“Las olas chocaban contra el lateral del buque a medida que éste se deslizaba por las gélidas aguas del Mar del Norte. Norman había salido al exterior bien pertrechado en su abrigo gris. El cuello, alzado, le cubría prácticamente toda la cara; tan sólo sus ojos permanecían al descubierto, escrudiñando el mar. Fumaba llevándose el cigarrillo a los labios por la angostura que dejaba el cuello de la prenda sujetado con su mano libre. El viento le azotaba el rostro entumecido, pero le hacía bien. Siempre le habían gustado los espacios abiertos, por eso había subido a la cubierta desdeñando la comodidad que le brindaba su pequeño camarote. Desde el lugar en que se encontraba podía divisar, apenas girando levemente la cabeza a su derecha, el puesto de mando y sombras que se movían en su interior. La tripulación velaba por los pasajeros desde aquella pequeña atalaya abierta al océano - pensó-. Un pequeño ruido, a su izquierda, sobre el bruñido entarimado de la cubierta atrajo su atención disipando sus pensamientos. Una mujer embozada en una gabardina de color claro acababa de apoyarse en la barandilla a escasos metros de él. La mujer fumaba mientras miraba con fijeza a las olas como si éstas hubieran de traerle noticias o recuerdos.
Estaban solos en aquellos breves minutos en que el atardecer separa el día de la noche; los negros nubarrones acentuaban la sensación de oscuridad únicamente rota por las luces que hacía poco tiempo se habían encendido sobre cubierta.
Cómo entablar una conversación con una desconocida -se preguntó Norman-. Claro que si no lo intento nunca dejará de serlo –el mismo se contestó.
-No es de creer que aquí gocemos de esta tranquilidad, cuando existen tan malos presagios en Europa– comentó sin dejar de mirar al mar.
-Cree usted que habrá guerra –contestó la mujer desviando su mirada hacia el hombre.
-Sí, sin duda –afirmó Norman, devolviéndole la mirada.
-Parece que no tuvieron bastante con la primera.
-Veinticinco años y ya estamos otra vez enzarzados.
-Bueno, quizás esta vez sea diferente.
-De eso puede estar segura. Será diferente y peor.
-No le veo muy optimista al respecto –dijo la mujer que había vuelto su mirada hacia las olas que seguían azotando el costado del buque.
-Mis negocios me lo dicen. Viajo de Noruega a Dinamarca por este motivo. A medida que se va consolidando la certeza de una gran confrontación bélica, mi empresa gana en prosperidad.
-¿A qué se dedica?
-A derivados del acero. Ese material tan necesario para fabricar… ya me entiende. ¿Y usted, cuál es el motivo de su viaje por esta zona que en cualquier momento puede saltar por los aires?
-Le entiendo. Mi motivo es familiar. Sólo hago escala en Dinamarca un día. Luego prosigo viaje a los Estados Unidos. New York me espera –dijo mientras lanzaba un suspiro.
-También es mi destino final –aclaró Norman-. Pero debo permanecer en Europa por algún tiempo.
Norman se acercó a la mujer al ver que intentaba encender un nuevo cigarrillo. Sus ojos se encontraron por un instante. La mirada de ella hizo mella en Norman. Tuvieron que colocar juntas las manos para que el aire no apagase la llama del mechero del hombre.
-Gracias –musitó ella-. Me viene bien fumar; disipa mis preocupaciones.
Norman – cortés- no preguntó por ellas. La mujer se lo supo agradecer con una sonrisa que iluminó su cara.
-¡Tiene las manos heladas! Quizás estemos mejor en el interior. La noche ya está aquí y dentro de poco hará más frío.
-Estoy bien aquí, al menos de momento. El camarote me agobia –dijo ella-.
-Estoy con usted. A mí me sucede lo mismo. Perdone que me presente… me llamo Norman, Norman Scott.
La mujer parecía haberse abstraído de nuevo. Miraba al mar con fijeza. Las olas batían la nave cada vez con más virulencia. Se llevaba el cigarrillo a los labios y exhalaba el humo que se desvanecía en el aire envolviendo su blanco rostro como si la neblina le alcanzase súbitamente. Norman no había dejado de mirarla desde que le dijese su nombre. Tal vez había dicho alguna inconveniencia. Sintió que ella no deseaba continuar con la charla y optó por hacer un gesto a modo de saludo para retirarse.
