( Dedicado a mi hija Susana en el día de su cumpleaños: 20.12.2012)
Cuando al amanecer de cada nuevo día el sol se alza detrás de las montañas nace un cuento. Los niños son capaces de inventar todos los días un cuento nuevo.
Luz y Abel son novios, al menos eso dicen ellos. Abel ha jurado a Luz que nunca besará a ninguna otra niña de la clase y Luz da por hecho que entonces son novios.
Luz acaba de cumplir seis años; Abel aparenta más pues es muy alto, pero tiene los mismos que la niña.
Luz es rubia con el pelo rizado y los ojos verdes, transparentes. Abel es negro, azul diría, con el pelo ensortijado y duro. Sus ojos son como dos pedazos de carbón rodeados de nata azucarada.
-¿Por qué no pintas?
-No tengo pinturas.
-Coge de las mías.
-Entonces tú no podrás pintar.
-¡Pero qué tonto que eres! Yo pinto las nubes y el cielo azul y tú mientras pintas el pino de color verde. Luego cambiamos. ¡Ah! Ponle bolas con la pintura roja y regalos de colores.
-¿Y los reyes, cómo los pinto?
-Pues encima de los camellos. Yo prefiero pintar a Papá Noel bajando por la chimenea.
-A mí me gustan más los Reyes Magos.
-¿Por qué?
-Porque hay un negro, como mi padre.
-¡Ah!...ahora que me doy cuenta…tú también eres negro, ¿verdad?
-Sí, como el rey negro. Luz, tú sabes cómo llegan hasta aquí los Reyes Magos en sus camellos. Si vienen de tan lejos a traernos juguetes deben de tardar mucho, ¿no crees?
-Claro, pero para eso son magos.
-Claro.
-Y, Papá Noel viene volando en su trineo, ¿eh?
-Sí, también debe de ser mago. A veces pienso que como está tan gordo puede caerse del trineo; claro que resbalaría por las nubes hasta llegar a las casas.
-Oye, y tú ¿por qué eres negro?
-Porque nací muy lejos, dice mi padre, en un país que se llama África y que está lejos de aquí. Yo era muy pequeño y vinimos en una “pantera” de plástico.
-¿Qué es una pantera?
-Pues como un barco pequeño pero de plástico.
-¡Y viniste flotando por encima del mar!
-Claro. Siguiendo las estrellas.
-Pues eso es más difícil que lo de los Reyes Magos y Papá Noel.
-Dame la pintura amarilla que voy a dibujar la estrella.
-Toma. ¡Cuidado, cuidado, que viene Samu! ¡Si nos ve los dibujos seguro que nos les quita! ¡Tápalos, tápalos!
-¡Seño, seño!
Llega el hada madrina, o sea la seño, hasta la mesa donde Samu y Abel forcejean por los dibujos.
-¡Samu, a tu sitio a hacer tu dibujo! A ver, a ver, qué tenemos por aquí. Muy bien Luz, continua. Y tú, Abel, cómo vas con tus reyes. ¿Supongo que dibujarás también el belén, eh?
-Sí, y hasta con el burrito y el asno.
- Pues yo voy a dibujar la mesa para cenar junto a la chimenea –dice Luz mientras sigue con la cabeza sobre el papel y la punta de la lengua fuera.
-Pues yo además de los reyes y los camellos voy a dibujar a la seño con su camisa verde y todo. Oye Luz, ¿tú sabes por qué llevan camisetas verdes todos los profes del cole?
-Están de huelga.
-¿Qué es estar de huelga?
-Pues no trabajar, que hay que explicártelo todo.
-¡Pues la señorita Alicia va de verde y sí que trabaja!
-Es que la seño nos quiere mucho.
-A ver niños, los que ya habéis terminado. Coged las tijeras e ir recortando los dibujos para pegarlos en el tablón.
-Seño –dice Luz levantando la mano-. ¡Yo no quiero recortar que mi papá dice que está muy mal hacerlo!
