Enrique jugaba a ser mayor antes de tiempo. A partir de los trece años comenzó a fumar con sus amigos de escuela. Los cigarrillos desaparecían de la pitillera de oro que su padre guardaba en el bolsillo interior de su chaqueta; Enrique tan sólo debía esperar para efectuar el pillaje a que su padre se echase la diaria cabezada después de cada comida.
Don Enrique, que así se llamaba también el padre, era por aquella época de finales del siglo veinte, el alcalde de Quintanilla del Ronzal, localidad colindante con las finas arenas de Levante. Hombre más necesario que querido por sus convecinos, -algunos de los cuales le debían más de un favor y ayuda-. Las inclinaciones y halagos ante su presencia constituían una rutina en aquel pueblo seco y polvoriento pero cercano a la costa y por lo tanto abierto a los desmanes urbanísticos tan proclives por aquellos años. Don Enrique siempre estaba rodeado de acólitos, como “cariñosamente” los llamaba en la intimidad de su casa.
Enrique, el vástago, pasó, un buen día, de los cigarrillos al alcohol. Descubrió en la alacena del hogar familiar, una botella de buen coñac que su padre tenía guardada para una buena ocasión: el casamiento de Elvira, la única hija de su matrimonio con Ángela, o, como bien decía con jactancia: “Cuando mi hijo Enrique, el mayor de los chicos, apruebe con sobresalientes sus aún incipientes estudios”. Como quiera que lo del enlace de Elvira se demorase y que las destacadas notas de Enrique tardaran en llegar, la botella de aquel coñac, de apellido Peinado, dormía su sueño eterno en las profundidades de la despensa. Enrique osó un buen día hacerse con ella y para que no se echase en falta su pérdida, vertió aquel aromático licor en el primer envase que encontró vació y rellenó la botella ultrajada con vinagre, eso sí de buen vino. Salió de casa escondiendo el resultado de su hurto, y con la alegría fijada en el rostro una vez traspasada la cancela del hogar familiar. Le aguardaba, a él y sus amigos, una tarde de gloria.
Debían de haber pasado tres o cuatro años desde aquel apropiamiento indebido, que Enrique ya no guardaba en su memoria ni nadie de la casa había dado muestras de apercibir el desmán, cuando una buena tarde entró el muchacho en el comedor de su casa, una vez acabadas las clases del instituto. Se sorprendió al encontrar a su padre, junto a media docena de sus “acólitos”, de pie alrededor de la gran mesa que dominaba aquella habitación. La sonrisa con que saludó a su padre al cruzarse sus miradas se borró y mudo en preocupación al ver que la botella de coñac ultrajada y reconocida presidía la mesa junto a las finas copas llevadas por doña Ángela. ¡La catástrofe estaba servida!
-Enrique, hijo, ya que has llegado quiero que brindes tu también con mis a…amigos del pueblo. ¡Hijo, vamos a construir cientos de viviendas junto al mar! ¡Va a ser un negocio redondo! –exclamó mientras abría la botella de coñac y servía a cada uno de los presentes y adalides del proyecto, como don Enrique les llamaba ahora- Beban, amigos, beban este espléndido coñac que lleva en mis bodegas no menos de diez años; siento no poder acompañarles pero don Benito, mi médico aquí presente, me lo tiene prohibido. Todos tomaron la copa y se echaron al coleto el preciado líquido. Enrique, el vástago, hizo ademán pero se quedó con la copa tocando sus labios mientras observaba las reacciones de los allí presentes.
-¡Ah! –exclamó con satisfacción y disimulo, Arsenio, al sentir el bebedizo bajando por su gaznate- ¡Qué buen coñac, don Enrique! ¿Y dice usted que es francés?
- No, es catalán.
-Ya me parecía –añadió Arsenio.
-Sí que es bueno, sí -el que hablaba ahora era Felipe el ganadero de Quintanilla, temeroso de que se viniera abajo el negocio si tan siquiera una muestra de desagrado se notaba en su rostro.
- Y de muy buena y alta graduación –espetó el médico, para añadir -: ¡qué gran bouquet! Peinado, buena marca, sí señor –añadió alzando la botella hasta sus ojos por ver de descubrir como aquello podía saber tan horrible.
Enrique, el vástago, había alejado la copa de sus labios y no salía de su asombro.
-Me alegro de que les guste, ya les dije que la tenía guardada para una gran ocasión. Creo que ésta que les brindo y que puede hacernos ganar mucho dinero a todos merece la pena. Beban, beban otra copita hasta que se termine la botella
-Magnífico coñac, señor alcalde, dijo Emeterio, agricultor y a la sazón concejal de urbanismo del consistorio. Mañana –habló ahora dirigiéndose a los asistentes- podemos empezar con el papeleo, pero ahora brindemos con este exquisito licor por don Enrique y su familia –añadió levantando su copa y llevándosela de nuevo a los labios, los asistentes hicieron lo mismo, sentían que aquella pócima les iba a hacer millonarios a todos ellos.