-¡Edouard, Edouard! Cómo he de decirte que el auténtico pintor es el que pinta lo que ve, la realidad es el fundamento de la pintura –gritó el señor Couture-. Fíjate en ella, modela tu mirada con su intensidad, con eso basta. Encuentra el equilibrio del color, trata de armonizarlo. El color debe ser puro, sin mezclas, pero por encima de todo no olvides el dibujo, esa es la clave. Fíjate en tus compañeros, ¿por qué demonios te empeñas en desviarte de lo que te digo? Tú sabes pintar, pero no quieres, no me haces caso. Así no vas a ninguna parte. Deberías admitir el deseo de tu padre y seguir con los estudios de derecho, creo que tienes más cualidades que para la pintura.
El taller de Thomas Couture se hallaba junto al Quai St. Michell y constituía un colmo de despropósitos para Edouard Manet. Era un lugar lúgubre en donde la escasa luz entraba por unos ventanucos abiertos a ras de suelo. El local, desproporcionado de altura, era frío y desangelado. Nada de lo allí presente incitaba a la creación. Edouard se calentaba las manos con su propio vaho para poder sostener sus útiles de dibujo; todo aquello le resultaba deprimente. Contaba veinte años de edad y su vitalidad juvenil le incitaba continuamente a tratar de librarse de aquella situación a la que le habían llevado las diarias discusiones con su padre. Al señor Manet le hubiera gustado que su hijo primogénito hubiera seguido estudios de judicatura, pero la vida de Edouard no transcurría por esos derroteros. Tan sólo su madre parecía darse cuenta de las verdaderas inquietudes del joven Edouard. Su sensibilidad femenina había ido encauzando, quizá sin querer, la vida de su hijo hacia las artes.
Las tardes resultaban tediosas en el taller. Edouard sentía en su interior que aquel no era el camino. La realidad no era para él lo importante. El arte, pensaba, debía sorprender. La luz, la forma, el color, habían de efectuar una visualidad perceptible de la realidad, pero sin mostrarla tal y como la veían nuestros ojos; había que intuirla. Discutía con sus compañeros de taller por estas cuestiones para él tan simples. El único capaz de seguirle era Jean, algo mayor que Edouard, y que compartía sus puntos de vista.
-Jean –comentaba Edouard–, yo creo que se debe pintar por pura intuición. En una novela, por ejemplo, debe llover cuando tiene que llover, no porque el escritor diga que está lloviendo. Yo creo que la pintura debe ser esto. Pero cómo expresarlo Se avecinan cambios, Jean, lo presiento. Empiezo a abominar la oficialidad. La rigidez de estas normas que no conducen a ninguna parte. Es siempre lo mismo, dar vueltas y más vueltas sobre el mismo tema. Imagina una mujer desnuda en medio de la gente, sería tratada como una fulana; nadie vería la hermosura de su desnudez; ni el cambio que ello representaría. Sí ya sé que el desnudo se ha hecho en la pintura, pero yo me refiero al morbo, al erotismo si lo quieres llamar así, que desprendería la muchacha.
Jean Guillemet, sonreía mientras llevaba a sus labios la copa de absenta. La quemazón del licor al pasar por la garganta hizo cambiar el rictus de Jean, lo cual no pasó desapercibido para Edouard.
-¡Jean!, ¿me escuchas? -le increpó-. ¿Estás de acuerdo con esos estúpidos de la academia, o es la absenta el motivo por el que parece que no me haces el menor caso?
-Te escucho Edouard, pero no deberías menospreciar este licor. Su fuerza se trasmite a través de mi estómago y acelera mis pensamientos, ¿cómo iba a seguirte si no? Además yo he encontrado en èl la pureza que tú buscas en la pintura. Mira Edouard, todo lo que dices es cierto, pero es difícil contradecirles. Sus normas vienen a ser lo que todo el mundo llama: “Pasar por el aro”. ¿No lo quieres entender? Y, además, no les sigas el juego. Si no estás de acuerdo con ellos, el próximo otoño no les presentes tus obras. Sabes de sobra que no las van a admitir. Pero mientras tanto, anda tómate otra copa, verás como tu imaginación se ilumina –respondió mientras vertía el inflamable líquido en la copa de Edouard.
