miércoles, 30 de abril de 2014

En el refugio de los sueños: LA MUJER DEL SOMBRERO (9)

Hay más pasión en los ojos de aquel chico que en todos los besos que Luis pueda darme –pensaba Cristina con el mentón apoyado sobre la carpeta azul que viajaba junto a su pecho.
       La ciudad hervía de sopor; el verano se estaba haciendo insoportable. El asfalto era una masa recalentada que exhalaba un sudor vaporoso. Podía observarse en aquella gran avenida, en la lejanía, un efecto óptico por el que parecía que  los edificios, los coches, las fuentes de las glorietas,  las acacias de los laterales del paseo, tuviesen vida propia convertida en una especie de ondulación acuosa como si alguien, allí al fondo, estuviese moviendo con suavidad una enorme pieza plástica transparente. La sola visión producía agotamiento. Cristina observaba, a través de los cristales opacos de sus gafas, aquel espejismo, ensimismada. El cielo, azul lechoso, no admitía una mirada.
        Cruzó la avenida. Sus pasos -¿premeditados?- la llevaron hasta la cafetería en la que trabajaba Rubén. Se sentó junto al pequeño jardín que rodeaba el establecimiento. La frescura que ascendía desde la tierra húmeda la reconfortó. Se respiraba y hasta parecían mitigarse los ruidos de los coches que transitaban a gran velocidad a pocos  metros de los veladores.
        Iba a dar plantón a Luis. Lo sabía antes de dirigirse hacia Rubén. Experimenta, le había dicho doña Soledad apenas una hora antes.
        -Buenas tardes, Cristina. ¿Una caña, o aún no han pasado catorce meses? – dijo a su espalda una voz aguantando algo más que una sonrisa, una voz profesional.
        - No, aún no han pasado –contestó la chica volviéndose hacia Rubén- Tan sólo unos días.
        - Pues se me va a hacer eterno. ¿Coca-cola, entonces?
        - Sí, claro, coca-cola.
        Rubén pudo notar como el atezado rostro de la chica se turbaba ante la eternidad que acababa de proponer.

        Los besos no estaban prohibidos como el alcohol. Para ello tuvieron que esperar; Rubén no terminaba su trabajo hasta las diez. A esa hora ya era casi de noche en Madrid. El Paseo de Recoletos fue testigo de los primeros escarceos del amor. Andando y mirándose a los ojos bajo cada farola se fueron conociendo. Los ojos de él eran negros, profundos, anunciaban alegría, y los de ella no paraban de mirar a Rubén. La estatua de Cibeles pareció sonreírles a su paso. Ellos ajenos a todo no se fijaron en la diosa que parecía vigilarlos desde su carroza pétrea. Bajaron por el Paseo del Prado enlazando sus brazos en la cintura. ¿Demasiado deprisa? –pensaba Cristina, a la que el pensamiento no lograba arrebatarle la intensidad del deseo y se dejaba llevar en volandas por éste-. Rubén, por el contrario, no pensaba en otra cosa que no fuera en sostener la cálida mirada de la chica. Se sentaron en un banco del desierto paseo, frente a el busto de Velázquez iluminado por la luz tenue de una farola próxima. Hasta el banco no llegaba la luminosidad, por lo que el pintor no podía ver como los rostros de aquellos dos seres, que empezaban a conocerse, se iban juntando hasta que sus bocas se unieron, retrocediendo y avanzando buscando el sabor de los labios. El sabor de las manzanas verdes se aposentaba en los de Rubén –al menos eso le pareció a Cristina mientras permanecía con los ojos cerrados.


