Aquella noche Edouard no pudo dormir y Suzzane le acompañó en su vigilia. Permanecían en el salón de su vivienda contemplando tras los ventanales el leve resplandor que a lo lejos producían los cañones enemigos y que iluminaba el horizonte.
-¿Qué ven tus ojos cuando la oscuridad se apodera de las calles, Edouard? -preguntó una angustiada Suzzane.
Manet se acercó a su esposa y la tomó entre sus brazos. Suzzane apoyó su cabeza sobre el pecho de él y cerró los ojos en silencio. Se había echado un chal de lana negra sobre los hombros para evitar el frío que en aquellas horas se había apoderado de la casa. El camisón blanco resaltaba en la oscuridad de la habitación. Llevaba recogido el pelo en un gran moño que a juicio de Edouard no le favorecía, pero Suzzane era una mujer de su casa, su vida había transcurrido siempre sirviendo, nunca había tenido tiempo para ella misma, y aunque, ahora, si pudiera hacerlo, la costumbre le llevaba a preocuparse más de los demás, de buscar la felicidad de su familia, que de sentirse atractiva. En ocasiones Edouard la reprochaba su actitud, el que no quisiera salir de casa para acompañarle al café. Sabía que su esposa era más inteligente de lo que aparentaba, pero nada podía hacer si ella no se dejaba guiar.
En contacto con el pecho de su esposo, el rítmico respirar de éste adormilaba a Suzzane que se dejaba mecer por el leve balanceo. Casi dormida repitió la pregunta a la que no había respondido Edouard:
-¿Edouard, qué ves en la oscuridad de la calle? Me interesa e inquieta a la vez.
-Sombras, sólo sombras –contestó, y permaneció en silencio unos segundos, para añadir a continuación-: sombras que me llevan a recordar tiempos pasados y que es muy posible que en los próximos meses se repitan los sucesos de aquellos tristes días. Claro que todo es política y no sé si te interesan estos temas.
-¡Claro que me interesan, y más en estos momentos! -exclamó contrariada Suzzane ante la pregunta de su esposo-. ¡Hemos decidido marcharnos mañana con las primeras luces, huir de París, y me preguntas qué si me interesan!
-Huir a lo mejor no es la palabra exacta, podríamos quedarnos. Creo que nada nos pasaría. Pero será un pequeño cambio para todos. Regresaremos pronto, no te preocupes, cuando las aguas del río vuelvan a su cauce.
Edouard sonreía mientras intentaba quitar gravedad a los acontecimientos. Pero como siempre la razón hurgaba en sus pensamientos y ponía las cosas en su debido lugar.
-Mira Suzzane, en este momento tenemos un gobierno que llaman de Defensa Nacional que dará origen, según creo, a la rápida división de los republicanos en facciones. A pesar de contar con casi cien años de sucesivas repúblicas, los monárquicos, como Jean, aún tienen poder en Francia, y es muy posible que sean los encargados de controlar la situación. Los monárquicos cuentan con algo muy importante a su favor: son la clase más preparada del país y no se van a dejar engañar. No creo que tengan un gran interés en recoger los despojos de un gobierno que tan mal ha dirigido nuestras vidas. Si tomaran el mando como únicos valedores se estarían echando sobre sus espaldas todo el peso de la derrota que nos ocasiona en estos momentos Prusia, y es lógico pensar que únicamente se contenten con efectuar una declaración de buena voluntad, esperando tiempos mejores, y declaren el carácter provisional de la Tercera República. Suzzane -continuó Edouard-, el Gobierno, su Asamblea Nacional, saben que los extremistas se hallan en París, por eso ellos también se han establecido fuera de aquí, en Versalles. Sin dirección, los extremistas parisinos, como el Gobierno los llama, marxistas y socialistas, es posible que inicien revueltas y proclamen lo que ellos llaman “La Commune” y estalle así una guerra civil dentro de París. Las tropas alemanas que nos rodean serán mudos testigos de estos acontecimientos, y Bismark sonreirá viendo como nos hacemos pedazos nosotros mismos. Es casi seguro que durante la revuelta se sucedan hechos muy desagradables en las calles de la ciudad; debemos salir de París ahora que todavía podemos.
-Es tu balcón -comentó una entristecida Suzzane.
-Es mi balcón -contestó Manet mientras lanzaba una última mirada hacia la oscuridad.
(Continuará 23)
viernes, 28 de junio de 2013
martes, 25 de junio de 2013
En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (22)
La tarde era fría, heladora. Los primeros días de enero enseñaron la crudeza del invierno. París se encontraba desierto: las Tullerias, la calle de Rivoli, arterias de la ciudad, mostraban en aquellas horas, que daban paso a la noche, un aspecto desolador. Parecía como si el tiempo se hubiese aliado con los acontecimientos. Las gentes, otras veces alegres, daban rienda, ahora, al mayor de los desánimos y masticaban su depresión con un tenaz alejamiento del ajetreo ciudadano. Permanecían en sus casas la mayor parte de las horas del día; tan sólo salían para acudir a sus trabajos o a sus labores cotidianas. París había perdido su vitalidad. Esta atmósfera de pesimismo también se había trasladado al Café Guerbois. Los contertulios hablaban, en contra de su costumbre, en voz baja, temían que cualquier comentario pudiera llegar a oídos no deseados. Jean, muy preocupado con una situación, que podía acarrearle nuevos disgustos, escuchaba con atención cuanto se decía en la mesa donde se encontraba en compañía de su inseparable Edouard. Por el contrario Jenny, ajena a cuanto ocurriese a su alrededor cuando interpretaba con su violín, tenía cerrados los ojos y su cuerpo se balanceaba suavemente al compás de su música. Se dejaba llevar por los sentidos, nada podía apartarla en aquellos momentos de su relación íntima con la música. Eran como dos amantes que se acercasen y se separasen lentamente para contemplarse, para beberse el uno al otro en cada aproximación. Cuando estaba con Jean a solas sentía la misma sensación que con su música. La boca de su amante la transportaba hacia arriba al igual que la última nota de cada movimiento musical; aquel sonido sensual y armonioso que parecía irse a quedar a habitar con ella en cada rincón del café.
-Siempre criticamos de Napoleón que hubiera permitido el éxito de Prusia y de su Canciller Bismark, y le criticamos aún más cuando pretendió anexionarse Bélgica -comentaban los contertulios de Jean y Edouard-. Pero el colmo de los males llegó con la declaración de guerra a Prusia el año pasado.
-¿Y qué podía hacer Napoleón, si Bismark le había engañado vilmente? - interrumpió Jean.
-No sé. No sé lo que se debiera haber hecho, pero en todo caso la guerra fue un disparate más de nuestros políticos que se lo aconsejaron -respondió uno de los contertulios-. No teníamos preparación militar y menos aún diplomática. ¿Cómo alguien en su sano juicio pudo creer por un momento que alguna nación se iba unir a la nuestra? Ahí tenéis el ejemplo de Inglaterra: neutral, por no decir nuestro peor enemigo. ¿Y qué nos queda ahora?: vencidos y humillados. Napoleón prisionero de Bismark y París cercado. El gobierno provisional ha ordenado la defensa nacional. Sólo se puede confiar en los recursos diplomáticos. Cualquiera de nosotros pudo oír ayer el intenso cañoneo que se escuchaba en las afueras de París. Esta mañana continuaba. Creo que únicamente nos resta esperar un armisticio.
Los contertulios permanecían en silencio. Sus miradas y gestos con las manos y cabezas asentían cuanto en aquella mesa se decía.
-¿Y qué creéis que podemos esperar ahora? -preguntó un angustiado Jean.
-Nos tocará pagar una fuerte indemnización, como en todas las guerras; eso en el mejor de los casos. Lo seguro es que Napoleón no volverá al poder. Amigos creo que a la recién llegada Tercera República la esperan malos días.
-Las dos anteriores -intervino Jean- no han sido precisamente un modelo de convivencia para los franceses. Creo que nuestros políticos podían pensar en los ciudadanos, aunque fuera por una sola vez.
-No pretenderás que vuelva la monarquía, mi querido Jean -ironizó uno de los presentes.
-Sólo sé que a este país le hace falta algo más de cordura, de sensatez, de no creernos el ombligo del mundo, porque nunca lo hemos sido. Personalmente creo que una democracia parlamentaria sería lo mas seguro para este país.
-La democracia la puede otorgar la república.
-Pues nunca lo ha hecho -añadió un Jean acalorado-, a quien trataba de apaciguar, sin éxito, Edouard. La democracia -continuó Jean- debe unir, perdonar, restituir. Las anteriores repúblicas dieron, en un principio, la sensación de querer dar al pueblo lo que siempre ha sido del pueblo, pero la realidad nos ha hecho ver que todas aquellas ideas fueron flor de un día. Tan pronto como los políticos republicanos se hicieron con el poder abandonaron sus ideales y la existencia de los franceses ha continuado, hasta hoy en día, como una huida hacia adelante.
-Habla así –se alzó una voz entre los contertulios– por su pasado familiar. Todos sabemos lo que le sucedió a su familia. Es el precio que hay que pagar por haber estado tan próximos a la realeza. Seguro que ninguno de sus familiares se acordaba del pueblo en “vuestros días felices” -añadió con ironía y desprecio hacia Jean.
-Os dais cuenta de la actitud de este cretino –contestó Jean mientras se ponía en pie haciendo caer la silla al levantarse-. Qué le ha enseñado “su república”. Me habla de acontecimientos de hace casi cien años. Jean Guillemet no se cree, ni se ha creído nunca, miembro de la realeza, mi querido amigo, aunque no puedo negar que sí me siento monárquico, como muchas de las personas que se encuentran en esta mesa y que usted insulta con su grosería dialéctica. Ha de saber que una auténtica democracia debe contar con la totalidad de sus ciudadanos y que muchos creemos en la monarquía.
-La monarquía nunca contó con la opinión de los demás, -terció otra voz.
-Pero sí debe hacerlo una auténtica democracia, -espetó Jean.
Manet que creía conocer a Jean y nunca hubiera pensado que su amigo llegara a una discusión tan agria como la creada en esos momentos en el Guerbois, se levantó de la silla y tomó del brazo a su amigo para evitar males mayores, mientras comentaba:
-Señores, la razón nunca la tiene una persona en particular pero sí que todos somos responsables de nuestros actos. El devenir de Francia dependerá de todos nosotros y en este momento está en grave peligro. Mi amigo Jean, monárquico reconocido, y un servidor, republicano por convicción, nos llevamos bien a pesar de nuestra disparidad ideológica y artística: él vive con los pies en el suelo y yo no, él es realista, sólo en su pensamiento, -añadió con una mueca- y yo no; él pinta mal y yo no. Y sin embargo nos llevamos bien. Así son las cosas. La tensión se había apaciguado en el café.
Mientras se alejaban de la mesa en dirección al estrado donde Jenny seguía interpretando, Jean comentó en voz baja a su amigo:
-Edouard, la vida se está poniendo muy mal en la ciudad, deberíamos marcharnos ahora que estamos aún a tiempo.
-De eso quería hablarte pero sentémonos allí. Mi amigo Monet -continuó hablando mientras tomaban asiento junto al estrado-, “el impresionista”, como llaman algunos a su grupo, me ha invitado a Gennevilliers; dice que allí se siente feliz pues puede pintar todo el día al aire libre captando las siluetas de las figuras y sus reflejos en el agua, así como las vibraciones de la luz. Me ha entusiasmado la idea, yo que soy hombre de taller. A buenas horas dirás, pero quiero probarlo, tal vez resulte. Al menos será un cambio y de paso con Suzzane y León me alejo de esta barbaridad que nos aguarda en la ciudad. Y vosotros: ¿qué pensáis hacer? Me preocupa vuestra seguridad, sobre todo la tuya, Jean. Supongo que te marcharás con Jenny.