-Ya, bueno, pues pega el dibujo sin recortar, anda.
-Seño –grita ahora Abel-. Le he cortado una rama al pino sin querer. ¿Volverá a crecer?
-Me temo que tardará muchos años en estar como antes, Abel.
Críos, suspira la señorita Alicia.
miércoles, 19 de diciembre de 2012
martes, 18 de diciembre de 2012
En el refugio de los sueños: Banesto 110
Ayer, diecisiete de diciembre del dos mil doce, el Banco Español de Crédito, más conocido por Banesto, después de 110 años de actividad dejó de existir como entidad bancaria (aunque hayan de transcurrir aún unos meses para no ver su marca en las calles de ciudades y pueblos de España).
En abril de 1965 con tan sólo dieciocho años entré a trabajar en Banesto. Estuve, hasta mi jubilación (a los 60), cuarenta y dos años. Mis recuerdos de tantos años no pueden ser más agradables. Creo que es el sentir de muchos de los compañeros de entonces, pues así nos lo hemos trasmitido, que Banesto era para nosotros como nuestra tercera casa: la familiar y el colegio fueron las primeras. No exagero en absoluto. Nadie se planteaba cambiar de empresa. Aquel trabajo era seguro y sobre todo bueno. Lo pasábamos bien trabajando, muy bien diría. Todo, o casi todo, fueron satisfacciones en aquellos años. Quizás pudiera influir la edad; pero la sensación de mis recuerdos es muy positiva. Me gustaría ser capaz de plasmar en estas breves líneas las vivencias de entonces. Los empleados de hoy, cuando se les comenta pues a menudo surge la conversación, no se lo creen.
El año en que entré a trabajar éramos sesenta y dos personas en la oficina. Era la oficina principal de Burgos. Hoy son 9 ó 10 a lo sumo. Sí, ya sé, antes todo se hacía a mano. Vale. No creo, sin embargo, que la atención al cliente pueda ser la misma, y eso que los compañeros que aún están se merecen todos mis respetos.
Por entonces no existía la hora del café. Se almorzaba en la sucursal. Los más nos íbamos junto al archivo y dábamos cuenta de nuestro “bocata”. Puedo jurar que algún compañero, de más edad, se llevaba a la oficina su cazuelita de bacalao, picadillo o callos y se lo adjudicaba al coleto en su propia mesa de trabajo, mientras contabilizaba letras, talones o recibos, en los enormes libros al uso. Era lo normal. Al fondo, y durante 15 minutos, improvisábamos un breve partidillo de fútbol con las chapas de las coca-colas. Y se trabajaba, ya lo creo, pero con una alegría que hoy no llega a comprenderse. A veces, pensándolo, he llegado a la conclusión de que el motivo de aquella alegría era la falta de envidia. Todos sabíamos dónde estábamos y a lo que aspirábamos. Conocíamos, de antemano, que cada seis años ascendíamos, y que cuando hubiéramos llegado a oficial primero (18 años de trabajo), algunos tocados por los dioses llegarían a apoderados, o a interventor, o a sub-director o a director incluso. No era casual que la dirección la tuviese una de las personas más mayores en edad de la plantilla. Yo llegué a apoderado y ahí me quedé. Nadie se ofendió que yo sepa por los ascensos de los compañeros. Entonces llegaron ellos: “los yupis”.
Pero antes que esto sucediera cuántas excursiones propiciadas por el Club Banesto. Media Europa visitaron algunos a precios económicos. Nunca olvidaré las magníficas instalaciones del banco en Madrid, en Cercedilla, en Estepona…a donde acudíamos de vacaciones casi pagadas. Hasta teníamos equipo de fútbol que se medía con otras ciudades españolas. El Club Banesto cada dos años celebraba olimpiadas, al uso de las actuales, pero a nivel de empleados de banca. Tuve el placer de participar en una de ellas. Se reunía en Madrid toda la banca mundial. Numerosos bancos, sobre todo europeos, mandaban sus delegaciones para participar en baloncesto, hokey, fútbol, natación…etc. Una maravilla. Hablo de 1960 a 1975 aproximadamente. Esto resulta impensable hoy en día.