- Los jóvenes de ahora no paráis de jugar con esos cacharros del demonio que siempre lleváis encima. Ni para hablar con los demás dejáis de utilizarlos. ¿Qué demonios os pasa? ¿Es que no sabéis hablar a la cara?
        Parecía enfadada. Doña Soledad se refugiaba, aquella tarde, tras unas enormes gafas de concha y cristales tintados. El vestido seguía siendo impecable, al igual que sus uñas esmaltadas y el carmín rojo de sus labios. Siempre el sombrero, inamovible.
       -Estoy enviando un guasap a Luis… mi novio.
       - ¿Un qué?
       - Un mensaje por el móvil. Ayer por la tarde le di plantón. No… pude ir a buscarle –mintió.
      - ¿Espero que fuese por una buena causa?
      - Sí… eso espero, al menos –respondió Cristina.
      - Eso está bien. A ver, a ver, explícame eso del…  ¿guasap dijiste que se llamaba?
      - Sí, doña Soledad, es un mensaje que se envía por el teclado del móvil a la persona que tú quieras.
      - Y, ¿no os confundís con esas letras tan pequeñas?
      - A veces, pero se entiende lo que dices.
      - Mira, a mí de joven me gustaba escribir. Me decían que no lo hacía mal… los aduladores, claro. Recuerdo algo que garabateé con relación a las letras de la máquina de escribir… ya sabes, entonces no existían los celulares manuales ni las computadoras. Ves son términos que se me quedaron de mi aventura argentina. Te cuento lo que escribí hace ya muchos años, a ver si me acuerdo bien:
       “ Aquel hombre se estaba volviendo loco, no podía entender el teclado de aquella máquina infernal. Quién demonios había diseñado colocar las letras en el orden en el que aparecían. Los números estaban bien, todos seguiditos; incluso los signos de puntuación podían tener su lógica; además pocas veces se usaban; al menos él pocas veces los utilizaba. Figuraban allí porque tenían que ponerlos para la gente que sabía escribir sin faltas de ortografía, y que eran conocedores de los signos de puntuación. A él la verdad es que le daba lo mismo, hubiera sido capaz de rellenar un libro del grosor del Quijote, sin apenas utilizar esos dichosos puntos. Eso sí, consideraba que el punto redondo, ese que se pone al final de cada frase y que sirve, normalmente, para finalizar un relato, era imprescindible. Pero hubiera bastado con ese punto, y con los números.
      ¡Pero las letras, que son capaces de contar, por sí solas, una historia u otra, un relato u otro, quién demonios dispuso que estuvieran colocadas de esa manera tan arbitraria! Cuando se levantaba por la mañana y se duchaba y acicalaba, se iba sobre el teclado para escribir. Se había levantado de buen humor y sin embargo al releer lo que el pensaba haber escrito se encontraba con una historia muy distinta, llena de amargura, como si alguien hubiera llevado su mano sobre el teclado y hubiera escrito por él. La culpa era de esas malditas teclas que no tenían un orden debidamente establecido. Cuando ésto le sucedía recordaba su infancia con los hermanos maristas. Ellos le habían enseñado, en tardes inacabables, el alfabeto: a, b, c, d…, ¿para qué le servía ahora ese aprendizaje? Las letras del teclado no estaban en su sitio. Decidido a solucionar esta situación optó por poner en práctica una atrevida idea. Observó, dando la vuelta al plástico que contenía las teclas, que estas podían desprenderse sin gran dificultad de las sujeciones que las prendían a aquella especie enganches metálicos. Fue quitándolas una a una y ordenó las teclas alfabéticamente como le habían enseñado aquellos frailes en tardes interminables. El resultado fue maravilloso: en la primera línea de la parte superior iban los números, debidamente dispuestos, en la segunda línea las letras, empezando por la A, como Dios manda, seguía la B, la C… hasta la J. La tercera y cuarta línea fueron compuestas en el mismo orden. Y resultó. Desde aquel día si escribía una historia de amor, salía la historia que el quería contar; si escribía un artículo para un periódico, pues nada lo mandaba al rotativo sin ningún problema. ¡Con lo fácil que era! –exclamó sin que nadie le oyera”.
        -Pues eso, mi niña, que os complicáis demasiado la vida con esos trastos.