-Por supuesto que iremos juntos aunque no quisiera ponerla en ningún peligro por mi causa, además ella no tendría adónde ir. Hemos hablado, aunque no le he indicado a las claras la situación. Nos vamos a refugiar en el norte del país; mi familia sigue manteniendo allí algunas posesiones.
-Jenny es una mujer inteligente y seguro que se ha dado cuenta de la situación real por la que atraviesa el país, pero quizás intenta disimular para que tú no te inquietes más de lo que ya estás. Por otro lado ignoraba que fuera de París tuvieses algunas posesiones.
-No son nada de particular. Supongo que por este motivo y porque allí apenas se notó la revolución, hemos podido conservarlas.
Los dos amigos guardaron silencio por un momento, la música de Jenny les estaba inundando y conseguía acallar sus pensamientos. El café, otras veces tan ruidoso, tan ajetreado, permanecía casi en silencio; los murmullos llegaban hasta su mesa pero no les distraían de las sensuales notas que salían del violín de la artista. La violinista, pensó Jean, se mostraba tal y como Manet la había pintado en el estudio, frágil pero al mismo tiempo con una enorme vitalidad. No lograba entender de dónde sacaba esa fuerza interior cuando acariciaba el violín. La belleza de su amada brotaba de su cuerpo y se reflejaba en su rostro, en sus manos. Edouard tenía razón, también cuando tocaba parecía triste, pero era una tristeza que hacía que él se acercara cada día más a ella. Recordó sus primeros días con Jenny que ahora le parecían tan lejanos. Sus pensamientos volaron por aquellos paseos en los que tantas cosas se dijeron. También la forma en que Jenny había ido superando sus miedos, cómo la risa se había instalado en su rostro. Tan sólo cuando tocaba parecía volver a aquellos días de infortunio; sin duda la música la unía aún con su pasado. Evocó, mientas sonreía, sus primeros balbuceos cuando hablaban de amor; lo que le costó declarárselo. Fue en aquella noche que la acompañó hasta su casa y que, ya, se quedó a vivir con ella para siempre. Vino a su memoria la desnudez de Jenny entre las sábanas; el modo en que las manos de la muchacha acariciaban con ternura su cuerpo, dejándose llevar por los sentidos; cómo apoyaba él su cabeza en el vientre de ella y descubría la habitabilidad de aquel lugar; cómo hacían el amor, con pausas estudiadas pero sin dilación; cómo la extenuación llegaba en el último momento cuando ya parecía que nada más pudieran darse y que sin embargo al momento volvía a surgir el deseo, y el amor continuaba girando en un interminable baile que hacía que sus cuerpos con precisa armonía se acoplasen el uno en el otro, como si la música inundase sus vidas. Y fue precisamente el cese de la música lo que hizo que Jean volviese a la realidad.
-Despierta, Jean, -dijo sonriendo Edouard.
-Perdona estaba mirando a través de mi balcón, como tu dices.
-Jenny, claro.
-Sí, siempre Jenny.
-Nos esperan días duros, Jean. Espero que ese amor que os une fortalezca aún más vuestra relación.
-Sí, sin duda. En nuestro exilio pensaremos aún más en nosotros, pero os echaremos de menos, mi buen Edouard; a ti y a Suzzane por supuesto. Quizás podamos reunirnos, te daré mi dirección.
-No creo, son malos tiempos para viajar de un lado a otro del país. Mejor será que permanezcamos cada uno en su lugar y ya regresaremos a París cuando todo esto haya terminado.
-Sea pues como dices, pero tanto Jenny como yo os extrañaremos.
Jenny con el violín entre sus brazos se acercaba hacia ellos sonriendo.
-Ya he terminado por esta noche -dijo mientras se sentaba.
-Creo que por un tiempo -comentó Jean mirándola directamente a los ojos-, no tocarás en el Guerbois. Hemos de irnos de París; todo el mundo lo aconseja. Edouard y Suzzane también se van. La mayoría de la gente que tiene esa posibilidad ya lo ha hecho. Mira lo vacío que está estos días el café.
-No me asustes, Jean. ¿Tan grave es la situación?
-Creemos que sí. Los alemanes han cercado París pero aún se puede salir de la ciudad; hay zonas que no controlan -indicó Edouard-. Mañana mismo debéis iros, coged lo imprescindible. Nosotros así lo haremos.
Mientras caminaban hacia sus casas se podían escuchar en la distancia, sin que la noche pudiera apaciguarlo, el sonido de algunas explosiones lejanas. Los alemanes continuaban con su asedio a la ciudad mostrando su superioridad militar para cuando llegase el momento de la diplomacia.
(Continuará 22)
-Siempre criticamos de Napoleón que hubiera permitido el éxito de Prusia y de su Canciller Bismark, y le criticamos aún más cuando pretendió anexionarse Bélgica -comentaban los contertulios de Jean y Edouard-. Pero el colmo de los males llegó con la declaración de guerra a Prusia el año pasado.
-¿Y qué podía hacer Napoleón, si Bismark le había engañado vilmente? - interrumpió Jean.
-No sé. No sé lo que se debiera haber hecho, pero en todo caso la guerra fue un disparate más de nuestros políticos que se lo aconsejaron -respondió uno de los contertulios-. No teníamos preparación militar y menos aún diplomática. ¿Cómo alguien en su sano juicio pudo creer por un momento que alguna nación se iba unir a la nuestra? Ahí tenéis el ejemplo de Inglaterra: neutral, por no decir nuestro peor enemigo. ¿Y qué nos queda ahora?: vencidos y humillados. Napoleón prisionero de Bismark y París cercado. El gobierno provisional ha ordenado la defensa nacional. Sólo se puede confiar en los recursos diplomáticos. Cualquiera de nosotros pudo oír ayer el intenso cañoneo que se escuchaba en las afueras de París. Esta mañana continuaba. Creo que únicamente nos resta esperar un armisticio.
Los contertulios permanecían en silencio. Sus miradas y gestos con las manos y cabezas asentían cuanto en aquella mesa se decía.
-¿Y qué creéis que podemos esperar ahora? -preguntó un angustiado Jean.
-Nos tocará pagar una fuerte indemnización, como en todas las guerras; eso en el mejor de los casos. Lo seguro es que Napoleón no volverá al poder. Amigos creo que a la recién llegada Tercera República la esperan malos días.
-Las dos anteriores -intervino Jean- no han sido precisamente un modelo de convivencia para los franceses. Creo que nuestros políticos podían pensar en los ciudadanos, aunque fuera por una sola vez.
-No pretenderás que vuelva la monarquía, mi querido Jean -ironizó uno de los presentes.
-Sólo sé que a este país le hace falta algo más de cordura, de sensatez, de no creernos el ombligo del mundo, porque nunca lo hemos sido. Personalmente creo que una democracia parlamentaria sería lo mas seguro para este país.
-La democracia la puede otorgar la república.
-Pues nunca lo ha hecho -añadió un Jean acalorado-, a quien trataba de apaciguar, sin éxito, Edouard. La democracia -continuó Jean- debe unir, perdonar, restituir. Las anteriores repúblicas dieron, en un principio, la sensación de querer dar al pueblo lo que siempre ha sido del pueblo, pero la realidad nos ha hecho ver que todas aquellas ideas fueron flor de un día. Tan pronto como los políticos republicanos se hicieron con el poder abandonaron sus ideales y la existencia de los franceses ha continuado, hasta hoy en día, como una huida hacia adelante.
-Habla así –se alzó una voz entre los contertulios– por su pasado familiar. Todos sabemos lo que le sucedió a su familia. Es el precio que hay que pagar por haber estado tan próximos a la realeza. Seguro que ninguno de sus familiares se acordaba del pueblo en “vuestros días felices” -añadió con ironía y desprecio hacia Jean.
-Os dais cuenta de la actitud de este cretino –contestó Jean mientras se ponía en pie haciendo caer la silla al levantarse-. Qué le ha enseñado “su república”. Me habla de acontecimientos de hace casi cien años. Jean Guillemet no se cree, ni se ha creído nunca, miembro de la realeza, mi querido amigo, aunque no puedo negar que sí me siento monárquico, como muchas de las personas que se encuentran en esta mesa y que usted insulta con su grosería dialéctica. Ha de saber que una auténtica democracia debe contar con la totalidad de sus ciudadanos y que muchos creemos en la monarquía.
-La monarquía nunca contó con la opinión de los demás, -terció otra voz.
-Pero sí debe hacerlo una auténtica democracia, -espetó Jean.
Manet que creía conocer a Jean y nunca hubiera pensado que su amigo llegara a una discusión tan agria como la creada en esos momentos en el Guerbois, se levantó de la silla y tomó del brazo a su amigo para evitar males mayores, mientras comentaba:
-Señores, la razón nunca la tiene una persona en particular pero sí que todos somos responsables de nuestros actos. El devenir de Francia dependerá de todos nosotros y en este momento está en grave peligro. Mi amigo Jean, monárquico reconocido, y un servidor, republicano por convicción, nos llevamos bien a pesar de nuestra disparidad ideológica y artística: él vive con los pies en el suelo y yo no, él es realista, sólo en su pensamiento, -añadió con una mueca- y yo no; él pinta mal y yo no. Y sin embargo nos llevamos bien. Así son las cosas. La tensión se había apaciguado en el café.
Mientras se alejaban de la mesa en dirección al estrado donde Jenny seguía interpretando, Jean comentó en voz baja a su amigo:
-Edouard, la vida se está poniendo muy mal en la ciudad, deberíamos marcharnos ahora que estamos aún a tiempo.
-De eso quería hablarte pero sentémonos allí. Mi amigo Monet -continuó hablando mientras tomaban asiento junto al estrado-, “el impresionista”, como llaman algunos a su grupo, me ha invitado a Gennevilliers; dice que allí se siente feliz pues puede pintar todo el día al aire libre captando las siluetas de las figuras y sus reflejos en el agua, así como las vibraciones de la luz. Me ha entusiasmado la idea, yo que soy hombre de taller. A buenas horas dirás, pero quiero probarlo, tal vez resulte. Al menos será un cambio y de paso con Suzzane y León me alejo de esta barbaridad que nos aguarda en la ciudad. Y vosotros: ¿qué pensáis hacer? Me preocupa vuestra seguridad, sobre todo la tuya, Jean. Supongo que te marcharás con Jenny.
-Por supuesto que iremos juntos aunque no quisiera ponerla en ningún peligro por mi causa, además ella no tendría adónde ir. Hemos hablado, aunque no le he indicado a las claras la situación. Nos vamos a refugiar en el norte del país; mi familia sigue manteniendo allí algunas posesiones.
-Jenny es una mujer inteligente y seguro que se ha dado cuenta de la situación real por la que atraviesa el país, pero quizás intenta disimular para que tú no te inquietes más de lo que ya estás. Por otro lado ignoraba que fuera de París tuvieses algunas posesiones.
-No son nada de particular. Supongo que por este motivo y porque allí apenas se notó la revolución, hemos podido conservarlas.
