martes, 19 de marzo de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (1)


       Al día le costaba abrir los ojos. La claridad se veía contenida por la espesa niebla que desde el Sena parecía poblar toda la ciudad. En ocasiones, y al principio de la primavera en particular, no eran raros los días en que se cernía sobre París este fenómeno meteorológico. La humedad del río y los primeros indicios de subida de la temperatura incidían favorablemente para  crear una densa neblina que a modo de puré dibujaba sobre casas, tejados, farolas y primeros viandantes de la bulliciosa ciudad, apenas sombras que parecían contener su aliento en estas primeras horas. Los primeros balbuceos de vida, no obstante, comenzaban a instalarse por calles y plazas, y cada rincón recobraba, poco a poco, su habitual vitalidad.
       El carruaje que trasladaba al Sr.Manet hasta su despacho en el Ministerio de Justicia, deambulaba por las calles con cierta lentitud, pues el cochero no era capaz de distinguir las esquinas de los edificios que identificaran su camino. El recorrido que efectuaba a diario constituía en esta ocasión una dificultad para él, pese a su dilatada experiencia. El suelo se hallaba acristalado por la fina película de humedad que la niebla depositaba sobre el “pavé”, y hasta el caballo que tiraba del carruaje parecía que intuyese la posibilidad de que el cochero le pudiese pifar en cualquiera momento, por lo que su predisposición viajaba en paralelo a la preocupación de quién dirigía las riendas. En el interior del carruaje Auguste Manet apremiaba a Francois. Aquella misma mañana contraía matrimonio y debía  resolver unos asuntos relativos a su cargo de Jefe de Personal en el ministerio, por lo que su inquietud se iba haciendo patente
      “Menos mal   que la niebla levantará y la mañana se convertirá en un día espléndido de sol; así suele suceder al menos” -pensó.
       El carruaje se detuvo, por fin, junto a la verja del Palacio de Justicia, y el Sr. Manet, tras descender apresuradamente, se encaminó a largas zancadas por el patio exterior del edificio hasta alcanzar los primeros peldaños de la  escalera frontal que había de llevarle al interior del mismo. Tras cruzar el atrio se dirigió directamente a su despacho saludando a las pocas personas que a esas horas se encontraban en el ministerio.
        No lejos de allí, en el número dieciocho del boulevard de Raspail, hacía tiempo que los nervios se habían apoderado de la vivienda de los padres de Eugénie-Desiré. Nada estaba en su sitio -según afirmaba la madre-, mientras el padre trataba, sin conseguirlo, de poner orden en aquel desbarajuste, en donde el vestido de la novia, que pendía de la lámpara del comedor, era lo único que mantenía la quietud y compostura en aquella casa. Cada miembro de la familia trataba de contribuir con su ayuda a los preparativos de la boda, y no hacían sino discutir entre ellos por la manera de organizar los últimos retoques. Las carreras por el largo pasillo se sucedían, haciendo temblar a algún que otro jarrón de los muebles de las habitaciones contiguas. El servicio, por su parte, trataba de contener el nerviosismo familiar ofreciendo su mejor predisposición. Faltaban aún cinco horas para el enlace y parecía que el tiempo cabalgase y el reloj no cesara de avanzar más aprisa de lo habitual. El padre de Eugénie, como buen diplomático, optó por encender su pipa y se ausentó, entre el humo, de aquella trifulca. Se acercó al balcón de la habitación en donde mandaba el mayor desorden y contempló la calle sobre la que aún se cernía la niebla. En el exterior, por el contrario, parecía reinar el sosiego y hasta los leves ruidos que ascendían hacia la vivienda quedaban cercenados por los cristales de los ventanales.
       -Con  lo tranquilo que estoy  en mi despacho -dijo en voz baja.

       Eugénie-Desiré con el pelo ensortijado sobre el rostro, las uñas recién pintadas, y en bata y zapatillas, estaba fuera de sí. Iba dando órdenes con los brazos extendidos y separados, para no estropear su manicura. Su cara de chiquilla, de pómulos prominentes, labios carnosos y ojos rasgados, no mostraba en esos momentos la dulzura que enamoró a Auguste Manet aquel día que coincidieron en la recepción que el Ministerio de Justicia dio al cuerpo diplomático en el extranjero. Eugénie había pasado unos años en Estocolmo,  donde su padre llevaba asuntos de diplomatura, y toda la familia había viajado a París por llamada expresa del ministerio. Los ojos de Eugénie habían enamorado a Auguste; el cual había prestado atención a su profundo color verdoso. No fue su hermoso vestido blanco ni la gargantilla que adornaba su esbelto cuello, fueron sus ojos los que le enamoraron. Desde aquel día no se pudo quitar de la cabeza a aquella joven cuyos rizos descendían enmarcando su dulce cara y cuyo cuerpo también le pareció lo más bello que había contemplado en su vida.



       La Sainte Chapelle resplandecía; la niebla se había disipado en el exterior y la luminosidad del día penetraba por los vanos reemplazados por largos vitrales. El espléndido santuario, abierto del todo, por el solo contraste de los filetes y haces de columnas producía un efecto de mayor luminosidad que la luz natural del exterior. Las vidrieras actuaban de calidoscopio y el interior se hallaba iluminado espectacularmente. Brillaban las esculturas góticas adosadas a las columnas bajo sus doseletes, y una fina película de polvo dorado parecía descender desde las ojivas hasta el suelo, acariciada por los rayos que se filtraban por los magníficos ventanales vidriados. Allí, en aquel espacio celeste, donde reinaba el silencio, como en la música, Manet y Eugénie unieron sus vidas.
       Los brazos de la nueva esposa rodearon el cuello de su marido en el instante en que éste la levantó en vuelo para cruzar el umbral de su nueva vivienda. Nunca se había sentido más feliz que en aquellos instantes; ni tan siquiera en la capilla,  cuando el órgano lanzó al vuelo las notas de El Mesías de Haendel y notó que las lágrimas brotaban de sus ojos. Manet besó aquellas lagrimas verdes y su sabor salado le pareció el más dulce de los sabores.
(continuará 1)

4 comentarios:

  1. Tiene muy buena pinta. Está muy bien ambientado. He visto perfectamente la niebla y París. Además MAnet es uno de mis pintores preferidos, ¿qué mas se puede pedir?
    Un abrazo

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  2. Hola Fernando: sí, para mí, que he estudiado bien a este pintor, es uno de mis preferidos; quizás sin él el impresionismo se hubiera quedado a la mitad de recorrido. A ver si te gusta. Un abrazo

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  3. Que bien escrito, narrado o contado. Me encanta todo este contexto romántico del que das cuenta entre el humo dela pipa de Eugénie, la bruma y la Sainte Chapelle.
    Ya tenemos un marco incomparable para colgar el cuadro del balcón. Y estamos de acuerdo que es uno de los pintores preferidos de tus lectores:-)
    Quedamos a la espera...
    Un abrazo y hasta el Lunes de Pascua.

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  4. Hola Katy. Gracias por tus palabras que sé son sinceras. Me he embarcado en una nueva aventura. Es una novela corta que tenía desde hace tiempo entre manos y que la voy puliendo (al menos eso trato) poco a poco. Espero te guste. Un abrazo y hasta el Lunes de Pascua.

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