Las tardes en La Grenouille eran enloquecedoras. Los contertulios iban cambiando el timbre de las voces y la compostura a medida que las horas transcurrían. El local, una mezcla de bodega y antro clandestino, era de los más animados de la ciudad parisiense. Se accedía al lugar a través de un gran portalón en el que reinaba el mayor de los desórdenes. Enseres tanto agrícolas como propios de bodega se hacinaban por todas partes. Había que cruzar un patio interior, a modo de claustro, empedrado y con un pozo en uno de sus extremos, sobre el brocal se disponían unas macetas de geranios, cuyo colorido hacía soportable la suciedad que reinaba por doquier. En La Grenouille las paredes, oscurecidas por el intenso humo de velas y cigarros, contenían pequeñas historias escritas por los visitantes del local; algunos pasaban tantas horas en el lugar que más que parroquianos podría denominárseles moradores. Raro era el espacio de aquellos muros en el que no estuviese inmortalizado un ministro, un político o un cortesano, con una cita o un dibujo. Hasta el mismísimo Napoleón III, que acababa de ser nombrado Emperador de Francia, estaba caricaturizado con su corona y su enorme apéndice nasal. En más de una ocasión aquellas paredes, que mostraban la vitalidad francesa, debieron de encalarse por sospechas fundadas de alguna inesperada inspección gubernativa, desapareciendo en cada encalamiento una buena parte de la historia de la ciudad y sus moradores.
Las aún oscuras orillas del Sena, con las primeras luces del alba, solían acompañar a Edouard y Jean. Las calles vacías, en los alrededores de Notre Dame, presentaban un poético aspecto y constituían en aquellos años para los dos jóvenes amigos, y sin que ellos lo intuyesen, un lazo que iría consolidando su amistad. El sonido de sus pasos se unía al rumor del río, y a veces los prolongados silencios en que parecía envolverles la aurora no eran más que el presagio de una nueva discusión o la prolongación de la anterior. En ocasiones, el encargado de apagar y encender las farolas del paseo era mudo testigo de aquellas airadas pero amigables disputas.
-Mira Edouard –decía Jean-, sabes que para mí tu pintura tiene algo especial; esa manera que tienes de ver las cosas es diferente a como las entendemos los demás. Para mi queda claro que tú, esbozando nada más el lienzo, ofreces más rasgos de la realidad que todos los del taller juntos aplicados en plasmar las cosas tal y como las vemos. Pero no es menos cierto que tus cuadros no gustan a los académicos. Por fortuna tú no necesitas vivir de lo que pintas.
-Te equivocas, para mi pintar sí es una necesidad. Pero también considero que si mis cuadros no llegan a la gente es como si no pintara. Creo que voy a prescindir de todos esos botarates que dirigen la Academia. En cierto modo me dan lástima; no aman el arte, tal y como yo lo entiendo. Y desde mi punto de vista se deben aburrir mortalmente visionando y aprobando siempre lo mismo. Más que lástima me dan risa.
-Hablas así –protestó Jean– porque no necesitas de la pintura, digas lo que digas, en caso contrario ya veríamos. Es muy fácil alardear desde tu posición económica, o mejor dicho desde la de tus padres, que para el caso viene a ser lo mismo.
-No seas cretino, Jean. Te digo que necesito de la pintura. Mi padre, como sabes, no está por la labor de tener un hijo artista. Y además en mi caso aunque la necesidad sea más vital que monetaria, no es menos cierto que la preciso. Y sabes lo que te digo – añadió-: que voy a hacer caso omiso de la Academia y voy a preparar una exposición yo solo.
-¡Tú solo!, no me hagas reír, Edouard. ¿De qué manera si se puede saber?
-Escucha, Jean. He oído que hay pintores que tienen sus propios talleres. Sí, como el de monsieur Couture; pero que en lugar de dedicarse únicamente a enseñar, pintan y presentan sus propias obras en esos espacios.