Existía lo que se llamaba : ”Pacto de caballeros”. Los presidentes de los bancos se reunían una vez al mes, en comida de negocios, y planificaban el mes siguiente. Todos los bancos, ¡todos! Se ponían de acuerdo para ofrecer a los clientes los mismos tipos de interés en sus cuentas, así como lo que habían de cobrar por los créditos. El cliente elegía el banco por la atención que le daban los empleados o por cercanía o comodidad. Sabía que en todos los bancos le procurarían las mismas condiciones. Había cuentas corrientes, de ahorro, cuentas a plazo fijo, créditos… y la operativa normal: letras, talones, recibos..etc. ¡Y pare usted de contar!
Y entonces llegaron ellos: “Los yupis”. Con efervescencia en las venas, titulaciones de economista o abogacía, muchas ganas, pocos años, poca cabeza y sobre todo: ¡Ninguna experiencia! E imaginaron un mundo en dónde sólo podía triunfar el más audaz, el que inventara productos de alto rendimiento aunque el riesgo fuera grande. Y así surgieron los planes de pensiones de riesgo, los fondos de inversión, los futuribles, las hipotecas, las preferentes, y sobre todo: ¡La tarjeta de crédito!
¡Este mes tienes que dar 500 tarjetas, es tu objetivo! Quinientas cada empleado. Y se daban, ya lo creo que se daban. Y tienes que dar tantas hipotecas y abrir tantos créditos. Y se daban y de abrían. Los más veteranos ya intuíamos que aquello era una barbaridad, pero de alguna forma nos forzaban a ello con continuas reuniones y prolongaciones de horario laboral (sin remunerar, ninguneando de paso a la Hacienda Pública). Sabíamos, ya entonces –hablo de 1995 más o menos-, que algunos de aquellos créditos no se devolverían y que las tarjetas no se podían distribuir como si fueran cartas de una baraja. Pero así estaban las cosas. Era una huida hacia adelante.
Nos prejubilaron en masa desde finales de los noventa, cuando mejor hubiera sido nuestro rendimiento. Ellos ya olían la crisis. Y hasta aquí hemos llegado. El sr. Botín (bendito apellido para seguir haciendo malos chistes de banqueros), ha terminado por apropiarse de Banesto. Es el fin a 110 años, créanme, de un excelente banco del que nos sentimos orgullosos los que hemos contribuido a su historia.
En abril de 1965 con tan sólo dieciocho años entré a trabajar en Banesto. Estuve, hasta mi jubilación (a los 60), cuarenta y dos años. Mis recuerdos de tantos años no pueden ser más agradables. Creo que es el sentir de muchos de los compañeros de entonces, pues así nos lo hemos trasmitido, que Banesto era para nosotros como nuestra tercera casa: la familiar y el colegio fueron las primeras. No exagero en absoluto. Nadie se planteaba cambiar de empresa. Aquel trabajo era seguro y sobre todo bueno. Lo pasábamos bien trabajando, muy bien diría. Todo, o casi todo, fueron satisfacciones en aquellos años. Quizás pudiera influir la edad; pero la sensación de mis recuerdos es muy positiva. Me gustaría ser capaz de plasmar en estas breves líneas las vivencias de entonces. Los empleados de hoy, cuando se les comenta pues a menudo surge la conversación, no se lo creen.
El año en que entré a trabajar éramos sesenta y dos personas en la oficina. Era la oficina principal de Burgos. Hoy son 9 ó 10 a lo sumo. Sí, ya sé, antes todo se hacía a mano. Vale. No creo, sin embargo, que la atención al cliente pueda ser la misma, y eso que los compañeros que aún están se merecen todos mis respetos.
