viernes, 14 de junio de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (20)

         -El Balcón, ese lugar desde donde se puede ver el mundo sin que el mundo te devuelva la afrenta, es un lugar casi religioso para mí -comentaba Edouard mientras entraban en el taller-. Asomado a un barandal me puedo sentir el hombre más feliz del mundo. Todo desfila ante mis ojos. Las personas  llevan a cuestas su vida; me la cuentan sus caras, su forma de caminar. En su cuerpo han quedado prefiguradas sus vivencias, su discurrir por la vida. Unas transitan atropelladamente, otras andan despacio arrastrando su mundo interior. Unas se enorgullecen de su forma de ser, otras se sienten empequeñecidas. Parece como si hablaran y se escucharan al mismo tiempo. El balcón, esa atalaya desde la que se observa sin miedo a ser observado. Ese lugar mágico  donde los “voyers” podemos hasta insinuarnos a los demás sin miedo a ningún tipo de represalias o miradas indulgentes. El mundo debería ser un gran balcón para poder mirar  y hacia donde nos mirasen. Debería ser también una comunión de personas encaminadas de la mano a lograr el mismo fin: el placer.
        -Mi querido hermano -intervino Eugéne-, siempre has sido un auténtico hedonista, eso ya lo sabemos todos, y que te encanta observar a la gente, a veces rayando en la impertinencia, también; pero, ¿quieres decirnos a qué viene ese dislate sobre el balcón?, ¿no te parece que a estas horas de la noche nos merecemos un respeto? Hemos venido a ver un cuadro en el que dices haber pintado a nuestros amigos, no a escuchar tu verborrea por alegre que sea.
         -Eugéne, siempre tan impaciente. Tómate las cosas con calma, no abuses de la ansiedad, que es mala compañera de juegos. Nuestro padre siempre te prefirió por esa inquietud que demuestras, a mí en cambio no me comprendía; no entendía que me pasase horas observando para luego pintar lo que él llamaba cuadros inexpresivos, sin darse cuenta de que estaba metiendo el dedo en la llaga, las imágenes que pinto, ¡claro que son inexpresivas! Hay que admitirlas por su presencia y atreverse a contemplarlas por su virtualidad, por la sensación visual que producen.
        -Jean, ayúdame a encender las lámparas, sólo esas dos, las del fondo del taller,  serán suficientes para ver la sorpresa que os aguarda. Prefiero que el resto del taller esté en penumbra, el resultado será más eficaz.
         Mientras esto indicaba a Jean, Edouard se alejó de ellos y se dirigió hacia el lugar en que reposaba de cara a la pared un lienzo de buen tamaño a juzgar por el esfuerzo que hubo de realizar el pintor para darlo la vuelta e ir acercándole hacia el lugar donde brillaban las lámparas de gas.
    
