martes, 21 de junio de 2011

En el refugio de los sueños: Una frase al azar

Soy consciente, me sucede a menudo, que para comenzar una historia ficticia, necesito apoyarme en algo cotidiano. En caso contrario me encuentro perdido ante la limpia blancura de un folio. Puede servirme cualquier cosa: una fotografía, un objeto que llame mi atención, un recuerdo, un sueño, el comentario de un amigo… Siempre, siempre, necesito ese algo. Últimamente, será, supongo, la falta de talento lo que me impide urdir alguna trama que sea de mi interés; consciente que para que guste a los demás, primero a de gustarme a mí. Se me ocurrió que a falta de lo que comento, la idea podía surgirme de una frase buscada al azar en un libro cualquiera. Comenzar una historia partiendo de una frase. Mi predilección como lector me lleva a buscar una de las obras de mi escritor favorita: el húngaro Sándor Máray. No quiero hacer trampas, por eso me levanto en este momento de la silla con ruedas y voy a la estantería donde tengo varios de los libros del citado escritor. Había cuatro libros juntos de Máray; he sacado del anaquel el titulado: “Divorcio en Buda”, introduzco la punta del lapicero con el que siempre tomo notas; me señala la página noventa y ocho. Cierro los ojos y deslizo mi dedo anular de arriba a abajo; me detengo y leo:”… más bien parecen monjes, unos monjes que cumplen su deber en un terreno mundano…”

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Más bien parecen monjes, unos monjes que cumplen su deber en un terreno mundano. Las capuchas de sus chubasqueros así parecen indicarlo, si no fuera porque las prendas con las que se protegen del frío y de la lluvia, son de color amarillo. Esperan pacientemente a que amaine el fuerte viento que barre el pequeño puerto de la costa norte. Han de echarse a la mar, como cada noche, pero hay cierta incertidumbre en sus rostros: conocen esas aguas y saben que si no amaina el viento mañana no tendrán nada que llevar a sus casas, pero también saben que si no arrecia en las próximas horas su patrón les obligará a iniciar la faena diaria, con lo que esto conlleva. Los barcos amarrados a los galápagos del muelle con fuertes maromas, se balancean en cada envestida del oleaje que llega al puerto a pesar de la protección del lejano espigón. La fina pero insistente lluvia lava los rostros de los pescadores que continúan mirando el horizonte buscando descubrir una abertura en el plomizo cielo que les permita albergar esperanzas de salir a la mar en busca del jornal. El viento sigue silbando entre las cuerdas firmemente sujetas a las cornamusas y va a chocar contra los mástiles de las embarcaciones, haciendo repicar a las cuerdas al chocar éstas contra los palos. Una campana deja oír su tañido y el viento lo remite a todos los rincones del muelle. Los marineros escuchan aquel fantasmal lamento y un escalofrío recorre sus cuerpos de hombres hechos a las desventuras; por sus cabezas rondarán en los próximos minutos, mil y una historia de embarcaciones que, en medio de una imprevista tormenta, fueron tragadas por las aguas; embarcaciones que navegaban al lado de sus también pequeños barcos y que lo último que se pudo sentir de ellas fue el tañido de la campana del puente.

Pasan las horas y la situación no parece mejorar. La taberna del puerto se ha ido llenando de marineros que comienzan a desesperar. El acre olor a madera húmeda del entarimado asciende hacia el techo del establecimiento mezclándose en su camino con el humo del tabaco barato que exhalan los pescadores. Acodados en la barra se han ido desprendiendo de su indumentaria y toman el agrio vino tinto que produce su tierra, más apta para el cultivo de huerta que para utopías de viñas. Pero les reconforta el calor que desciende desde sus gargantas hasta el estómago. Se miran los unos a los otros. Agustín, el más veterano, zarandea la cabeza apostando con la mueca su oposición a la salida a la mar. Hay silencio en la taberna, silencio marinero, roto en ocasiones por la aguardentosa carcajada de Carmen, la puta del puerto, que conmina al hombre que se encuentra junto a ella en una de las mesas a calentar su cama. En noches como ésta, sin fortuna, irán desfilando por su alcoba algunos de los que ahora siguen mirando al mar a través de los empavonados cristales de las ventanas, por si un halo de esperanza, en forma de claridad, aún restase en su espera. Carmen al igual que Agustín, el viejo pescador, también sabe que la tempestad no amainará hasta el alba y que las sábanas de su lecho no perderán el calor de los cuerpos que en ellas se cobijen.