Por entonces no existía la hora del café. Se almorzaba en la sucursal. Los más nos íbamos junto al archivo y dábamos cuenta de nuestro “bocata”. Puedo jurar que algún compañero, de más edad, se llevaba a la oficina su cazuelita de bacalao, picadillo o callos y se lo adjudicaba al coleto en su propia mesa de trabajo, mientras contabilizaba letras, talones o recibos, en los enormes libros al uso. Era lo normal. Al fondo, y durante 15 minutos, improvisábamos un breve partidillo de fútbol con las chapas de las coca-colas. Y se trabajaba, ya lo creo, pero con una alegría que hoy no llega a comprenderse. A veces, pensándolo, he llegado a la conclusión de que el motivo de aquella alegría era la falta de envidia. Todos sabíamos dónde estábamos y a lo que aspirábamos. Conocíamos, de antemano, que cada seis años ascendíamos, y que cuando hubiéramos llegado a oficial primero (18 años de trabajo), algunos tocados por los dioses llegarían a apoderados, o a interventor, o a sub-director o a director incluso. No era casual que la dirección la tuviese una de las personas más mayores en edad de la plantilla. Yo llegué a apoderado y ahí me quedé. Nadie se ofendió que yo sepa por los ascensos de los compañeros. Entonces llegaron ellos: “los yupis”.
Pero antes que esto sucediera cuántas excursiones propiciadas por el Club Banesto. Media Europa visitaron algunos a precios económicos. Nunca olvidaré las magníficas instalaciones del banco en Madrid, en Cercedilla, en Estepona…a donde acudíamos de vacaciones casi pagadas. Hasta teníamos equipo de fútbol que se medía con otras ciudades españolas. El Club Banesto cada dos años celebraba olimpiadas, al uso de las actuales, pero a nivel de empleados de banca. Tuve el placer de participar en una de ellas. Se reunía en Madrid toda la banca mundial. Numerosos bancos, sobre todo europeos, mandaban sus delegaciones para participar en baloncesto, hokey, fútbol, natación…etc. Una maravilla. Hablo de 1960 a 1975 aproximadamente. Esto resulta impensable hoy en día.
Existía lo que se llamaba : ”Pacto de caballeros”. Los presidentes de los bancos se reunían una vez al mes, en comida de negocios, y planificaban el mes siguiente. Todos los bancos, ¡todos! Se ponían de acuerdo para ofrecer a los clientes los mismos tipos de interés en sus cuentas, así como lo que habían de cobrar por los créditos. El cliente elegía el banco por la atención que le daban los empleados o por cercanía o comodidad. Sabía que en todos los bancos le procurarían las mismas condiciones. Había cuentas corrientes, de ahorro, cuentas a plazo fijo, créditos… y la operativa normal: letras, talones, recibos..etc. ¡Y pare usted de contar!
Y entonces llegaron ellos: “Los yupis”. Con efervescencia en las venas, titulaciones de economista o abogacía, muchas ganas, pocos años, poca cabeza y sobre todo: ¡Ninguna experiencia! E imaginaron un mundo en dónde sólo podía triunfar el más audaz, el que inventara productos de alto rendimiento aunque el riesgo fuera grande. Y así surgieron los planes de pensiones de riesgo, los fondos de inversión, los futuribles, las hipotecas, las preferentes, y sobre todo: ¡La tarjeta de crédito!
¡Este mes tienes que dar 500 tarjetas, es tu objetivo! Quinientas cada empleado. Y se daban, ya lo creo que se daban. Y tienes que dar tantas hipotecas y abrir tantos créditos. Y se daban y de abrían. Los más veteranos ya intuíamos que aquello era una barbaridad, pero de alguna forma nos forzaban a ello con continuas reuniones y prolongaciones de horario laboral (sin remunerar, ninguneando de paso a la Hacienda Pública). Sabíamos, ya entonces –hablo de 1995 más o menos-, que algunos de aquellos créditos no se devolverían y que las tarjetas no se podían distribuir como si fueran cartas de una baraja. Pero así estaban las cosas. Era una huida hacia adelante.