Los dos amigos guardaron silencio por un momento, la música de Jenny les estaba inundando y conseguía acallar sus pensamientos. El café, otras veces tan ruidoso, tan ajetreado, permanecía casi en silencio; los murmullos llegaban hasta su mesa pero no les distraían de las sensuales notas que salían del violín de la artista. La violinista, pensó Jean, se mostraba tal y como Manet la había pintado en el estudio, frágil pero al mismo tiempo con una enorme vitalidad. No lograba entender de dónde sacaba esa fuerza interior cuando acariciaba el violín. La belleza de su amada brotaba de su cuerpo y se reflejaba en su rostro, en sus manos. Edouard tenía razón, también cuando tocaba parecía triste, pero era una tristeza que hacía que él se acercara cada día más a ella. Recordó sus primeros días con Jenny que ahora le parecían tan lejanos. Sus pensamientos volaron por aquellos paseos en los que tantas cosas se dijeron. También la forma en que Jenny había ido superando sus miedos, cómo la risa se había instalado en su rostro. Tan sólo cuando tocaba parecía volver a aquellos días de infortunio; sin duda la música la unía aún con su pasado. Evocó, mientas sonreía, sus primeros balbuceos cuando hablaban de amor; lo que le costó declarárselo. Fue en aquella noche que la acompañó hasta su casa y que, ya, se quedó a vivir con ella para siempre. Vino a su memoria la desnudez de Jenny entre las sábanas; el modo en que las manos de la muchacha acariciaban con ternura su cuerpo, dejándose llevar por los sentidos; cómo apoyaba él su cabeza en el vientre de ella y descubría la habitabilidad de aquel lugar; cómo hacían el amor, con pausas estudiadas pero sin dilación; cómo la extenuación llegaba en el último momento cuando ya parecía que nada más pudieran darse y que sin embargo al momento volvía a surgir el deseo, y el amor continuaba girando en un interminable baile que hacía que sus cuerpos con precisa armonía se acoplasen el uno en el otro, como si la música inundase sus vidas. Y fue precisamente el cese de la música lo que hizo que Jean volviese a la realidad.
-Despierta, Jean, -dijo sonriendo Edouard.
-Perdona estaba mirando a través de mi balcón, como tu dices.
-Jenny, claro.
-Sí, siempre Jenny.
-Nos esperan días duros, Jean. Espero que ese amor que os une fortalezca aún más vuestra relación.
-Sí, sin duda. En nuestro exilio pensaremos aún más en nosotros, pero os echaremos de menos, mi buen Edouard; a ti y a Suzzane por supuesto. Quizás podamos reunirnos, te daré mi dirección.
-No creo, son malos tiempos para viajar de un lado a otro del país. Mejor será que permanezcamos cada uno en su lugar y ya regresaremos a París cuando todo esto haya terminado.
-Sea pues como dices, pero tanto Jenny como yo os extrañaremos.
Jenny con el violín entre sus brazos se acercaba hacia ellos sonriendo.
-Ya he terminado por esta noche -dijo mientras se sentaba.
-Creo que por un tiempo -comentó Jean mirándola directamente a los ojos-, no tocarás en el Guerbois. Hemos de irnos de París; todo el mundo lo aconseja. Edouard y Suzzane también se van. La mayoría de la gente que tiene esa posibilidad ya lo ha hecho. Mira lo vacío que está estos días el café.
-No me asustes, Jean. ¿Tan grave es la situación?
-Creemos que sí. Los alemanes han cercado París pero aún se puede salir de la ciudad; hay zonas que no controlan -indicó Edouard-. Mañana mismo debéis iros, coged lo imprescindible. Nosotros así lo haremos.
Mientras caminaban hacia sus casas se podían escuchar en la distancia, sin que la noche pudiera apaciguarlo, el sonido de algunas explosiones lejanas. Los alemanes continuaban con su asedio a la ciudad mostrando su superioridad militar para cuando llegase el momento de la diplomacia.
(Continuará 22)
miércoles, 19 de junio de 2013
En el refugio de los sueños: EL BALCÓN 21
El disparo sonó seco, solitario, en aquella luminosa mañana.
Se habían citado en un descampado cerca de Montmartre. Duranty, Manet, cuatro testigos y un juez; nadie más. Los duelos no estaban prohibidos pero la justicia trataba de perseguirlos, por lo que el sigilo era obligatorio en aquellos lances. Amén de correr el riesgo de perder la vida se podía terminar en la prefectura de la gendarmería si contendientes y testigos no se andaban con cuidado.
Manet sintió un sudor frío en su nuca cuando el Juez ordenó que los contrincantes se diesen la espalda para contar los veinte pasos que podían separarlos de la muerte. La sensación sudorosa procedía de su oponente, ligeramente más bajo que él. Era el frío de la cabeza de Duranty lo que sintió en aquel breve instante en que sus espaldas estuvieron juntas. Uno, dos, tres... se oía la voz del Juez; los dos hombres, ahora, se separaban el uno del otro, lentamente. Fuese cual fuese el resultado, sus vidas ya nunca más se juntarían.
-¡Veinte!
El sonido de la pistola de Duranty rompió el aire. Su ojo derecho, abierto tras el disparo, tan sólo percibía el humo del fogonazo. Abrió el izquierdo para intentar descubrir el cuerpo yaciente de su enemigo. El sol, aún inclinado, incidió en sus órbitas y un nuevo sudor asomó a su rostro cuando el humo, al disiparse, le hizo comprobar la realidad: Manet, erguido, le apuntaba con su pistola. Había fallado.
Aún no había terminado de dar el giro sobre sus pies, tras escuchar... ¡veinte!, cuando el ruido del disparo de Duranty le sobrecogió. Pero su adversario se había precipitado; su ansia por ser el primero en disparar le había hecho errar. Manet levantó su brazo derecho con lentitud y tras el visor de la pistola pudo ver el tembloroso cuerpo de Duranty. La cara normalmente sanguinolenta aparecía, ahora, albina, en fuerte contraste con sus espesas cejas negras y sus largas patillas que junto a su calva cenicienta enmarcaban aquel rostro que tantas veces había mirado con repulsa. La siempre fría expresión de sus ojos no hacía más que presagiar un fatal desenlace para él. Su boca y labios se habían quebrado en una mueca de espantosa desesperación dejando entrever sus dientes, a falta de algunos los más y los menos mal dispuestos. Pero lo que más llamó la atención de Manet, en aquellos momentos, fue el empequeñecimiento de su contrincante. Duranty parecía haber disminuido. Sus piernas se habían arqueado de tal forma, que su rechoncho cuerpo simulaba no despegar del suelo. Pasados los primeros instantes, Edouard apenas podía disimular su desenfado; un rictus se posó en su boca al contemplar aquella imagen esperpéntica de quien el día anterior había criticado tan fehacientemente su pintura y ahora se encontraba en tan lamentable situación. Aquel espacio de tiempo, eterno para Duranty, y que sin duda restituía el honor de Manet fue suficiente para éste. Edouard, con parsimonia, alardeando su victoria, fue bajando la pistola; el visor le dibujó, una vez más, el rostro, el pecho, la panza y las piernas del crítico. Sobrepasados los botines, disparó. El sonido pareció unirse en la lejanía con el primer disparo. El aire disipó el humo del fogonazo y se lo llevó junto a la vergüenza y el honor del crítico Duranty.
(Continuará 21)
Se habían citado en un descampado cerca de Montmartre. Duranty, Manet, cuatro testigos y un juez; nadie más. Los duelos no estaban prohibidos pero la justicia trataba de perseguirlos, por lo que el sigilo era obligatorio en aquellos lances. Amén de correr el riesgo de perder la vida se podía terminar en la prefectura de la gendarmería si contendientes y testigos no se andaban con cuidado.
Manet sintió un sudor frío en su nuca cuando el Juez ordenó que los contrincantes se diesen la espalda para contar los veinte pasos que podían separarlos de la muerte. La sensación sudorosa procedía de su oponente, ligeramente más bajo que él. Era el frío de la cabeza de Duranty lo que sintió en aquel breve instante en que sus espaldas estuvieron juntas. Uno, dos, tres... se oía la voz del Juez; los dos hombres, ahora, se separaban el uno del otro, lentamente. Fuese cual fuese el resultado, sus vidas ya nunca más se juntarían.
-¡Veinte!
El sonido de la pistola de Duranty rompió el aire. Su ojo derecho, abierto tras el disparo, tan sólo percibía el humo del fogonazo. Abrió el izquierdo para intentar descubrir el cuerpo yaciente de su enemigo. El sol, aún inclinado, incidió en sus órbitas y un nuevo sudor asomó a su rostro cuando el humo, al disiparse, le hizo comprobar la realidad: Manet, erguido, le apuntaba con su pistola. Había fallado.
Aún no había terminado de dar el giro sobre sus pies, tras escuchar... ¡veinte!, cuando el ruido del disparo de Duranty le sobrecogió. Pero su adversario se había precipitado; su ansia por ser el primero en disparar le había hecho errar. Manet levantó su brazo derecho con lentitud y tras el visor de la pistola pudo ver el tembloroso cuerpo de Duranty. La cara normalmente sanguinolenta aparecía, ahora, albina, en fuerte contraste con sus espesas cejas negras y sus largas patillas que junto a su calva cenicienta enmarcaban aquel rostro que tantas veces había mirado con repulsa. La siempre fría expresión de sus ojos no hacía más que presagiar un fatal desenlace para él. Su boca y labios se habían quebrado en una mueca de espantosa desesperación dejando entrever sus dientes, a falta de algunos los más y los menos mal dispuestos. Pero lo que más llamó la atención de Manet, en aquellos momentos, fue el empequeñecimiento de su contrincante. Duranty parecía haber disminuido. Sus piernas se habían arqueado de tal forma, que su rechoncho cuerpo simulaba no despegar del suelo. Pasados los primeros instantes, Edouard apenas podía disimular su desenfado; un rictus se posó en su boca al contemplar aquella imagen esperpéntica de quien el día anterior había criticado tan fehacientemente su pintura y ahora se encontraba en tan lamentable situación. Aquel espacio de tiempo, eterno para Duranty, y que sin duda restituía el honor de Manet fue suficiente para éste. Edouard, con parsimonia, alardeando su victoria, fue bajando la pistola; el visor le dibujó, una vez más, el rostro, el pecho, la panza y las piernas del crítico. Sobrepasados los botines, disparó. El sonido pareció unirse en la lejanía con el primer disparo. El aire disipó el humo del fogonazo y se lo llevó junto a la vergüenza y el honor del crítico Duranty.
(Continuará 21)
viernes, 14 de junio de 2013
En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (20)
-El Balcón, ese lugar desde donde se puede ver el mundo sin que el mundo te devuelva la afrenta, es un lugar casi religioso para mí -comentaba Edouard mientras entraban en el taller-. Asomado a un barandal me puedo sentir el hombre más feliz del mundo. Todo desfila ante mis ojos. Las personas llevan a cuestas su vida; me la cuentan sus caras, su forma de caminar. En su cuerpo han quedado prefiguradas sus vivencias, su discurrir por la vida. Unas transitan atropelladamente, otras andan despacio arrastrando su mundo interior. Unas se enorgullecen de su forma de ser, otras se sienten empequeñecidas. Parece como si hablaran y se escucharan al mismo tiempo. El balcón, esa atalaya desde la que se observa sin miedo a ser observado. Ese lugar mágico donde los “voyers” podemos hasta insinuarnos a los demás sin miedo a ningún tipo de represalias o miradas indulgentes. El mundo debería ser un gran balcón para poder mirar y hacia donde nos mirasen. Debería ser también una comunión de personas encaminadas de la mano a lograr el mismo fin: el placer.
-Mi querido hermano -intervino Eugéne-, siempre has sido un auténtico hedonista, eso ya lo sabemos todos, y que te encanta observar a la gente, a veces rayando en la impertinencia, también; pero, ¿quieres decirnos a qué viene ese dislate sobre el balcón?, ¿no te parece que a estas horas de la noche nos merecemos un respeto? Hemos venido a ver un cuadro en el que dices haber pintado a nuestros amigos, no a escuchar tu verborrea por alegre que sea.
-Eugéne, siempre tan impaciente. Tómate las cosas con calma, no abuses de la ansiedad, que es mala compañera de juegos. Nuestro padre siempre te prefirió por esa inquietud que demuestras, a mí en cambio no me comprendía; no entendía que me pasase horas observando para luego pintar lo que él llamaba cuadros inexpresivos, sin darse cuenta de que estaba metiendo el dedo en la llaga, las imágenes que pinto, ¡claro que son inexpresivas! Hay que admitirlas por su presencia y atreverse a contemplarlas por su virtualidad, por la sensación visual que producen.
