Soy consciente, me sucede a menudo, que para comenzar una historia ficticia, necesito apoyarme en algo cotidiano. En caso contrario me encuentro perdido ante la limpia blancura de un folio. Puede servirme cualquier cosa: una fotografía, un objeto que llame mi atención, un recuerdo, un sueño, el comentario de un amigo… Siempre, siempre, necesito ese algo. Últimamente, será, supongo, la falta de talento lo que me impide urdir alguna trama que sea de mi interés; consciente que para que guste a los demás, primero a de gustarme a mí. Se me ocurrió que a falta de lo que comento, la idea podía surgirme de una frase buscada al azar en un libro cualquiera. Comenzar una historia partiendo de una frase. Mi predilección como lector me lleva a buscar una de las obras de mi escritor favorita: el húngaro Sándor Máray. No quiero hacer trampas, por eso me levanto en este momento de la silla con ruedas y voy a la estantería donde tengo varios de los libros del citado escritor. Había cuatro libros juntos de Máray; he sacado del anaquel el titulado: “Divorcio en Buda”, introduzco la punta del lapicero con el que siempre tomo notas; me señala la página noventa y ocho. Cierro los ojos y deslizo mi dedo anular de arriba a abajo; me detengo y leo:”… más bien parecen monjes, unos monjes que cumplen su deber en un terreno mundano…”
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Más bien parecen monjes, unos monjes que cumplen su deber en un terreno mundano. Las capuchas de sus chubasqueros así parecen indicarlo, si no fuera porque las prendas con las que se protegen del frío y de la lluvia, son de color amarillo. Esperan pacientemente a que amaine el fuerte viento que barre el pequeño puerto de la costa norte. Han de echarse a la mar, como cada noche, pero hay cierta incertidumbre en sus rostros: conocen esas aguas y saben que si no amaina el viento mañana no tendrán nada que llevar a sus casas, pero también saben que si no arrecia en las próximas horas su patrón les obligará a iniciar la faena diaria, con lo que esto conlleva. Los barcos amarrados a los galápagos del muelle con fuertes maromas, se balancean en cada envestida del oleaje que llega al puerto a pesar de la protección del lejano espigón. La fina pero insistente lluvia lava los rostros de los pescadores que continúan mirando el horizonte buscando descubrir una abertura en el plomizo cielo que les permita albergar esperanzas de salir a la mar en busca del jornal. El viento sigue silbando entre las cuerdas firmemente sujetas a las cornamusas y va a chocar contra los mástiles de las embarcaciones, haciendo repicar a las cuerdas al chocar éstas contra los palos. Una campana deja oír su tañido y el viento lo remite a todos los rincones del muelle. Los marineros escuchan aquel fantasmal lamento y un escalofrío recorre sus cuerpos de hombres hechos a las desventuras; por sus cabezas rondarán en los próximos minutos, mil y una historia de embarcaciones que, en medio de una imprevista tormenta, fueron tragadas por las aguas; embarcaciones que navegaban al lado de sus también pequeños barcos y que lo último que se pudo sentir de ellas fue el tañido de la campana del puente.
Pasan las horas y la situación no parece mejorar. La taberna del puerto se ha ido llenando de marineros que comienzan a desesperar. El acre olor a madera húmeda del entarimado asciende hacia el techo del establecimiento mezclándose en su camino con el humo del tabaco barato que exhalan los pescadores. Acodados en la barra se han ido desprendiendo de su indumentaria y toman el agrio vino tinto que produce su tierra, más apta para el cultivo de huerta que para utopías de viñas. Pero les reconforta el calor que desciende desde sus gargantas hasta el estómago. Se miran los unos a los otros. Agustín, el más veterano, zarandea la cabeza apostando con la mueca su oposición a la salida a la mar. Hay silencio en la taberna, silencio marinero, roto en ocasiones por la aguardentosa carcajada de Carmen, la puta del puerto, que conmina al hombre que se encuentra junto a ella en una de las mesas a calentar su cama. En noches como ésta, sin fortuna, irán desfilando por su alcoba algunos de los que ahora siguen mirando al mar a través de los empavonados cristales de las ventanas, por si un halo de esperanza, en forma de claridad, aún restase en su espera. Carmen al igual que Agustín, el viejo pescador, también sabe que la tempestad no amainará hasta el alba y que las sábanas de su lecho no perderán el calor de los cuerpos que en ellas se cobijen.
El silencio también quedará roto con la llegada de los patrones de los barcos y con la discusión sobre la posibilidad o no de salir a pescar aquella noche, más hecha para partidas de cartas que para arrastrar redes. Pero la noche seguira avanzando con lentitud pero sin demora, y nadie se atreverá a dar la orden para que los marineros empiecen su tarea. Sólo la llegada de la madrugada hará que los hombres, cansados por la espera, regresen a sus casas. Al salir de la taberna todos sin excepción mirarán al oscuro cielo que hoy no les ha atendido.