        -¡Voilà! ¿Qué os parece mi balcón? Es el lugar preferido para asomarme, sólo que ahora sois vosotros quienes miráis al mundo.
        En el cuadro se hallan retratadas Berthe y Jenny en un primer plano; Berthe, sentada en un taburete, apoya su antebrazo derecho sobre la barandilla mientras Jenny está  de pie junto a su amiga. Ambas miran al exterior. En un segundo plano, Jean, impecablemente vestido, también mira a la calle entre las dos muchachas. La silueta de un camarero aparece al fondo de la escena, difuminada; Suzzane cree ver en ella a su hijo León.
       Todos miran el cuadro sin atreverse a efectuar comentario alguno mientras Edouard enciende, por enésima vez en aquella noche, su pipa. También el pintor calla. Comprueba con su escudriñadora mirada la reacción de sus amigos. Como siempre supuso, cada personaje se fija más en su figura retratada que en la de los demás; también Eugéne cae en aquel pecado al contemplar con fijeza el rostro de su amada Berthe -¿Intentando buscar algún defecto, quizá?, piensa Edouard-. Suzzane no tiene ojos más que para su hijo, pero la presencia del muchacho, caso de que lo fuera, es puramente anecdótica; hasta ella misma lo comprende.
        -Edouard -Jenny es la primera en romper el silencio-, ¿de verdad me ves con esa tristeza?
        La muchacha aparece en el cuadro hermosamente vestida de blanco, sujetando entre sus brazos y el pecho una pequeña sombrilla de color verde, mientras se pone unos guantes  amarillos. Su rostro de rasgos orientales parece alargarse con la flor que porta prendida a su cabello.
        -La primera vez que  miré  tu rostro, Jenny, me pareció que te embargaba una enorme tristeza, y aquellos rasgos se quedaron grabados en mi mente. A lo largo de estos años tu rostro ha ido cambiando, se te ve más feliz –dijo el pintor  mientras su mirada se cruzaba con la de Jean-. Algo ha debido pasar en tu vida para tan beneficioso cambio, pero he preferido respetar mi memoria; me parece más interesante aquel momento de tu vida para ser expresado.
        -¿Y yo, Edouard? -pregunta Berthe-. Noto una cierta soledad en el rostro, en la postura, como si no tuviese a nadie a mí alrededor.
        Berthe  lleva un vestido, también blanco, pero con mayor profusión de encajes que el de Jenny, más sencillo. Las mangas cuelgan de sus muñecas dando una visual vaporosidad a los encajes. Un enorme cuello salpicado igualmente de finos encajes y bordados cae por sus hombros y deja ver en el escote una preciosa gargantilla de la que pende un camafeo. Su mirada, al igual que la del resto de los personajes, se pierde en el exterior. Entre sus manos luce un abanico, según la moda española.
        -También te has fijado en tu soledad. Me alegro de ello, Berthe -dijo Edouard mientras aspiraba una bocanada de tabaco-, siempre has sido una mujer alegre, pero cuando entraste al taller por primera vez, buscando recibir clases de pintura, tu situación emocional distaba mucho de ser la que hoy en día posees. Sin duda mi hermano estará de acuerdo conmigo, amén de haber contribuido a dicho cambio. Mis recuerdos también me han transportado a aquella situación. Te preguntarás el porqué. Pues no lo sé. En tu caso también me pareció más pictórico. Pero si os fijáis, y estoy seguro de que así ha sido, tanto tú, Berthe, como Jenny, poseéis esa rara belleza que muestra la subjetividad, mi subjetividad; esto lo decía mi buen y querido amigo Baudelaire a quien la muerte nos arrebató de nuestro lado: “Sólo lo bello es raro”, afirmaba.
        -Y yo, Edouard -el que hablaba ahora era Jean-. ¿No te parece excesivo ese porte que me has dado?
        -Eres tú, mi buen Jean, no lo dudes. Al menos así te veo. Sólo que tú eres raro sin ser bello.
       -Tu sarcasmo me conmueve. De cualquier manera, permíteme que sea tu primer crítico sobre este cuadro. Una vez más vas en contra de la Academia. Aún sabiendo que ésta es tu postura, ¿no te parece que utilizar esos verdes oscuros tanto en el barandal del balcón como en las contraventanas están fuera de lugar? Dónde has visto en todo París esos tonos tan crudos en el exterior de nuestras viviendas. Y el color de mi corbata: ¡azul! ¿No querías que fuese un aristócrata? Jamás usaría ese color. Blanco y negro mi querido Edouard; esa es la verdadera elegancia.
        -La verdadera elegancia, mi querido crítico, consiste en el equilibrio de nuestro aspecto exterior con nuestra vida interior, no en el color de una corbata. Por lo que respecta a lo demás tienes toda la razón. Yo no pinto para provocar a nadie, pero sí para que la gente que ve mis cuadros reaccione y entienda que la pintura hay que vivirla, sentirla. Ya os lo decía antes: tan sólo busco la sensación visual del espectador. Me habláis de soledad, de tristeza, de informalidad academicista. Cada uno de vosotros únicamente ha mirado una parte del cuadro, la que más le interesa, no habéis visto la obra en conjunto. Haced ese pequeño esfuerzo, por favor, es todo cuanto os pido y creo que mi pintura se merece. Mirad el conjunto e id más allá. Estáis mirando al exterior, algo llama vuestra atención en la calle: los transeúntes, los coches de caballos, algún incidente quizá. Cada uno de vosotros tiene la obligación, diría, de crear una historia. Es vuestro pensamiento el que debe volar. El estado o los políticos, podrán quitárnoslo todo, todo menos el pensamiento, lo que nosotros queramos ser internamente, eso jamás lo perderemos.
