(PD: continuación de mi post del 23 de junio)
- ¿Qué? –dijo y
se quedó mudo.
- ¡Sí, un ático!
¡En Gran Vía! –dije sorprendida de su asombro, sin caer que entre gente como
nosotros era un tanto insólito tener una posesión así-. Puedes ir a vivir allí
si quieres. Te lo dejo hasta que encuentres algo.
- Pero, Isabel,
¿estás hablando en serio?
- Pues claro, lo
heredé de mi padre. Murió hace un par de años. ¿No te acuerdas?
- Pero, entonces
–habló más relajado Alejandro-. ¿Por qué
no vives allí?
- Por mi madre.
Ya sabes que nunca me he llevado bien, y ella ocupa el resto del piso. Pero el
ático es enteramente mío. Ese es el problema: tendrás que verla a diario y
compartir la cocina, por lo demás mi pequeño apartamento tiene de todo.
- ¿Y tu madre
estará de acuerdo?
- No le queda más
remedio. Ella sabe que en cualquier momento puedo volver o alquilarlo. Para que
estés más tranquilo y ella no pregunte demasiado, le diremos que te lo he
alquilado, y ya está, asunto solucionado. Bueno solucionado: mi madre, has de
saber que siempre es un problema. Puede acabar contigo en cuanto se lo
proponga; así que estás avisado, ve prevenido. ¿Cuándo te mudas?
- ¡Joder! Hoy
mismo. Tu madre no creo que sea muy diferente a la mía, y además, Isabel, nos
quieren. Deberías saberlo. ¿Por cierto cómo se llama?
- Mi madre sólo
se quiere así misma. Ya lo irás viendo tú solito. Bueno también adora su tienda
de moda femenina. He de reconocer que tiene pero que muy buen gusto, para los
trapos. No me extraña, lo reconozco, que yo la desespere en este aspecto. ¡Ah! Raquel,
se llama Raquel. Toma, aquí tienes la llave del piso, Te presentas y le dices
que eres un amigo y que vas a estar una temporada… o lo que quieras, que
carajo, no te voy a solucionar yo todo.
Esperaba recibir
una llamada de Alejandro a los pocos días, diciéndome que renunciaba a mi
ático, pero nada de esto sucedió. Me extrañó pero continué con mi monótona vida
y más insustancial trabajo.
Madrid está
precioso en primavera, hasta la gente, de por sí abierta, lo es más en esta época
del año. Supongo que es el verdor de los árboles, los colores, la luz… no sé
pero en primavera parece que todo huele mejor, a limpio, a nuevo. Y fue una
mañana clara y fresca en la que acudí a entregar un trabajo de la agencia por
la zona de “Preciados” cuando me fijé en una pareja que al principio llamó mi
atención y cuando les tuve más cerca me dejó muda de sorpresa. Caminaban unos
metros delante de mí, iban de la mano. Primero me fijé en él: era alto,
delgado, moreno de pelo ensortijado. Ella, también morena, de buena silueta
parecía andar sin prisa pero con alegría en su cuerpo. Cada
poco paraban y unían sus bocas, en un movimiento mecánico para continuar
andando distraídamente. Cuando me fui
acercando mi boca debió abrirse como un
buzón de correos. No me lo podía creer. Yo, me había fijado en ellos por su
actitud de enamorados; no me parecieron una pareja más. Eran Alejandro y mi
madre. A él le había dicho un par de meses atrás que tenía que compartir con ella la cocina del piso. Sin duda llevaban tiempo compartiendo muchas más cosas.
Pero esa es
otra historia. Su historia. La mía transita ahora bajando hacia la Puerta del
Sol, en una cálida mañana de primavera.