-No, espere. Disculpe. Yo y mis pensamientos. No desearía haberle parecido grosera. Me llamo Rebeca. Y creo que tiene razón deberíamos entrar; el frío me va calando hasta los huesos. Me vendría bien tomar algo caliente. Un coñac…quizás.
Entraron. El pequeño bar era acogedor. Apenas unos pocos pasajeros se encontraban allí. Viajar en esos días era un riesgo. Los acontecimientos parecían agolparse, y los malos presagios estaban en las mentes de las personas. Sólo si era una necesidad que no se pudiera postergar, la gente podía arriesgarse. Por eso se extrañaba Norman del viaje de Rebeca, pero se abstuvo de preguntarle. Pidieron dos coñacs. Norman tuvo un rato la copa entre las manos. Rebeca se la llevó a los labios casi de inmediato.
-Reconforta –dijo-. ¿Acaso no le gusta el coñac y únicamente lo ha pedido para acompañarme?
-No –sonrió Norman-, es que calentándolo con las manos sabe mejor; desprende más los aromas. De hecho las bebidas frías no me gustan demasiado.
Rebeca miró a los ojos de Norman y se dispuso a seguir su consejo.
-Tiene razón –comentó.
- Mañana temprano entraremos en el puerto de Haustholm. Supongo que esperará usted allí el próximo embarque para Estados Unidos.
-Sí, es lo más cómodo.
-Yo he de viajar por tren a Copenhague. No sé si es atrevimiento por mi parte, pero si me lo permite puedo quedarme en Haustholm hasta que zarpe su barco. Mis contactos daneses bien pueden esperar un día. ¿Qué me contesta? –preguntó Norman al ver que la mujer dudaba.
-Claro –contestó ella después de unos instantes-. Nos haremos compañía mutuamente. Seguro que me viene bien alejarme de mis preocupaciones por unas horas.
A Norman empezaba a gustarle aquella mujer de aspecto vulnerable pero tremendamente atractiva. Había podido comprobar, al quitarse ella el abrigo, su seductora figura. Todo su cuerpo atraía. Sus ojos azabaches, sus rasgos…ligeramente orientales sin serlo. Los pómulos rectos y afilados, como si alguien se los hubiese cincelado. Los labios invitaban a ser visitados. Tenía las manos largas y blancas, y cuidadosamente cuidadas las uñas. El pelo caía sobre sus hombros enmarcando su precioso rostro. Toda una belleza –pensó y sus pensamientos se fijaron en sus ojos haciendo comprender a la mujer el atractivo que provocaba en Norman.
Las horas pasadas juntos en la ciudad de Haustholm no hicieron sino confirmar el atractivo que sentían el uno hacia el otro. Ninguno tenía compromisos personales al otro lado del mundo y de una forma natural, como si estuviera así escrito, se fueron acercando. Enamorarse quizás no fuera la palabra en esos momentos; acababan de conocerse pero sentían que aquella travesía había unido sus destinos tal vez para siempre. Mirándose a los ojos y con las manos unidas debían de despedirse en la dársena. Ella había de embarcar.
-¿Volveremos a vernos? –dijo él.
-Tal vez –contestó ella. Ambos vivimos en New York. La ciudad es grande pero…
-Como te dije he de permanecer por algún tiempo en Europa…cuatro o cinco meses a lo sumo. Te propongo quedar dentro de seis meses a las cinco de la tarde en la terraza del Empire State, dicen que hay vistas maravillosas desde allí.
-Las conozco y los atardeceres son muy hermosos – contestó Rebeca.
-Así sabremos si esta relación tiene futuro. Nos veremos pues el 22 de abril del próximo año, a las cinco de la tarde.
Como si de un juego se tratase cerraron el compromiso con un beso en los labios. Él vio como ascendía las escaleras y saludarlo desde cubierta. Norman no abandonó el muelle hasta que el barco se perdió en el horizonte.
Y pasaron seis meses.
