sábado, 3 de noviembre de 2012

En el refugio de los sueños: Lejos, al sur (1ªparte)

(P.D. El 21 de junio del 2011 publiqué en este blog una pequeña historia: “Una frase al azar”. La historia surgió al señalar en un libro una frase con los ojos cerrados y de allí comenzar un cuento. La frase señalada decía…”Parecen monjes, monjes que cumplen…”  La pequeña historia de entonces al final se convirtió en el cuento que ahora publico”.    
                              
       - ¿Adónde vamos?
       - Lejos: al sur.
        Parecen monjes, monjes que cumplen con su deber en un terreno mundano. Las capuchas de sus chubasqueros así parecen indicarlo, si no fuera porque las prendas, con las que se protegen del frío y de la lluvia, son de color amarillo. Esperan pacientemente a que amaine el fuerte viento que barre el pequeño puerto de la costa norte. Han de echarse a la mar, como cada noche, como cada luna, pero hay cierta incertidumbre en sus rostros: conocen esas aguas y saben que, si no se aplaca el viento, mañana no tendrán nada que llevar a sus casas, pero también creen que si no arrecia en las próximas horas su patrón les obligará a iniciar la faena diaria, con lo que esto conlleva. Los barcos atados a los galápagos del muelle con fuertes maromas, se balancean en cada envestida del oleaje que llega al puerto a pesar de la protección del lejano espigón. La fina pero insistente lluvia lava los rostros de los pescadores que continúan mirando el horizonte buscando descubrir una abertura en el plomizo cielo que les permita albergar esperanzas de salir a la mar en busca del jornal. El viento sigue silbando entre las cuerdas firmemente sujetas a las cornamusas y va a chocar contra los mástiles de las embarcaciones, haciendo repicar a las reatas al chocar éstas contra los palos. Una campana deja oír su tañido y el viento lo remite a todos los rincones del muelle. Los marineros escuchan el fantasmal lamento y un escalofrío recorre sus cuerpos de hombres hechos a las desventuras; por sus cabezas rondarán, en los siguientes minutos, mil y una historia de embarcaciones que, en medio de una imprevista tormenta, fueron tragadas por las aguas; barcos de pesca como los suyos  y que lo último que se pudo oír en ellos fue el  angustioso volteo de la campana del puente.
        Pasan las horas y la situación no parece mejorar. La taberna del pueblo se ha ido llenando de marineros que comienzan a desesperar. El acre olor a madera húmeda del entarimado asciende hacia el techo del establecimiento mezclándose en su camino con el humo del tabaco barato que exhalan los pescadores.  Acodados en la barra se han ido desprendiendo de su indumentaria y toman el agrio vino tinto que produce su tierra, más apta para el cultivo de huerta que para utopías de viñas. Pero les reconforta el calor que desciende desde sus gargantas hasta el estómago. Se miran los unos a los otros. Agustín, el más veterano, zarandea la cabeza apostando con una mueca de su rostro su oposición a la salida a la mar. Hay silencio en la taberna, silencio marinero, roto en ocasiones por la aguardentosa carcajada de Carmen, la puta del puerto, que conmina al hombre que se encuentra junto a ella, en una de las mesas, a calentar su cama. En noches como ésta, sin fortuna, irán desfilando por su alcoba algunos de los que ahora siguen mirando a la mar a través de los empavonados y sucios cristales de las ventanas, por si un halo de esperanza, en forma de claridad, aún restase en su espera. Carmen al igual que Agustín, el viejo pescador, también sabe que la tempestad no amainará hasta el alba y que las sábanas de su lecho no perderán el calor de los cuerpos que en ellas se cobijen. Abel, detrás de la barra, mira indiferente a los lugareños mientras enjuaga los vasos en un caneco de madera.
        Un extraño, al que el lugar no le corresponde, abre la puerta de la taberna. No es la primera ni será la última vez que la visite. Sólo en noches negras, como ésta,  se acerca hasta la taberna del puerto. El viento le arrebata con fuerza la puerta de las manos y ésta va a chocar con violencia contra la pared. El hombre emite una inaudible excusa y se acerca hasta la barra. Su larga gabardina y su sombrero de ala ancha rezuman agua de lluvia con olor a salitre y algas podridas. Se acoda en la barra y pide un aguardiente que bebe con premura. Desvía su mirada recorriendo el local como buscando algo o a alguien que piensa le pertenece.
         Andrea, hija de Carmen y de algún estibador  que un mal día recaló en su cama, suele cantar para entretener la espera de los marineros. El visitante, quizás aún no lo sabe, pero se ha ido enamorando de la mujer que ha ocupado el pequeño estrado al fondo de la taberna. Vuelve la cabeza en esa dirección al escuchar las primeras y casi inaudibles notas musicales del pianista que acompaña a Andrea. El local se convierte, por mor de la tormenta, en un improvisado cabaret.  El visitante se sienta en una de las banquetas colocando el sombrero y su nuevo vaso sobre una de las mesas; se ha despojado de su húmeda gabardina y contempla sin parpadear a la mujer.