Nos prejubilaron en masa desde finales de los noventa, cuando mejor hubiera sido nuestro rendimiento. Ellos ya olían la crisis. Y hasta aquí hemos llegado. El sr. Botín (bendito apellido para seguir haciendo malos chistes de banqueros), ha terminado por apropiarse de Banesto. Es el fin a 110 años, créanme, de un excelente banco del que nos sentimos orgullosos los que hemos contribuido a su historia.
miércoles, 12 de diciembre de 2012
En el refugio de los sueños: Riaño, el reencuentro
Hoy día doce de diciembre de dos mil doce, más o menos a las doce del mediodía volví a Riaño. Mejor sería decir al Nuevo Riaño, que el antiguo fue demolido hará unos veinticinco años para construir una enorme presa que había de servir, dijeron entonces, para regadío de todas las fincas valle abajo, y que a las únicas que benefició fue a las insaciables constructoras. Las personas que habitaban esta hermosa cuenca fueron desposeídas de sus casas y terrenos (pagada la expropiación muchos años antes de que debieran abandonar sus propiedades finalmente. Esta indemnización quedó por tanto obsoleta). A aquellos habitantes nunca les compensó la pérdida, ya que jamás les podrán satisfacer con dinero: su cultura, su forma de entender la vida, sus paisajes, el discurrir del río que bañaba y daba vida a su territorio. Ellos salían de sus casas y pisaban un terreno que, aunque no les perteneciera de hecho, disponían de él libremente. Sus fincas llegaban hasta donde alcanzaba su vista. El sol no es el mismo en esta zona que en otras partes ni el aire ni la niebla ni la lluvia ni la nieve que hoy volví a pisar. La presa de Riaño sólo enriqueció a las constructoras como escribía con anterioridad; los vecinos fueron ninguneados. Hoy el embalse presentaba un aspecto desolador debido a la escasez de agua. Se podían adivinar, a simple vista, los escombros de las casas demolidas, la situación de la iglesia, las amplias zonas antes verdes y ahora llenas de fango. Es cierto que cuando el embalse esté de nuevo con abundancia de agua, la propia belleza del lugar, con el Gilbo, el Yordas y el Llerenes reflejándose en la superficie, volverá a sobrecoger de hermosura al visitante (quizás sean las lágrimas de sus antiguos pobladores las que acaben por llenarlo).
Hoy volví, lo he hecho con frecuencia en estos últimos años, con mi amigo Gerardo que es natural de Pedrosa del Rey, población situada en el lecho del valle y por lo tanto también anegada por la impudicia de los gobiernos de entonces. Mi amigo medio en broma medio en serio se considera apátrida. Estuvimos un par de horas paseando por el monte, contemplando hayedos, enormes robledales, acebos apretados de bayas rojas (todo aquello que les pertenecía y que les robaron también) y sintiendo bajo nuestros pies el crujir de la nieve helada. Infinitas pisadas de rebecos, corzos, jabalíes… mostraban su presencia sobre la capa blanca; él no puede vivir sin ello y cuando puede se acerca a sus orígenes aunque siempre le duela el recuerdo. Circulando, después del paseo, con su automóvil por la carretera que antiguamente unía los pueblos del valle y que hoy resultaba accesible, aunque muy deteriorada como es lógico, por la bajada de nivel del caudal, sentí, sin osar mirarle, que el resentimiento viajaba con él y se reflejaba en su rostro al pasar por la que fuera casa de sus padres, suya y de sus hermanos.
Nos encontramos con amigos de su niñez y con los que también me une una buena relación. Entre ellos Agustín, su entrañable amigo camionero, ya jubilado y a quien le apasiona la caza por esos montes.