El día señalado, Norman cogió el ascensor y pulsó el último piso del Empire State. Llegó con quince minutos de adelanto. Desde aquella terraza se veía todo New York y la vista le hizo recordar el Mar del Norte. Allí también llegaba el aire a ráfagas, aunque esta vez no fueran tan fuertes. Esperó. Rebeca no se presentó. ¿Le había olvidado? Le pareció extraño. Recordó que si algo le había atraído de aquella mujer era su aparente falta de interés, que él achacó a los problemas personales que parecía tener, pero que sin embargo la joven reaccionaba al instante y resultaba agradable su compañía. Estos meses se había ido enamorando de ella profundamente y ahora le pareció haberla perdido. Sin duda –se dijo- habrá cambiado de parecer hacia mí. Ese era el compromiso que pactaron. Eran más de las ocho, noche cerrada, cuando abandonó la terraza y con tristeza fue olvidándose de Rebeca. Norman nunca sabría que la mujer había sufrido un accidente al acudir a su cita”.
NOTA: Este es el argumento(más o menos) de la película TÚ Y YO, dirigida en 1939 por Leo McCaney y protagonizada por Irene Dunne y Charles Boyer. El mismo director haría años más tarde un “remarke” con Cary Grant y Deborah Kerr. El motivo de haberlo escrito se debe a mi inconsciencia y falta de respeto hacia EL MÓVIL. ¡Con lo fácil que hoy en día hubiera sido ponerse en contacto con este artilugio del demonio! Pero… que maravillosa película nos habríamos perdido… o no.
martes, 22 de octubre de 2013
martes, 15 de octubre de 2013
En el refugio de los sueños: El maqui de Isábena
Habían pasado ya cinco años desde aquel 1 de abril del treinta y nueve. Los primeros indicios se dieron tras el caluroso verano. En la taberna no se hablaba de otra cosa: los guerrilleros republicanos habían regresado por el valle de Arán y se estaban posicionando por la serranía oscense. Había cierto temor entre la población del pequeño pueblo de Lascuarre. El recuerdo de la cercana guerra civil anidaba en los corazones de sus habitantes. Poca era la gente que deseaba, de nuevo, la confrontación con las fuerzas del nuevo régimen. La Guardia Civil y el propio ejército franquista controlaban la frontera con Francia para impedir que los republicanos que habían logrado huir, en los últimos días de la guerra, pudieran regresar. Lo que ignoraban era que algunos nunca se habían marchado y permanecían escondidos en sus hogares o en casas de sus amigos o familiares.
Andrés Luque se había casado con su novia de toda la vida. Ella se llamaba Carmen, Carmen Rubí Pla y había nacido en la humilde casa, contigua a la de Andrés, en aquel pueblo de la provincia de Huesca. En la primavera del año treinta y seis, y sin intuir tan siquiera los sucesos de meses después, Andrés y Carmen se desposaron en el salón principal del ayuntamiento. Fue un día festivo en el que los protagonistas se juraron aquel amor eterno que habían conocido desde su adolescencia, y del que participaron la mayoría de los lugareños.
Andrés estaba afiliado a la Casa del Pueblo desde que cumplió los veintiún años de edad. Socialista convencido, no participaba, sin embargo, en actividades del comité por lo que no era considerado un miembro relevante del mismo. Cuando estalló la guerra formó parte de los batallones republicanos que lucharon contra los rebeldes. El curso de la confrontación le deparó, como a tantos otros, el tener que alejarse de su esposa y de los suyos durante tres interminables años. Apenas estuvo con Carmen durante la contienda: sólo durante algún permiso y en momentos en que el frente se desplazaba por otras zonas de la geografía española.
La guerra terminó aquél 1 de abril, y como sucede en todas las guerras vino a finalizar para los vencedores. Los vencidos tuvieron que huir en su inmensa mayoría. Andrés y sus compañeros tenían fácil la escapatoria: los pirineos estaban cerca. Pero Andrés decidió quedarse. No lo dudó. Para él Carmen lo era todo, lo demás poco le importaba. Hubo de esconderse, al principio de casa en casa de amigos y familiares y siempre con el temor a ser delatado. Optó al final por ocultarse en su propio hogar tras hacer correr el rumor de haber huido definitivamente. Tras la chimenea de la cocina habilitaron un pequeño espacio comunicado por el exterior de la vivienda. Allí permaneció oculto durante casi cinco años. Alguna noche salía de su madriguera a respirar el aire que descendía desde las montañas cercanas y a abrazar a su esposa. Únicamente Carmen y Antonio Fraguas Luque, hijo de su tía Ángela, sabían de su existencia. La Guardia Civil, aunque revisó su casa en más de una ocasión, nunca dio con el escondrijo. Para los lugareños Andrés se había echado al monte, o en el peor de los casos lo dieron por muerto. Cuando los maquis aparecieron por el valle de Isábena, nadie dudó que Andrés, se encontraría entre ellos, salvo que hubiera caído en manos de la Guardia Civil, pues raro era el día que no viajaban hasta el pueblo noticias desalentadoras sobre el destino de aquellos últimos guerrilleros que uno a uno fueron siendo abatidos.
