Mis tías siempre me dijeron que era muy pequeño cuando la abuela María murió; que debí de asustarme al contemplarla yacente en la cama y que me escondí debajo de la mesa camilla, junto al brasero que por fortuna estaba apagado; debía de ser agosto pues lo recuerdo siempre encendido, al rojo vivo y con aquel tufo (lo llamaban ellas) que despedía
A don Firmo, médico de profesión, le apodaban sus compañeros de actividad: “el metralleta”, no porque su padre hubiera sido oficial de carabineros, sino porque había tenido once hijos, que aunque era una cantidad elevada de criaturas no del todo extraña en aquellos años de finales de siglo, del siglo XIX. El apodo se debía a que los hijos de don Firmo habían venido al mundo seguiditos, seguiditos; cada diez meses aumentaba la familia con un vástago nuevo. Todos con la misma…, y con la misma mujer también: doña Matilde.
La primera en nacer fue Mansueta, en enero de 1885. Dotobea vería la luz en noviembre de aquel mismo año, y Calamanda dio su primer berrido en octubre del año siguiente. Poco le duró ser la pequeña de la casa, justó hasta que llegó el primero de los chicos, Félix, casi un año después; escribo, casi, porque sólo pasaron once meses esta vez. Y así hasta once criaturas. Se criaron ocho, y los tres restantes, todos chicos, murieron antes de recibir la primera comunión; cosas de la época. Parece ser que, al bueno de don Firmo, las formas orondas que iban adueñándose del cuerpo de doña Matilde, en cada parto, le ponían a tono en un plis-plas como suele decirse. La televisión aún no se había inventado y ¡se estaba tan calentito en la cama en aquellos años en los que se carecía de casi todo!
La vida en la ciudad era dura para todo el mundo, siempre más dura para los obreros que para gente con carrera, pero ni aún así éstos dejaban de pasar alguna que otra penuria. Un ejemplo: visitar al médico no estaba al alcance de todos los bolsillos. Las gentes sencillas solían recurrir a la milagrería, visitar a curanderos o sanadores, por lo que al bueno del galeno que nos ocupa debía costarle dios y ayuda sacar a su familia adelante.
Las tres chicas eran amigas de la abuela María, bueno en aquellos años aún no era abuela pues las cuatro chicas rondaban los dieciocho años cuando salían los sábados por la tarde y los domingos por la mañana a pasear por el Paseo del Espolón de Logroño, en busca de novio, ya que la carrera de la mujer era casarse, a ser posible con un hombre de nivel social superior. La solterona era una fracasada digna de compasión. Lo normal era que una mujer se casase antes de los veinticinco años, ya que los posibles pretendientes se olvidaban de ellas a partir de esta edad, y como las chicas se casaban por orden de llegada a este mundo pues resultaba que si la mayor no lo hacía en tiempo y vez, no corría para la segunda, y menos para la tercera, creándose una especie de zozobra que hoy en día se diagnostica como ansiedad. En el caso de las tres hermanas el hecho este de casarse por riguroso orden apenas si contaba por los pocos meses que las separaban, pero para doña Matilde era un sin vivir el paso de los años sin que las chicas se echasen novio.
Para Mansuelta, Dotobea y Calamanda, y también para la abuela María (¡y dale con la abuela!), esta situación de su corta diferencia de edad las creaba un motivo de chanza ya que los posibles pretendientes se movían en un mar de dudas sobre a quién de ellas debían de abordar. Las tres eran hermosas (¡mi abuela…María también faltaría más), altas, rubias y con la tez pálida, como correspondía a las señoritas de bien que nunca habían tenido que trabajar. Por lo que se refiere a la hermosura, no confundir con lo que hoy llamamos gordura (nota del autor).
Daba gusto verlas pavonearse por el paseo con aquellas faldas que les caían por debajo de los tobillos sin atender a las clases sociales, ya que los pies estaban considerados una parte muy erótica del cuerpo femenino, y ellas lo sabían, ya lo creo que lo sabían. Habían pasado ya de ser aquellas muchachas en flor que pocos años antes todavía los mostraban con candorosa inocencia y que por ello las llamaban “tobilleras”.
Mís tías y mi madre, hijas de María(mi abuela, no ir a confundir ahora con la congregación religiosa) nunca supieron que fue de aquellas tres hermanas. Su madre, las de mis tías(no voy a repetir ahora que era mi abuela, supongo que ya lo habréis adivinado), se casó con un militar, Félix se llamaba y casualmente fue años después mi abuelo, de hecho al mismo tiempo que María se convertía en mi abuela.
PD. Mansueta, Dotobea y Calamanda no son nombres de mi invención, ¡no se me hubieran podido ocurrir nunca!, existieron y fueron amigas de mi… María. La historia es mitad verdad y mitad inventada, vamos como la vida misma.
Buen viaje en el tiempo Rafa. Yo no se si la verdad es mitas y la otra mitad inventadad, pero lo que escribes es el vivo reflejo de una sociedad, de una época y de una forma de vivir.
ResponderEliminarUn abrazo
Hola Fernando:
ResponderEliminarSí, supongo que en aquellos años habría más diferencias sociales y que la gente "acomodada" vivía relativamente bien. Gracias por pasarte. Un abrazo
Gracias por compartir estos retazos de tu vida y dichoso que puedas tener estos recuerdos. Yo crecí muy lejos de mis raices allende los mares. Mi abuela también se llamaba María. Igual alguna vez me animo a contar algo:)
ResponderEliminarUn abrazo
Vuelvo pronto. Ahora ando de de "guia" con mi familia descubriéndoles a ellos y enseñando Madrid.
Un abrazo
Hola Katy:
ResponderEliminarEstos recuerdos se contaban en casa de unas tías, hermanas de mi madre, que por azar del destino vivían todas juntas en la casa de mis abuelos; las tertulias resultaban la mar de entretenidas y aún continúan siéndolo aunque algunos de los miembros ya no esté físicamente con nosotros. Me alegro de que hayas pasado por aquí en uno de tus "descansos". Un abrazo