jueves, 24 de marzo de 2011

En el refugio de los sueños: En la espera (2ª parte)

Isabel recorría, cada día, en su pequeño automóvil, la carretera serpenteante que le separaba de Tineo . Había ganado una plaza en su ayuntamiento hacía tres años y aunque empleara más de treinta minutos en acudir al trabajo y otros tantos en volver a su localidad, nunca pensó en establecerse en el concejo tinetense, puesto que algo le retenía en Navelgas. Tras cumplir con su trabajo regresaba. Acababa de cumplir los treinta y uno cuando aquella tarde luminosa del mes de julio se presentó Francisco en la vivienda de sus padres. A Isabel siempre le había gustado Francisco. La docena de años que aquel hombre le llevaba nunca había sido obstáculo para ella. Al revés le conferían atractivo y seguridad. Claro que estaba Nieves, su amiga desde que tuvo uso de razón; en este caso la diferencia de edad confería a Nieves el rango de hermana mayor de Isabel. Siempre lo habían entendido así y como si fueran de sangre se llevaban. Con Francisco era distinto, nunca lo vio como a un hermano, sí como amigo, pero sin duda sus sentimientos estaban más cerca de él, era el novio que nunca tuvo, quizás porque sólo tenía ojos hacia el marido de su amiga.

Me dejé llevar, Francisco, porque siempre te había querido. Me parecías un hombre bueno y honrado –meditaba Isabel, sin olvidar después de tantos años, mientras miraba al exterior desde la ventana de su despacho en la Plaza de la Constitución-. Aquella tarde entraste en mi casa como un vendaval. Alto, guapo, alegre, con el pelo negro peinado hacia atrás y esa sonrisa tuya dibujada en la cara. Mis padres habían salido de viaje y no regresarían aquel día; teníamos la casa para los dos. No premedité nada, pero algo en mi interior me venía diciendo desde hacía tiempo que te deseaba. Era consciente de que mis sentimientos no podían traernos más que problemas, y que sobre todo a ti y a Nieves iba a haceros daño, pero no podía huir de ellos, y pienso que tampoco lo deseaba. Me besaste en la mejilla con aquella delicadeza tuya, mientras me felicitabas por mi cumpleaños, susurrándome en el oído. No sé si fue el contacto de tus labios en mi cara o tu cálida voz lo que hicieron que te mirara a los ojos de cerca, como tantas veces había deseado y me había contenido. No recapacité en más. Nuestras miradas nos lo dijeron todo. Desde los años de distancia no pienso que te sedujera con mi actitud, algo vi en el brillo de tu mirada: el deseo sin duda. En aquel instante los dos anhelamos lo mismo. No me siento culpable de lo que sucedió, pero soy sensible al daño que os hice… que nos hicimos –rectificó en un murmullo que sólo el cristal de la ventana pudo escuchar-.

Isabel se entretuvo observando a las pocas personas que aquella mañana desapacible cruzaban con prisas por la plaza rectangular. Alzando la vista sobre los tejados próximos, y medio escondida entre las casas, podía ver la esbelta aguja de la torre de la Catedral envuelta por una niebla opaca que presagiaba lluvia.

Cómo evitar aquellas manos de dedos largos y finos que iban buceando por debajo de mi camisa –la sonrisa pareció acudir a su boca mientras recordaba-; aquellos labios que apresaban los míos en un beso intenso y duradero; y el olor de tu cuerpo, recuerdo aquel olor que se impregnó en mí como el perfume más deseado. ¡Cómo evitar todo aquello si llevaba años esperándolo! Me enamoré de ti el mismo día de vuestra boda; me enamoré de los dos, de Nieves también. ¡Os veía tan radiantes, tan felices!... Yo debía tener unos quince años y nunca había visto un novio más guapo; la alegría de tu cara invadía todos los rincones de mi cuerpo y lo siguió haciendo hasta aquella tarde en que por fin nos encontramos. Te había estado esperando toda mi juventud y aún lo seguiría haciendo si no hubiera llegado a comprender, unos pocos años después de aquel encuentro, que tú no me quisiste nunca, que sólo amabas a tu esposa, a mi amiga.

