lunes, 15 de julio de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (27)

      -Siempre asomado al balcón, Edouard. El gobierno es muy posible que haya aprendido la lección y deje paso a otra forma de autoridad. Jean puede que tenga razón en como ve él la situación; siempre has sido un poco agorero. Al menos mientras estén juntos y se sigan queriendo nada han de temer.
      -Soñar siempre ha sido gratis, Suzzane, pero la situación no está para  fuegos artificiales. Te puedo asegurar que nuestros amigos en estos momentos están en su mejor sueño; tanto mejor para ellos.
      -Como tu dices: el tiempo, ese truhán,  pondrá las cosas en su sitio.
      -Sin duda, y hablando de tiempo me he fijado como ha crecido  León. Se ha convertido en todo un hombre. Me gustaría hacer algo por él.
      -Ya has hecho bastante por él, Edouard. Siempre te estaré agradecida. Nos acogiste sin pedir nada a cambio, y en todos estos años le has tratado como a un hijo.
      -A eso me refería cuando decía que me gustaría hacer algo por él. Tengo que legalizar su situación actual considerándole hijo mío y heredero de mis..., de nuestros bienes -agregó tras una ligera pausa.
      El rostro de Suzzane no pudo reprimir la sorpresa al escuchar las palabras de su esposo. Sus ojos se llenaron de lágrimas y sus manos buscaron las de Edouard, mientras sus labios besaban los de él.



        El café Guerbois había recuperado su pulso. Las personas que a esas horas se encontraban en él comentaban los acontecimientos recientes, y el bullicio hacía inaudible los comentarios de unos y otros. No había forma de que la gente atenuase el tono de sus comentarios. A cada elevación de voz le correspondía otra mayor. Sólo se echaba en falta el sonido de aquel violín que un día ya lejano había enamorado a Jean. Por lo demás el humo de los cigarros era teñido de tonos azulados por las amarillas luces de las lámparas de gas. El espesor del aire se podía palpar y resultaba casi irrespirable aquel ambiente creado. En medio de aquella batahola y en una mesa, junto al ahora vacío estrado, una dama sobresalía del resto por su atractivo, era Berthe Morisot. Siempre bella, quizás la más bella mujer que había contemplado Manet, tenía en aquella tarde del mes de junio una vivacidad en sus ojos que no podía pasar inadvertida a la escrutiñadora mirada del pintor. Sus cabellos caían por su frente y adornaban su delicado rostro. Un sombrero negro con un enorme lazo  hacía juego con el pañuelo del mismo color que se anudaba a su garganta.
       -¿Qué te sucede Berthe? ¿Qué veo en tu deslumbrante mirada que no soy capaz de descubrir? -preguntó un sonriente Edouard.
       La muchacha bajó la mirada buscando, de esta manera, una excusa para no hacer comentario alguno.
      Fue Eugene quien habló:
      -Querida Suzzane, querido hermano. Esta hermosura y yo hemos decidido seguir los pasos de Jenny y Jean y pasar por la vicaría.
       Mientras esto decía Eugéne, Berthe había levantado los ojos y aquel brillo especial que Manet había notado se instaló de nuevo en ellos.
      -Esperábamos  –continuó Eugéne- comunicarlo cuando estuvieran con nosotros también Jean y Jenny,  pero la impertinencia  –añadió con una sonrisa- de Edouard ha frustrado nuestros planes. Por cierto ahí llegan los auténticos novios.
      Jenny llevaba un hermoso vestido de color malva abotonado hasta el cuello,  donde un gran lazo de terciopelo negro hacía juego con el ancho cinturón que acariciaba su cintura. La blancura de los puños de la camisa, que sobresalía por las mangas,  y el cuello del vestido eran una continuación de su pálido  e inquietante rostro que al ver a sus amigos dibujó una enorme sonrisa. Portaba una graciosa sombrilla, también de color blanco, y los pliegues de su largo vestido se movían a cada paso con aquella gracia que sólo Jenny poseía. A su lado Jean, siempre elegante y con una espesa barba que le hubiera hecho irreconocible si no fuese por su siempre, y sin pretenderlo,  porte aristocrático.
      -Mirad a la pareja de moda en París –exclamó un Edouard exultante mientras se levantaba para recibirles-. Observad  como los miran.
       Efectivamente algunas de las personas del Guerbois volvían las cabezas al paso de la atractiva pareja.
       -¡Qué elegancia! -continuó Edouard mientras se fundía en un abrazo con Jean. 
       Berthe y Jenny se abrazaron mientras unas lágrimas brotaban de los ojos de ésta.
       -Jenny, Jean -decía ahora Eugéne–, Berthe y yo tenemos una sorpresa para vosotros: nos casamos; ya está bien de soltería.
       -Ya era hora de que dejaseis de vivir en el pecado –ironizó Edouard.
       -Parece que por fin  todo el mundo empieza a comportarse de una forma racional  - comentó una sonriente Suzzane.
       -Esto hay que celebrarlo amigos -exclamó Jean-. Voy a ver si nos traen champagne.
       -Efectivamente vuelve la monarquía -comentó ahora Edouard-; hemos pasado directamente de la absenta al champagne. Esto es lo que se llama progreso. Todo sea por la amistad. Si no fuera por el dolor de este maldito pie me pondría a bailar.



