miércoles, 12 de marzo de 2014

En el refugio de los sueños: La mujer del sombrero (4)

- ¡Ah!, me llamo Rubén,  por si dentro de unos meses… se acerca por aquí.
       - Cristina –dijo la chica tendiendo la mano a Rubén, mientras de su boca salía una hermosa carcajada.

Cristina esperaba con ansiedad la llegada de las cinco de la tarde para hacer su visita a doña Soledad. No se trataba de una rutina, era casi un deseo que transcurriese la mañana para ir a visitar a aquella  anciana. Consolación, la chica que le atendía, la llevaba a pasear todas las mañanas por los alrededores de La Castellana. Lo del paseo matinal era una excusa buscada y pactada entre la señora y “su ayudante”- como gustaba llamar a Consolación ante sus amistades-, porque lo que en realidad acontecía en esas horas es que doña Soledad se dejaba llevar a las cafeterías de cócteles que desde siempre habían existido por La Castellana y a las que tan aficionada era la mujer del Cónsul –como la llamaban sus amigas, la mayoría de la misma edad y que seguían sobreviviendo a los avatares de la vida, cóctel tras cóctel-. Por la tarde doña Soledad prefería quedarse en casa dormitando en su sillón favorito -victima de los “martínis” ingerídos-, junto al enorme ventanal que llenaba de luz el salón. Siempre le decía a la muchacha que a esas horas le gustaba leer, pero la verdad es que los años le iban pasando factura y podía más el placer de la siesta que el goce de la lectura.
       - En 1945 yo tenía 20 años y en España pasaban cosas, ya lo creo que pasaban- comenzó a hablar Soledad sin apenas dejar sentarse a Cristina, a la que el dar las buenas tardes le empezó a parecer cosa inútil puesto que tenía la sensación, por el comportamiento de la anciana señora,de no haber abandonado aquella casa desde el día anterior-.  Acabábamos de casarnos:  Alfredo y yo. ¿Ya sabes el cónsul’, claro que por entonces aún no lo era. Era abogado adscrito al ministerio de exteriores español, ahí empezó su carrera diplomática. A lo que iba…en España, aunque hacía diez años que había acabado la guerra se oían de vez en cuando historias que entonces parecían increíbles, pero a las que el paso de los años les han otorgado el rango de veracidad. Verás:… Ahora que lo pienso mi niña, ¿tú sabes quiénes eran los maquis?
        -Sí, claro doña Soledad, eran guerrilleros que sobrevivieron a la Guerra Civil, que huyeron a las montañas y estuvieron a punto de lograr instaurar de nuevo a la República.
        -Tan poco te pases, criatura, que no fue para tanto, aunque sí dieron guerra, sí. Y valientes sí eran, ya lo creo. Pues verás: Habían pasado ya cinco años desde aquel primero de abril del treinta y nueve. Los primeros indicios se dieron tras el caluroso verano. En la taberna de aquel pueblo escondido entre las montañas no se hablaba de otra cosa: los guerrilleros republicanos habían regresado por el Valle de Arán y se estaban posicionando por la serranía oscense. Había cierto temor entre la población del pequeño pueblo de Lascuarre. El recuerdo de la cercana Guerra Civil anidaba en los corazones de sus habitantes. Poca era la gente que deseaba, de nuevo, la confrontación con las fuerzas del nuevo régimen. Los guardias civiles y el propio ejército franquista controlaban la frontera con Francia para impedir que los republicanos que habían logrado huir, en los últimos días de la guerra, pudieran regresar. Lo que ignoraban era que algunos nunca se habían marchado y permanecían escondidos en sus hogares o en las casas de sus amigos o familiares.    
 Andrés Luque se había casado con su novia de toda la vida. Ella se llamaba Carmen, Carmen Rubí Pla y había nacido en la humilde casa, contigua a la de Andrés, en aquel pueblo de la provincia de Huesca. En la primavera del año treinta y seis, y sin intuir tan siquiera los sucesos de meses después, Andrés y Carmen se desposaron en el salón principal del ayuntamiento. Fue un día festivo en el que los protagonistas se juraron aquel amor eterno que habían conocido desde su adolescencia, y del que participaron la mayoría de los lugareños.
      Andrés estaba afiliado a la Casa del Pueblo desde que cumplió los veintiún años de edad.  Socialista convencido, no participaba, sin embargo, en actividades del comité por lo que no era considerado un miembro relevante del mismo. Cuando estalló la guerra formó parte de los batallones republicanos que lucharon contra los rebeldes. El curso de la confrontación le deparó, como a tantos otros, el tener que alejarse de su esposa y de los suyos durante tres interminables años. Apenas estuvo con Carmen durante la contienda: sólo durante algún permiso y en momentos en que el frente se desplazaba por otras zonas de la geografía española...
      -Me sigues, mi niña, ¿no te estarás durmiendo, verdad?
      - No, no, doña Soledad, me parece muy interesante lo que usted me cuenta, sólo qué…
       -¿Qué? ¡Explícate!, que no tengo toda la tarde.