No creo que puedas entender nunca la fuerza de voluntad que se precisa para estar esperando a la persona que amas tantos años, toda la vida diría. Verte casi a diario, sin poder hacer nada. Sorprenderte besando a Nieves; pensar cómo serían tus noches con ella. Y aquella tarde estabas conmigo, eras todo para mí, y no pude contenerme. Hicimos el amor como si ambos lo hubiéramos estado esperando años y años. En mi caso era cierto, a ti sólo te movió la pasión de un momento, el simple deseo. Me lo confirmaste, no en los instantes que siguieron a los abrazos y a las caricias, sino algo más tarde con aquel absurdo comentario que vertiste en mi oído: no era el momento de hablarme de Nieves, Francisco, acabábamos de amarnos; las sábanas aún guardaban la tibieza de nuestros cuerpos. Me lo ratificaste en los días que siguieron a nuestro encuentro. La mirada que observé desde mi ventana cuando te alejabas por la calleja ya fue premonitoria, ya me dijeron algo aquellos ojos, más sinceros sin duda que tus palabras. Los días que siguieron estuve esperándote como había hecho todos aquellos años, sólo que ahora tenía un punto de partida en el que poder asirme. Y tú no fuiste a buscarme. El mundo se me vino encima.

Nieves se fue –Isabel había encendido un cigarrillo y al abrir la ventana para que saliera el humo la humedad le golpeó el rostro, instintivamente lanzó el pitillo a la plaza sin darse cuenta, tan sumida estaba en su ensimismamiento-. Te dejó sólo…, nos dejó solos, Francisco. Y ¿cómo llenar aquel vacío? Tú el de ella, y yo el vuestro. No volvimos a vernos. En un pueblo tan pequeño resulta difícil no coincidir. Supongo que fue porque me rehuías. Así lo fui comprendiendo y respeté tu decisión al igual que había aceptado mi amor por ti nunca correspondido. Debieron de pasar dos, tres años a lo sumo cuando tomé la decisión de alejarme, yo también definitivamente, e intentar rehacer mi vida. No lo he conseguido del todo, como ves; no estaría aquí, ahora, hablando contra un cristal mojado por la lluvia. Las gotas que empiezan a deslizarse por él no son sino las lágrimas que hace tanto tiempo derramé y que aún acuden a mis ojos de vez en cuando. Hace tanto, tanto tiempo, que debería de haberme olvidado de todo aquello, pero no puedo, Francisco. Sé que no puedes oírme y que seguramente no lo harías si pudieras. Seguramente todos estos años me hayas acusado de tu desgracia; quizás tengas razón. Solamente te diré que lo que hice fue por amor. Tal vez si nos hubiéramos visto y hablado después de aquello todo hubiera sido distinto. Tú lo quisiste así y yo acaté tu determinación.

La lluvia se había vuelto pertinaz, ya no se podía ver a través de los cristales. Isabel regresó a su mesa, a su trabajo diario…sin olvidar; como siempre.

4 comentarios:

  1. Que romántico y bonito. Ver desde la tercera persona implicada y conocer sus pensamientos y sentimientos más escondidos.
    La verdad, la pregunta de siempre ¿Quién es el más culpable?
    Esperaré a dar el veredicto final. Lo que he leído hasta ahora atrapa.
    Un abrazo y buen finde

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  2. Hola Katy:
    Me alegro que te vaya gustando. Ya sabes que todo es según el color del cristal con que se mira. A veces de una misma situación las realidades pueden ser distintas e incluso opuestas. Un abrazo y gracias.

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  3. Hola Rafa:

    Yo,al contarioque Katy, no me prehgunto sobre la culpabilidad porque hay cosas que suelen ser inevitables si se dan las circunstancias para ello como es el caso. Por eso quizá, el desenlace final puede pued ser imprevisible.
    Un abrazo y me gusta como te metes en los personajes.

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  4. Hola Fernando:
    Esperaremos pues al desenlaza, a ver si os gusta.
    Un abrazo

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