      El murmullo del Guerbois engullía las palabras de Manet mientras se revivían en el interior del café  todos aquellos últimos acontecimientos acaecidos en la ciudad. El remolino de sus habitantes se había instalado en aquel lugar como en aquel balcón, como en aquella atalaya desde donde poder  observar sin miedo a ser observado. El bullicio no era sino una seña más de identidad de aquella ciudad viva que  negaba  dejarse raptar por aquellos que no la consideraban. Desde aquel balcón, como una vez dijo Jean, no se podía dominar el mundo, no se podía ser su centro, pero lo que sí era cierto es que desde aquel París estaba surgiendo una nueva concepción de la vida artística. Una nueva forma de ver y de entender la más bella inclinación del ser humano: el arte.

F I N.

FELICES VACACIONES Y HASTA SEPTIEMPRE(AL MENOS ESO ESPERO).

lunes, 8 de julio de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (26)

       En Gennevilliers, junto al río, Manet pinta y pinta sin descanso. A veces parece querer borrar al atardecer todo el trabajo del día. Pero en sus telas siempre queda la atmósfera, puede palparse la luz al igual que en sus obras de taller podía olerse el ambiente; y esa atmósfera creada es el punto de partida para el día siguiente: “Siempre que este maldito dolor que se me  ha instalado como una  punzada en  el pie  izquierdo no me lo impida” -dice a menudo Edouard a su esposa.
      -Ya sabes lo que te ha recomendado el doctor Lancoste -le recrimina su esposa cada vez que ve cojear a su esposo-, la humedad del río no te conviene, te agudiza el dolor.
      -Pero esta luz sí le conviene a mi pintura, mi querida Suzzane; ya no sé si podré vivir sin ella. He descubierto, en estos pocos meses, reflejos en el agua que jamás hubiera osado pintar. Ahora tengo la necesidad de pintar series de cuadros con el mismo tema de fondo, algo antes impensable para mí. Siempre creí que una composición era única en su tratamiento, y aquí, junto al río, con los reflejos que provoca la luz, puedo pintar y pintar las mismas escenas sin que sean iguales unas de otras: es la luz la que las hace cambiar de estado. No me cansa pintar estas series continuadas. Pero no te preocupes, nos quedan pocos días de estancia en Gennevilliers; pronto hemos de regresar a París. Confío que esos analfabetos de La Comuna hayan respetado nuestro taller. Tengo ganas de ver como ha quedado todo.
      -También yo tengo ganas, Edouard, por los amigos y tu familia, los echo de menos. Y sobre todo por tu salud.
      -No creo que este pie sé de cuenta del cambio, Suzzane. ¡Son los años¡ En cuanto se pasa de los cuarenta parecen avanzar de seis en seis, y además a mi edad si no te duele algo es que estás muerto.
      -Exageras, Edouard, exageras. Pareces un niño mimado reclamando cariño.