viernes, 4 de abril de 2014

En el refugio de los sueños:LA MUJER DEL SOMBRERO (8)

Agosto finalizaba sin que el intenso calor se hubiera tomado unos días de descanso en la capital. Había un bochorno difícil de soportar a aquella hora en la que Cristina acudía, como cada tarde, a hablar con la señora Mendieta de Queirós como gustaba que la llamasen. Es curioso, a mí –pensó la chica mientras transitaba próxima a la vivienda de la anciana- casi me permite tutearla. Cruzó el portal y la mirada con Anselmo, el empleado de la finca. Un golpe de frescor agradable le golpeó el rostro nada más traspasar el umbral de las puertas abatibles cuyos frontales metálicos estaban primorosamente dorados con aquel producto mágico llamado “Sidol”. La botonadura antigua y conservada del ascensor presentaba el mismo aspecto de limpieza. En aquel lugar parecía que el tiempo se hubiera detenido y que a los modernos elevadores digitales se los hubiera prohibido la entrada. Suspiró mientras subía al ático.
        -Te noto triste esta tarde, mi niña. ¿Qué te ocurre?
        -Nada, doña Soledad, no se preocupe. Luis…mi novio, bueno no sé muy bien si lo es. Creo que no le quiero como debiera o él a mí…no sé, estoy hecha un lío.
       -Es que eres muy joven, mi niña. Tienes que vivir. No te ates a un muchacho todavía, será difícil que te salga bien, por no decir imposible. Vive, sal con chicos y chicas de tu edad… experimenta… pero eso sí, con cuidado. Yo estaba ya casada, llevaba siete u ocho años, y lo hice… experimenté –dijo quedamente intentando que Alfredo no la oyese, como si éste pudiera hacerlo desde el otro mundo-. (Cristina abrió la boca y los ojos al mismo tiempo). Y no era fácil en aquellos tiempos: la  buena moralidad, a veces falsa, y la decencia, entre comillas, estaban muy extendidas. También te diré que hubiera sido incapaz de hacer sufrir a mi esposo, al que quiero con locura, pero… no sé, aquel italiano me embaucó con su palabrería; bueno en realidad era cubano pero vivió casi toda su vida en Italia, su familia procedía de esa península. Era escritor. Fue muy famoso por aquellos años en que nos conocimos y posteriormente aún más. Hace años que murió…unos veinticinco o quizá más. Se casó con una belleza: Esther, argentina. Atractiva, morena, sensual; lo tenía todo. Hicimos también buena amistad, la llamábamos familiarmente “Chichita”; no se perdía ninguna fiesta: Su esposo solía ser el invitado de honor a toda reunión que se preciase. Había que aparentar aunque interesase poco. Era la cultura. Ya sabes la hipocresía también reinaba por entonces. Pues sí, mi niña, tuve un “affaire” con aquel hombre. Yo tenía unos treinta años y él era algo mayor, unos treinta y cinco. Que yo sepa aún no conocía a Esther. Era un hombre libre, pero yo no, y aún así caí rendida a su forma de hablar, a aquellos ojos negros como tizones, a su piel cobriza, caribeña, y a la elegancia que emanaba .Vestía sin estridencias pero muy “gentleman”; lo recuerdo siempre de blanco. Duró poco, dos o tres meses…suficiente…
        Cristina escuchaba con los ojos abiertos, sin pestañear. Hacía tiempo que no tomaba apuntes en su cuaderno. Le interesaba más la historia que cualquier cosa que pudiera anotar, no quería perderse ni una palabra.
       …En un momento de cordura supe que debía abandonarlo. Sabía que era lo mejor. Sé que él trató de  acercarse a mí pero no lo permití. Me escribió numerosas cartas que no contesté. Las troceaba después de leerlas. Tan sólo guardé una, la última que escribió. Lo hizo empleando el pasado, sabedor de que lo nuestro era innegociable. Ésta –dijo sacando un papel doblado y amarillento de entre las hojas del libro que parecía vivir con ella-:
