jueves, 6 de marzo de 2014

En el refugio de los sueños: La mujer del sombrero (3)

-Nos tuvimos que ir de Argentina en septiembre. No sé qué pasa en este mundo que todo lo malo sucede en ese dichoso mes. Nos dio una pena enorme alejarnos de ese país, aunque realmente y pensándolo bien la verdad es que no nos alejamos demasiado. Uruguay era el siguiente destino del cónsul, Alfredo mi marido, ¿te he hablado de él alguna vez? –preguntó la anciana sin dar la sensación a Cristina de querer hacerlo, por lo que la chica no contestó-. Uruguay ¡qué gran país!; Montevideo ¡qué maravilla! El Consulado de España estaba en la calle Libertad, así a secas, sentenciando que libertad sólo hay una. Vivíamos a ocho cuadras de la playa Pocitos. La de paseos que hemos hecho Alfredo y yo del brazo, el con su magnífico “panamá” de paja y yo con este mismo sombrero. La gente se volvía a mirarnos a nuestro paso. Cada paseo era un acto de amor. ¿Te he contado que en Montevideo se abraza mucho la gente? ¿No? Bueno pues te lo cuento:  En Montevideo, mi niña -aquel “niña”  llegó al alma de Cristina – existe una calle empinada, muy empinada, que termina abocándose en el mar. Es una calle estrecha con casas de dos plantas, todo lo más de tres. Las fachadas, tan próximas, se protegen las unas de las otras en una especie de abrazo. Sólo da el sol en una de estas fachadas: la orientada al mediodía; en la opuesta parece habitar siempre el invierno. Las puertas y los ventanales de las casas son amplios, altos, hechos así para que entre la luz. El suelo, sin aceras, está adoquinado en círculos y en el centro de la calle se disponen en línea recta para dejar deslizar la torrentera de agua en días de lluvia. En esta calle no hay árboles, sin embargo las hojas del otoño se deslizan sin avisar hasta los herméticos zaguanes de las casas. De dónde salen es un misterio. Quizás sea el viento quién las empuja hasta allí, o tal vez el amor; ningún viejo de aquel barrio lo sabe, pero siempre vuelven revoloteando, como las olas.
       A esta calle le llaman de abrazados. Me dirás que se debe a que en las noches de verano las parejas se abrazan…por cierto ¿tienes novio? –preguntó doña Soledad sin esperar respuesta, ni dar tiempo a enrojecer a Cristina,  para continuar relatando-… ¿por dónde iba? ¡Ah, sí!...las parejas se abrazan mientras bajan hasta el mar en busca de brisa. Claro que tal vez se deba a que hombres y mujeres desde siempre se refugiaron en los portales de aquellas casas para amarse en silencio. Fuera de las miradas de vecinos indiscretos. Todo esto podría ser verosímil, pero la realidad es que le llaman calle de abrazados porque en las noches de domingo un hombre y una mujer vienen citándose allí como si el abrazo que les aguarda fuera el último de su existencia y sirviera para salvarlos del naufragio de sus vidas. La llaman así, curiosamente, por un solo abrazo, el último quizás, pero cuyo rito se perpetúa domingo tras domingo.
        Así me lo contó una tarde de lluvia Benedetti. ¡Ya sabes, el poeta! Iba mucho por casa en aquellos años. Creo que yo le gustaba. Pobre Alfredo si se entera. Con aquellos ojillos y su bigote, ¡siempre le recuerdo canoso! Me encantaba aquel hombre.
        Doña Soledad se quedó mirando al techo de la habitación. - Hora de irse pensó Cristina.


Luis no contestaba a la llamada que Cristina le hacía desde el móvil. Dónde andará –se preguntó en voz baja mientras guardaba el aparato en la bandolera-. Bajó La Castellana hacia Colón; le apetecía andar a pesar del aún sofocante calor. El sol comenzaba a declinar por Nuevos Ministerios pero su luz aún tardaría un par de horas en abandonar la capital. Contemplaba los coches que ascendían hacia la Plaza de Castilla, el bullicio de sus motores y el color de sus carrocerías llenaban de vida la gran avenida madrileña. Buscó la sombra bajo las acacias del margen izquierdo según caminaba. Las terrazas de las cafeterías, en las que pronto brillarían sus luces nocturnas, aún permanecían casi vacías, eran pocas las personas que a esas horas se encontraban en los veladores. Decidió tomar un descanso en su paseo antes de intentar contactar de nuevo con Luis. Se sentó y sacó su pequeño cuaderno para anotar las impresiones de aquella tarde con doña Soledad. Sonrió mientras escribía. La verdad es que aquella mujer estaba llena de vivencias y de buena memoria -hubo de reconocer- El camarero vio la alegría reflejada en la cara de la chica. No pudo por menos que sonreír el también, mostrando la blancura de su dentadura, mientras le preguntaba por lo que deseaba tomar.
       -Una caña, por favor –contestó Cristina sin cambiar su expresión de contento.
       -Discúlpeme, no deseo ser grosero, pero no puedo servir alcohol a menores –dijo el muchacho al que había abandonado la alegría– me juego el puesto de trabajo. Compréndalo.
       -Tiene razón, discúlpeme usted a mí. Estamos acostumbrados a tomar cañas sin que nos las nieguen, y ya no nos damos cuenta que aún no podemos hacerlo.
       -Todo se andará, no se precipite. Las disfrutará mejor dentro de unos años.
       -Catorce meses, no crea, ya me voy haciendo mayor –contestó Cristina a la que aquel chico le estaba cayendo simpático. De cualquier forma es usted un buen profesional y muy amable.
       -Gracias. Me gustaría poder invitarle a esa caña –dijo ruborizándose-. ¿Entonces?
       -¿Me está preguntando si acepto su invitación para dentro de catorce meses? o ¿Qué quiero tomar?
        Ambos se echaron a reír.
        -¿Demasiado tiempo, no? – ahora era el camarero quién preguntaba.
        -Sí, supongo que sí, pero quién sabe, a lo mejor me paso por aquí dentro de catorce meses. Una coca-cola, por favor.
        -Ahora mismo –dijo el chico al que el rubor ya le había desaparecido del rostro.



2 comentarios:

  1. Me encanta como vas introduciendo le intriga. Me encanta el personaje de doña Soledad.
    Un abrazo y buen finde

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  2. Hola Katy: me halaga mucho tu entusiasmo. A ver, a ver, por dónde nos sale doña Soledad. Un abrazo.

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