 
      -Hemos tenido suerte, Edouard -gritó Jean al entrar al taller de la calle Saint-Petersbourg-, hasta aquí no han llegado los bárbaros.
      -Si, ha habido suerte, los bárbaros, como tú los llamas, no han querido saber nada de la cultura; poseen los mismos conocimientos artísticos que nuestros amigos de la Academia; no han valorado en nada nuestras obras y las han dejado tranquilas, en su exilio particular.
      -Me alegro que lo tomes de esa manera -respondió Jean mientras trataba de ordenar algunos de los bancos del taller-. Creo que podremos reanudar nuestra actividad  cuando queramos.
      -Muy activo te veo -comentó un Manet sonriente-. Se nota que te sienta bien el matrimonio. Pues nada, amigo, a pintar, no vaya a ser que se escapen tus musas. Mientras lo intentas -añadió soltando una carcajada que rebotó en las paredes del taller-, yo voy a ver si calmo los dolores de este maldito pie que me tiene martirizado; ni descansando deja de molestarme.
      -Ya lo siento Edouard, pero ya verás como el regreso a la ciudad te sienta bien.
      -Eso espero, al menos es lo que me dicen mi mujer y el galeno, de lo contrario habría que pensar en amputarlo.
      -¿Nunca te han dicho que eres un hipocondríaco? -ironizó Jean-. ¡Qué exagerado eres!
      -¡Exagerado! Deberías ponerte en mi lugar.
      -¿Y pintar igual que tú? No sé si me conviene.
      -Ante semejante posibilidad prefiero quedarme con mi dolor. “Au revoir, Jean”, que las musas te acompañen -añadió Edouard mientras se dirigía hacia la puerta del taller.
      Al salir del taller Manet sintió el aire tibio del verano en su rostro, cercenado por un ligero olor a humo que el mes transcurrido desde el fin de La Comuna no había logrado disipar del todo. Olía a madera húmeda quemada. Transitaba por uno de los puentes que unen la isla de Notre-Dame con el centro de la ciudad y desde allí podía divisar los edificios que habían sido incendiados en las Tullerías. Vio el Tribunal de Cuentas derruido y convertido en escombro. Numerosos edificios de la calle Rivoli, el propio Ayuntamiento y diversos bulevares estaban calcinados. La ruina se observaba también, aunque sin que Manet pudiera cotejarla, por la lejanía, en el barrio de Montmartre.
      -Y Jean dice que hemos tenido suerte –pensó hablando en voz alta-. Medio París destruido y hemos tenido suerte.
      Caminando sentía menos el dolor de su maltrecho pie que cuando estaba en reposo; imaginaba que de esta forma se rebelaba contra la enfermedad o que la simple distracción obraba a modo de bálsamo. Se fue acercando hacia la calle de Saint-Germain lugar  donde habían sido ejecutados los últimos partidarios de La Commune, y pudo observar de primera mano el abatimiento de las escasas personas que trabajaban intentando ordenar aquel desastre. La vista de aquellos edificios calcinados, de los paseos destruidos y de las calles otrora bulliciosas, le produjo un sentimiento blasfemo contra los hombres. Maldiciendo entre dientes se fue acercando a su casa en busca de los cálidos brazos de su esposa y de un lugar  donde reposar sus piernas.