El tiempo, ese eterno señor que quita y pone razones, empezó a obrar en contra de Carmen. La mujer quedó preñada. Su embarazo se hacía día a día evidente. Habían tomado durante más de cuatro larguísimos años de cautiverio todo tipo de preocupaciones a su alcance; pero al final la naturaleza se había impuesto. Desde su conocimiento Carmen se pasaba el día penando de habitación en habitación. Apenas sí salía a la calle. Andrés se martirizaba en su agujero sin hallar respuesta a su incertidumbre. Si aparecía era evidente que la Guardia Civil caería sobre él, pero no podía dejar a su esposa en boca de las habladurías de la gente del pueblo. Él no existía.
Andrés y Carmen jamás pudieron pensar que la solución vendría del primo Antonio. Éste les propuso casarse con Carmen y dar sus apellidos a la criatura que habría de venir. ¿Solución? No era fácil tomar una decisión y tampoco el tiempo obraba en su favor.
Quizás sea éste un momento para el amor, para el auténtico amor. Por amor a su mujer y a la vida que habría de tener su hijo, Andrés cedió. Ello suponía alejarse de su casa, abandonar a Carmen y convertir a Antonio en el padre de aquella criatura que había de nacer pronto y que él había engendrado en el vientre de su esposa.
Andrés se echó al monte. El valle de Isábena lo acogió y nunca más se supo de él.
Las autoridades no pusieron ningún tipo de impedimento a que Carmen y Andrés se desposaran por la iglesia, toda vez que no se tenían noticias de Andrés desde hacía más de cuatro años y no daban autenticidad a los matrimonios civiles contraídos en la época republicana. Así pues Carmen y Antonio se casaron. Andrés, Andresito como le empezaron a llamar a medida que fue creciendo y correteaba por las calles del pueblo, se convirtió con el paso de los años en: “el sobrino del maqui”.
Andrés Luque se había casado con su novia de toda la vida. Ella se llamaba Carmen, Carmen Rubí Pla y había nacido en la humilde casa, contigua a la de Andrés, en aquel pueblo de la provincia de Huesca. En la primavera del año treinta y seis, y sin intuir tan siquiera los sucesos de meses después, Andrés y Carmen se desposaron en el salón principal del ayuntamiento. Fue un día festivo en el que los protagonistas se juraron aquel amor eterno que habían conocido desde su adolescencia, y del que participaron la mayoría de los lugareños.
Andrés estaba afiliado a la Casa del Pueblo desde que cumplió los veintiún años de edad. Socialista convencido, no participaba, sin embargo, en actividades del comité por lo que no era considerado un miembro relevante del mismo. Cuando estalló la guerra formó parte de los batallones republicanos que lucharon contra los rebeldes. El curso de la confrontación le deparó, como a tantos otros, el tener que alejarse de su esposa y de los suyos durante tres interminables años. Apenas estuvo con Carmen durante la contienda: sólo durante algún permiso y en momentos en que el frente se desplazaba por otras zonas de la geografía española.
