martes, 22 de octubre de 2013

En el refugio de los sueños: Tú y yo (1939)

        “Las olas chocaban contra el lateral del buque a medida que éste se deslizaba por las gélidas aguas del Mar del Norte. Norman había salido al exterior  bien pertrechado en su abrigo gris. El cuello, alzado, le cubría prácticamente toda la cara; tan sólo sus ojos permanecían al descubierto, escrudiñando el mar. Fumaba llevándose el cigarrillo a los labios por la angostura que dejaba el cuello de la prenda sujetado con su mano libre. El viento le azotaba el rostro entumecido, pero le hacía bien. Siempre le habían gustado los espacios abiertos, por eso había subido a la cubierta desdeñando la comodidad que le brindaba su pequeño camarote. Desde el lugar en que se encontraba podía divisar, apenas girando levemente la cabeza a su derecha, el puesto de mando y sombras que se movían en su interior. La tripulación velaba por los pasajeros desde aquella pequeña atalaya abierta al océano - pensó-. Un pequeño ruido, a su izquierda,  sobre el bruñido entarimado de la cubierta atrajo su atención disipando sus pensamientos. Una mujer embozada en una gabardina de color claro acababa de apoyarse en la barandilla a escasos metros de él. La mujer fumaba mientras miraba con fijeza a las olas como si éstas hubieran de traerle noticias o recuerdos.
       Estaban solos en aquellos breves minutos en que el atardecer separa el día de la noche; los negros nubarrones acentuaban la sensación de oscuridad únicamente rota por las luces que hacía poco tiempo se habían encendido sobre cubierta.
       Cómo entablar una conversación con una desconocida -se preguntó Norman-. Claro que si no lo intento nunca dejará de serlo –el mismo se contestó.
       -No es de creer que aquí gocemos de esta tranquilidad, cuando existen tan malos presagios  en Europa– comentó sin dejar de mirar al mar.
       -Cree usted que habrá guerra –contestó la mujer desviando su mirada hacia el hombre.
       -Sí, sin duda –afirmó Norman, devolviéndole la mirada.
       -Parece que no tuvieron bastante con la primera.
       -Veinticinco años y ya estamos otra vez enzarzados.
       -Bueno, quizás esta vez sea diferente.
       -De eso puede estar segura. Será diferente y peor.
       -No le veo muy optimista al respecto –dijo la mujer que había vuelto su mirada hacia las olas que seguían azotando el costado del buque.
       -Mis negocios me lo dicen. Viajo de Noruega a Dinamarca por este motivo. A medida que se va consolidando la certeza de una gran confrontación bélica, mi empresa gana en prosperidad.
       -¿A qué se dedica?
       -A derivados del acero. Ese material tan necesario para fabricar… ya me entiende. ¿Y usted, cuál es el motivo de su viaje por esta zona que en cualquier momento puede saltar por los aires?
       -Le entiendo. Mi motivo es familiar. Sólo hago escala en Dinamarca un día. Luego prosigo viaje a los Estados Unidos. New York me espera –dijo mientras lanzaba un suspiro.
      -También es mi destino final –aclaró Norman-. Pero debo permanecer en Europa por algún tiempo. 
      Norman se acercó a la mujer al ver que intentaba encender un nuevo cigarrillo. Sus ojos se encontraron por un instante. La mirada de ella hizo mella en Norman. Tuvieron que colocar juntas las manos para que el aire no apagase la llama del mechero del hombre.
     -Gracias –musitó ella-. Me viene bien fumar; disipa mis preocupaciones.
     Norman – cortés- no preguntó por ellas. La mujer se lo supo agradecer con una sonrisa que iluminó su cara.
      -¡Tiene las manos heladas! Quizás estemos  mejor en el interior. La noche ya está aquí y dentro de poco hará más frío.
      -Estoy bien aquí, al menos de momento. El camarote me agobia –dijo ella-.
      -Estoy con usted. A mí me sucede lo mismo. Perdone que me presente… me llamo Norman, Norman Scott.
      La mujer parecía haberse abstraído de nuevo. Miraba al mar con fijeza. Las olas batían la nave cada vez con más virulencia. Se llevaba el cigarrillo a los labios y exhalaba el humo que se desvanecía en el aire envolviendo su blanco rostro como si la neblina le alcanzase súbitamente. Norman no había dejado de mirarla desde que le dijese su nombre. Tal vez había dicho alguna inconveniencia. Sintió que ella no deseaba continuar con la charla y optó por hacer un gesto a modo de saludo para retirarse.
      -No, espere. Disculpe. Yo y mis pensamientos. No desearía haberle parecido grosera. Me llamo Rebeca.  Y creo que tiene razón deberíamos entrar; el frío me va calando hasta los huesos. Me vendría bien tomar algo caliente. Un coñac…quizás.
     Entraron. El pequeño bar era acogedor. Apenas unos pocos pasajeros se encontraban allí. Viajar en esos días era un riesgo. Los acontecimientos parecían agolparse, y los malos presagios estaban en las mentes de las personas. Sólo si era una necesidad que no se pudiera postergar, la gente podía arriesgarse. Por eso se extrañaba Norman del viaje de Rebeca, pero se abstuvo de preguntarle.  Pidieron dos coñacs. Norman tuvo un rato la copa entre las manos. Rebeca se la llevó a los labios casi de inmediato.