      -Traigo buenas noticias -anunció Jean tras cruzar el umbral de la puerta de su casa.  Yenny salió a recibirle con una amplia y blanca sonrisa.
     -Qué contento vienes, Jean. ¿Han respetado el taller? -preguntó mientras sus brazos enlazaban el cuello de su esposo y le besaba en los labios.
     -Si me sueltas un momento podré explicártelo, querida -dijo Jean sonriendo  tratando, sin conseguirlo, de desembarazarse de Jenny.
     -El taller está intacto; lleno de polvo, eso sí, pero intacto. Pero no es éste el mayor motivo de mi dicha.
     -¿Cuál entonces?, Jean.
     -Los monárquicos, Jenny, los monárquicos están a punto de asumir el poder en Francia. ¿Sabes lo que esto significa? La restauración de la monarquía parece próxima y viable, y para nosotros y sobre todo para mi familia pueden estar cerca los días de tranquilidad que tanto se merecen.
       -¡Me alegro tanto por vosotros!
       -Alégrate también por ti, Jenny -dijo Jean mientras la atraía hacia sí.
       El cuerpo de Jenny se dejó llevar.



       -Edouard, ¿cómo has tardado tanto en regresar?, me dijiste que volverías en cuanto comprobaras con Jean el estado en que había quedado el taller. Estaba preocupada. ¿Está todo en orden? -preguntó nerviosa Suzzane al sentir la llegada de su esposo.
       - En orden es una manera de decirlo. Una buena parte de la ciudad ha ardido, como ya pudimos vaticinar, el día de nuestro regreso, desde el carruaje. Pero nos quedamos cortos en nuestra observación. El desastre es mucho mayor que el que podíamos suponer. He recorrido calles del centro y la visión es para desear no pertenecer al género humano. Por lo que respecta al taller todo está en orden. Como dice Jean: “Hemos tenido suerte”. Pero en fin las obras que no pudimos dejar a buen recaudo están bien, no han sido dañadas.
       -Gracias a Dios, Edouard, tantos años de esfuerzo...
       -Y de desengaños, querida, no lo olvides. Ahora se notará el cambio en las modas de la burguesía,  es lo que  sucede tras un desastre como el que hemos vivido. Se necesita vivir más la intimidad de las personas, de los seres queridos, y es muy posible que me lluevan peticiones para pintar retratos. Ya verás como sucede; el trabajo no me va a faltar.  Por lo demás Jean y Jenny están bien; cada día más enamorados al parecer.
      -Se les veía felices cuando nos comunicaron su matrimonio. Siento no haber podido asistir.
      -Yo también. Espero que esa felicidad les dure mucho tiempo.  Hemos quedado en vernos está tarde en el Guerbois, al parecer hasta allí no llegaron las hordas, así podremos felicitarles.
     -¿Por qué dices que esperas que la felicidad les dure? Te conozco Edouard; sobre todo leo en tus ojos. ¿Hay algo que te preocupa, verdad?
     -Sí, Suzzane. Jean está convencido que ahora vienen buenos tiempos para los monárquicos, y puede que tenga razón, pero al final prosperarán las tesis de La República, y mucho me temo que para Jean y su familia todo continuará igual. Peor diría, ahora al menos ya estaban acostumbrados. Volver a empezar será duro para ellos.
(Continuará 26)

sábado, 6 de julio de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (25)