El silencio también quedará roto con la llegada de los patrones de los barcos y con la discusión sobre la posibilidad o no de salir a pescar aquella noche, más hecha para partidas de cartas que para arrastrar redes. Pero la noche seguira avanzando con lentitud pero sin demora, y nadie se atreverá a dar la orden para que los marineros empiecen su tarea. Sólo la llegada de la madrugada hará que los hombres, cansados por la espera, regresen a sus casas. Al salir de la taberna todos sin excepción mirarán al oscuro cielo que hoy no les ha atendido.

jueves, 16 de junio de 2011

El significado de las frases hechas (7)

Solemos escucharlas a diario, sin que nos sorprendan por repetitivas, pero aunque todos sabemos lo que nos quieren decir, hay que indagar para conocer el origen, los motivos y como han llegado hasta nosotros (¡Ah!, y todo no está en Google). Vamos a por otras tres:

-Cargarle a uno el muerto:

En la Edad Media (comprobar que la mayoría de las veces este tipo de frases provienen de esta época) existían ciertas leyes o en ocasiones simples normas que indicaban que cuando en el término de cualquier localidad se hallaba el cadáver de una persona, fallecida en circunstancias extrañas o poco claras, si no se podía constatar la identidad del posible homicida, el pueblo se veía obligado a pagar una multa. Por este motivo y a fin de eludir el pago de dicha multa, los habitantes del pueblo se apresuraban a trasladar el cuerpo de la víctima a alguna localidad vecina, para que fueran ellos quien pechasen con la misma. Tal es el origen de “cargar a uno el muerto”, que hoy utilizamos para descargar sobre otro la culpa por algún delito o falta que no ha cometido.

-Salvarse por los pelos:

Los marineros, hace ya años, no estaba n obligados a saber nadar, y de hecho eran muchos los que no sabían. Un buen día el jefe de cierto Cuerpo de la Armada, por motivos de higiene de la marinería, dio orden de cortar el pelo al rape a toda la tripulación. Todos los hombres sin excepción se alzaron en protestas hacia la superioridad, arguyendo que con ello se les privaba de un asidero en caso de naufragio, dado que cogiéndoles de los pelos se les podía salvar de una muerte segura. Tal es el origen de la frase, que hoy utilizamos para señalar la circunstancia del que logra salir de un apuro en el último momento.

-Ser una rémora:

La Rémora es un pequeño pez que en la cabeza posee una especie de disco oval cuyos bordes cartilaginosos le sirven para adherirse a toda suerte de objetos flotantes. En remotos tiempos nació, debida a esta particularidad, la engañosa creencia que este pez no sólo era capaz de entorpecer el curso de las naves, sino de llegar a paralizarlas. De esta leyenda, más bien una quimera, se deriva la expresión: “ser una rémora”, aplicada hoy a aquel o aquello que retarda el desarrollo normal de los acontecimientos.

lunes, 13 de junio de 2011

En el refugio de los sueños:¿Cuándo duermen los libros?

“ Se ha celebrado estos últimos días en numerosas ciudades y algunas otras localidades la feria del libro, y se me ha ocurrido traer de nuevo un post que escribí en octubre de 2009 que habla de libros. A mí me gustó como quedó esa pequeña historia y la comparto de nuevo.”