Recorriendo el pueblo del Nuevo Riaño, construido con prisas para acallar las voces de entonces, vimos la casa de Pedro, casi un hermano para Gerardo. Desgraciadamente la parca se lo llevó un mal día. Seguro que donde se encuentre habrá hecho feliz a mucha, mucha gente. De él me llevé un recuerdo hace años, cuando era todo vitalidad. Me regaló un pequeño abedul que planté en el pequeño huerto del pueblo de mi esposa y que se ha ido desarrollando todos estos años, como si Pedro quisiera seguir entre nosotros. Ahora es ya un hermoso árbol que nos protege en verano del sol inclemente y que cuando llega el invierno y podo algunas de sus ramas me estremece pensar si puedo estar haciéndole daño.
Hoy volví, lo he hecho con frecuencia en estos últimos años, con mi amigo Gerardo que es natural de Pedrosa del Rey, población situada en el lecho del valle y por lo tanto también anegada por la impudicia de los gobiernos de entonces. Mi amigo medio en broma medio en serio se considera apátrida. Estuvimos un par de horas paseando por el monte, contemplando hayedos, enormes robledales, acebos apretados de bayas rojas (todo aquello que les pertenecía y que les robaron también) y sintiendo bajo nuestros pies el crujir de la nieve helada. Infinitas pisadas de rebecos, corzos, jabalíes… mostraban su presencia sobre la capa blanca; él no puede vivir sin ello y cuando puede se acerca a sus orígenes aunque siempre le duela el recuerdo. Circulando, después del paseo, con su automóvil por la carretera que antiguamente unía los pueblos del valle y que hoy resultaba accesible, aunque muy deteriorada como es lógico, por la bajada de nivel del caudal, sentí, sin osar mirarle, que el resentimiento viajaba con él y se reflejaba en su rostro al pasar por la que fuera casa de sus padres, suya y de sus hermanos.
Nos encontramos con amigos de su niñez y con los que también me une una buena relación. Entre ellos Agustín, su entrañable amigo camionero, ya jubilado y a quien le apasiona la caza por esos montes.
Recorriendo el pueblo del Nuevo Riaño, construido con prisas para acallar las voces de entonces, vimos la casa de Pedro, casi un hermano para Gerardo. Desgraciadamente la parca se lo llevó un mal día. Seguro que donde se encuentre habrá hecho feliz a mucha, mucha gente. De él me llevé un recuerdo hace años, cuando era todo vitalidad. Me regaló un pequeño abedul que planté en el pequeño huerto del pueblo de mi esposa y que se ha ido desarrollando todos estos años, como si Pedro quisiera seguir entre nosotros. Ahora es ya un hermoso árbol que nos protege en verano del sol inclemente y que cuando llega el invierno y podo algunas de sus ramas me estremece pensar si puedo estar haciéndole daño.
martes, 4 de diciembre de 2012
En el refugio de los sueños: La colombiana
Doña Carmen, siempre con este distintivo le llamaban en la comunidad de vecinos –más por su fuerte carácter que por su calidad humana-, se había hecho mayor. Ya no era aquella persona que por su postura enérgica parecía dominar a cuanta gente le trataba. Parecía siempre huraña. Eternamente enfadada consigo misma y con los demás.
La edad tampoco le perdonó y la sombra del “alzheimer” sobrevoló su mente. La enfermedad obró en ella una transformación hacia el polo opuesto de lo que hasta ahora había sido, se volvió: dócil, simpática, deseosa de una caricia; llevaba una sonrisa siempre en los labios y su mirada era, ahora, dulce y bondadosa. Vamos de cuento de hadas, si no fuera porque que día a día se le acentuaban sus delirios.
Fue entonces cuando apareció Margarita. Esta mujer, con nombre de flor, era toda energía. Parecía haber tomado prestada la que olvidó Carmen en uno de los últimos recodos de su camino. Margarita era de nacionalidad colombiana y fue contratada por los hijos de Carmen para que estuviera al cuidado de ésta.