      En Gennevilliers, Manet vive la luz con tal intensidad que su pintura se ha vuelto más viva, más vital, pero discrepa a diario con su amigo Monet y demás impresionistas que se han unido en esa localidad con la idea de crear un grupo avanzado en el mundo de la pintura. Las disputas son frecuentes entre ambos. Manet ha condescendido, sin apenas darse cuenta, en algunos de los rasgos que le definían. Su pincelada se ha vuelto más suelta, pero lucha por no hacer más concesiones.
     -Jamás utilizaré pinceladas yuxtapuestas, de colores puros. Eso no existe en la realidad. El truco consiste en pintar con naturalidad lo natural. Y por supuesto jamás renunciaré a utilizar el color negro como vosotros, eso es usura -increpaba a su amigo, en alguno de sus paseos diarios-. ¡Cómo se puede pintar sin buscar la oscuridad, y el contraste!, aunque éste haya que lograrlo a través de las sombras, sombras que han de ser esencialmente color más que ausencia de luz.
      -No hace falta -respondía con frecuencia Monet-. La luz ya se encarga de dar contorno a los objetos.
      -¡No hace falta, no hace falta! ¡Pandilla de vagos! En lo que sí estoy de acuerdo con vuestra pintura es en cómo lográis esa sensación de inmediatez. Es sorprendente. Captáis una imagen en vuestro cerebro y sois capaces de plasmar en el lienzo ese momento sin desequilibrio con la visión inicial. Es admirable. Y en eso sí tenéis razón: es la luz con su diversidad cromática la que os hace pintar de esa manera tan extraña. Será mérito, en todo caso, de la luz, no vuestra  -añadió irónicamente.
      -Te aseguro Edouard que tu pintura no está tan lejos de la nuestra. Me atrevería a decir que has sido nuestro maestro. Muchos de nosotros nos hemos basado en tu forma de pintar, tan ajena al academicismo, para llegar a la simplicidad que  hemos logrado.
     -Vuestra pintura, mi querido Claude, si algo no tiene: es simplicidad. La admiro por la impresión que produce, por su inmediatez, como te he dicho, pero no  porque sea simple.
     -Me refiero a que pintamos con menos colores en nuestra paleta. Nos sobra con tres y sus diferentes cromatismos.
     -Pues  parece que estuvieran todos, tal es el resultado de vuestros lienzos.  Pero,  ¡falta el negro ¡
      Claude Monet sonreía mientras pasaba su brazo por el hombro de Manet y continuaban con su paseo matinal.
      La casa de los Manet en Gennevilliers se convertía con relativa frecuencia, ante la inquietud de Suzzane, en una continuación de las tertulias del café Guerbois. La esposa de Edouard se desvivía por atender a los que ella consideraba sus invitados, pero no podía por menos que recorrer por su espalda cierto escalofrío siempre que los temas políticos hacían acto de presencia; la acercaban demasiado a los sucesos de la capital. Afortunadamente en estas tertulias, que a veces se alargaban hasta bien entrada la noche, acudían mayoría de pintores y artistas que huyendo de París habían buscado refugio seguro en aquel lugar, por lo que los comentarios no solían transgredir las normas que parecían haberse establecido por la propia situación política. Cuando se hacía inevitable comentar las escasas y dudosas noticias que llegaban, Suzzane, siempre atenta y ante la mirada cómplice de su esposo, trataba de llevar la conversación por senderos que con su voz pausada y tranquila desvanecían cualquier locuaz altercado antes de que éste se produjera. A Edouard le producía un gran placer observar a su esposa controlando la situación, pues nunca intuyó que aquella chica apocada que llegó un buen día a su casa, con un pequeño chiquillo, en busca de trabajo, fuese la misma que había acabado por convertirse en su esposa y que ahora era también dueña de aquel firme comportamiento ante lo que para ella era una forma de conservar su hogar. Pero, ¿no había obrado con respecto a él de la misma manera? -se preguntaba-. Él era un hombre mundano antes de conocerla, y no es que hubiera perdido aquella capacidad, pero si era cierto que la llegada de Suzzane había trastocado, mejorado a juicio de amigos y familia, su forma de entender la vida. En aquella época compartía su vida con Victorine; la ruptura con aquella mujer coincidió, de alguna manera, con su enamoramiento por Suzzane.