En el barrio de Boca, la ciudad bonaerense de la capital Argentina, los libros no duermen. Por extraño que parezca, las librerías, en ese lugar, permanecen abiertas las veinticuatro horas del día, esperando que los habitantes de la ciudad se pasen por sus estantes para elegir aquel libro que les está llamando, sin duda, a cualquier hora. Sólo hay que acercarse y comprobarlo. Por eso los libros, en ese lugar, permanecen alerta aguardando que unas manos los acaricien. Da igual que esas manos lleven tras de sí a la mujer más hermosa de la ciudad o al ciudadano más descuidado en el vestir. Ellos están allí para cumplir la función para la que fueron creados. Sin duda, pues algo de humano tienen, preferirán a aquella criatura celestial que huele a jazmines y exhala sabor a frutas rojas, que va a acariciarlos con sus manos de seda, y que a veces en una especie de arrebato místico se llevará el libro hasta sus senos. Las hojas de aquel libro temblarán de placer mientras aguardan el suspiro de aquella doncella que le ha elegido a él y sólo a él, entre los cientos de libros, para darle aquel momento de ternura. Sólo más tarde se asombrará de los transparentes ojos grises de aquella criatura que con su mirada soplará en la página cincuenta y una su halo fresco. Atravesará hasta el infinito sus pupilas y tardará días, quizás meses, en olvidarse de ellos, si es que alguna vez lo consigue. Cuando la mujer lo abandone, no lo hará del todo, pues el olor de su atezada piel se habrá quedado impregnado en él. Aquella noche descansará en el lugar que le corresponde en el estante pero tampoco podrá dormir por causa de su recuerdo.

¿Y la mujer? La mujer se habrá empapado con aquella historia de amor que buscaba. Habrá sentido placer con la lectura de aquel libro que cayó en sus manos “por casualidad”. Habrá vivido nuevas sensaciones y hasta es posible que se haya enamorado de aquel libro sin que este lo sepa.

miércoles, 8 de junio de 2011

En el refugio de los sueños: Mansueta, Dotobea y Calamanda

Mis tías siempre me dijeron que era muy pequeño cuando la abuela María murió; que debí de asustarme al contemplarla yacente en la cama y que me escondí debajo de la mesa camilla, junto al brasero que por fortuna estaba apagado; debía de ser agosto pues lo recuerdo siempre encendido, al rojo vivo y con aquel tufo (lo llamaban ellas) que despedía

A don Firmo, médico de profesión, le apodaban sus compañeros de actividad: “el metralleta”, no porque su padre hubiera sido oficial de carabineros, sino porque había tenido once hijos, que aunque era una cantidad elevada de criaturas no del todo extraña en aquellos años de finales de siglo, del siglo XIX. El apodo se debía a que los hijos de don Firmo habían venido al mundo seguiditos, seguiditos; cada diez meses aumentaba la familia con un vástago nuevo. Todos con la misma…, y con la misma mujer también: doña Matilde.

La primera en nacer fue Mansueta, en enero de 1885. Dotobea vería la luz en noviembre de aquel mismo año, y Calamanda dio su primer berrido en octubre del año siguiente. Poco le duró ser la pequeña de la casa, justó hasta que llegó el primero de los chicos, Félix, casi un año después; escribo, casi, porque sólo pasaron once meses esta vez. Y así hasta once criaturas. Se criaron ocho, y los tres restantes, todos chicos, murieron antes de recibir la primera comunión; cosas de la época. Parece ser que, al bueno de don Firmo, las formas orondas que iban adueñándose del cuerpo de doña Matilde, en cada parto, le ponían a tono en un plis-plas como suele decirse. La televisión aún no se había inventado y ¡se estaba tan calentito en la cama en aquellos años en los que se carecía de casi todo!

La vida en la ciudad era dura para todo el mundo, siempre más dura para los obreros que para gente con carrera, pero ni aún así éstos dejaban de pasar alguna que otra penuria. Un ejemplo: visitar al médico no estaba al alcance de todos los bolsillos. Las gentes sencillas solían recurrir a la milagrería, visitar a curanderos o sanadores, por lo que al bueno del galeno que nos ocupa debía costarle dios y ayuda sacar a su familia adelante.

Las tres chicas eran amigas de la abuela María, bueno en aquellos años aún no era abuela pues las cuatro chicas rondaban los dieciocho años cuando salían los sábados por la tarde y los domingos por la mañana a pasear por el Paseo del Espolón de Logroño, en busca de novio, ya que la carrera de la mujer era casarse, a ser posible con un hombre de nivel social superior. La solterona era una fracasada digna de compasión. Lo normal era que una mujer se casase antes de los veinticinco años, ya que los posibles pretendientes se olvidaban de ellas a partir de esta edad, y como las chicas se casaban por orden de llegada a este mundo pues resultaba que si la mayor no lo hacía en tiempo y vez, no corría para la segunda, y menos para la tercera, creándose una especie de zozobra que hoy en día se diagnostica como ansiedad. En el caso de las tres hermanas el hecho este de casarse por riguroso orden apenas si contaba por los pocos meses que las separaban, pero para doña Matilde era un sin vivir el paso de los años sin que las chicas se echasen novio.