        -Y cual es tu historia -pregunta Suzzane, a quien la presencia de su hijo le ha hecho caer, también, en el error comentado por su esposo.
        -¿Mi historia? Buena pregunta querida. Tal vez no estoy preparado para responderla puesto que al pintar este cuadro pensé más en vosotros que en mí. A través de esta amplia ventana se debe, ante todo, observar para descubrir. Claro que también se puede crear, inventar una historia, lo que de alguna manera os pedía hace un momento. Habéis estado almorzando en uno de los restaurantes más lujosos de París para comunicar, al resto de amigos, vuestro próximo enlace matrimonial -Edouard hizo este comentario observando a Jean y Jenny los cuales sonrieron al cruzarse sus miradas-. Vuestros estómagos han quedado satisfechos de la abundante comida y tras los postres habéis tenido la necesidad de salir a uno de los balcones del establecimiento a respirar el frescor que llega desde la arboleda próxima, o quizás hayáis sentido bullicio en las calles y vuestra curiosidad os ha empujado a mirar al exterior. O tal vez a ambas cosas. A poco que observéis la tela, os percataréis de que vuestras miradas se dirigen a lugares distintos; cada uno de vosotros tiene pues una historia diferente. El muchacho en la sombra se está fijando en vosotros tres, por lo que sus pensamientos deben estar relacionados con vuestra presencia en el restaurante. Yo no estoy asomado a ese balcón. Mi balcón es contemplar vuestra actitud, y esta es bastante distante; tan sólo Jenny se ha  percatado de mi presencia y me mira fijamente con sus inocentes ojos. Pero tras su mirada se esconde una cierta tristeza. ¿Qué puede pensar nuestra pequeña?, sólo ella lo sabe. Tú, Berthe, te ves separada del resto, en soledad decías, pero la actitud de tu cuerpo demuestra seguridad, firmeza. Te has sentado confortablemente y apoyas tus brazos sobre la balaustrada. Observas el paso de aquella pareja que te ha llamado la atención. Él es bastante mayor que la dama que lleva de su brazo, y te preguntas si será su hija, su sobrina o su amante. Hablo de  tranquilidad teniendo en cuenta el pequeño perro que también observa el exterior ovillado entre tus pies. Es una instantánea de vuestras vidas lo que contemplo. Jean está ausente, pero su pose es natural en él, es aristocrática, parece estar por encima de lo mundano, pero seguro que también tiene sus problemas, sus inquietudes. Pensará en Jenny o en esos problemas de Estado que últimamente le desasosiegan; pero no pierde su compostura; parece estar, como os digo, por encima de esos avatares. Pero todo esto es mi punto de vista y es lo que he tratado de plasmar en la tela. He pretendido hacer veraz lo que intuyo en cada uno de vosotros ya que os conozco desde hace años, y al escuchar vuestras opiniones creo haberlo conseguido.
        Un profundo silencio se podía escuchar en el taller. Las dos lámparas de gas emitían un sinuoso silbido sobre sus cabezas y tan sólo la aspiración de la pipa por parte de Edouard emitía un pequeño sonido reconocible. Las miradas recorrían la tela, ahora, como Manet les había dicho. Cada rincón era escudriñado; nada quedaba fuera de sus miradas.
         Jenny reparó en su sombrilla. Recordó haberla abandonado en algún lugar de su pequeño apartamento, el día que decidió vivir con Jean. También recordó que cuando conoció a Edouard la usaba con frecuencia en las mañanas de calor. Edouard se fijaba en las cosas.
        Berthe recorría, igualmente, el lienzo. Sus ojos, al igual que sus labios, callaban. Pero, ¿qué hacía aquel caniche oscuro y sin rostro entre los luminosos pliegues de su vestido? Ella también había dado algunos pasos en pintura y enseguida captó la contraposición del negro pelaje del perrito con su inmaculado ropaje; le daba a éste más vivacidad, resultaba más real, más virtual. Tal y como había insinuado Manet. El perrito también  daba a la escena una serena impresión de reposo, de tranquilidad.
        Jean, por su parte, trataba de conformarse. No estaba de acuerdo con su amigo, como tantas otras veces, pero no dejaba  de entender que Edouard tenía razón, que su apostura, aunque él no la reconociera, debía contemplarse de esta forma a los ojos de los demás. Así van transcurriendo los minutos; unidos por la escena y el silencio. 