        En esa observación y ajeno por un momento a los comentarios de la tertulia, Manet recuerda los días pasados en su compañía, en la casa de París,  sin que ella pareciera percatarse de la situación. ¿O, sí?  Quizás la había infravalorado. Parecía darse cuenta, a medida que la iba conociendo más y más, que ciertamente había sido  ella quién había logrado inclinar la balanza hacia el momento actual. Recuerda la primera vez que le tomó las manos, las tenía frías, seguro que por el nerviosismo pensó en aquel  momento; los dedos finos y alargados mostraban una blanca desnudez. Su rostro, aunque no fuera hermoso, era claro, expresivo, sugerente y sobre todo era firme, seguro en sus convicciones, irradiaba personalidad, como así iba quedando demostrado en el transcurrir de aquellos años. Recuerda cuando la propuso el matrimonio. ¿Tanto le había hecho cambiar aquella mujer, y en tampoco espacio de tiempo? Recuerda, fugazmente, a sus modelos: Victorine, por encima de todas, a Eva Gonzales en su etapa pictórica más española, a Henriette Hauser, a Suzón, y a tantas otras que habían pasado por su taller y  con las que mantuvo relaciones. Y llegó Suzzane, y, sin proponérselo, poco a poco se fue apropiando de su voluntad. Pero también recuerda que la primera vez que tomó sus manos, aquella muchacha, sin rechazarlo, ya le había mostrado con la mirada, su firmeza. Y recuerda lo que aconteció después. Él siempre había llevado la iniciativa en el amor con todas y cada una de las mujeres que habían transitado por su vida. Pero esta vez fue distinto. Alguien le dijo una vez que mientras el hombre tiene voluntad para el amor, la mujer tiene pudor. Su voluntad siempre había durado como un suspiro, lo que tardaba en franquear la puerta el deseo, y siempre se había encontrado con mujeres dispuestas a complacerle. Suzzane le fue llevando, paso a paso, no al deseo sino al verdadero amor; lo cual al  final resultó ser más deseable. Aquel día que la tomó las frías y nerviosas manos, pudo notar la diferencia. Suzzane no las retiró de inmediato, pero en su comportamiento había algo para lo que Edouard no estaba preparado: no era el rechazo, pero sí la espera. El pudor femenino, con el que no había contado hasta entonces, hizo acto de presencia como un valor más que añadir a aquella mujer. Con sus fortuitas amantes nunca dudó quién había dado el primer paso y quién era el auténtico responsable de los pasos siguientes. Fue Suzzane la que le hizo cambiar de opinión. Cuando el amor llegó a ellos había transcurrido el tiempo suficiente como para que Edouard ya no fuese un extraño a los ojos de Suzzane. Sus momentos más íntimos eran tomados por ambos como el hecho más importante de sus vidas; y así sucedía en cada ocasión. Eran dichosos el uno con el otro y el tiempo, cuando estaban juntos, parecía no existir. Dilataban más y más cada roce, cada tacto de la piel, sin duda no querían que llegase el desenlace. Aquella mujer supo llevarlo desde el principio por el dédalo del amor en la búsqueda de aquello que más puede desear un hombre: una mujer  sin atisbos de complicidad hacia quien sería  su esposo, pues siempre fue una mujer libre para tomar sus decisiones y  enamorarse de él.
(Continuará 25)


