domingo, 29 de abril de 2012
Pequeños relatos eróticos: El balcón (19)
martes, 24 de abril de 2012
En el refugio de los sueños: Tu compañero
jueves, 12 de abril de 2012
Pequeños Relatos Eróticos : ( 18) La nariz del mayordomo
Elizabeth nació cuando ya nadie esperaba que el matrimonio de Albert y Christine pudiera tener hijos. La criatura vio la luz del sol -como se suele decir, aunque la recién llegada lo ignorase- en los primeros días del mes de julio. Ni que decir tiene que la niña colmó de alegría la vida de la pareja, especialmente la de Albert, aunque entre sus íntimos comentase, en más de una ocasión, que hubiera preferido un varón que el día de mañana continuase con la saga familiar y con sus florecientes negocios. Albert pertenecía a la aristocracia victoriana inglesa; su familia estaba emparentada con la antigua nobleza del país anglosajón.
Estamos en los primeros años del siglo veinte, hacia 1905. Albert y Christine residen en una hermosa mansión, al sur de Londres, rodeada por bellos jardines y frondosos bosques. Vamos un sitio de película. Como es de suponer en la casa hay de todo: doncellas, cocineras, camareros, cocheros, empleados de las caballerizas y, claro está, un mayordomo, llamado Harry, que como su título indica es el “mayor –el que manda- en la domo (casa)”
(Nota. Explicación que no viene a cuento porque el sagaz lector ya conoce estas y otras derivaciones de la lengua)
Harry lleva dirigiendo la vida de la mansión desde hace unos quince años, pero antes fue hijo y nieto de mayordomos. Como se ve en aquellos tiempos también se heredaban este tipo de títulos, que como bien se sabe tenían gran importancia entre la clase trabajadora; los mayordomos seguían a sus señores hasta el fin del mundo si hubiese hecho falta. Y además lo tenían a gala. Así pues Harry llevaba unos cuarenta y cinco años compartiendo, desde niño, la vida de los Cromwell (he buscado un apellido muy inglés y teatral para dar más empaque a esta narración, no porque se me haya ocurrido de repente). Y de buenas a primeras desapareció. El día de su desaparición, casualidades del relato, la niña Elizabeth cumplía cinco años. Estamos en julio (¿recuerdan?), hace calor y la familia le tiene preparada a la pequeña de la casa una fiesta en los jardines de la mansión. Sin mayordomo las cosas se complican para el resto de los sirvientes que no saben muy bien cómo actuar.
(Otra nota. Esto debiera ser un relato erótico pero al parecer me estoy yendo por las ramas. Al grano).
La verdad es que he mentido (juego de palabras que no aclaran en sí demasiado): Harry no ha desaparecido; ¡le han echado! La señora Cromwell lo echó esta misma mañana sin dilación, sin dudarlo, sin demora, sin remisión, sin…¿motivo?
Todo empezó a primeras horas del día. A Christine le encantaba peinar la larga y sedosa melena rubia de su hija. Mimaba el cabello de la niña mientras le tatareaba una canción (iba a escribir “canturreaba” pero me pareció poco aristocrático, mejor tatarear). Pasaba y volvía a pasar el cepillo, sujetando la empuñadura de plata con su mano derecha, mientras con la izquierda acariciaba el suave rostro de la infante. En un momento dado unos de sus largos y finos dedos (se me había olvidado escribir que Christine era una mujer elegante y de una belleza victoriana cercana a la delicadeza sin caer en la ñoñería) resbaló sobre la naricita de su hija y algo muy…pero que muy serio le sobresaltó: topó con un ligerísimo y no perceptible a la vista (aún) abultamiento del tabique nasal, y claro recordó…, la verdad es que jamás se le había olvidado, lo sucedido casi seis años atrás. ¡Harry, el mayordomo, poseía un caballete en su aparato nasal considerable y desde luego inconfundible e irrefutable! Y pensar que lo que sólo fue un juego amoroso -mientras Albert cazaba en el otoño allí en sus bosques, tan cerca y tan lejos-, un desliz, una pequeña aventura, un momento de tedio, de soledad, de debilidad… j bueno todo hay que decirlo: un revolcón de padre y muy señor mío! Se podía convertir en una tragedia familiar. Christine no lo dudó y tomó por el camino más derecho: echar a quien un buen día quizás le dio un momento de intensa felicidad o al menos de placer. La nariz del mayordomo permanecería en su memoria como mudo testigo de aquel pecado reflejado en el rosto de Elizabeth que a medida que iba creciendo desarrollaba los rasgos faciales de su padre; claro que para entonces Harry estaba ya muy lejos y Albert había olvidado su rostro (el del mayordomo).