-Jean, ayúdame a encender las lámparas, sólo esas dos, las del fondo del taller, serán suficientes para ver la sorpresa que os aguarda. Prefiero que el resto del taller esté en penumbra, el resultado será más eficaz.
Mientras esto indicaba a Jean, Edouard se alejó de ellos y se dirigió hacia el lugar en que reposaba de cara a la pared un lienzo de buen tamaño a juzgar por el esfuerzo que hubo de realizar el pintor para darlo la vuelta e ir acercándole hacia el lugar donde brillaban las lámparas de gas.
-¡Voilà! ¿Qué os parece mi balcón? Es el lugar preferido para asomarme, sólo que ahora sois vosotros quienes miráis al mundo.
En el cuadro se hallan retratadas Berthe y Jenny en un primer plano; Berthe, sentada en un taburete, apoya su antebrazo derecho sobre la barandilla mientras Jenny está de pie junto a su amiga. Ambas miran al exterior. En un segundo plano, Jean, impecablemente vestido, también mira a la calle entre las dos muchachas. La silueta de un camarero aparece al fondo de la escena, difuminada; Suzzane cree ver en ella a su hijo León.
Todos miran el cuadro sin atreverse a efectuar comentario alguno mientras Edouard enciende, por enésima vez en aquella noche, su pipa. También el pintor calla. Comprueba con su escudriñadora mirada la reacción de sus amigos. Como siempre supuso, cada personaje se fija más en su figura retratada que en la de los demás; también Eugéne cae en aquel pecado al contemplar con fijeza el rostro de su amada Berthe -¿Intentando buscar algún defecto, quizá?, piensa Edouard-. Suzzane no tiene ojos más que para su hijo, pero la presencia del muchacho, caso de que lo fuera, es puramente anecdótica; hasta ella misma lo comprende.
-Edouard -Jenny es la primera en romper el silencio-, ¿de verdad me ves con esa tristeza?
La muchacha aparece en el cuadro hermosamente vestida de blanco, sujetando entre sus brazos y el pecho una pequeña sombrilla de color verde, mientras se pone unos guantes amarillos. Su rostro de rasgos orientales parece alargarse con la flor que porta prendida a su cabello.
-La primera vez que miré tu rostro, Jenny, me pareció que te embargaba una enorme tristeza, y aquellos rasgos se quedaron grabados en mi mente. A lo largo de estos años tu rostro ha ido cambiando, se te ve más feliz –dijo el pintor mientras su mirada se cruzaba con la de Jean-. Algo ha debido pasar en tu vida para tan beneficioso cambio, pero he preferido respetar mi memoria; me parece más interesante aquel momento de tu vida para ser expresado.
-¿Y yo, Edouard? -pregunta Berthe-. Noto una cierta soledad en el rostro, en la postura, como si no tuviese a nadie a mí alrededor.
Berthe lleva un vestido, también blanco, pero con mayor profusión de encajes que el de Jenny, más sencillo. Las mangas cuelgan de sus muñecas dando una visual vaporosidad a los encajes. Un enorme cuello salpicado igualmente de finos encajes y bordados cae por sus hombros y deja ver en el escote una preciosa gargantilla de la que pende un camafeo. Su mirada, al igual que la del resto de los personajes, se pierde en el exterior. Entre sus manos luce un abanico, según la moda española.
-También te has fijado en tu soledad. Me alegro de ello, Berthe -dijo Edouard mientras aspiraba una bocanada de tabaco-, siempre has sido una mujer alegre, pero cuando entraste al taller por primera vez, buscando recibir clases de pintura, tu situación emocional distaba mucho de ser la que hoy en día posees. Sin duda mi hermano estará de acuerdo conmigo, amén de haber contribuido a dicho cambio. Mis recuerdos también me han transportado a aquella situación. Te preguntarás el porqué. Pues no lo sé. En tu caso también me pareció más pictórico. Pero si os fijáis, y estoy seguro de que así ha sido, tanto tú, Berthe, como Jenny, poseéis esa rara belleza que muestra la subjetividad, mi subjetividad; esto lo decía mi buen y querido amigo Baudelaire a quien la muerte nos arrebató de nuestro lado: “Sólo lo bello es raro”, afirmaba.
-Y yo, Edouard -el que hablaba ahora era Jean-. ¿No te parece excesivo ese porte que me has dado?
-Eres tú, mi buen Jean, no lo dudes. Al menos así te veo. Sólo que tú eres raro sin ser bello.
-Tu sarcasmo me conmueve. De cualquier manera, permíteme que sea tu primer crítico sobre este cuadro. Una vez más vas en contra de la Academia. Aún sabiendo que ésta es tu postura, ¿no te parece que utilizar esos verdes oscuros tanto en el barandal del balcón como en las contraventanas están fuera de lugar? Dónde has visto en todo París esos tonos tan crudos en el exterior de nuestras viviendas. Y el color de mi corbata: ¡azul! ¿No querías que fuese un aristócrata? Jamás usaría ese color. Blanco y negro mi querido Edouard; esa es la verdadera elegancia.
-La verdadera elegancia, mi querido crítico, consiste en el equilibrio de nuestro aspecto exterior con nuestra vida interior, no en el color de una corbata. Por lo que respecta a lo demás tienes toda la razón. Yo no pinto para provocar a nadie, pero sí para que la gente que ve mis cuadros reaccione y entienda que la pintura hay que vivirla, sentirla. Ya os lo decía antes: tan sólo busco la sensación visual del espectador. Me habláis de soledad, de tristeza, de informalidad academicista. Cada uno de vosotros únicamente ha mirado una parte del cuadro, la que más le interesa, no habéis visto la obra en conjunto. Haced ese pequeño esfuerzo, por favor, es todo cuanto os pido y creo que mi pintura se merece. Mirad el conjunto e id más allá. Estáis mirando al exterior, algo llama vuestra atención en la calle: los transeúntes, los coches de caballos, algún incidente quizá. Cada uno de vosotros tiene la obligación, diría, de crear una historia. Es vuestro pensamiento el que debe volar. El estado o los políticos, podrán quitárnoslo todo, todo menos el pensamiento, lo que nosotros queramos ser internamente, eso jamás lo perderemos.
-Y cual es tu historia -pregunta Suzzane, a quien la presencia de su hijo le ha hecho caer, también, en el error comentado por su esposo.
-¿Mi historia? Buena pregunta querida. Tal vez no estoy preparado para responderla puesto que al pintar este cuadro pensé más en vosotros que en mí. A través de esta amplia ventana se debe, ante todo, observar para descubrir. Claro que también se puede crear, inventar una historia, lo que de alguna manera os pedía hace un momento. Habéis estado almorzando en uno de los restaurantes más lujosos de París para comunicar, al resto de amigos, vuestro próximo enlace matrimonial -Edouard hizo este comentario observando a Jean y Jenny los cuales sonrieron al cruzarse sus miradas-. Vuestros estómagos han quedado satisfechos de la abundante comida y tras los postres habéis tenido la necesidad de salir a uno de los balcones del establecimiento a respirar el frescor que llega desde la arboleda próxima, o quizás hayáis sentido bullicio en las calles y vuestra curiosidad os ha empujado a mirar al exterior. O tal vez a ambas cosas. A poco que observéis la tela, os percataréis de que vuestras miradas se dirigen a lugares distintos; cada uno de vosotros tiene pues una historia diferente. El muchacho en la sombra se está fijando en vosotros tres, por lo que sus pensamientos deben estar relacionados con vuestra presencia en el restaurante. Yo no estoy asomado a ese balcón. Mi balcón es contemplar vuestra actitud, y esta es bastante distante; tan sólo Jenny se ha percatado de mi presencia y me mira fijamente con sus inocentes ojos. Pero tras su mirada se esconde una cierta tristeza. ¿Qué puede pensar nuestra pequeña?, sólo ella lo sabe. Tú, Berthe, te ves separada del resto, en soledad decías, pero la actitud de tu cuerpo demuestra seguridad, firmeza. Te has sentado confortablemente y apoyas tus brazos sobre la balaustrada. Observas el paso de aquella pareja que te ha llamado la atención. Él es bastante mayor que la dama que lleva de su brazo, y te preguntas si será su hija, su sobrina o su amante. Hablo de tranquilidad teniendo en cuenta el pequeño perro que también observa el exterior ovillado entre tus pies. Es una instantánea de vuestras vidas lo que contemplo. Jean está ausente, pero su pose es natural en él, es aristocrática, parece estar por encima de lo mundano, pero seguro que también tiene sus problemas, sus inquietudes. Pensará en Jenny o en esos problemas de Estado que últimamente le desasosiegan; pero no pierde su compostura; parece estar, como os digo, por encima de esos avatares. Pero todo esto es mi punto de vista y es lo que he tratado de plasmar en la tela. He pretendido hacer veraz lo que intuyo en cada uno de vosotros ya que os conozco desde hace años, y al escuchar vuestras opiniones creo haberlo conseguido.
Un profundo silencio se podía escuchar en el taller. Las dos lámparas de gas emitían un sinuoso silbido sobre sus cabezas y tan sólo la aspiración de la pipa por parte de Edouard emitía un pequeño sonido reconocible. Las miradas recorrían la tela, ahora, como Manet les había dicho. Cada rincón era escudriñado; nada quedaba fuera de sus miradas.
Jenny reparó en su sombrilla. Recordó haberla abandonado en algún lugar de su pequeño apartamento, el día que decidió vivir con Jean. También recordó que cuando conoció a Edouard la usaba con frecuencia en las mañanas de calor. Edouard se fijaba en las cosas.
Berthe recorría, igualmente, el lienzo. Sus ojos, al igual que sus labios, callaban. Pero, ¿qué hacía aquel caniche oscuro y sin rostro entre los luminosos pliegues de su vestido? Ella también había dado algunos pasos en pintura y enseguida captó la contraposición del negro pelaje del perrito con su inmaculado ropaje; le daba a éste más vivacidad, resultaba más real, más virtual. Tal y como había insinuado Manet. El perrito también daba a la escena una serena impresión de reposo, de tranquilidad.
Jean, por su parte, trataba de conformarse. No estaba de acuerdo con su amigo, como tantas otras veces, pero no dejaba de entender que Edouard tenía razón, que su apostura, aunque él no la reconociera, debía contemplarse de esta forma a los ojos de los demás. Así van transcurriendo los minutos; unidos por la escena y el silencio.
Salieron del taller. La pintura les había sobre todo sorprendido. Así era como Edouard les veía, pensaban mientras caminaban por las desiertas calles. Jenny apoyaba su cabeza en el brazo de Jean. Berthe parecía mirar distraídamente el agua ahora negra del río en donde se reflejaban a lo lejos algunas de las farolas que parecían dirigir la corriente del Sena hacia el mar. Eugéne pensaba en su hermano. Le comprendía, aunque, al igual que su padre hiciera en vida, no compartiese su forma de entender ésta. Suzzane también callaba pero en su interior bullía su amor por Edouard, que a veces confundía con agradecimiento hacia él. Manet hubiera regañado a su esposa de saber lo que cruzaba por su cabeza en esos momentos, pero al igual que sus amigos, también caminaba en silencio, rumiando sus propios pensamientos. Pero Edouard aún reservaba otra sorpresa a sus amigos.
-Mañana he de levantarme pronto -dijo con tranquilidad mientras desviaba su mirada hacia el río-, he de batirme en duelo con uno de esos críticos de mal agüero.
El grupo se detuvo y todos clavaron sus miradas en el rostro de Edouard.