         Salieron del taller. La pintura les había sobre todo sorprendido. Así era como Edouard les veía, pensaban mientras caminaban por las desiertas calles. Jenny apoyaba su cabeza en el brazo de Jean. Berthe parecía mirar distraídamente el agua ahora negra del río en donde se reflejaban a lo lejos algunas de las farolas que parecían dirigir la corriente del Sena hacia el mar. Eugéne pensaba en su hermano. Le comprendía,  aunque, al igual que su padre hiciera en vida, no compartiese su forma de entender ésta. Suzzane también callaba pero en su interior bullía su amor por Edouard, que a veces  confundía con agradecimiento hacia él. Manet hubiera regañado a su esposa de saber lo que cruzaba por su cabeza en esos momentos, pero al igual que sus amigos, también caminaba en silencio, rumiando sus propios pensamientos. Pero Edouard aún reservaba otra sorpresa a sus amigos.
        -Mañana he de levantarme pronto -dijo con tranquilidad mientras desviaba su mirada hacia el río-, he de batirme en duelo con uno de esos críticos de mal agüero.
        El grupo se detuvo y todos clavaron sus miradas en el rostro de Edouard.
        -¿Qué has dicho, Edouard? -exclamó Suzzane a la que el rostro le había empalidecido de forma súbita y que acrecentaba aún más  la tenue luz de las farolas-. El resto le miraba sin dar crédito a sus palabras.
        -No os preocupéis. Me bato con Duranty, y si es  su puntería tan certera como sus críticas hacia mi pintura no hay nada que temer -dijo Manet mientras sus labios parecían dibujar una sonrisa nerviosa-. El muy necio –añadió-, no hace más que atacar mi obra.  ¡Tengo derecho a pintar como mejor me venga en gana! ¿Acaso me meto yo con su forma de vestir o con su prominente panza?
       -Me consta que sí que te metes -comentó Jean tratando de aliviar la tensión.
       -En cualquier caso, él se lo ha buscado. A ver si de una vez por todas me deja tranquilo y no envenena con su maldita pluma mi reputación. Espero que le sirva de escarmiento. No creo que se persone, temblaba como un chiquillo cuando le reté esta mañana ante sus compañeros de periódico.
        Suzzane miraba a su esposo entre sorprendida y temerosa. Había juntado las manos sobre su rostro  para disimular la nerviosa mueca que se había apoderado de su  boca.
        -No te preocupes Suzzane. No quería empañar nuestra celebración. Ni tú, ni vosotros, amigos, merecéis, que por ese bastardo de Duranty, vuestras vidas se vean alteradas.
        -¡Estas loco! -intervino Eugéne.
        -¡Hombre!, tanto como loco -apostilló Edouard-. No creo que sean unos juegos florales, pero veréis como salgo indemne del lance. Sé con quien me la juego. Lo que no entiendo es que ese cretino haya aceptado. Debió molestarle lo que le dije tanto como a mí sus críticas.
       Seguro que así fue -dijo Jean nerviosamente-. ¡No podrás callarte, no! ¿Pero por qué  te importan ahora, de repente, las críticas, si siempre has hecho ostentación de todo lo contrario? ¿Es que tu sano juicio no te ha hecho pensar que puedes perder la vida, Edouard?
       -Mira, Jean, buen amigo. En este mundo hay que tomar decisiones, aunque no siempre aciertes. Uno no puede pasarse la vida pensando: ¡hay si hubiera hecho aquello o lo otro! Es mejor tener la iniciativa de hacer lo que uno piensa que quedarse con la duda por el resto de su vida.
       -Todo eso está muy bien Edouard -intervino Eugéne-. Pero es tu vida la que está en juego. Si te pasara cualquier desgracia todos tus pensamientos no valdrían para nada. Y si eres tan ególatra como para no entenderlo, piensa un poco en los demás: en Suzzane, en tus amigos... en tu pintura. No acudas mañana al duelo. Vale más ser un cobarde vivo que un valiente, loco estoy por decir, muerto. Ve a su casa esta misma noche y pídele disculpas.
       -¡Qué despierte al gordo seboso de Duranty a estas horas de la madrugada! ¡Me pega un tiro allí mismo¡ No, Eugéne, debo acudir, aunque esté equivocado. ¿Quieres ser uno de mis testigos?; el otro que necesito doy por hecho que será Jean.
(Continuará 20)


4 comentarios:

  1. "En este mundo hay que tomar decisiones, aunque no siempre aciertes". Muy bueno, resume nuestra vida terrena, solo que luego muchos no asumen las consecuencias.
    Me ha gustado mucho este capítulo en el que Edouard comenta a viva voz la descripción del cuadro y como les ve a cada uno.Francamente muy bueno.,
    Un abrazo
    Un ab4azo

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  2. Hola Katy: conviene tomar decisiones, aunque también hay que haberlas estudiado un poco. Me siento halagado cuando dices que te gustan mis pequeñas historias. Un abrazo

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  3. Todos miramos desde nuestro propio balcón y en consecuencia tenemos nuestras propias descripciones o percepciones de cuanto nos rodea, Como siempre, genial el alma de los personajes. Un abrazo

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  4. Hola Fernando: nuestra visión particular: de cada cual, vamos. Nuestra vanidad, nuestro orgullo... Un abrazo

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