Para Mansuelta, Dotobea y Calamanda, y también para la abuela María (¡y dale con la abuela!), esta situación de su corta diferencia de edad las creaba un motivo de chanza ya que los posibles pretendientes se movían en un mar de dudas sobre a quién de ellas debían de abordar. Las tres eran hermosas (¡mi abuela…María también faltaría más), altas, rubias y con la tez pálida, como correspondía a las señoritas de bien que nunca habían tenido que trabajar. Por lo que se refiere a la hermosura, no confundir con lo que hoy llamamos gordura (nota del autor).

Daba gusto verlas pavonearse por el paseo con aquellas faldas que les caían por debajo de los tobillos sin atender a las clases sociales, ya que los pies estaban considerados una parte muy erótica del cuerpo femenino, y ellas lo sabían, ya lo creo que lo sabían. Habían pasado ya de ser aquellas muchachas en flor que pocos años antes todavía los mostraban con candorosa inocencia y que por ello las llamaban “tobilleras”.

Mís tías y mi madre, hijas de María(mi abuela, no ir a confundir ahora con la congregación religiosa) nunca supieron que fue de aquellas tres hermanas. Su madre, las de mis tías(no voy a repetir ahora que era mi abuela, supongo que ya lo habréis adivinado), se casó con un militar, Félix se llamaba y casualmente fue años después mi abuelo, de hecho al mismo tiempo que María se convertía en mi abuela.

PD. Mansueta, Dotobea y Calamanda no son nombres de mi invención, ¡no se me hubieran podido ocurrir nunca!, existieron y fueron amigas de mi… María. La historia es mitad verdad y mitad inventada, vamos como la vida misma.

miércoles, 1 de junio de 2011

En el refugio de los sueños: 1 de junio de 1915

Hoy toca hablar de reinas; un poco de historia no viene mal de vez en cuando.

Victoria Eugenia, esposa de Alfonso XIII (mal número le toco al hombre), fue reina de España de 1906 a 1931. Nacida en Inglaterra(Castillo de Balmoral), siempre se sintió aislada en una corte extraña y en un país de exóticas costumbres. Era hija del príncipe Enrique de Battenberg y de la princesa Beatriz, hija de la reina Victoria de Inglaterra. Su madrina, por la que recibió su segundo nombre, no era otra que la singular Eugenia de Montijo(1826-1920), nacida en Granada y que llegaría a ser emperatriz de Francia. Famosos fueron los lances amorosos de la de Montijo con Luis Napoleón(Napoleón III), prendado por la belleza de Eugenia. Amable, seductora y frívola, llevó a la corte imperial de Francia al máximo esplendor. Enormemente popular intervino activamente en política ejerciendo una gran influencia sobre su marido y sostuvo el partido de Austria en la política europea. Mujer de gran actividad representó a Francia en la inauguración del canal de Suez, cuyo proyecto había defendido apasionadamente, dando muestras de su visión de futuro. Sus buenas relaciones con la corte inglesa propiciaron que amadrinase a Victoria Eugenia que a la postre se convertiría en la última reina de España antes del alzamiento de la República. Pues bien, como escribía con anterioridad, la reina Victoria Eugenia era una extraña en la corte. Frustrada por un marido que la ignoraba, porque le reprochaba haberle dado hijos tarados, y le era infiel de manera continuada, Victoria se refugiaba en los viajes, que efectuaba con frecuencia, y en la presidencia de obras benéficas. Siguiendo la tradición de la casa británica, delegó la educación de sus hijos en institutrices y en preceptores. Su vida fue de una enorme frustración como lo demuestra el hecho de que una vez en el exilio ni siquiera se molestara en asistir a las bodas de sus hijas. “Sea usted reina para esto” (nota del autor).

El porqué se me ocurrió hablar de reinas, hoy 1 de junio de 2011; pues muy sencillo: tal día como hoy hace noventa y seis años, el 1 de junio de 1915 nació la que sin duda es la mejor de las reinas que ha dado este país: la reina Isabel Segunda Marín Pérez de Mezquía, mi madre. ¡Felicidades y que vivas muchos más!