domingo, 31 de marzo de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (3)

       -¡Edouard, Edouard! Cómo he de decirte que el auténtico pintor es el que pinta lo que ve, la realidad  es el fundamento de la pintura –gritó el señor Couture-. Fíjate en ella, modela tu mirada con su intensidad, con eso basta. Encuentra el equilibrio del color, trata de armonizarlo. El color debe ser puro, sin mezclas, pero por encima de todo no olvides el dibujo, esa es la clave. Fíjate en tus compañeros, ¿por qué demonios te empeñas en desviarte de lo que te digo? Tú sabes pintar, pero no quieres, no me haces caso. Así no vas a ninguna parte. Deberías admitir el deseo de tu padre y seguir con los estudios de derecho, creo que tienes más cualidades que para la pintura.
         El taller de Thomas Couture se hallaba junto al Quai St. Michell y constituía un colmo de despropósitos para Edouard Manet.  Era un lugar lúgubre en  donde la escasa luz  entraba por unos ventanucos abiertos a ras de suelo. El local, desproporcionado de altura, era frío y desangelado. Nada de lo allí presente incitaba a la creación. Edouard se calentaba las manos con su propio vaho para poder sostener sus útiles de dibujo;  todo aquello le resultaba deprimente. Contaba  veinte años de edad y su vitalidad juvenil le incitaba continuamente a tratar de librarse de aquella situación a la que le habían llevado las diarias discusiones con su padre. Al señor Manet le hubiera gustado que su hijo primogénito hubiera seguido estudios de judicatura, pero la vida de Edouard no transcurría por esos derroteros. Tan sólo su madre parecía darse cuenta de las verdaderas inquietudes del joven Edouard. Su sensibilidad femenina había ido encauzando, quizá sin querer, la vida de su hijo hacia las artes.
         Las tardes resultaban tediosas en el taller. Edouard sentía en su interior que aquel no era el camino. La realidad no era para él lo importante. El arte, pensaba, debía sorprender. La luz, la forma, el color, habían de efectuar una visualidad perceptible de la realidad, pero sin mostrarla tal y como la veían nuestros ojos; había que intuirla. Discutía con sus compañeros de taller por estas cuestiones para él tan simples. El único capaz de seguirle era Jean, algo mayor que Edouard, y que compartía sus puntos de vista.
         -Jean –comentaba Edouard–, yo creo que se debe pintar por pura intuición. En una novela, por ejemplo, debe llover cuando tiene que llover, no porque el escritor diga que está lloviendo. Yo creo que la pintura debe ser esto. Pero cómo expresarlo  Se avecinan cambios, Jean, lo presiento. Empiezo a abominar la oficialidad. La rigidez de estas normas que no conducen a ninguna parte. Es siempre lo mismo, dar vueltas y más vueltas sobre el mismo tema. Imagina una mujer desnuda en medio de la gente, sería tratada como una fulana; nadie vería la hermosura de su desnudez; ni el cambio que ello representaría. Sí ya sé que el desnudo se ha hecho  en la pintura, pero yo me refiero al morbo, al erotismo si lo quieres llamar así, que desprendería la muchacha.
         Jean Guillemet, sonreía mientras llevaba a sus labios la copa de absenta. La quemazón del licor al pasar por la garganta hizo cambiar el rictus de Jean, lo cual no pasó desapercibido para Edouard.
         -¡Jean!, ¿me escuchas? -le increpó-. ¿Estás de acuerdo con esos estúpidos de la academia, o es la absenta el motivo por el que parece que no me haces el menor caso?
         -Te escucho Edouard, pero no deberías menospreciar este licor. Su fuerza se trasmite a través de mi estómago y acelera mis pensamientos, ¿cómo iba a seguirte si no? Además yo he encontrado en èl la pureza que tú buscas en la pintura. Mira Edouard, todo lo que dices es cierto, pero es difícil contradecirles. Sus normas vienen a ser lo que todo el mundo llama: “Pasar por el aro”. ¿No lo quieres entender? Y, además, no les sigas el juego. Si no estás de acuerdo con ellos, el próximo otoño no les presentes tus obras. Sabes de sobra que no las van a admitir. Pero mientras tanto, anda tómate otra copa, verás como tu imaginación se ilumina –respondió mientras vertía el inflamable líquido en la copa de Edouard.
         Las tardes en La Grenouille eran enloquecedoras. Los contertulios iban cambiando el timbre de las voces y la compostura a medida que las horas transcurrían. El local, una mezcla de bodega y antro clandestino, era de los más animados de la ciudad parisiense. Se accedía al lugar a través de un gran portalón en el que reinaba el mayor de los desórdenes. Enseres tanto agrícolas como propios de bodega se hacinaban por todas partes. Había que cruzar un patio interior, a modo de claustro, empedrado y con un pozo en uno de sus extremos, sobre el brocal se disponían unas macetas de geranios, cuyo colorido hacía soportable la suciedad que reinaba por doquier. En La Grenouille las paredes, oscurecidas por el intenso humo de velas y cigarros, contenían pequeñas historias escritas por los visitantes del local; algunos pasaban tantas horas en el lugar que más que parroquianos podría denominárseles moradores. Raro era el espacio de aquellos muros en el que no estuviese inmortalizado un ministro, un político o un cortesano, con una cita o un dibujo. Hasta el mismísimo Napoleón III, que acababa de ser nombrado Emperador de Francia, estaba caricaturizado con su corona y su enorme apéndice nasal. En más de una ocasión aquellas paredes, que mostraban la vitalidad francesa, debieron de encalarse por sospechas fundadas de alguna inesperada inspección gubernativa,  desapareciendo en cada encalamiento una buena parte de la historia de la ciudad y sus moradores.