Margarita era alegre, muy alegre…y cantarina, muy cantarina. El primer vecino que pudo comprobar estas dos virtudes fue don Matías –éste si se había ganado el título por su caballeresco comportamiento con la comunidad-. La voz de la mujer y su atroz y voraz música atronaban todas las mañanas por el patio interior de las viviendas. La música caribeña repleta de cumbias, mapolés, bullerenques, vallenatos; los ritmos de boleros, tangos, baladas, salsas…junto con el bambuco andino se mezclaban, primero confundiendo y luego ofendiendo, con la música que todas las mañanas intentaba, desde la llegada de la asistenta, escuchar don Matías.
Digamos que el vecino del noveno, don Matías, vivía para la ópera y de su pensión. A partir de las once de la mañana, tras el desayuno, se sentaba junto a su antiguo tocadiscos y escuchaba sus vinilos; discos que cuidaba y conservaba con meridiana pulcritud. Vivía solo en un pequeño pero agradable apartamento, agradable hasta la llegada de Marga –como ya se la conocía- en el vecindario.
Confundir a Purcell o Tschaikowsky con Shakira o Juanes no era verosímil, pero que la música clásica se fundiera y se enredara en los oídos de Matías sí constituía una posibilidad. Decidido a establecer el orden nuestro hombre bajó en batín hasta el tercer piso donde convivían Carmen y Margarita. Hay que decir que a Carmen junto con la llegada del alzheimer había venido también a visitarle la sordera, por lo que las audiciones de Carlos Vives o Andrés Cepeda la tenían al “pairo”
-Espere don Matías –cariño (dijo melosa la colombiana) al abrir la puerta- que con la música tan alta no entiendo bien lo que quiere contarme. Usted dirá, mi amor.
A Matías, que lógicamente no estaba acostumbrado a aquellas efusivas manifestaciones, tornó a volvérsele rojiza la tez de su blanquecino rostro.
-Verá…señorita, es la música que no me deja…
-¡Ah! la música! - le interrumpió la muchacha- ¡A qué es hermosa! Hay que ver la voz que tiene esa niña (en referencia a Shakira) y que grititos da entre frase y frase… ¡Es divina! ¿Verdad?
-No, verá, es que no me deja…
-Pero pase, pase, don Matías –cariño-, no se quede ahí en la puerta que va coger un resfriado. Además a doña Carmen no le importa, le gusta tener gente en casa. Así le pongo al Juanes o ¿prefiere escuchar algún grupo de mi tierra?: Sanalejo o Doctor Krápula son fenomenales; tiene un ritmo de batuca increíble. Pase, pase y escuche…lo voy a subir un poco para que lo oiga bien.
-¡Señoria! Yo quiero…
-Llámeme Marga, mi amor, ¡sí somos vecinos!
-¡Quiero escuchar a Mendelssohn!
-¿Men…qué?
-¡Mendelssohn y su “Sueño de una noche de verano”! –gritó don Matías perdiendo la compostura quizás por primera vez en su vida.
-¡Qué bien! ¡Qué título más divino! Baje aquí el cedé y lo escuchamos junto.
-¡Que baje el qué!
-El cedé…el disco…del chico ese…Mende no se qué.
-Anda sube a mi casa que te voy a hacer escuchar, seguidas, todas las sinfonías de Beethoven y seguiremos con Mozart. Estoy seguro que el “Danubio Azul” de Strauss te va a encantar.
-¡Strauss!, este me suena. ¿Sirve para cocinar, verdad?
-Me temo que eso es el extarlux. No importa, poco a poco te irá entrando la buena música.
Cuando salieron por la puerta, Carmen miró a los ojos de Matías y sonriendo le dijo: “Adiós Pigmalión”.
La edad tampoco le perdonó y la sombra del “alzheimer” sobrevoló su mente. La enfermedad obró en ella una transformación hacia el polo opuesto de lo que hasta ahora había sido, se volvió: dócil, simpática, deseosa de una caricia; llevaba una sonrisa siempre en los labios y su mirada era, ahora, dulce y bondadosa. Vamos de cuento de hadas, si no fuera porque que día a día se le acentuaban sus delirios.