        La mira. Está absorto en su figura mientras la luz blanca y cenital que la sobrevuela va modificando su impudicia a medida que su voz se vuelve más dulce y comprometedora. Pasa de parecer un ángel a convertirse en un engaño o al menos en su evidencia. La luz algo tiene que ver con esa transformación. Su rostro, su cuerpo, envuelto en un ajustado traje negro, parecen entregados a la recreación de una diva de “music hall”. El que esté vestida de forma tan provocadora no es sino una manera más de acercarse al público que observa cada uno de sus movimientos; más atentos a la cadencia de sus caderas, que mueve con frío desdoro al ritmo suave de la música, que a su luminosa voz. La melodía empieza a sonar en la cabeza del visitante como si la fiebre le estuviera alcanzando. Se ha ido enamorando, noche tras noche, de aquella mujer y ahora al verla ahí, sobrepasando su actuación, siente que a medida que canta, el movimiento de su cuerpo va mostrando una procacidad resuelta y premeditada, una desvergonzada insinuación sexual que le envuelve, sin él pretenderlo, en una infamia de deseo y perturbación. La mujer mantiene los ojos ligeramente cerrados como para no ver la pasión que despierta, aunque quizás no  ignore que el foco que la cubre no le permite ver los rostros seducidos de sus admiradores, todo lo más distinguirá, en los breves momentos que se digne abrir aquellos ojos que martirizan las sienes del visitante, los puntos rojizos de los cigarrillos. Parece estar mirándole de frente, pero no puede verle, ni tan siquiera sabe que aquel extraño exista. La canción que surge de sus labios roza el micrófono como si fuera una prolongación de su alma. Apoya sus enguantadas manos en las caderas, de las que alardea como si hubiesen sido adquiridas directamente del cielo, y su vientre se adelanta en estudiados espasmos al ritmo de la música. A lo largo de la interpretación, su rostro, cruel en la juventud que posee, parece ajeno a aquel lugar, como si no debiera estar allí.
        La mujer deja de cantar, calla el piano en sus últimas notas y se hace de nuevo un silencio   que va llenando cada hueco de la oscuridad del local. Es ahora cuando lleva en un movimiento espasmódico la cabeza hacia atrás, sus manos van deslizando los largos guantes liberando los brazos. Aquello hace sentirse al visitante como un niño al que están a punto de apartar de una situación que no debe conocer todavía. El malestar aparece de nuevo en sus sienes o al menos le parece sentir que regresa, aunque quizás nunca se haya ido del todo. Los golpes secos con que late su corazón no son sino punzadas de deseo o de celos. Las ágiles manos de la mujer van deslizando el vestido negro desde los hombros para resbalar por las curvas de su cuerpo hasta caer al suelo, sobre sus pies, formando la base de una escultura griega; de allí surge la blancura marmórea de aquel cuerpo desnudo. Mientras su cabeza se va balanceando hacia delante, a modo de despedida o de rencor o de vergüenza. El pelo cubre su ignominia al mismo tiempo que unos atenuados aplausos se pueden escuchar en el local, en donde se han vuelto a encender las pequeñas bombillas suspendidas del techo.
        El silencio, que ha vuelto a ocupar la taberna, queda roto con la llegada de los patrones de los barcos y con la discusión sobre la posibilidad o no de salir a pescar aquella noche, más hecha para partidas de cartas que para intentar arrastrar redes. Pero la noche sigue avanzando con lentitud pero sin demora, y nadie se atreve a dar la orden para que los marineros empiecen su tarea. Sólo la llegada de la madrugada hace que los hombres, cansados por la espera, regresen a sus casas. Cuando salgan de la taberna, todos sin excepción mirarán al oscuro cielo que hoy no les ha atendido.
   (CONTINUARÁ)

4 comentarios:

  1. La historia promete. Parce que conoces bien el mar o yo lo desconozco todo. No he visto faenar en mi vida. Todo lo más un par de lonjas. Debe ser muy duro, y ciando la tormenta aprieta el miedo aparece y los peces desaparecen llevándose el jornal del día.
    A ver que derrotes toma tu historia como siempre bien contada.
    Un abrazo

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  2. Estupenda ambientación de las tabernas de los puertos y del caracter marinero que se debate siempre entre la rudeza, la timidez y la nostalgia. Espero ansioso la segunda parte.

    un abrazo

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  3. Hola Katy, Fernando: la segunda parte tendrá que esperar. A mi madre la han ingresado de gravedad y no sé cuando volveré a escribir. Gracias y un abrazo

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  4. Espero que la cosa tenga un desenlace feliz. La mía acaba de abandonar el hospital, esta tocada pero parece que aguantará algo más. Lo siento porque se la impotencia que invade todo tu ser.
    Un abrazo

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