lunes, 1 de julio de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (24)

      El paisaje apenas si existía, la bruma lo inundaba y hacía casi imposible escudriñar más allá de unos pocos pasos. Jean y Jenny se habían establecido junto a Brest, en una antigua casa cerca del pequeño puerto. Paseaban por el muelle;  la soledad y el silencio les rodeaban. El viento golpeaba sus rostros y el aire transportaba un agrio olor a algas y salitre. Jenny cogía el brazo de su esposo en un intento por paliar el húmedo frío que les envolvía. Pero el aire les sentaba bien; eran días de espera y poco podía hacerse en aquella pequeña localidad. Las escasas noticias que llegaban desde París no eran nada halagüeñas. Al parecer La Comuna había incendiado las Tullerías y parte de la rue de Rivoli, pero las noticias eran confusas y no del todo creíbles, pero sí preocupantes. Para ellos, no obstante, eran días felices; lo eran desde que se conocieron, pasase lo que pasase a su alrededor. Sólo tenían ojos para ellos mismos; parecía como si su amor les hiciera impermeables a los acontecimientos, y más desde que hubieran decidido desposarse al poco de llegar a Brest.
       -Jenny, cásate conmigo.
       -Claro -contesta Jenny.
       Los ojos de ella se llenan de lágrimas. El sabor de sus bocas les confunde; aquel sabor a manzanas verdes se ha mezclado con el sabor salobre de su llanto alegre y sonríen: ¡cómo no hacerlo! Y Jean la toma en sus brazos con un deseo tierno. El dormitorio está arriba en el primer piso y las escaleras no perdonan. Jean llega fatigado y se deja caer de espaldas sobre la cama. Jenny sonríe al principio,  a continuación  una limpia carcajada se escapa de su garganta. Jean ríe con ella. Están unidos por las manos y el jadeo del amante parece rebotar en todas las paredes de la habitación. Jenny no para de reír y entiende que a veces el amor tiene esas formas extrañas de aparecer. Por su cabeza desfilan como en un carrusel secuencias de su vida, alegres desde que su existencia coincidió con la de Jean, y tristes, aquellas que este hombre, ahora desfallecido sobre su cama, le está ayudando a olvidar. El sosiego regresa y Jean mira los ojos dulces de su amada y repite:
       -Jenny, cásate conmigo.
       -Claro, te lo acabo de decir.
       -Me gusta oírlo. Suena tan dulce en tu boca.
        Ella toma el rostro de su amado entre sus manos y acerca sus labios a los de él. El sabor de las manzanas regresa y se queda a vivir con ellos. Pero no bastan las palabras, sus cuerpos se van acercando el uno hacia el otro, buscándose, y se encuentran en ese maravilloso abismo de sensualidad que sale a borbotones de cada rincón oculto. En esa intensa agonía que les acerca paso a paso a la felicidad; pero tratando de prolongar el camino, en un deseo infinito de amor. Pero el camino no es camino si no tiene un  ir hacia alguna parte, si no tiene un final. Y al final llegan: desnudos, sudorosos, el uno junto al otro, con las manos unidas y mirándose a los ojos, buscando la felicidad en sus miradas. La han encontrado y aún unidos ríen; giran sus cuerpos sobre el lecho y a cada cambio de dirección la risa brota en sus bocas.
       -Jenny, te amo -dice él.
       -Yo también te amo -dice ella.
       Y el carrusel comienza de nuevo.
       Los días van pasando en Brest, la primavera eclosiona, y parece como si la naturaleza diese una nueva oportunidad. El húmedo frío de las playas está dando paso a una luminosidad sorprendente; huele a cielo abierto,  arena y sol. 
       -No me extraña -comenta Jean a su esposa-, que Edouard decidiese buscar la luz fuera del taller a la vista de esta cambiante tonalidad, aprovechando los problemas por los que atraviesa París, aunque las noticias que llegan de la ciudad empiezan a ser algo más favorables; parece que La Comuna ha sido derrotada por las tropas gubernamentales de La República y sus cabecillas hechos presos o ajusticiados. Espero que podamos volver pronto.
      -¡Se está también aquí! –comenta distraída Jenny sin apartar los ojos de las olas-. Pero algún día habrá que regresar. Echarás de menos a tus amigos, el taller, tu pintura. A mí me sucede lo mismo con la música.
      -Aquí también tienes tu música.
      -Sí, pero echo en falta la ciudad, con su ritmo, con su vitalidad. Siempre surgen novedades que quiero aprender y compartir. Echaré de menos Brest, su puerto, sus hermosas playas. ¿Volveremos algún día, Jean? ¡ Prométemelo!
      -¿Cómo podría negarme? Claro que volveremos. Aquí hemos sido muy felices. Nunca olvidaré estos últimos meses. Pero en París está nuestra vida, nuestros amigos. Hemos de regresar, pero es pronto aún. Vivamos estos días llenos de luz, Jenny.
(Continuará 24)