La guerra terminó aquél 1 de abril, y como sucede en todas las guerras vino a finalizar para los vencedores. Los vencidos tuvieron que huir en su inmensa mayoría. Andrés y sus compañeros tenían fácil la escapatoria: los pirineos estaban cerca. Pero Andrés decidió quedarse. No lo dudó. Para él Carmen lo era todo, lo demás poco le importaba. Hubo de esconderse, al principio de casa en casa de amigos y familiares y siempre con el temor a ser delatado. Optó al final por ocultarse en su propio hogar tras hacer correr el rumor de haber huido definitivamente. Tras la chimenea de la cocina habilitaron un pequeño espacio comunicado por el exterior de la vivienda. Allí permaneció oculto durante casi cinco años. Alguna noche salía de su madriguera a respirar el aire que descendía desde las montañas cercanas y a abrazar a su esposa. Únicamente Carmen y Antonio Fraguas Luque, hijo de su tía Ángela, sabían de su existencia. La Guardia Civil, aunque revisó su casa en más de una ocasión, nunca dio con el escondrijo. Para los lugareños Andrés se había echado al monte, o en el peor de los casos lo dieron por muerto. Cuando los maquis aparecieron por el valle de Isábena, nadie dudó que Andrés, se encontraría entre ellos, salvo que hubiera caído en manos de la Guardia Civil, pues raro era el día que no viajaban hasta el pueblo noticias desalentadoras sobre el destino de aquellos últimos guerrilleros que uno a uno fueron siendo abatidos.
El tiempo, ese eterno señor que quita y pone razones, empezó a obrar en contra de Carmen. La mujer quedó preñada. Su embarazo se hacía día a día evidente. Habían tomado durante más de cuatro larguísimos años de cautiverio todo tipo de preocupaciones a su alcance; pero al final la naturaleza se había impuesto. Desde su conocimiento Carmen se pasaba el día penando de habitación en habitación. Apenas sí salía a la calle. Andrés se martirizaba en su agujero sin hallar respuesta a su incertidumbre. Si aparecía era evidente que la Guardia Civil caería sobre él, pero no podía dejar a su esposa en boca de las habladurías de la gente del pueblo. Él no existía.
Andrés y Carmen jamás pudieron pensar que la solución vendría del primo Antonio. Éste les propuso casarse con Carmen y dar sus apellidos a la criatura que habría de venir. ¿Solución? No era fácil tomar una decisión y tampoco el tiempo obraba en su favor.
Quizás sea éste un momento para el amor, para el auténtico amor. Por amor a su mujer y a la vida que habría de tener su hijo, Andrés cedió. Ello suponía alejarse de su casa, abandonar a Carmen y convertir a Antonio en el padre de aquella criatura que había de nacer pronto y que él había engendrado en el vientre de su esposa.
Andrés se echó al monte. El valle de Isábena lo acogió y nunca más se supo de él.
Las autoridades no pusieron ningún tipo de impedimento a que Carmen y Andrés se desposaran por la iglesia, toda vez que no se tenían noticias de Andrés desde hacía más de cuatro años y no daban autenticidad a los matrimonios civiles contraídos en la época republicana. Así pues Carmen y Antonio se casaron. Andrés, Andresito como le empezaron a llamar a medida que fue creciendo y correteaba por las calles del pueblo, se convirtió con el paso de los años en: “el sobrino del maqui”.
jueves, 10 de octubre de 2013
En el refugio de los sueños: La niña que me chupaba los pasteles.
“Fue sin querer/es caprichoso el azar./No te busqué/ni me viniste a buscar”. Escribía Serrat en una de sus canciones del año 2002.
Antes, mucho antes, había conocido a María Ángeles, la niña que me chupaba los pasteles. Ayer, doce de junio del 2013, volví a verla, después de casi sesenta años. No recordaba ya aquella cara infantil, borrada por el tiempo en mi mente, y convertida en un rostro jovial y atractivo en su madurez. Ella, por aquel entonces ignoraba que yo algún día, muchos años después y entre risas, se lo echaría en cara. Yo tampoco sabía que en Burgos existiera una persona tan golosa.
Había acudido con mi esposa y unos amigos a la presentación del libro: “La evolución sin sentido”, obra de los paleontólogos Eudald Carbonell y Jordi Agustí, de la Sierra de Atapuerca, en el Museo de la Evolución Humana. Fue Agustí el que introdujo la palabra “azar” para dictaminar el origen del hombre como especie. Independientemente de las creencias de cada uno, supongo que para un científico esta eventualidad, a la hora de razonar, es más evidente que cualquier tipo de creencia o fe. La charla, distendida entre los asistentes y los presentadores, de alguna forma también tomó el camino del azar.