       - No, nada, que en la Universidad me dijeron que era yo quién tenía que contarle historias para que la tarde no se le hiciese tediosa, y resulta que es usted la que me entretiene a mí, pero que sepa que estoy encantada.
        - Y eso que más da, yo también estoy encanta de que estés aquí, me recuerdas a Marisa, mi sobrina, pero eso ya te lo contaré otro día. A lo que íbamos:
        …La guerra terminó aquél 1 de abril, y como sucede en todas las guerras vino a finalizar para los vencedores. Los vencidos tuvieron que huir en su inmensa mayoría. Andrés y sus compañeros tenían fácil la escapatoria: los pirineos estaban cerca. Pero Andrés decidió quedarse. No lo dudó. Para él Carmen lo era todo, lo demás poco le importaba. Hubo de esconderse, al principio de casa en casa de amigos y familiares y siempre con el temor a ser delatado. Optó al final por ocultarse en su propio hogar tras hacer correr el rumor de haber huido definitivamente. Tras la chimenea de la cocina habilitaron un pequeño espacio comunicado por el exterior de la vivienda. Allí permaneció oculto durante casi cinco años. Alguna noche salía de su madriguera a respirar el aire que descendía desde las montañas cercanas y a abrazar a su esposa. Únicamente Carmen y Antonio Fraguas Luque, hijo de su tía Ángela, sabían de su existencia. La Guardia Civil, aunque revisó su casa en más de una ocasión, nunca dio con el escondrijo.  Para los lugareños Andrés  se había echado al monte, o en el peor de los casos lo dieron por muerto. Cuando los maquis aparecieron por el valle de Isábena, nadie dudó que Andrés, se encontraría entre ellos, salvo que hubiera caído en manos de la Guardia Civil, pues raro era el día que no viajaban hasta el pueblo noticias desalentadoras sobre el destino de aquellos últimos guerrilleros que uno a uno fueron siendo abatidos.
        El tiempo, ese eterno señor que quita y pone razones, empezó a obrar en contra de Carmen. La mujer quedó preñada. Su embarazo se hacía día a día evidente…
- Por cierto ¿tú tendrás cuidado con esas cosas, no? ¿Me dijiste qué tenías novio, no?
- La verdad, doña Soledad, es que no recuerdo habérselo dicho. Y novio, novio, lo que se dice novio pues no tengo aún.
- Pues ten cuidado mi niña. Por dónde iba… ah, sí…
        …Habían tomado durante más de cuatro larguísimos años de cautiverio todo tipo de preocupaciones a su alcance; pero al final la naturaleza se había impuesto. Desde su conocimiento Carmen se pasaba el día penando de habitación en habitación. Apenas sí salía a la calle. Andrés se martirizaba en su agujero sin hallar respuesta a su incertidumbre. Si aparecía era evidente que la Guardia Civil caería sobre él, pero no podía dejar a su esposa en boca de las habladurías de la gente del pueblo. Él no existía.
       Andrés y Carmen jamás pudieron pensar que la solución vendría del primo Antonio. Éste les propuso casarse con Carmen y dar sus apellidos a la criatura que habría de venir. ¿Solución? No era fácil tomar una decisión y tampoco el  tiempo obraba en su favor.
      Quizás sea éste un momento para el amor, para el auténtico amor. Por amor a su mujer y a la vida que habría de tener su hijo, Andrés cedió. Ello suponía alejarse de su casa, abandonar a Carmen y convertir a Antonio en el padre de aquella criatura que había de nacer pronto y que él había engendrado en el vientre de su esposa.
        Andrés se echó al monte. El valle de Isábena lo acogió y nunca más se supo de él.
        Las autoridades no pusieron ningún tipo de impedimento a que Carmen y Andrés se desposaran por la iglesia, toda vez que no se tenían noticias de Andrés desde hacía más de cuatro años y no daban autenticidad a los matrimonios civiles contraídos en la época republicana. Así pues Carmen y Antonio se casaron. Andrés, Andresito como le empezaron a llamar a medida que fue creciendo y correteaba por las calles del pueblo, se convirtió con el paso de los años en: “el sobrino del maqui”.
       El sol aún brillaba en el Paseo de La Castellana; los últimos días de agosto se estaban haciendo insoportables. Treinta y cinco grados marcaban los paneles de los termómetros. Cristina al salir de casa de la señora Mendieta de Queirós, como la gustaba le llamaran, utilizó la carpeta de notas para abanicarse. Esa tarde decidió tomar el tren en Nuevos Ministerios; era viernes y había quedado con Luis.

2 comentarios:

  1. A ver si estoy cuerda o se me está yendo el tarro. Yo he leído esta historia que ha contado dona Soledad sobre Carmen y Andrés . Aquí o en otro lugar a menos que tenga premoniciones. Veremos como sigue la historia.
    Un abrazo y buen finde

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  2. Hola Katy: no se te ha ido el tarro, ja-ja. Creo que te comenté que estoy escribiendo una novela en donde el personaje de doña Soledad va a ir contando algunas de las historias que he escrito a lo largo de estos años; es una forma de recopilarlas y que no anden perdidas por ahí como tontas. Me encanta seguir contando contigo. Un abrazo

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