares hasta nos agasajaban. Se llevaban bien con el gobierno de aquí. ¿Tú sabías que en Buenos Aires los libros no duermen?
        Cristina no podía creer lo que le estaba pasando; aquella mujer no paraba de hablar mientras no apartaba los ojos de los de ella, como si le conociera de toda la vida No callaba, pero lo que más le llamó la atención es que en su monólogo no parecía desbarrar, simplemente parecía querer juntarlo todo. Sus palabras van más deprisa que su cabeza –pensó la chica que seguía embobada con la perorata de Soledad.
        -En el barrio de Boca- siguió hablando doña Soledad-, en la ciudad bonaerense de la capital Argentina, los libros no duermen. Por extraño que parezca, las librerías, en ese lugar, permanecen abiertas las veinticuatro horas del día, esperando que los habitantes de la ciudad se pasen por sus estantes para elegir el libro que les está llamando, sin duda, a cualquier hora. Sólo hay que acercarse y comprobarlo. Por eso los libros, en ese lugar, permanecen alerta esperando unas manos que los acaricien. Da igual que esas manos lleven tras de sí a la mujer más hermosa de la población que al ciudadano más descuidado en el vestir. Ellos están allí para cumplir la función para la que fueron creados. Sin duda, pues algo de humano tienen, preferirán a aquella criatura celestial que huele a jazmines y exhala sabor a frutas rojas que va a acariciarlos con sus manos de seda, y que a veces en una especie de arrebato místico se llevará el libro hasta sus senos…
        Cristina, verdad, me dijiste que te llamabas Cristina, ¿o quién me lo dijo? –se interrumpió la anciana.
…Las hojas de aquel libro temblarán de placer – continuó- mientras aguardan el suspiro de aquella doncella que le ha elegido a él y sólo a él, entre los cientos de libros, para dar aquel momento de ternura. Sólo más tarde se asombrará de los transparentes ojos grises de aquella criatura que con su mirada soplará en la página cincuenta y una su halo fresco. Atravesará hasta el infinito sus pupilas y tardará días, quizás meses, en olvidarse de ellos, si es que alguna vez lo consigue. Cuando la mujer lo abandone, no lo hará del todo, pues el olor de su atezada piel se habrá quedado impregnado en él. Aquella noche descasará en el lugar que le corresponde en el estante pero tampoco podrá dormir  con su recuerdo.
       ¿Y la mujer? La mujer se habrá empapado con aquella historia de amor que buscaba. Habrá sentido placer con la lectura que aquel libro que cayó en sus manos “por casualidad”. Habrá vivido nuevas sensaciones y hasta es posible que se haya enamorado de aquel libro sin que éste lo sospeche.
        Y, ahora, déjame descansar que quiero dormir un rato.



Cristina salió a la calle sonriendo pero sin creer todavía lo que le estaba pasando. Había quedado con Luis en Callao, en la puerta del cine. Tomó el tren en Nuevos Ministerios, en diez minutos estaba en Sol. Era aún pronto, se había citado a las 8 de aquella tarde de agosto. El calor, por el centro de Madrid, era sofocante. Se entretuvo mirando los escaparates de la calle Preciados. A la hora convenida miraba los afiches de la cartelera. Luis aún no había llegado.

       -No ha parado de hablar en las dos horas que he estado con ella –le soltó a Luis al verlo llegar-. Era como si no hubiese hablado en años, al menos eso creo –dudando de sus propias palabras-. De cualquier forma me ha encantado. Es una mujer fina, culta y no parece tan mayor como me habían dicho en la Universidad. Va elegantemente vestida, según ella siempre viste así en casa, ¡hasta llevaba sombrero! Tiene servicio…María Consolación creo que se llama la chica que me abrió la puerta.
       -¿Algún defecto tendrá? –se atrevió a preguntas el chico, viendo a Cristina tan emocionada.
       -Bueno, no parece que ande muy bien de la cabeza. En ocasiones divaga y habla de su marido como si aún viviese; al parecer murió hace años me dijo su empleada.

(Continuará)
     

2 comentarios:

  1. Que buen relato el que has escrito. Tiene su intriga e incita ala curiosidad. Alguna que otra sorpresa nos tendrás aguardando. Digo lo que Luis: "Algún defecto tendrá" jajaja , no creo.
    Un abrazo y buen inicio de semana

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  2. Hola Katy: Me alegra que lo sigas con interés y espero que te siga sorprendiendo. Gracias y un abrazo

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