         Las aún oscuras orillas del Sena, con las primeras luces del alba, solían acompañar a Edouard y Jean. Las calles vacías, en los alrededores de Notre Dame, presentaban un poético aspecto y constituían en aquellos años para los dos jóvenes amigos, y  sin que ellos lo intuyesen, un lazo que  iría consolidando su amistad. El sonido de sus pasos se unía al rumor del río, y a veces los prolongados silencios en que parecía envolverles la aurora no eran más que  el presagio de una nueva discusión o la prolongación de la anterior. En ocasiones, el encargado de apagar y encender las farolas del paseo era mudo testigo de aquellas airadas pero amigables disputas.
         -Mira Edouard –decía Jean-, sabes que para mí tu pintura tiene algo especial; esa manera que tienes de ver las cosas es diferente a como las entendemos los demás. Para mi queda claro que tú, esbozando nada más el lienzo, ofreces más rasgos de la realidad que todos los del taller juntos aplicados en plasmar las cosas tal y como las vemos. Pero no es menos cierto que tus cuadros no gustan a los académicos. Por fortuna  tú no necesitas vivir de lo que pintas.
         -Te equivocas, para mi  pintar sí es una necesidad. Pero también considero que si mis cuadros no llegan a la gente es como si no pintara. Creo que voy a prescindir de todos esos botarates que dirigen la Academia. En cierto modo me dan  lástima; no aman el arte, tal y como yo lo entiendo. Y desde mi punto de vista se deben aburrir mortalmente visionando y aprobando siempre lo mismo. Más que lástima me dan risa.
         -Hablas así –protestó Jean–  porque no necesitas de la pintura, digas lo que digas,  en caso contrario ya veríamos. Es muy fácil alardear desde tu posición económica, o mejor dicho desde la de tus padres, que para el caso viene a ser lo mismo.
         -No seas cretino, Jean. Te digo que necesito de la pintura. Mi padre, como sabes, no está por la labor de tener un hijo artista. Y además en mi caso aunque la necesidad sea más vital que monetaria, no es menos cierto que la preciso. Y sabes lo que te digo – añadió-: que voy a hacer caso omiso de la Academia y voy a preparar una exposición yo solo.
        -¡Tú solo!, no me hagas reír,  Edouard. ¿De qué manera si se puede saber?
        -Escucha,  Jean. He oído que hay pintores que tienen sus propios talleres. Sí, como el de monsieur Couture; pero que en lugar de dedicarse únicamente a enseñar, pintan y presentan sus propias obras en esos espacios.
        -¡Estas loco, Edouard! Y quién demonio crees que iría a ver tus obras, si apenas te conoce “el gran mundo”. Sales del taller y La Grenouille, y ya me contarás.
        -Eso poco me importa. Siempre las verá más gente que si mis cuadros no pasan de la portería de La Academia.
        -En eso tienes razón –comentó, en voz baja, Jean-. Pero espera un tiempo. Tengo que comentarte algo que seguro desconoces.
        Edouard se quedó pensativo mirando la enigmática cara de su amigo. La luz del alba hacía tiempo que había dado paso a una claridad azulada. Los primeros rayos del sol alargaban los plátanos del paseo y sus sombras se cruzaban con las de Edouard y Jean, que cogidos, ahora del brazo, caminaban  cansinamente. Sin duda la noche transcurrida entre enredos, discusiones y absenta, pasaba lógica factura. Pero les gustaba el aire fresco que respiraban; les sabía mejor. Estaban encontrando nuevas sensaciones. Percibían nuevas formas; olían la humedad de las aceras mojadas por el rocío del cercano río. Los plátanos aún mantenían sus hojas, pero en el resto del arbolado se iba aposentando el otoño. El suelo de hallaba abrigado por un manto de hojas, que embellecían aún más el paseo, al que las primeras luces estaban vistiendo de mañana. Así caminando, mitad hablando, mitad discutiendo, pero sin que los finos cendales del discurso trasgrediesen su amistad, llegaron hasta la plaza de Los Vosgos.
         Al despedirse  Edouard se quedó mirando a su amigo. En su mirada se podía adivinar una pregunta:
        -¿Qué me tienes que comentar?,  Jean.
        -He oído –dijo Jean bajando el tono de la voz, creyendo, equivocadamente,  que alguien pudiera escuchar su secreto en la aún desierta plaza-, que monsieur Couture va a llevar a una modelo al taller.  Así que deja tus ideas de independencia para más adelante.
         -¡Qué callado lo tenías! -se animó Edouard-, y qué más ha oído el señor, si puede saberse.
        -Nada, que se llama Victorine..., Meurend creo que se apellida, o algo parecido.
(Continuará 3)

4 comentarios:

  1. Pero que bien vas desarrollando la trama y mantienes la intriga. Creo que te estás ganando el Pulitzer:-)
    Me ha gustado mucho esta frase que entresaco
    "En una novela, por ejemplo, debe llover cuando tiene que llover, no porque el escritor diga que está lloviendo" Se puede aplicar a muchas situaciones de la vida...
    Un abrazo
    P.D. Creo que ya se puede visionar el vídeo. Algo hice mal:-)

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  2. Hola Katy: acabo de ver el vídeo de tus chicos. El peque está graciosísimo y totalmente volcado en el juego. Va a ser competitivo el chaval. Me alegro que la historia te enganche. Ya comenté que está ya escrita y que la publico según la reviso. Un abrazo.

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  3. Hola Rafa:

    Gracias a que la gente hace cosas diferentes (aunque sean incomprendidas ) se avanza. Me gusta como describes el ambiente y como poco a poco tambien te metes en los personajes. Mola

    Un abrazo

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  4. Hola Fernando. Tienes razón sólo se avanza partiendo desde uno mismo. Me alegra te mole. Un abrazo.

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