Mientras haya unos ojos que reflejen
los ojos que los miran;
mientras responda el labio suspirando
al labio que suspira.
Mientras sentirse puedan en un beso
dos almas confundidas;
mientras exista una mujer hermosa,
¡habrá poesía!
Enrique cerró el libro. Aquella parte final del poema le hizo cerrar también los ojos. Bécquer era un buen amigo para esto del amor, así al menos lo creía viéndolo desde sus dieciséis años.
Era curioso se había fijado en ella, después de seis meses de curso, y lo había hecho justo cuando Visitación se hallaba de espaldas a él. Su enmarañado pelo rubio le sorprendió. Se quedó mirándolo como si fuera una fuente de luz. ¿Cómo era posible que nunca se hubiera fijado en aquellos rizos, en aquella chica? No, no era la más guapa de la clase; casi mejor –pensó para sí-, menos competencia. Había algo en ella que trasmitía paz y energía al mismo tiempo. Se quedó mirándola un buen rato desde su pupitre, sin atender a las explicaciones que daba el profesor en la clase de literatura española. Más tarde se preguntaría cómo fue posible que ella intuyera su mirada y se volviese hacia él, directamente a sus ojos. Había cosas que no tenían sentido ni explicación.
Los días iban pasando, el curso acabó. Para entonces Enrique y Visitación habían intimidado. Ya eran novios a los ojos de sus compañeros de instituto; novios oficiales. Enrique se había enamorado locamente de aquella chica que le hacía sentirse bien. Su romanticismo le llevaba a intentar cometer locuras que el llamaba de amor.
-Te quiero llevar a un lugar – le dijo el chico a los pocos días de empezar el nuevo curso, mientras enlazaba sus manos con las de Visitación-, bueno más que un lugar es una ciudad. Está lejos de aquí…bastante lejos –continuó-. Hay que ir en autobús o en tren. Se tarda casi un día.
-¿Y las clases? –preguntó la chica.
-Serían tres días: uno para ir, otro para volver y el que queda para enseñarte lo que deseo; quiero decirte algo.
-¡Dímelo aquí!
-No es lo mismo. Tiene que ser allí.
-¿Pero dónde quieres que vayamos?
-Es un secreto.
-No puede ser…mis padres, sólo tengo quince años.
-Fuguémonos.
-Y, ¿el dinero para ir?
-Yo tengo, no hay problema –atajó Enrique.
Y se fugaron. Tomaron el autobús a las once de la noche.
- ¿Dónde me llevas Enrique?
-A un lugar en el que existe una leyenda.
-¿Una leyenda? ¡Qué romántico eres!, pero me asusta este viaje… quizás debiéramos volver a casa –dijo Visitación sin dejar de mirar a Enrique- ¿Qué dice esa leyenda?
Enrique abrió el libro de poemas del que nunca se separaba y leyó con voz baja al oído de la chica: “En las tardes de otoño e invierno, cuando el sol cae, casi ya a oscuras, una brisa estremecedora y fría mueve las hojas y ramas de los árboles, que parecen susurrar en su melodía la voz melancólica del poeta lamentando su desdicha”.
El sol iluminaba de lleno el interior del autobús cuando Visitación despertó después de pasar toda la noche acurrucada sobre el hombro de Enrique.
-Dónde estamos –preguntó aún somnolienta.
-Llegando a Sevilla –contestó Enrique mientras lograba estirar su adormilado brazo derecho.
-¿Sevilla? –se sobresaltó la chica.
-Sí aquí está lo que quiero enseñarte, y que además es el lugar perfecto para decirte lo que llevo grabado en mi alma desde hace meses.
-¿Qué hay en Sevilla que no haya en otros lugares?
-El Parque de María Luisa –contestó el chico mientras el autobús entraba en el hangar de la estación-. Allí vamos.
Y allí se dirigieron. Saludaron a la Giralda, vieron la Torre del Oro, y guiados por el Guadalquivir se acercaron al Parque.
Enrique buscaba y no encontraba. Era como si se hubiera extraviado el motivo de su viaje.
-¿Qué estamos buscando, Enrique?
-No está –contestó abrumado el chico- Debería estar aquí junto a ese centenario ciprés.
-¡El qué, debería estar aquí!
-La estatua de Bécquer… mira se la han llevado…lee ese letrero…
“Monumento en restauración, perdonen las molestias”.
-Joder –maldijo el chico.
Visitación se echó a reír con esa risa suya que llenó todo el parque, solitario a esas primeras horas de la mañana. La risa contagió a Enrique. Se abrazaron y besaron como nunca lo habían hecho. Los labios de Visitación le sabían a cerezas al chico triste.
-Qué querías decirme –preguntó la chica separando sus labios de los del chico.
-Aquí debía de estar la estatua de Bécquer junto a sus tres musas, que representan el amor que llega, el amor que vive y el amor que muere.
-Eres un empecinado romántico, Enrique.
-Aquí te quería declarar mi amor eterno, me parecía el lugar más romántico del mundo. Y, mira, llegamos y se han llevado el monumento a restaurar.
-Es la forma más maravillosa que ha tenido nunca una persona de declararse. Te amo con locura.
-Sí, pero mira…
-Lee algún poema, aún estas a tiempo de sorprenderme.
Enrique abrió el libro y leyó unas rimas de su poeta preferido:
“Podrá nublarse el sol eternamente;
podrá secarse en un instante el mar;
podrá romperse el eje de la tierra
como un débil cristal.
¡Todo sucederá! Podrá la muerte
cubrirme con su fúnebre crespón;
pero jamás en mí podrá apagarse
la llama de tu amor”.
Enrique cerró el libro y mirando los ojos de su amor, improvisó:
“Podrán quitarnos la escultura más bella
del jardín de nuestros sueños;
pero jamás podrán despojarnos
del amor que llevamos dentro”.
Se besaron largamente.
(Mi amigo Kiki me dio ayer la idea).