jueves, 8 de mayo de 2014

En el refugio de los sueños: LA MUJER DEL SOMBRERO (10)

        - ¿Y ese chico del que me has hablado, Rubén, de dónde ha salido? –le preguntó aquella tarde doña Soledad a Cristina.
       - Ya le he contado que lo conocí en una cafetería. Trabaja allí de camarero.
       - ¡Mi niña, te dije que experimentaras, pero no tan rápido, que no se va a terminar el mundo mañana!
       - Apenas  lo pensé. Fue pura intuición. La verdad es que me encuentro bien a su lado.
      - La vida no es larga ni corta, depende de la necesidad que hagamos de ella –filosofó doña Soledad-. Da tiempo al tiempo, vive sin premura pero sin dilación. Piensa, recapacita y luego: decide. Eso es lo importante: saber tomar decisiones. No te precipites, deja obrar a la naturaleza que ella sabrá ponerte en el lugar idóneo… Consejos de anciana, dirás. La propia vida me ha llevado a estas reflexiones y algún día estarás de acuerdo conmigo. Mira te voy a contar una historia… bueno no es una historia, es un relato de vida y muerte. Le sucedió a uno de mis hermanos, a Jaime Mendieta de Queirós, el más pequeño de la familia. Te darás cuenta el porqué la vida hay que amarla, desearla, vivirla en fin:
       “El edifico poseía una ubicación perfecta frente a la playa cántabra. Desde la terraza del pequeño apartamento, abierta al mar,   la vista parecía de postal.  La arena penetraba en el agua con suavidad y  cambiaba de color  cada vez que las olas lavaban el amplio arenal.  Corría una brisa propia del norte que hacía que en lugares donde la umbría se adueñaba del jardín anexo al edificio, unida a la humedad marina, se dejara notar un cierto frescor que para nada enturbiaba el placer de contemplar una naturaleza casi salvaje; de hecho aquel apartamento estaba situado el último de una larga fila de edificios paralela a la playa por lo que la visión frente al mar, y hacia la derecha,  era de ausencia total de construcciones. A la izquierda podía contemplar la hilera de casas, coches aparcados en batería, la pequeña ría por la que penetraba el mar en sus crecidas, y, al fondo, a unos dos kilómetros: el pueblo. La pequeña carretera que accedía hasta la vivienda terminaba donde se abría la entrada a la misma. A su derecha sólo el mar, la playa, las rocas y una abrupta pendiente repleta de pinos, eucaliptos, sauces, castaños…, que se descolgaba hasta el cantábrico.
        Allí,  él,  había conocido la felicidad, por eso, quizás, su subconsciente le obligaba a volver cada verano. Miraba absorto el mar apoyado en la baranda de la terraza, sin pestañear, ensimismado, pero sus pensamientos no transitaban en esos momentos por lo que sus ojos parecían ver, sino que se adentraban en el agua, viajaban por el horizonte azul y despejado. La fuerte brisa llegaba hasta la terraza y golpeaba su rostro haciendo mover sus canosos y largos cabellos. Marina,  Marina. Hasta tenía nombre de mar, de oleaje azul, de espuma. De arena.
        Jaime, mi hermano pequeño, había enviudado siendo aún muy joven. Rosalía, su esposa,  le había hecho antes de morir, en aquel estúpido accidente, el mejor de los regalos: Inés, su hija del alma. Inés creció junto a la tristeza de su padre. El tiempo nunca borró el rostro de la madre y la niña se fue convirtiendo en  su vivo retrato a medida que abandonaba la niñez y se instalaba en la adolescencia. Jaime recordaba a Rosalía en los ojos de su hija, en sus ademanes, en su alegría contagiosa.
        Cada verano Jaime e Inés pasaban unos días de vacaciones en aquel pueblecito de la costa cántabra donde había conocido a la que sería su esposa. Allí, asomado en aquella terraza, le parecía escuchar su voz, aquella risa tan abierta como el mar que tenía enfrente. Llevaba años alquilando el mismo apartamento. Doña Carmen, la propietaria, se lo guardaba año tras año.
        Inés abandonada la adolescencia se quiso independizar. Había terminado sus estudios y encontrado trabajo. No se atrevía a dejar a su padre. Sabía que los recuerdos junto a la soledad podían pasarle factura. Fue mi propio hermano quien le ayudó a dar el paso. -Estaré bien, no te preocupes. ¡Si aún soy joven! Tú has de vivir tu vida… con ese chico…con Carlos. Me parece estupendo que vayas haciendo realidad tus sueños, hija. Vive. Yo estaré feliz.  Además vivimos en la misma ciudad. ¡Tampoco te vas al fin del mundo!-. Jaime se quedó algo más solo; pero el tiempo obra milagros.
