domingo, 29 de abril de 2012

Pequeños relatos eróticos: El balcón (19)


(Nota: extracto de mi novela: El balcón (gira sobre la vida de Edouard Manet y su grupo de amigos. En la novela se van describiendo algunos de los cuadros del pintor a través de los personajes retratados).  

        Jean se sumergió en los ojos de su amada. Veía su imagen reflejada en el iris, pero no se percataba de ello pues buscaba quedar inundado por el amor de Jenny, que inmóvil ante él aguardaba con el pecho latente la llegada del deseo. Pero el deseo, al que sólo mueve el corazón,  se había instalado en su cuerpo justo en el momento en que Jean entró por la puerta del taller.
        Jean toma el rostro de Jenny entre sus manos y humedece sus labios en los de ella. Jenny cierra los ojos, es capaz de ver con ellos cerrados, y deja hacer al deseo, o al destino, o al amor, que para ella  en aquellos instantes no se diferencian. Jean, estimulado, se deja también llevar y la atrae más cerca. Rodea el talle de Jenny con una de sus manos y con la otra  le acaricia la nuca. La cabeza de la muchacha reposa, ahora, sobre el pecho de él, mientras el silencio se apodera del taller, tan sólo cercenado por un lejano rumor que llega desde la calle. Sólo el aire  escucha la respiración de los amantes, que se vuelve rítmica a medida que pasan los segundos. Ambos se dejan hacer el uno del otro; si Jean avanza unos pequeños pasos, ella retrocede a su compás. Recuerdan el cortejo de algunas aves. Es como un baile, como una comunión entre ambos. Así, avanzando y retrocediendo, llegan hasta el lugar donde hace poco posase Victorine, y dejan hacer a los sentidos. La torpeza les sorprende desnudándose. Las manos resbalan por aquellas botonaduras tan complejas. El apremio se va haciendo inaguantable. Jenny tiembla en un escalofrío apenas perceptible. Jean se descubre, en su nerviosismo, como un amante inexperto  que hace desearle más. Por fin se encuentran. La piel tibia de ella y el calor apremiante de él. Las manos permanecen unidas, pero pronto cada una de ellas busca el cuerpo de su amante y se van deslizando por los rincones más ocultos. Las de Jean van subiendo por las piernas de la mujer y se posan diestramente en la hierbabuena del pubis. Con sabiduría se demoran en el vientre y van encontrando la habitabilidad de aquellos valles y colinas. Caminan con retardo por los pechos de la muchacha, descifrando su hondonada.  Tan pronto unen sus labios como separan sus rostros para verse, para reconocerse, y volverse a juntar en un beso infinito. La cabeza de Jenny reposa sobre uno de los cojines de seda blanca y la inclina hacia atrás mientras Jean va inundando su armonioso cuerpo de placer. Los dedos de él recorren la aureola rosada de los pechos con detenimiento, como si desearan no dejar ningún espacio sin reconocer. La ternura inicial va dejando paso a un ahogo incontrolable. Los pulmones se agitan, las bocas se buscan más y más con desesperación, y la piel les va uniendo, y los brazos atraen los cuerpos con fuerza. Jenny va encorvando la espalda mientras sus piernas  se alargan sobre la blanca tela, y van rodeando, a continuación,  poco a poco, la cintura de Jean. Ahora los brazos de Jenny se deslizan sobre el cuerpo de su amante mientras sus manos parecen ejecutar una pieza en su violín, y hallan en el cuerpo de Jean aquello que en ocasiones sólo la música puede darle. Sus ojos  se abren en el momento en que la sorprende el dulce placer del amor físico, y su boca se abre agitada en busca del aire que parece faltarle. Ve en lo alto dos estrellas de gas y, más a lo lejos, el oscuro techo del taller, y parece haber encontrado el firmamento
        Nada se dicen, continúan unidos por las manos. Uno junto al otro. Desnudos. Sus ojos fijos n lo más alto. Su respiración se va atenuando. Jean vuelve su rostro hacia el de la muchacha que permanece inmóvil y aún jadeante. Con su mano derecha rescata una lágrima que se va deslizando por la mejilla de Jenny, y la besa. Más que un beso se bebe el ligero llanto de felicidad que se escapa por los transparentes ojos verdes de su amada. Ahora es ella quien ladea la cabeza hacia él e inclina su boca hasta acercarse a los labios de Jean. Los besa y los encuentra dulces, al sabor de las manzanas maduras. Le mira a los ojos y la mirada de Jean le devuelve, una vez más, la certidumbre de haber encontrado en aquel hombre la seguridad en ella misma que hacía poco había perdido.
       Así tendidos, sin atreverse a hablar, como si el silencio fuera la mejor de las músicas, permanecen hasta que el frío que invade el taller les va volviendo a la realidad. Han estado atrapados por el amor, pero Jenny se sobresalta pues recuerda que aquella noche  trabaja en el Guerbois.


4 comentarios:

  1. Creo que este capítulo si que lleva el erotismo hasta la cumbre inscrita en cada letra. Lo has bordado. Gracias por compartir tan bello texto.
    Conozco algunos cuadros de este pintor, pero mi pintor impresionista favorito sin duda es Monet.
    Un abrazo y buena semana

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  2. Hola Katy: Manet fue quien puso las bases del impresionismo, que más tarde desarrollaría Monet entre otros. Fueron íntimos amigos y Manet le recriminaba que no utilizase el color negro en su pintura. De todas formas estoy contigo: Monet es una maravilla. Siempre me gustó el arte y esta pequeña novela que escribí hace tiempo recorre el mundo impresionista, o al menos lo intenta, a través de la mirada de Edouard Manet. Un abrazo

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  3. Como dice Katy. lo has bordado. ¿has pensado en autopublicar tu novela? mira en lulu.com o en budok.com.

    En cuanto a los impresionistas , cada uno en su registro, dieron un vuelco al mundo del arte. A mi me gustan todos, pero Monet es Monet.
    Un abrazo

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  4. Hola Fernando: he anotado los enlaces que citas. Ya sabes que lo de publicar es un paso demasiado pudoroso, al menos para mí. Te agradezco de corazón tu interés: quizás me decida.
    A mí también me gusta Monet; pasa que la vida de Manet la estudié bien cuando escribía mi historia, y tuve un acercamiento muy especial a su obra. Gracias por todo. Un abrazo

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