Fue entonces cuando apareció Margarita. Esta mujer, con nombre de flor, era toda energía. Parecía haber tomado prestada la que olvidó Carmen en uno de los últimos recodos de su camino. Margarita era de nacionalidad colombiana y fue contratada por los hijos de Carmen para que estuviera al cuidado de ésta.
Margarita era alegre, muy alegre…y cantarina, muy cantarina. El primer vecino que pudo comprobar estas dos virtudes fue don Matías –éste si se había ganado el título por su caballeresco comportamiento con la comunidad-. La voz de la mujer y su atroz y voraz música atronaban todas las mañanas por el patio interior de las viviendas. La música caribeña repleta de cumbias, mapolés, bullerenques, vallenatos; los ritmos de boleros, tangos, baladas, salsas…junto con el bambuco andino se mezclaban, primero confundiendo y luego ofendiendo, con la música que todas las mañanas intentaba, desde la llegada de la asistenta, escuchar don Matías.
Digamos que el vecino del noveno, don Matías, vivía para la ópera y de su pensión. A partir de las once de la mañana, tras el desayuno, se sentaba junto a su antiguo tocadiscos y escuchaba sus vinilos; discos que cuidaba y conservaba con meridiana pulcritud. Vivía solo en un pequeño pero agradable apartamento, agradable hasta la llegada de Marga –como ya se la conocía- en el vecindario.
Confundir a Purcell o Tschaikowsky con Shakira o Juanes no era verosímil, pero que la música clásica se fundiera y se enredara en los oídos de Matías sí constituía una posibilidad. Decidido a establecer el orden nuestro hombre bajó en batín hasta el tercer piso donde convivían Carmen y Margarita. Hay que decir que a Carmen junto con la llegada del alzheimer había venido también a visitarle la sordera, por lo que las audiciones de Carlos Vives o Andrés Cepeda la tenían al “pairo”
-Espere don Matías –cariño (dijo melosa la colombiana) al abrir la puerta- que con la música tan alta no entiendo bien lo que quiere contarme. Usted dirá, mi amor.
A Matías, que lógicamente no estaba acostumbrado a aquellas efusivas manifestaciones, tornó a volvérsele rojiza la tez de su blanquecino rostro.
-Verá…señorita, es la música que no me deja…
-¡Ah! la música! - le interrumpió la muchacha- ¡A qué es hermosa! Hay que ver la voz que tiene esa niña (en referencia a Shakira) y que grititos da entre frase y frase… ¡Es divina! ¿Verdad?
-No, verá, es que no me deja…
-Pero pase, pase, don Matías –cariño-, no se quede ahí en la puerta que va coger un resfriado. Además a doña Carmen no le importa, le gusta tener gente en casa. Así le pongo al Juanes o ¿prefiere escuchar algún grupo de mi tierra?: Sanalejo o Doctor Krápula son fenomenales; tiene un ritmo de batuca increíble. Pase, pase y escuche…lo voy a subir un poco para que lo oiga bien.
-¡Señoria! Yo quiero…
-Llámeme Marga, mi amor, ¡sí somos vecinos!
-¡Quiero escuchar a Mendelssohn!
-¿Men…qué?
-¡Mendelssohn y su “Sueño de una noche de verano”! –gritó don Matías perdiendo la compostura quizás por primera vez en su vida.
-¡Qué bien! ¡Qué título más divino! Baje aquí el cedé y lo escuchamos junto.
-¡Que baje el qué!
-El cedé…el disco…del chico ese…Mende no se qué.
-Anda sube a mi casa que te voy a hacer escuchar, seguidas, todas las sinfonías de Beethoven y seguiremos con Mozart. Estoy seguro que el “Danubio Azul” de Strauss te va a encantar.
-¡Strauss!, este me suena. ¿Sirve para cocinar, verdad?
-Me temo que eso es el extarlux. No importa, poco a poco te irá entrando la buena música.
Cuando salieron por la puerta, Carmen miró a los ojos de Matías y sonriendo le dijo: “Adiós Pigmalión”.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)