-¿Qué has dicho, Edouard? -exclamó Suzzane a la que el rostro le había empalidecido de forma súbita y que acrecentaba aún más la tenue luz de las farolas-. El resto le miraba sin dar crédito a sus palabras.
-No os preocupéis. Me bato con Duranty, y si es su puntería tan certera como sus críticas hacia mi pintura no hay nada que temer -dijo Manet mientras sus labios parecían dibujar una sonrisa nerviosa-. El muy necio –añadió-, no hace más que atacar mi obra. ¡Tengo derecho a pintar como mejor me venga en gana! ¿Acaso me meto yo con su forma de vestir o con su prominente panza?
-Me consta que sí que te metes -comentó Jean tratando de aliviar la tensión.
-En cualquier caso, él se lo ha buscado. A ver si de una vez por todas me deja tranquilo y no envenena con su maldita pluma mi reputación. Espero que le sirva de escarmiento. No creo que se persone, temblaba como un chiquillo cuando le reté esta mañana ante sus compañeros de periódico.
Suzzane miraba a su esposo entre sorprendida y temerosa. Había juntado las manos sobre su rostro para disimular la nerviosa mueca que se había apoderado de su boca.
-No te preocupes Suzzane. No quería empañar nuestra celebración. Ni tú, ni vosotros, amigos, merecéis, que por ese bastardo de Duranty, vuestras vidas se vean alteradas.
-¡Estas loco! -intervino Eugéne.
-¡Hombre!, tanto como loco -apostilló Edouard-. No creo que sean unos juegos florales, pero veréis como salgo indemne del lance. Sé con quien me la juego. Lo que no entiendo es que ese cretino haya aceptado. Debió molestarle lo que le dije tanto como a mí sus críticas.
Seguro que así fue -dijo Jean nerviosamente-. ¡No podrás callarte, no! ¿Pero por qué te importan ahora, de repente, las críticas, si siempre has hecho ostentación de todo lo contrario? ¿Es que tu sano juicio no te ha hecho pensar que puedes perder la vida, Edouard?
-Mira, Jean, buen amigo. En este mundo hay que tomar decisiones, aunque no siempre aciertes. Uno no puede pasarse la vida pensando: ¡hay si hubiera hecho aquello o lo otro! Es mejor tener la iniciativa de hacer lo que uno piensa que quedarse con la duda por el resto de su vida.
-Todo eso está muy bien Edouard -intervino Eugéne-. Pero es tu vida la que está en juego. Si te pasara cualquier desgracia todos tus pensamientos no valdrían para nada. Y si eres tan ególatra como para no entenderlo, piensa un poco en los demás: en Suzzane, en tus amigos... en tu pintura. No acudas mañana al duelo. Vale más ser un cobarde vivo que un valiente, loco estoy por decir, muerto. Ve a su casa esta misma noche y pídele disculpas.
-¡Qué despierte al gordo seboso de Duranty a estas horas de la madrugada! ¡Me pega un tiro allí mismo¡ No, Eugéne, debo acudir, aunque esté equivocado. ¿Quieres ser uno de mis testigos?; el otro que necesito doy por hecho que será Jean.
(Continuará 20)
-Mi querido hermano -intervino Eugéne-, siempre has sido un auténtico hedonista, eso ya lo sabemos todos, y que te encanta observar a la gente, a veces rayando en la impertinencia, también; pero, ¿quieres decirnos a qué viene ese dislate sobre el balcón?, ¿no te parece que a estas horas de la noche nos merecemos un respeto? Hemos venido a ver un cuadro en el que dices haber pintado a nuestros amigos, no a escuchar tu verborrea por alegre que sea.
-Eugéne, siempre tan impaciente. Tómate las cosas con calma, no abuses de la ansiedad, que es mala compañera de juegos. Nuestro padre siempre te prefirió por esa inquietud que demuestras, a mí en cambio no me comprendía; no entendía que me pasase horas observando para luego pintar lo que él llamaba cuadros inexpresivos, sin darse cuenta de que estaba metiendo el dedo en la llaga, las imágenes que pinto, ¡claro que son inexpresivas! Hay que admitirlas por su presencia y atreverse a contemplarlas por su virtualidad, por la sensación visual que producen.
-Jean, ayúdame a encender las lámparas, sólo esas dos, las del fondo del taller, serán suficientes para ver la sorpresa que os aguarda. Prefiero que el resto del taller esté en penumbra, el resultado será más eficaz.
Mientras esto indicaba a Jean, Edouard se alejó de ellos y se dirigió hacia el lugar en que reposaba de cara a la pared un lienzo de buen tamaño a juzgar por el esfuerzo que hubo de realizar el pintor para darlo la vuelta e ir acercándole hacia el lugar donde brillaban las lámparas de gas.
-¡Voilà! ¿Qué os parece mi balcón? Es el lugar preferido para asomarme, sólo que ahora sois vosotros quienes miráis al mundo.
En el cuadro se hallan retratadas Berthe y Jenny en un primer plano; Berthe, sentada en un taburete, apoya su antebrazo derecho sobre la barandilla mientras Jenny está de pie junto a su amiga. Ambas miran al exterior. En un segundo plano, Jean, impecablemente vestido, también mira a la calle entre las dos muchachas. La silueta de un camarero aparece al fondo de la escena, difuminada; Suzzane cree ver en ella a su hijo León.
Todos miran el cuadro sin atreverse a efectuar comentario alguno mientras Edouard enciende, por enésima vez en aquella noche, su pipa. También el pintor calla. Comprueba con su escudriñadora mirada la reacción de sus amigos. Como siempre supuso, cada personaje se fija más en su figura retratada que en la de los demás; también Eugéne cae en aquel pecado al contemplar con fijeza el rostro de su amada Berthe -¿Intentando buscar algún defecto, quizá?, piensa Edouard-. Suzzane no tiene ojos más que para su hijo, pero la presencia del muchacho, caso de que lo fuera, es puramente anecdótica; hasta ella misma lo comprende.
-Edouard -Jenny es la primera en romper el silencio-, ¿de verdad me ves con esa tristeza?
La muchacha aparece en el cuadro hermosamente vestida de blanco, sujetando entre sus brazos y el pecho una pequeña sombrilla de color verde, mientras se pone unos guantes amarillos. Su rostro de rasgos orientales parece alargarse con la flor que porta prendida a su cabello.
-La primera vez que miré tu rostro, Jenny, me pareció que te embargaba una enorme tristeza, y aquellos rasgos se quedaron grabados en mi mente. A lo largo de estos años tu rostro ha ido cambiando, se te ve más feliz –dijo el pintor mientras su mirada se cruzaba con la de Jean-. Algo ha debido pasar en tu vida para tan beneficioso cambio, pero he preferido respetar mi memoria; me parece más interesante aquel momento de tu vida para ser expresado.
-¿Y yo, Edouard? -pregunta Berthe-. Noto una cierta soledad en el rostro, en la postura, como si no tuviese a nadie a mí alrededor.
Berthe lleva un vestido, también blanco, pero con mayor profusión de encajes que el de Jenny, más sencillo. Las mangas cuelgan de sus muñecas dando una visual vaporosidad a los encajes. Un enorme cuello salpicado igualmente de finos encajes y bordados cae por sus hombros y deja ver en el escote una preciosa gargantilla de la que pende un camafeo. Su mirada, al igual que la del resto de los personajes, se pierde en el exterior. Entre sus manos luce un abanico, según la moda española.
-También te has fijado en tu soledad. Me alegro de ello, Berthe -dijo Edouard mientras aspiraba una bocanada de tabaco-, siempre has sido una mujer alegre, pero cuando entraste al taller por primera vez, buscando recibir clases de pintura, tu situación emocional distaba mucho de ser la que hoy en día posees. Sin duda mi hermano estará de acuerdo conmigo, amén de haber contribuido a dicho cambio. Mis recuerdos también me han transportado a aquella situación. Te preguntarás el porqué. Pues no lo sé. En tu caso también me pareció más pictórico. Pero si os fijáis, y estoy seguro de que así ha sido, tanto tú, Berthe, como Jenny, poseéis esa rara belleza que muestra la subjetividad, mi subjetividad; esto lo decía mi buen y querido amigo Baudelaire a quien la muerte nos arrebató de nuestro lado: “Sólo lo bello es raro”, afirmaba.
-Y yo, Edouard -el que hablaba ahora era Jean-. ¿No te parece excesivo ese porte que me has dado?
-Eres tú, mi buen Jean, no lo dudes. Al menos así te veo. Sólo que tú eres raro sin ser bello.
-Tu sarcasmo me conmueve. De cualquier manera, permíteme que sea tu primer crítico sobre este cuadro. Una vez más vas en contra de la Academia. Aún sabiendo que ésta es tu postura, ¿no te parece que utilizar esos verdes oscuros tanto en el barandal del balcón como en las contraventanas están fuera de lugar? Dónde has visto en todo París esos tonos tan crudos en el exterior de nuestras viviendas. Y el color de mi corbata: ¡azul! ¿No querías que fuese un aristócrata? Jamás usaría ese color. Blanco y negro mi querido Edouard; esa es la verdadera elegancia.
-La verdadera elegancia, mi querido crítico, consiste en el equilibrio de nuestro aspecto exterior con nuestra vida interior, no en el color de una corbata. Por lo que respecta a lo demás tienes toda la razón. Yo no pinto para provocar a nadie, pero sí para que la gente que ve mis cuadros reaccione y entienda que la pintura hay que vivirla, sentirla. Ya os lo decía antes: tan sólo busco la sensación visual del espectador. Me habláis de soledad, de tristeza, de informalidad academicista. Cada uno de vosotros únicamente ha mirado una parte del cuadro, la que más le interesa, no habéis visto la obra en conjunto. Haced ese pequeño esfuerzo, por favor, es todo cuanto os pido y creo que mi pintura se merece. Mirad el conjunto e id más allá. Estáis mirando al exterior, algo llama vuestra atención en la calle: los transeúntes, los coches de caballos, algún incidente quizá. Cada uno de vosotros tiene la obligación, diría, de crear una historia. Es vuestro pensamiento el que debe volar. El estado o los políticos, podrán quitárnoslo todo, todo menos el pensamiento, lo que nosotros queramos ser internamente, eso jamás lo perderemos.
-Y cual es tu historia -pregunta Suzzane, a quien la presencia de su hijo le ha hecho caer, también, en el error comentado por su esposo.
-¿Mi historia? Buena pregunta querida. Tal vez no estoy preparado para responderla puesto que al pintar este cuadro pensé más en vosotros que en mí. A través de esta amplia ventana se debe, ante todo, observar para descubrir. Claro que también se puede crear, inventar una historia, lo que de alguna manera os pedía hace un momento. Habéis estado almorzando en uno de los restaurantes más lujosos de París para comunicar, al resto de amigos, vuestro próximo enlace matrimonial -Edouard hizo este comentario observando a Jean y Jenny los cuales sonrieron al cruzarse sus miradas-. Vuestros estómagos han quedado satisfechos de la abundante comida y tras los postres habéis tenido la necesidad de salir a uno de los balcones del establecimiento a respirar el frescor que llega desde la arboleda próxima, o quizás hayáis sentido bullicio en las calles y vuestra curiosidad os ha empujado a mirar al exterior. O tal vez a ambas cosas. A poco que observéis la tela, os percataréis de que vuestras miradas se dirigen a lugares distintos; cada uno de vosotros tiene pues una historia diferente. El muchacho en la sombra se está fijando en vosotros tres, por lo que sus pensamientos deben estar relacionados con vuestra presencia en el restaurante. Yo no estoy asomado a ese balcón. Mi balcón es contemplar vuestra actitud, y esta es bastante distante; tan sólo Jenny se ha percatado de mi presencia y me mira fijamente con sus inocentes ojos. Pero tras su mirada se esconde una cierta tristeza. ¿Qué puede pensar nuestra pequeña?, sólo ella lo sabe. Tú, Berthe, te ves separada del resto, en soledad decías, pero la actitud de tu cuerpo demuestra seguridad, firmeza. Te has sentado confortablemente y apoyas tus brazos sobre la balaustrada. Observas el paso de aquella pareja que te ha llamado la atención. Él es bastante mayor que la dama que lleva de su brazo, y te preguntas si será su hija, su sobrina o su amante. Hablo de tranquilidad teniendo en cuenta el pequeño perro que también observa el exterior ovillado entre tus pies. Es una instantánea de vuestras vidas lo que contemplo. Jean está ausente, pero su pose es natural en él, es aristocrática, parece estar por encima de lo mundano, pero seguro que también tiene sus problemas, sus inquietudes. Pensará en Jenny o en esos problemas de Estado que últimamente le desasosiegan; pero no pierde su compostura; parece estar, como os digo, por encima de esos avatares. Pero todo esto es mi punto de vista y es lo que he tratado de plasmar en la tela. He pretendido hacer veraz lo que intuyo en cada uno de vosotros ya que os conozco desde hace años, y al escuchar vuestras opiniones creo haberlo conseguido.