       -Reconforta –dijo-. ¿Acaso no le gusta el coñac y únicamente lo ha pedido para acompañarme?
       -No –sonrió Norman-, es que calentándolo con las manos sabe mejor; desprende más los aromas. De hecho las bebidas frías no me gustan demasiado.
      Rebeca miró a los ojos de Norman y se dispuso a seguir su consejo.
      -Tiene razón –comentó.
      - Mañana temprano entraremos en el puerto de Haustholm. Supongo que esperará usted allí el próximo embarque para Estados Unidos.
      -Sí, es lo más cómodo.
     -Yo he de viajar por tren a Copenhague. No sé si es atrevimiento por mi parte, pero si me lo permite puedo quedarme en Haustholm hasta que zarpe su barco. Mis contactos daneses bien pueden esperar un día. ¿Qué me contesta? –preguntó Norman al ver que la mujer dudaba.
      -Claro –contestó ella después de unos instantes-. Nos haremos compañía mutuamente. Seguro que me viene bien alejarme de mis preocupaciones por unas horas.
      A Norman empezaba a gustarle aquella  mujer de aspecto vulnerable pero tremendamente atractiva. Había podido comprobar, al quitarse ella el abrigo, su seductora figura. Todo su cuerpo atraía. Sus ojos azabaches, sus rasgos…ligeramente orientales sin serlo. Los pómulos rectos y afilados, como si alguien se los hubiese cincelado. Los labios invitaban a ser visitados. Tenía las manos largas y blancas, y cuidadosamente cuidadas las uñas. El pelo caía sobre sus hombros enmarcando su precioso rostro. Toda una belleza –pensó y sus pensamientos se fijaron en sus ojos haciendo comprender a la mujer el atractivo que provocaba en Norman.
      Las horas pasadas juntos en la ciudad de Haustholm no hicieron sino confirmar el atractivo que sentían el uno hacia el otro. Ninguno tenía compromisos personales al otro lado del mundo y de una forma natural, como si estuviera así escrito, se fueron acercando. Enamorarse quizás no fuera la palabra en esos momentos; acababan de conocerse pero sentían que aquella travesía  había unido sus destinos tal vez para siempre. Mirándose a los ojos y con las manos unidas debían de despedirse en la dársena. Ella había de embarcar.
      -¿Volveremos a vernos? –dijo él.
      -Tal vez –contestó ella. Ambos vivimos en New York. La ciudad es grande pero…
      -Como te dije he de permanecer por algún tiempo en Europa…cuatro o cinco meses a lo sumo. Te propongo quedar dentro de seis meses a las cinco de la tarde en la terraza del Empire State, dicen que hay vistas maravillosas desde allí.
     -Las conozco y los atardeceres son muy hermosos – contestó Rebeca.
     -Así sabremos si esta relación tiene futuro. Nos veremos pues el 22 de abril del próximo año, a las cinco de la tarde.
      Como si de un juego se tratase cerraron el compromiso con un beso en los labios. Él  vio como ascendía las escaleras y saludarlo desde cubierta. Norman no abandonó el muelle hasta que el barco se perdió en el horizonte.
      Y pasaron seis meses.
       El día señalado, Norman cogió el ascensor y pulsó el último piso del Empire State. Llegó con quince minutos de adelanto. Desde aquella terraza se veía todo New York y la vista le hizo recordar el Mar del Norte. Allí también llegaba el aire a ráfagas, aunque esta vez no fueran tan fuertes. Esperó. Rebeca no se presentó. ¿Le había olvidado? Le pareció extraño. Recordó que si algo le había atraído de aquella mujer era su aparente falta de interés, que él achacó a los problemas personales que parecía tener, pero que sin embargo la joven reaccionaba al instante y resultaba agradable su compañía. Estos meses se había ido enamorando de ella profundamente y ahora le pareció haberla perdido. Sin duda –se dijo- habrá cambiado de parecer hacia mí. Ese era el compromiso que pactaron. Eran más de las ocho, noche cerrada, cuando abandonó la terraza y con tristeza fue olvidándose de Rebeca. Norman nunca sabría que la mujer había sufrido un accidente al acudir a su cita”.
NOTA: Este es el argumento(más o menos) de la película TÚ Y YO, dirigida en 1939 por Leo McCaney y protagonizada por Irene Dunne y Charles Boyer. El mismo director haría años más tarde un “remarke” con Cary Grant y Deborah Kerr.  El motivo de haberlo escrito se debe a mi inconsciencia y falta de respeto hacia EL MÓVIL. ¡Con lo fácil que hoy en día hubiera sido ponerse en contacto con este artilugio del demonio! Pero… que maravillosa película nos habríamos perdido… o no.  
 

2 comentarios:

  1. Todo es tristeza y desde luego el final más triste aún. Me trajo recuerdos el barco, lo relatado salvo que esto le ocurrió a una chiquilla de 5 años y no había historia de amor por medio. Creo recordar vagamente la peli con Gary Grant, pero no recordaba tan nítidamente el argumento.
    Me ha encantado lo bien lo has narrado:-)
    Un abrazo y buen finde

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  2. Hola Katy. me alegro te haya gustado. Los recuerdos siempre viajan con nosotros, y, supongo, que es bueno no olvidarlos. Un abrazo.

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