Y que otra cosa no fue que el azar, la casualidad, el sino… lo que motivó mi rencuentro con María Ángeles. Tras la presentación del libro nos fuimos en grupo a “conversar unas cervezas” (término acuñado por mi buen amigo Fernando López). Durante la amena tertulia salió a relucir, por azar sin duda, que M. Ángeles había vivido en su niñez en el mismo edificio que unos tíos míos, y que era amiga íntima de los tres hijos de ellos. A esa casa mis padres nos llevaban, a mis hermanos y a mí, con relativa frecuencia de visita. Por aquel entonces era muy usual que los mayores recurrieran a familiares y amigos para “pasar la tarde” como solían decir. Y entonces recordé… Recordé que aunque aquellos años eran en blanco y negro, algunos días, los menos, se iluminaban de colores de fiesta: las celebraciones de cumpleaños por ejemplo. Cumpleaños a los que asistía aquella vecina de rizos a la que mis ingenuos tíos enviaban con alguna de mis primas a la pastelería “Luis de Miguel” sita, por aquellos años, en un lateral de la Plaza Mayor (ahora este local está ocupado por un bar: El Soportal), a comprar los pasteles para la colación de la tarde. Aquella niña de calcetines blancos y sandalias del mismo color, con toda su “candidez” iba levantando el envoltorio e introducía uno de sus deditos, el más largo sin duda, para deleitarse con el dulce placer de la crema. He de confesar que desde la distancia no se lo reprocho puesto que yo hacía lo mismo con los de mi casa.
Aclarado el asunto seguimos conversando cervezas entre risas. Y nos dieron las diez…y las once…las doce.
Antes, mucho antes, había conocido a María Ángeles, la niña que me chupaba los pasteles. Ayer, doce de junio del 2013, volví a verla, después de casi sesenta años. No recordaba ya aquella cara infantil, borrada por el tiempo en mi mente, y convertida en un rostro jovial y atractivo en su madurez. Ella, por aquel entonces ignoraba que yo algún día, muchos años después y entre risas, se lo echaría en cara. Yo tampoco sabía que en Burgos existiera una persona tan golosa.
Había acudido con mi esposa y unos amigos a la presentación del libro: “La evolución sin sentido”, obra de los paleontólogos Eudald Carbonell y Jordi Agustí, de la Sierra de Atapuerca, en el Museo de la Evolución Humana. Fue Agustí el que introdujo la palabra “azar” para dictaminar el origen del hombre como especie. Independientemente de las creencias de cada uno, supongo que para un científico esta eventualidad, a la hora de razonar, es más evidente que cualquier tipo de creencia o fe. La charla, distendida entre los asistentes y los presentadores, de alguna forma también tomó el camino del azar.
Y que otra cosa no fue que el azar, la casualidad, el sino… lo que motivó mi rencuentro con María Ángeles. Tras la presentación del libro nos fuimos en grupo a “conversar unas cervezas” (término acuñado por mi buen amigo Fernando López). Durante la amena tertulia salió a relucir, por azar sin duda, que M. Ángeles había vivido en su niñez en el mismo edificio que unos tíos míos, y que era amiga íntima de los tres hijos de ellos. A esa casa mis padres nos llevaban, a mis hermanos y a mí, con relativa frecuencia de visita. Por aquel entonces era muy usual que los mayores recurrieran a familiares y amigos para “pasar la tarde” como solían decir. Y entonces recordé… Recordé que aunque aquellos años eran en blanco y negro, algunos días, los menos, se iluminaban de colores de fiesta: las celebraciones de cumpleaños por ejemplo. Cumpleaños a los que asistía aquella vecina de rizos a la que mis ingenuos tíos enviaban con alguna de mis primas a la pastelería “Luis de Miguel” sita, por aquellos años, en un lateral de la Plaza Mayor (ahora este local está ocupado por un bar: El Soportal), a comprar los pasteles para la colación de la tarde. Aquella niña de calcetines blancos y sandalias del mismo color, con toda su “candidez” iba levantando el envoltorio e introducía uno de sus deditos, el más largo sin duda, para deleitarse con el dulce placer de la crema. He de confesar que desde la distancia no se lo reprocho puesto que yo hacía lo mismo con los de mi casa.
Aclarado el asunto seguimos conversando cervezas entre risas. Y nos dieron las diez…y las once…las doce.
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