Un profundo silencio se podía escuchar en el taller. Las dos lámparas de gas emitían un sinuoso silbido sobre sus cabezas y tan sólo la aspiración de la pipa por parte de Edouard emitía un pequeño sonido reconocible. Las miradas recorrían la tela, ahora, como Manet les había dicho. Cada rincón era escudriñado; nada quedaba fuera de sus miradas.
Jenny reparó en su sombrilla. Recordó haberla abandonado en algún lugar de su pequeño apartamento, el día que decidió vivir con Jean. También recordó que cuando conoció a Edouard la usaba con frecuencia en las mañanas de calor. Edouard se fijaba en las cosas.
Berthe recorría, igualmente, el lienzo. Sus ojos, al igual que sus labios, callaban. Pero, ¿qué hacía aquel caniche oscuro y sin rostro entre los luminosos pliegues de su vestido? Ella también había dado algunos pasos en pintura y enseguida captó la contraposición del negro pelaje del perrito con su inmaculado ropaje; le daba a éste más vivacidad, resultaba más real, más virtual. Tal y como había insinuado Manet. El perrito también daba a la escena una serena impresión de reposo, de tranquilidad.
Jean, por su parte, trataba de conformarse. No estaba de acuerdo con su amigo, como tantas otras veces, pero no dejaba de entender que Edouard tenía razón, que su apostura, aunque él no la reconociera, debía contemplarse de esta forma a los ojos de los demás. Así van transcurriendo los minutos; unidos por la escena y el silencio.
Salieron del taller. La pintura les había sobre todo sorprendido. Así era como Edouard les veía, pensaban mientras caminaban por las desiertas calles. Jenny apoyaba su cabeza en el brazo de Jean. Berthe parecía mirar distraídamente el agua ahora negra del río en donde se reflejaban a lo lejos algunas de las farolas que parecían dirigir la corriente del Sena hacia el mar. Eugéne pensaba en su hermano. Le comprendía, aunque, al igual que su padre hiciera en vida, no compartiese su forma de entender ésta. Suzzane también callaba pero en su interior bullía su amor por Edouard, que a veces confundía con agradecimiento hacia él. Manet hubiera regañado a su esposa de saber lo que cruzaba por su cabeza en esos momentos, pero al igual que sus amigos, también caminaba en silencio, rumiando sus propios pensamientos. Pero Edouard aún reservaba otra sorpresa a sus amigos.
-Mañana he de levantarme pronto -dijo con tranquilidad mientras desviaba su mirada hacia el río-, he de batirme en duelo con uno de esos críticos de mal agüero.
El grupo se detuvo y todos clavaron sus miradas en el rostro de Edouard.
-¿Qué has dicho, Edouard? -exclamó Suzzane a la que el rostro le había empalidecido de forma súbita y que acrecentaba aún más la tenue luz de las farolas-. El resto le miraba sin dar crédito a sus palabras.
-No os preocupéis. Me bato con Duranty, y si es su puntería tan certera como sus críticas hacia mi pintura no hay nada que temer -dijo Manet mientras sus labios parecían dibujar una sonrisa nerviosa-. El muy necio –añadió-, no hace más que atacar mi obra. ¡Tengo derecho a pintar como mejor me venga en gana! ¿Acaso me meto yo con su forma de vestir o con su prominente panza?
-Me consta que sí que te metes -comentó Jean tratando de aliviar la tensión.
-En cualquier caso, él se lo ha buscado. A ver si de una vez por todas me deja tranquilo y no envenena con su maldita pluma mi reputación. Espero que le sirva de escarmiento. No creo que se persone, temblaba como un chiquillo cuando le reté esta mañana ante sus compañeros de periódico.
Suzzane miraba a su esposo entre sorprendida y temerosa. Había juntado las manos sobre su rostro para disimular la nerviosa mueca que se había apoderado de su boca.
-No te preocupes Suzzane. No quería empañar nuestra celebración. Ni tú, ni vosotros, amigos, merecéis, que por ese bastardo de Duranty, vuestras vidas se vean alteradas.
-¡Estas loco! -intervino Eugéne.
-¡Hombre!, tanto como loco -apostilló Edouard-. No creo que sean unos juegos florales, pero veréis como salgo indemne del lance. Sé con quien me la juego. Lo que no entiendo es que ese cretino haya aceptado. Debió molestarle lo que le dije tanto como a mí sus críticas.
Seguro que así fue -dijo Jean nerviosamente-. ¡No podrás callarte, no! ¿Pero por qué te importan ahora, de repente, las críticas, si siempre has hecho ostentación de todo lo contrario? ¿Es que tu sano juicio no te ha hecho pensar que puedes perder la vida, Edouard?
-Mira, Jean, buen amigo. En este mundo hay que tomar decisiones, aunque no siempre aciertes. Uno no puede pasarse la vida pensando: ¡hay si hubiera hecho aquello o lo otro! Es mejor tener la iniciativa de hacer lo que uno piensa que quedarse con la duda por el resto de su vida.
-Todo eso está muy bien Edouard -intervino Eugéne-. Pero es tu vida la que está en juego. Si te pasara cualquier desgracia todos tus pensamientos no valdrían para nada. Y si eres tan ególatra como para no entenderlo, piensa un poco en los demás: en Suzzane, en tus amigos... en tu pintura. No acudas mañana al duelo. Vale más ser un cobarde vivo que un valiente, loco estoy por decir, muerto. Ve a su casa esta misma noche y pídele disculpas.
-¡Qué despierte al gordo seboso de Duranty a estas horas de la madrugada! ¡Me pega un tiro allí mismo¡ No, Eugéne, debo acudir, aunque esté equivocado. ¿Quieres ser uno de mis testigos?; el otro que necesito doy por hecho que será Jean.
(Continuará 20)
viernes, 7 de junio de 2013
En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (19)
Habían acudido a uno de los locales de moda, el bar del Folies-Bergére, recientemente inaugurado, a celebrar el quinto aniversario de la boda de Edouard y Suzzane. Cinco años atrás ni Edouard ni Suzzane hubieran creído que la atracción del uno hacia el otro pudiera ser tan fuerte, como para poder compartir sus vidas, pero la llamada del amor había tocado sus puertas y les había unido para siempre. La vida de Edouard dio un giro desde que Suzzane llegara a su casa, aquella mañana de otoño, junto a su hijo León. Las salidas de su domicilio se fueron distanciando, cada vez pasaba más tiempo en casa ante la incredulidad de la muchacha a la que constaba que el señor Manet siempre se había distinguido por ser una persona con poco arraigo en su domicilio y por sus andanzas nocturnas en reuniones con amigos u otros asuntos; al menos eso era lo que había llegado a sus oídos. Bien es cierto que Manet se ausentaba algunas tardes y no volvía hasta altas horas de la madrugada, pero aquellas salidas se fueron espaciando en el tiempo. La muchacha no tardó en comprender que lo que retenía a Manet en su casa, era ella. Cada vez eran más próximas sus miradas. Miradas que en un principio la perturbaban pero que poco a poco se fueron volviendo más amigables. Y el amor, al que se le presupone, pero que nunca anuncia su llegada, se fue aliando con Edouard y Suzzane hasta convertirlos primero en amantes y poco más tarde en marido y mujer, ante el asombro de alguno de los amigos del pintor que no se esperaban aquel desenlace, enlace sería más correcto decir. La boda de Edouard y Suzzane fue un acto íntimo, una comunión entre dos personas que por encima de todo se amaban y a las que el mundo, en aquel momento, importaba muy poco.
La atmósfera en el Folies-Bergére se podía mascar. El humo de los cigarros caía desde los globos de gas del techo hasta las mesas, donde una numerosa concurrencia se daba cita cada tarde en uno de los locales más atractivos de París. En este local la gente podía divertirse sin ningún tipo de trabas. Su nombre, Folies (follaje), venía a significar el lugar donde la gente podía esconderse de las miradas de los demás. Una sociedad multicolor ocupaba cada uno de los espacios del amplio local en aquel París exuberante. Hombres con ropas oscuras y mujeres con guantes largos y sombreros de ala ancha parecían estar interesados, sólo, en ellos mismos. Era la sociedad de la opulencia la que se congregaba en el local. Los numerosos espejos devolvían y multiplicaban el colorido y el espacio creando una visión ilusoria de la realidad. Todo se magnificaba con aquella ilusión: los grupos de gente, la amplitud de las barras de las bebidas. Pero la principal atracción era el propio público: una amalgama turbulenta compuesta por burgueses, aristócratas, dandis y llamativas mujeres mundanas que se mezclaban en aparente complicidad con señoras de la alta sociedad parisina. Suzzane y Edouard, Jenny y Jean, Berthe y Eugéne, disfrutaban en medio de aquel espectáculo.
-Tanto bullicio acaba por cansarme -comentó Jean-. Qué lejos están los días en que se podía charlar con los amigos de una forma más relajada, sin tener que soportar este ruido.
-Pues a mí me gusta -indicó Edouard-. ¿No será mi querido Jean que nos estamos haciendo viejos? Pero quizás tengas algo de razón; la verdad es que aquellas tertulias de nuestros años mozos resultaban adorables. Yo también las echo en falta. Pero los tiempos cambian, el Folies-Bergére es una clara muestra de ese cambio. Fijaros en la hermosa camarera del mostrador, mantiene una actitud distante y reservada, tiene juventud, frescura; sin duda el dueño de este establecimiento ha sabido buscar bien. Es un buen reclamo para la clientela.
-¡Edouard! -le reprendió Suzzane-, eres incorregible.
-¡Pero si se comenta que en París hay cerca de treinta mil prostitutas! Sin duda esa joven debe ganarse la vida de alguna otra manera; no creo que con su salario de camarera pueda sobrevivir.
-¡Edouard! -Suzzane había dejado de sonreír y miraba a su esposo con acritud.
-Perdonarme, a veces me dejo llevar por mis sentidos. Tan sólo trataba de describir lo que veo, pero creo que en todo este maquillaje, en todo este perfume, hay algo que apesta. Pero, a pesar de todo, no se puede eludir la hermosura de la camarera. Hasta su vestido azul es hermoso. Me encanta su pechera adornada con ese ramillete de flores. Y su fino talle abotonado le dan una delgadez extrema. No me extraña que el caballero de sombrero y ancho bigote, que habla con ella, esté ensimismado con su belleza. Diría más, parece que la acosa con su mirada.
-Sin duda Edouard -susurró Jean-, está pintando.
Ajeno al comentario de su amigo, Edouard siguió pensando en voz alta.