           "Se fue sin un  adiós. Me abandonó como se abandonan los zapatos viejos. Sin hacer ruido. Debió de hacerlo descalza. Siempre le gustó andar así por la casa, por nuestra casa. Nunca olvidaré aquellos pies desnudos, inocentes, blancos, frágiles… y largos, muy largos, al menos a mí siempre me lo parecieron. Ella siempre fue así: imprevisible. Era lo que más me gustaba de nuestra relación. Nunca te daba motivos para aburrirte; el tedio no le pertenecía. Si tuviera que describirla sería una mariposa llena de colorido, de vistosidad, de ligereza. Así eran sus manos, se movían a velocidad inasible. No paraban un segundo, ni cuando estaba tranquila sentada en aquella butaca de orejeras, tapizada a cuadros, leyendo. Cuando leía, fumaba, y el humo del cigarro dibujaba  “huellas en el aire”(* frase de Mateo Iglesias Sampedro (8 años)). Sus manos siempre me intrigaron; a menudo me preguntaba cómo era posible que sirvieran  para acariciar mi piel con aquella suavidad que me llevaba al arrobamiento y al mismo tiempo anduviesen entre cazuelas preparando aquellos guisos de su tierra. Mi abuela, respondía cuando le preguntaba. Hasta entonces sólo me había abandonado para urdir  entre fogones la olla podrida con la que agasajarme, poderosa le llamaba ella –nombre que siempre intrigó a mi ignorancia culinaria-, o lentejas medievales, o aquella  sopa que llenaba de olores de carne, huevos, patatas y cebolla la pequeña cocina de nuestro apartamento. 
        Su cuerpo era de apariencia endeble al mismo tiempo que fibroso cuando estallaba en movimientos rápidos y armónicos; exhalaba una fuerza interior difícil de adivinar para quien no la conociera. Así era ella, y mucho más.
       Ahora se había marchado. No me sorprendió su partida, su huida. Hubiera preferido vivir con ella toda una eternidad, pero desde que la conocí presumía su abandono. Sí diré que  me extrañó mi desconsuelo,  precisamente porque sabía de él desde un principio y no debiera haberme dolido, aunque mi mirada estuviera fija en la calle, en el vacío, en la nada, desde aquel ventanal de nuestra habitación, durante muchos minutos, sin pestañear: recordando. Me dejó solo, muy solo…abatido,  desamparado, preguntándome cada minuto que siguió a su huida si alguna vez había existido aquella mujer de  mirada verde y penetradora.
     Recorrí toda la casa huérfana de ella, de su cuerpo, de sus manos, de su olor; aquellas paredes dejaron de pertenecerme cuando ella partió. Algo se había roto definitivamente. Estuve despidiéndome del que fue nuestro refugio  tan sólo unos meses. Cada habitación seguía oliendo a ella, a ese perfume que siempre llevaba. ¿Lavanda, tal vez? El olor de la última cena que preparó, quizás para que no le olvidara,  aún viajaba por el techo del salón. Un recuerdo más, sin duda, que no acertaba a salir por las ventanas.  Había alguna foto, claro. Pero su presencia era más profunda; parecía flotar en el aire. No estaba, por mucho que la anhelase se había ido. Nada me dejó escrito, tampoco lo hubiese esperado. Ella era así: como la brisa. No obstante algo olvidó: su último beso depositado en aquel pañuelo de papel, abandonado en el borde del lavabo, con el que se acarició la hermosura de sus labios poco antes de partir, de marcharse para siempre".
    Pues esa fue una ...experiencia... de la que tampoco me arrepiento, mi niña, y es que la vida a veces te pone en situaciones que no puedes evitar... o no quieres, claro. Pero tú ten cuidado, no sigas los consejos de esta mujer pasada de moda. Pero eso sí: ¡Vive!, que nadie lo haga por ti. Así no te arrepentirás nunca de nada.