       Fue el primer año que Jaime viajó sin su hija a “su apartamento”, como él lo llamaba, norteño.
       El día había amanecido gris. Oscuros nubarrones ceñían el cielo. La tormenta que parecía querer descargar a cada momento no llegó a producirse, pero el día invitaba más al paseo que a tomar el sol en la playa. Jaime tomó el coche y decidió dar una vuelta por alguno de los pueblos del interior que tanto le gustaba visitar. Todos los años hacía alguna excursión con su hija. Aquel año era la primera vez que iba solo. Detuvo el coche en un pueblecito que no conocía. Fue descubriendo el sabor de los pueblos cántabros: aquellas hermosas casas solariegas  adornadas de mil  flores. Los pequeños pero bellos jardines cuidadosamente mantenidos, su verdor. El aire estaba impregnado de olor a heno, a establo, a ganadería… y a mar.  Pero, curiosamente, era un olor tan característico que no hería. Era el olor que correspondía a ese espacio de montaña en el que el mar se veía a lo lejos.
       A Jaime siempre le habían gustado las antigüedades. Sabía distinguir muy bien lo viejo de lo antiguo. Hasta donde le dejaban sus posibilidades económicas procuraba hacerse con algún objeto de su interés; de esta forma había logrado juntar una pequeña colección de cierto valor. Se quedó prendado de una casa norteña de amplios miradores  y gruesos muros. Tres arcos se abrían en su portada dando paso al soportal y al amplio zaguán convertido en tienda de regalos. No era amigo de regalos de vacaciones pero aquella tienda le pareció interesante. Era como si le estuviera aguardando. En su interior convivían en armonía los típicos regalos con alguna pieza antigua que pronto llamaron su atención. Una mujer vestida de azul y amplia sonrisa atendía el negocio.
        A esas horas de la mañana el único cliente de “Alhacena”, nombre del comercio, era Jaime que miraba absorto alguna de las piezas que le interesaban. Tomó una talla de piedra entre sus manos y sonrió. De lejos le había engañado. Pero no era mala la copia: el cuerpo de la imagen era hierático, los pliegues de la ropa caían con pesadez de forma vertical, sin formar ondas, y el niño estaba sentado sobre las rodillas de su madre, en el mismo centro y frontalmente, dando la espalda a la virgen y generando de esta forma la impronta de ser el personaje principal. Vamos al mejor estilo románico. La escultura pétrea se veía ennegrecida, sin duda con humo,  técnica empleada ya por los romanos en la antigüedad (ya sabes que los romanos ennegrecían los retratos de sus antepasados para darles más antigüedad, ya que a más número de años mayor abolengo). Todo ello lo sabía muy bien Jaime, por eso sonreía.
       La mujer, que lo observaba de lejos, vio la sonrisa del hombre y comprendió con rapidez el motivo, pero  pudo más la curiosidad y se acercó para constatar con cierta ironía e inocencia: no es original, nada de lo que hay en esta tienda lo es.
      -Salvo usted –contestó Jaime con rapidez mientras posaba sus ojos en la transparente y azulada mirada de ella.
        La mujer no pudo por menos que reír, con una carcajada limpia, clara y honesta. Su tez morena, casi atezada por el sol, contrastaba con sus cabellos largos y rubios, casi blancos. En la comisura de los labios,  al igual que alrededor de sus ojos, se formaron unas insinuantes arrugas que daban mayor vivacidad a aquel rostro. Le hacían más humano, más bello.
       -¿Se ve que entiende usted de arte?
        -No…bueno quizás un poco. Al observarla de lejos me había desconcertado –continuó hablando mientras seguía contemplando la imagen-. Pero estaba claro desde un principio que se trataba de un engaño.
      -¿Engaño? – comentó la mujer sin descomponer la sonrisa- ¿Se ha fijado usted en el precio?
      -Claro, tiene razón –dijo al comprobar la etiqueta-. Discúlpeme empleé mal la palabra. En desagravio tendré que comprarla.   