-Observad el mostrador donde se apoya la muchacha, está bien surtido de botellas de champaña, de cervezas, de licores. Vasos y bebidas se confabulan contra nosotros los parroquianos para que demos debida cuenta de cuanto nos ofrecen. ¿No es lujurioso? El local entero, amén de simular un teatro, lo parece. ¿No es teatral el aspecto de la gente? ¿Y el nuestro? Parece como que nos hubiéramos disfrazado para representar una función teatral; sin duda de alguna manera así lo hacemos. Mirad el espejo sito detrás del mostrador. Se aprecia un balcón con sus palcos reservados para el público distinguido. ¿Debiéramos estar nosotros allí? -preguntó mientras sonreía-. Creo que no -dijo contestando a su pregunta-. En ese gran espejo sólo veo apariencia, reflejo, ilusión. Una imagen acorde con la representación que los parisinos hacemos de la vida nocturna y sus múltiples seducciones.
-No te cansas de pintar -le interrumpió Jean, haciendo sonreír al resto.
-No, no me canso. Es la única forma que tengo de entender la vida. Por cierto, es un secreto, que ni siquiera tú, mi querido Jean, conoces: os he pintado en mi taller. De hecho el cuadro hace más de un año que lo terminé. Lo tengo guardado, esperaba un acontecimiento como este para decíroslo. Más tarde iremos a verlo, si os apetece.
-¿Y cómo es que yo no sé nada sobre ese cuadro? -aventuró Jean.
-Mi querido Jean, desde que conociste a nuestra bella violinista raro es el día que te dejas ver por el taller. Además, como se trataba de una sorpresa lo he tenido bastante bien oculto. Pero no te inquietes, tú y Jenny estáis retratados junto a Berthe.
-¿Sin haber posado? -preguntó incrédula Berthe.
-Hace poco me oíais hablar de cuanto nos rodea, y Jean me recriminaba no poder dejar mi trabajo ni cuando estoy en tan adorable compañía como la vuestra, pues ésta es la razón por la que puedo retrataros sin que poséis para mí. Os conozco como a la palma de mi mano. Conozco vuestra alma, vuestras inquietudes. No necesito más. Os tengo en mi poder; no podréis huir de mí, -exclamó mientras reía y su mirada se dirigía a Jenny que parecía ajena a sus comentarios.
Jenny había permanecido silente observando cuanto se desarrollaba a su alrededor. La voz de Edouard llegaba hasta sus oídos con nitidez pero apenas la prestaba atención. Sus pensamientos, le ocurría con frecuencia y eran motivo de tristeza en Jean, le hacían regresar a la época de convivencia con Francois y a la perdida de su hijo. Llevaba demasiado tiempo así y no acababa de olvidarse del todo, pese a los esfuerzos de Jean. En su interior continuaba vivo aquel recuerdo que le transportaba hacia su pasado sin poder remediarlo. Los días siguientes al abandono de Francois dejaron en ella una huella imborrable. Trataba de luchar con sus sentimientos pero éstos eran tan profundos que, pensaba, la habían marcado de por vida. A veces, en sueños, le parecía oír la lejana voz de una criatura, su hijo, que la llamaba en una súplica desesperada. Veía sus ojos, su nariz pequeña, sus manitas, y sentía como si hubiera tenido realmente a su hijo entre sus brazos. Sabía que aquellos pensamientos no eran tan irreales como Jean, con gran cariño, le decía; para ella la vida se había parado en aquellos días y sólo la llegada de Jean había logrado sacarle del pozo donde se encontraba. Había sufrido como un pequeño salto en el itinerario de su existencia, y aquel abismo era difícil de sobrellevar. Los abrazos de Jean siempre llegaban en el instante más oportuno; era como si su amante intuyese su necesidad afectiva y acertase en los momentos más necesarios. Conocía a Jenny lo suficiente para, sólo con mirarla o percatarse de sus silencios, comprender los pensamientos de su amada. La presencia de su amado le tranquilizaba pero no lograba sobreponerse a su dolor. Jenny en ocasiones se preguntaba por el sexo de aquella personilla que no le abandonaba, y hasta lograba sonreír con la imagen de su pequeño o de su pequeña, daba igual, ella se la había fabricado según sus deseos y creía firmemente que esos sueños hasta podrían hacerla feliz algún día. Nadie podía impedir que su mente volase, como su música, a donde ella deseara; era un don que todos los seres humanos debían de utilizar -se decía-. Pero en lo más profundo hubiese deseado conocer a aquella criatura que tantos momentos llenaba en su vida, y no todos infelices. El paso del tiempo estaba logrando esta transformación, aunque una cierta amargura se fijase, aún, en sus transparentes ojos verdes.
-Creo que os conozco a todos bien -dijo Edouard a quien la aparente indiferencia de Jenny le había sorprendido-, menos a nuestra espléndida violinista.
Jenny bajó de su mundo al percatarse que se hablaba de ella.
-Perdonarme, estaba distraída.
Jean sonreía, conocía aquellas distracciones de su amada.
-¿Cómo puedes distraerte ante esta exuberante exhibición de lo mundano? -exclamó Edouard-. Aquí, ante nuestros ojos, está el todo París, desde lo más bajo y rastrero hasta la opulencia más exquisita. ¿No sentís el hedor que expiden estos personajes todos mezclados, sin complejos? La vida parisina es fecunda en estos contrastes que resultan poéticos, maravillosos, a la vez que patéticos. ¿O no lo parecemos con nuestros sombreros, nuestros chaqués, nuestras corbatas y nuestros zapatos de charol? Somos todo ilusión, sueño; un sueño que algún día se desvanecerá.
-Yo veo ritmo, música -exclamó Jenny-. La gente parece bailar. La noto contenta. Va de un lugar a otro, deambula sin cesar. Parecen querer contarse, todos al mismo tiempo, sus cuitas, sus amores. Bulle su felicidad. Edouard, ves las cosas con excesiva acritud.
-Estoy con Jenny -asintió Jean-. Los demás sonreían y sus caras mostraban estar de acuerdo con los comentarios de la violinista y de Jean.
-Qué vas a decir tú, Jean, si esta mujer te ha embrujado. Lo tuyo es amor, muchacho, no visión de la realidad. El amor destruye. Nos imposibilita ver lo más cercano. Es lo único que es capaz de quitar la auténtica libertad de las personas. Por amor se deja de ser uno mismo; se es el otro. Se llega incluso a matar. Y no estoy diciendo que el amor en sí sea malo –dijo esto mirando y sonriendo a Suzzane -. Digo, solamente, que el amor nos desvía del itinerario que teníamos marcado en nuestra vida, con lo cual dejamos de ser nosotros, para convertirnos en otro, o en el otro, en la persona amada –aclaró-. En ti Jean, seguro que hay algo de Jenny, y en ella, sin duda, seguro que habrá, ya, algo tuyo. Sólo espero que no sea tu forma de pintar. Las carcajadas se dejaron sentir entre la algarada de personas que llenaban el Folies-Bergére.
(Continuará 19)
La atmósfera en el Folies-Bergére se podía mascar. El humo de los cigarros caía desde los globos de gas del techo hasta las mesas, donde una numerosa concurrencia se daba cita cada tarde en uno de los locales más atractivos de París. En este local la gente podía divertirse sin ningún tipo de trabas. Su nombre, Folies (follaje), venía a significar el lugar donde la gente podía esconderse de las miradas de los demás. Una sociedad multicolor ocupaba cada uno de los espacios del amplio local en aquel París exuberante. Hombres con ropas oscuras y mujeres con guantes largos y sombreros de ala ancha parecían estar interesados, sólo, en ellos mismos. Era la sociedad de la opulencia la que se congregaba en el local. Los numerosos espejos devolvían y multiplicaban el colorido y el espacio creando una visión ilusoria de la realidad. Todo se magnificaba con aquella ilusión: los grupos de gente, la amplitud de las barras de las bebidas. Pero la principal atracción era el propio público: una amalgama turbulenta compuesta por burgueses, aristócratas, dandis y llamativas mujeres mundanas que se mezclaban en aparente complicidad con señoras de la alta sociedad parisina. Suzzane y Edouard, Jenny y Jean, Berthe y Eugéne, disfrutaban en medio de aquel espectáculo.
-Tanto bullicio acaba por cansarme -comentó Jean-. Qué lejos están los días en que se podía charlar con los amigos de una forma más relajada, sin tener que soportar este ruido.
-Pues a mí me gusta -indicó Edouard-. ¿No será mi querido Jean que nos estamos haciendo viejos? Pero quizás tengas algo de razón; la verdad es que aquellas tertulias de nuestros años mozos resultaban adorables. Yo también las echo en falta. Pero los tiempos cambian, el Folies-Bergére es una clara muestra de ese cambio. Fijaros en la hermosa camarera del mostrador, mantiene una actitud distante y reservada, tiene juventud, frescura; sin duda el dueño de este establecimiento ha sabido buscar bien. Es un buen reclamo para la clientela.
-¡Edouard! -le reprendió Suzzane-, eres incorregible.
-¡Pero si se comenta que en París hay cerca de treinta mil prostitutas! Sin duda esa joven debe ganarse la vida de alguna otra manera; no creo que con su salario de camarera pueda sobrevivir.
-¡Edouard! -Suzzane había dejado de sonreír y miraba a su esposo con acritud.
-Perdonarme, a veces me dejo llevar por mis sentidos. Tan sólo trataba de describir lo que veo, pero creo que en todo este maquillaje, en todo este perfume, hay algo que apesta. Pero, a pesar de todo, no se puede eludir la hermosura de la camarera. Hasta su vestido azul es hermoso. Me encanta su pechera adornada con ese ramillete de flores. Y su fino talle abotonado le dan una delgadez extrema. No me extraña que el caballero de sombrero y ancho bigote, que habla con ella, esté ensimismado con su belleza. Diría más, parece que la acosa con su mirada.
-Sin duda Edouard -susurró Jean-, está pintando.
Ajeno al comentario de su amigo, Edouard siguió pensando en voz alta.
-Observad el mostrador donde se apoya la muchacha, está bien surtido de botellas de champaña, de cervezas, de licores. Vasos y bebidas se confabulan contra nosotros los parroquianos para que demos debida cuenta de cuanto nos ofrecen. ¿No es lujurioso? El local entero, amén de simular un teatro, lo parece. ¿No es teatral el aspecto de la gente? ¿Y el nuestro? Parece como que nos hubiéramos disfrazado para representar una función teatral; sin duda de alguna manera así lo hacemos. Mirad el espejo sito detrás del mostrador. Se aprecia un balcón con sus palcos reservados para el público distinguido. ¿Debiéramos estar nosotros allí? -preguntó mientras sonreía-. Creo que no -dijo contestando a su pregunta-. En ese gran espejo sólo veo apariencia, reflejo, ilusión. Una imagen acorde con la representación que los parisinos hacemos de la vida nocturna y sus múltiples seducciones.
-No te cansas de pintar -le interrumpió Jean, haciendo sonreír al resto.
-No, no me canso. Es la única forma que tengo de entender la vida. Por cierto, es un secreto, que ni siquiera tú, mi querido Jean, conoces: os he pintado en mi taller. De hecho el cuadro hace más de un año que lo terminé. Lo tengo guardado, esperaba un acontecimiento como este para decíroslo. Más tarde iremos a verlo, si os apetece.
-¿Y cómo es que yo no sé nada sobre ese cuadro? -aventuró Jean.
-Mi querido Jean, desde que conociste a nuestra bella violinista raro es el día que te dejas ver por el taller. Además, como se trataba de una sorpresa lo he tenido bastante bien oculto. Pero no te inquietes, tú y Jenny estáis retratados junto a Berthe.
-¿Sin haber posado? -preguntó incrédula Berthe.