lunes, 9 de abril de 2012
Pequeños Relatos Eróticos : ( 17) La inteligencia
Se miró al espejo; unas hermosas ojeras los rodeaban. Hermosas porque en ella todo tendía a ser bello. Las había adquirido en los dos últimos meses. Adquirir parece un verbo usado en compra y venta; en realidad algo sí había comprado: su independencia, su libertad. Llevaba dos meses en esta situación que debiera haberle causado alegría, pero de momento ésta no llamaba a su puerta. Dos meses de libertad, pero muchos más, años diría, de sentirse vigilada, oprimida. Y eso que ella era la lista de la clase. Sesenta días pasados ante el televisor mirando, sin ver, aquellos programas de “chismosas” como solía decir su madre; y sin otra compañía que la botella plastificada y enorme de coca-cola, y aquel cuenco de palomitas o patatas fritas que parecía no querer acabarse nunca. Se había separado de Eduardo después de cinco años de matrimonio.
Ella era alta, guapa, atractiva, valiente…y trabajadora, muy trabajadora. Poseía todos aquellos atributos que causaban la admiración de los que la conocían. Su futuro en el mundo laboral estaba garantizado, y más en aquella época de bonanza económica en la que el mercado se peleaba por personas que como Paula habían hecho de su vida una concatenación de éxitos, tanto en sus estudios como en su profesión. El mundo de las leyes y la economía no eran ningún secreto para ella, y se defendía como pez en aquellas aguas. Mujer brillante y amable, a la vez que audaz y cariñosa para los más cercanos. Poseía la rara habilidad de haber logrado que nadie la envidiase por sus éxitos, pues su sencillez y amistad viajaban con ella. Era una mujer ante todo inteligente…, o eso parecía al menos
Eduardo había aparecido en su vida amorosa en los años de estudios en la Universidad de Deusto, aunque se conocían desde niños pues sus respectivas familias eran amigas. Paula nunca había pensado en aquel chico delgado y enclenque como en el hombre con el que había de formar un hogar, una familia, pero a veces la vida tiene esos secretos que sólo se descubren con el paso del tiempo, cuando ya las cosas han dejado de estar en su sitio. A Eduardo le atrajo enseguida aquella niña convertida en mujer y a la que reconoció en cuanto vio ondear su falda por el “campus universitario”; bueno a Eduardo y a quién tuviera ojos para ver aquellas piernas y aquel cuerpo. Supo seducirla poniendo todo su empeño en ello: regalos, atenciones, siempre pendiente de sus deseos. Así sin pretenderlo, Paula también se fue enamorando de aquel chico, algo mayor que ella, que la asedió, sin que ella se diera apenas cuenta, hasta lograr sus propósitos: que fuera su novia y poco más tarde su esposa.
Eduardo trabajaba en el bufete de abogados de su padre. De niño siempre lo tuvo todo al alcance de la mano, y a medida que fue creciendo la vida le fue sonriendo cada vez con más firmeza. Luego llegó Paula y Eduardo acabó por ser envidiado también por familiares y amigos, si es que no lo era ya con anterioridad. Poseía una situación personal y laboral que sin duda no se merecía pues no las había ganado…, la vida se las obsequió sin el menor esfuerzo por su parte. Pero la vida matrimonial había que conquistarla. Todos aquellos halagos, regalos y atenciones hacia Paula se fueron convirtiendo en rutina y abulia, cuando no en malos tratos. La belleza de Paula le superaba y Eduardo lo único que deseaba de ella era un continuo acercamiento sexual. Contemplar el cuerpo desnudo de la mujer: aquellas piernas que tanto le excitaban, aquel vientre plano tendido sobre las sábanas, los senos, su rostro… no le dejaban ir más allá. La sonrisa siempre franca de Paula, su cariño hacia él, la dulzura con que trataba de agasajarle en cada momento de su vida; todo aquello fue pasando a un segundo plano. Lo de Eduardo no eran sino celos de trabajo. Paula era una triunfadora y así se lo reconocía todo el mundo, salvo él.
Paula se cuestionó muchas veces antes de abandonarlo: “Todo el mundo me considera trabajadora, guapa, inteligente… y me casé con Eduardo al que la gente ve como el niño mimado, una persona corriente y hasta vulgar, y que además me menosprecia. A veces me pregunto quién fue el inteligente“.
Dejó la botella de coca-cola y el bol de las patatas fritas, apagó el televisor, fue al cuarto de baño, comenzó a maquillarse. Las ojeras fueron desapareciendo imperceptiblemente. Se puso una falda llena de vivos colores, una blusa blanca ajustada y transparente y salió a la calle: ¡a vivir!