       Siguieron hablando a medida que recorrían los estantes de la tienda. Fuera porque Jaime hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer. Fuera porque la primera respuesta que le diera aquel cliente le pareció a ella: inteligente. El caso es que la conversación les llevó al conocimiento y éste a un principio de amistad que se fue afianzando a lo largo de los días que Jaime estuvo en su apartamento de verano. Siguieron viéndose al atardecer cuando ella cerraba la tienda.  Paseaban por la amplia playa las veces que ella se acercó al apartamento, hasta que las noches y el rumor de las olas les envolvía. Se contaron sus vidas .Se amaron.  Ella se llamaba Marina.
      Y ahora Jaime de nuevo estaba allí, asomado hacia el mar. Habían pasado casi quince años desde el día que conoció a Marina. Recordaba las conversaciones con Inés. La chica no quería entender la nueva realidad de su padre por mucho que él le explicara que el recuerdo de su madre, Rosario, era inviolable para él, pero que la vida en ocasiones nos da una segunda oportunidad y que no estaba dispuesto a dejar de estar con Marina. Recordó también cuando su hija le espetó: “No, si terminarás casándote con ella y olvidándonos”. Jaime con seriedad le dijo mientras la abrazaba: “No es ningún capricho de verano. Tengo casi sesenta años y la inmensa suerte de haber amado a tres mujeres…de amar a tres mujeres –rectificó-. La vida es así, Inés. Si me quieres, cosa que no dudo, debieras de desear que fuera feliz”. Fue Carlos quien convenció a su esposa  que su padre tenía todo el derecho del mundo a vivir su vida.
         Más aquella conversación no curó del todo la herida abierta y padre e hija se fueron  distanciando  mientras su relación con aquella mujer que el destino había puesto en su camino se fue consolidando. Durante los meses de verano viajaba cada fin de semana en busca del mar, sin olvidar nunca sus vacaciones estivales. A partir del otoño era Marina quien se iba a vivir al “foro”, como ella decía. Ninguno de los dos podía abandonar su vida a favor del otro. Ambos se hallaban atados a su pasado:  Jaime a su trabajo y a su familia, cuyo alejamiento no podía soportar. El nacimiento de Rosalía, como quiso llamar Inés a su hija, vino a suavizar un tanto aquella situación que  el padre  no entendía. Por su parte Marina vivía de lo que su tienda le producía. La tenía abierta la temporada de verano: de mediados de mayo a los últimos días de septiembre. Hasta conocer a Jaime nunca se había planteado que la vida para ella estuviera fuera de la rutina en que aquélla le había envuelto. Años atrás había conocido el amor, pero  no salió bien y desde entonces vivía para su pequeña tienda, su mar y sus montañas. Jaime había trastocado todo aquello.
        Habían pasado casi quince años, como un soplo, desde que se conocieron. La felicidad estuvo siempre a su lado. Poco necesitaban para entenderse; tan sólo una mirada. Y fue una de aquellas miradas de Marina la que sobresaltó a Jaime. Vio tristeza en sus ojos. Tomó su rostro entre las manos y preguntó: -¿qué ocurre?- No podía engañarle; se conocían demasiado. Le confesó que estaba enferma desde hacía tiempo. Que no se había atrevido a decírselo al principio por temor  y con el paso de los meses porque deseaba ser feliz hasta el último momento.  Que los médicos le habían dado pocos meses de vida.
      Y ahora estaba allí; asomado en la terraza mirando el mar. Ese mar que tanto había amado Marina y donde le había dicho quería reposar: “Esparce mis cenizas junto a las rocas, allá al fondo de la playa; procura que sea al atardecer, me hará recordar lo felices que fuimos en aquel lugar”.
      Jaime sólo esperaba que el sol se ocultase a lo lejos, tras la torre de la iglesia del pueblo para cumplir el último deseo de Marina.”

2 comentarios:

  1. Leídos el capítulo anterior que lo encuentro fresco y ágil, me ha venido a la mente el recuerdo de este que lo has incluido. Me gustó entonces y me sigue gustando ahora.
    Yo también ando alejado un poco últimamente porque la vida real me tiene acelerada y ocupada. Pero todo se andará. Nos seguimos leyendo. Un abrazo y disfrutar del verano que llego muy pronto,

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  2. Hola Katy: te echaba en falta. He estado en Madrid unos días viendo actuar a mi hija. También yo estoy un poco alejado de este mundo. Un abrazo

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