-Hace poco me oíais hablar de cuanto nos rodea, y Jean me recriminaba no poder dejar mi trabajo ni cuando estoy en tan adorable compañía como la vuestra, pues ésta es la razón por la que puedo retrataros sin que poséis para mí. Os conozco como a la palma de mi mano. Conozco vuestra alma, vuestras inquietudes. No necesito más. Os tengo en mi poder; no podréis huir de mí, -exclamó mientras reía y su mirada se dirigía a Jenny que parecía ajena a sus comentarios.
Jenny había permanecido silente observando cuanto se desarrollaba a su alrededor. La voz de Edouard llegaba hasta sus oídos con nitidez pero apenas la prestaba atención. Sus pensamientos, le ocurría con frecuencia y eran motivo de tristeza en Jean, le hacían regresar a la época de convivencia con Francois y a la perdida de su hijo. Llevaba demasiado tiempo así y no acababa de olvidarse del todo, pese a los esfuerzos de Jean. En su interior continuaba vivo aquel recuerdo que le transportaba hacia su pasado sin poder remediarlo. Los días siguientes al abandono de Francois dejaron en ella una huella imborrable. Trataba de luchar con sus sentimientos pero éstos eran tan profundos que, pensaba, la habían marcado de por vida. A veces, en sueños, le parecía oír la lejana voz de una criatura, su hijo, que la llamaba en una súplica desesperada. Veía sus ojos, su nariz pequeña, sus manitas, y sentía como si hubiera tenido realmente a su hijo entre sus brazos. Sabía que aquellos pensamientos no eran tan irreales como Jean, con gran cariño, le decía; para ella la vida se había parado en aquellos días y sólo la llegada de Jean había logrado sacarle del pozo donde se encontraba. Había sufrido como un pequeño salto en el itinerario de su existencia, y aquel abismo era difícil de sobrellevar. Los abrazos de Jean siempre llegaban en el instante más oportuno; era como si su amante intuyese su necesidad afectiva y acertase en los momentos más necesarios. Conocía a Jenny lo suficiente para, sólo con mirarla o percatarse de sus silencios, comprender los pensamientos de su amada. La presencia de su amado le tranquilizaba pero no lograba sobreponerse a su dolor. Jenny en ocasiones se preguntaba por el sexo de aquella personilla que no le abandonaba, y hasta lograba sonreír con la imagen de su pequeño o de su pequeña, daba igual, ella se la había fabricado según sus deseos y creía firmemente que esos sueños hasta podrían hacerla feliz algún día. Nadie podía impedir que su mente volase, como su música, a donde ella deseara; era un don que todos los seres humanos debían de utilizar -se decía-. Pero en lo más profundo hubiese deseado conocer a aquella criatura que tantos momentos llenaba en su vida, y no todos infelices. El paso del tiempo estaba logrando esta transformación, aunque una cierta amargura se fijase, aún, en sus transparentes ojos verdes.
-Creo que os conozco a todos bien -dijo Edouard a quien la aparente indiferencia de Jenny le había sorprendido-, menos a nuestra espléndida violinista.
Jenny bajó de su mundo al percatarse que se hablaba de ella.
-Perdonarme, estaba distraída.
Jean sonreía, conocía aquellas distracciones de su amada.
-¿Cómo puedes distraerte ante esta exuberante exhibición de lo mundano? -exclamó Edouard-. Aquí, ante nuestros ojos, está el todo París, desde lo más bajo y rastrero hasta la opulencia más exquisita. ¿No sentís el hedor que expiden estos personajes todos mezclados, sin complejos? La vida parisina es fecunda en estos contrastes que resultan poéticos, maravillosos, a la vez que patéticos. ¿O no lo parecemos con nuestros sombreros, nuestros chaqués, nuestras corbatas y nuestros zapatos de charol? Somos todo ilusión, sueño; un sueño que algún día se desvanecerá.
-Yo veo ritmo, música -exclamó Jenny-. La gente parece bailar. La noto contenta. Va de un lugar a otro, deambula sin cesar. Parecen querer contarse, todos al mismo tiempo, sus cuitas, sus amores. Bulle su felicidad. Edouard, ves las cosas con excesiva acritud.
-Estoy con Jenny -asintió Jean-. Los demás sonreían y sus caras mostraban estar de acuerdo con los comentarios de la violinista y de Jean.
-Qué vas a decir tú, Jean, si esta mujer te ha embrujado. Lo tuyo es amor, muchacho, no visión de la realidad. El amor destruye. Nos imposibilita ver lo más cercano. Es lo único que es capaz de quitar la auténtica libertad de las personas. Por amor se deja de ser uno mismo; se es el otro. Se llega incluso a matar. Y no estoy diciendo que el amor en sí sea malo –dijo esto mirando y sonriendo a Suzzane -. Digo, solamente, que el amor nos desvía del itinerario que teníamos marcado en nuestra vida, con lo cual dejamos de ser nosotros, para convertirnos en otro, o en el otro, en la persona amada –aclaró-. En ti Jean, seguro que hay algo de Jenny, y en ella, sin duda, seguro que habrá, ya, algo tuyo. Sólo espero que no sea tu forma de pintar. Las carcajadas se dejaron sentir entre la algarada de personas que llenaban el Folies-Bergére.
(Continuará 19)
lunes, 3 de junio de 2013
En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (18)
Los pensamientos de Suzzane, a solas con su pequeño, vagaban por otros derroteros. Había que hacer mucha labor en aquella casa, pero estaba agradecida a Madame Eugénie-Desirée por darle aquel trabajo que tanto necesitaba. La vida en París no era fácil para la gente humilde, y más si se tenía un hijo de corta edad al que atender; pero Suzzane estaba decidida a salir adelante, y aquel trabajo podría ayudarle. Mientras ésto pensaba, recorría con la mirada las estancias de la casa de Manet. Su sensibilidad femenina le hacía fijarse en algunos de los cuadros, retratos la mayoría, que colgaban en las paredes. Reconoció a la madre de Manet, que guardaba lugar preferente en el salón de la casa. Bodegones llenos de cromatismo y motivos florales con búcaros de cristal en los que Manet había logrado la transparencia del vidrio con una sabia combinación de colores, los cuales se podían identificar uno a uno, y que en conjunto lograban lo que el pintor había pretendido. En una habitación anexa al saloncito disfrutó de la visión de un lienzo que mostraba a un muchacho con un perro. El mozalbete, de edad aproximada a la de su hijo León, aparecía sonriente rascando la lanuda cabeza del can mientras el perro hurgaba en un escriño. El ambiente del cuadro era natural pero la destreza del pintor lo había logrado sin apenas sugerirlo.
-Quizá algún día el señor Manet pinte también a mi hijo – pensó Suzzane.
Al acercarse al taller, Manet observó que, a través de los cristales de uno de los ventanales que daban a la calle, se veía luz en el interior.
-No puedo creer que Jean esté trabajando a estas horas -comentó en voz baja.
Jean estaba pintando vestido con su bata gris, pulcra como si fuera la primera vez que la usara, lo cual no comprendía Edouard pues él era un desastre trabajando; su pintura discurría con la misma intensidad dentro de los lienzos que fuera de ellos. Todo cuanto tocaba o se hallaba a su alrededor no se libraba de ser goteado, manchado. No era el caso de su amigo a quien el orden y la limpieza le parecían una de esas cosas sin las cuales es imposible vivir. Edouard, lógicamente, discrepaba. Para él lo importante eran los resultados; no daba mayor importancia a los detalles.
-Buenos días, Jean. Tan temprano y ya trabajando. Me decepcionas. Creí que para la aristocracia el trabajo era tabú, y más a estas horas.
-Bonjour, Edouard. Me levanté inspirado esta mañana. Estoy pintando a Jenny; o intentándolo.
-¡Ah, es Jenny¡ -exclamó irónico Edouard.
-Pero que bastardo eres, Edouard. Si no te conociera...
-Lo dicho: la aristocracia ahora se levanta pronto, trabaja y hasta emite improperios. Esto ya no es lo que era. ¡La revolución ha triunfado!
-No digas más tonterías, acércate y ven a darme tus sabios consejos de maestro -ironizó a su vez Jean.
-Necesitas a la modelo, Jean. ¿Dónde está Jenny? Su presencia es vital. Así, de memoria, la estás pintando muy deprisa.
-Tú la miras muy deprisa -protestó Jean, ligeramente molesto con su amigo-.
-Estaba muy cansada; ayer acabó tarde de tocar en el Guerbois. Se ha quedado en casa, vendrá dentro de un rato.
-Tienes razón, discúlpame, pero me alegra cuando os veo juntos. Posees lo que a mí me falta. Aunque puede que esté cambiando mi suerte. Hoy he conocido a una muchacha, Suzzane. Ha entrado a mi servicio, y me gusta. No he dejado de pensar en ella en toda la mañana.
-Conozco esa mirada -dijo riendo Jean-. Pero, ¿por qué dices que te falta el amor? ¿Acaso no estás enamorado de Victorine?, o ¿son sólo apreciaciones mías?
-Trabaja, Jean, trabaja -dijo Edouard mientras iba hacia el fondo del taller a buscar su bata gris llena de pintura.
(Continuará 18)
-Quizá algún día el señor Manet pinte también a mi hijo – pensó Suzzane.
Al acercarse al taller, Manet observó que, a través de los cristales de uno de los ventanales que daban a la calle, se veía luz en el interior.
-No puedo creer que Jean esté trabajando a estas horas -comentó en voz baja.
Jean estaba pintando vestido con su bata gris, pulcra como si fuera la primera vez que la usara, lo cual no comprendía Edouard pues él era un desastre trabajando; su pintura discurría con la misma intensidad dentro de los lienzos que fuera de ellos. Todo cuanto tocaba o se hallaba a su alrededor no se libraba de ser goteado, manchado. No era el caso de su amigo a quien el orden y la limpieza le parecían una de esas cosas sin las cuales es imposible vivir. Edouard, lógicamente, discrepaba. Para él lo importante eran los resultados; no daba mayor importancia a los detalles.
-Buenos días, Jean. Tan temprano y ya trabajando. Me decepcionas. Creí que para la aristocracia el trabajo era tabú, y más a estas horas.
-Bonjour, Edouard. Me levanté inspirado esta mañana. Estoy pintando a Jenny; o intentándolo.
-¡Ah, es Jenny¡ -exclamó irónico Edouard.
-Pero que bastardo eres, Edouard. Si no te conociera...
-Lo dicho: la aristocracia ahora se levanta pronto, trabaja y hasta emite improperios. Esto ya no es lo que era. ¡La revolución ha triunfado!
-No digas más tonterías, acércate y ven a darme tus sabios consejos de maestro -ironizó a su vez Jean.
-Necesitas a la modelo, Jean. ¿Dónde está Jenny? Su presencia es vital. Así, de memoria, la estás pintando muy deprisa.
-Tú la miras muy deprisa -protestó Jean, ligeramente molesto con su amigo-.
-Estaba muy cansada; ayer acabó tarde de tocar en el Guerbois. Se ha quedado en casa, vendrá dentro de un rato.
-Tienes razón, discúlpame, pero me alegra cuando os veo juntos. Posees lo que a mí me falta. Aunque puede que esté cambiando mi suerte. Hoy he conocido a una muchacha, Suzzane. Ha entrado a mi servicio, y me gusta. No he dejado de pensar en ella en toda la mañana.
-Conozco esa mirada -dijo riendo Jean-. Pero, ¿por qué dices que te falta el amor? ¿Acaso no estás enamorado de Victorine?, o ¿son sólo apreciaciones mías?
-Trabaja, Jean, trabaja -dijo Edouard mientras iba hacia el fondo del taller a buscar su bata gris llena de pintura.
(Continuará 18)
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