-¡Estas loco, Edouard! Y quién demonio crees que iría a ver tus obras, si apenas te conoce “el gran mundo”. Sales del taller y La Grenouille, y ya me contarás.
-Eso poco me importa. Siempre las verá más gente que si mis cuadros no pasan de la portería de La Academia.
-En eso tienes razón –comentó, en voz baja, Jean-. Pero espera un tiempo. Tengo que comentarte algo que seguro desconoces.
Edouard se quedó pensativo mirando la enigmática cara de su amigo. La luz del alba hacía tiempo que había dado paso a una claridad azulada. Los primeros rayos del sol alargaban los plátanos del paseo y sus sombras se cruzaban con las de Edouard y Jean, que cogidos, ahora del brazo, caminaban cansinamente. Sin duda la noche transcurrida entre enredos, discusiones y absenta, pasaba lógica factura. Pero les gustaba el aire fresco que respiraban; les sabía mejor. Estaban encontrando nuevas sensaciones. Percibían nuevas formas; olían la humedad de las aceras mojadas por el rocío del cercano río. Los plátanos aún mantenían sus hojas, pero en el resto del arbolado se iba aposentando el otoño. El suelo de hallaba abrigado por un manto de hojas, que embellecían aún más el paseo, al que las primeras luces estaban vistiendo de mañana. Así caminando, mitad hablando, mitad discutiendo, pero sin que los finos cendales del discurso trasgrediesen su amistad, llegaron hasta la plaza de Los Vosgos.
Al despedirse Edouard se quedó mirando a su amigo. En su mirada se podía adivinar una pregunta:
-¿Qué me tienes que comentar?, Jean.
-He oído –dijo Jean bajando el tono de la voz, creyendo, equivocadamente, que alguien pudiera escuchar su secreto en la aún desierta plaza-, que monsieur Couture va a llevar a una modelo al taller. Así que deja tus ideas de independencia para más adelante.
-¡Qué callado lo tenías! -se animó Edouard-, y qué más ha oído el señor, si puede saberse.
-Nada, que se llama Victorine..., Meurend creo que se apellida, o algo parecido.
(Continuará 3)
domingo, 31 de marzo de 2013
jueves, 21 de marzo de 2013
En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (2)
Eugénie permanecía recostada sobre la “chaise longue” de su dormitorio. Su mirada se hallaba perdida, o más bien ensimismada, entre la suave tela de nieve que caía en el exterior. Los cercos de las ventanas habían perdido su habitual angulosidad al haber sido ocupados por los copos que depositaba el viento sobre los cristales. En el boulevard sólo se insinuaba el murmullo de los carruajes al pasar sobre los adoquines de la calzada, pues el ruido quedaba amortiguado por la capa de nieve que iba vistiendo de blanco la vía pública. La noche, para Eugénie, había sido muy larga; estaba en cinta, a punto ya de tener su primer hijo, y el prominente vientre, unido al inquieto bebé que rebullía en su interior, le ocasionaban pasar noches en vela en aquellos últimos días de enero. Adormecida no se percató de la llegada del médico y de su esposo que entraron en el aposento para comprobar su estado.
¬¬-Señora Manet, el parto se aproxima -le indicó el médico–, no creo que se alargue más allá de esta noche.
Manet sonrió, le hacía ilusión su primer hijo. Miró a su esposa con aquella sonrisa cómplice que a ella la había enamorado desde que se conocieron en el ministerio.
-Eugénie, este chiquillo será abogado ya lo verás.
-No tengas tanta prisa –respondió ella entrecerrando los ojos por el malestar y volviendo su mirada hacia la ventana–, aún no ha nacido y ya le ves en la judicatura; además al final será lo que él quiera ser; ya lo verás. Y todo ello suponiendo que sea un chiquillo. Me pregunto si algún día consentiréis los hombres tener mujeres en vuestros despachos con una ocupación diferente a la de fregar los suelos.
Manet y el doctor cruzaron sus miradas y sonrieron. Eugénie tiene razón, parecieron decirse con los ojos.
(Continuará 2)
¬¬-Señora Manet, el parto se aproxima -le indicó el médico–, no creo que se alargue más allá de esta noche.
Manet sonrió, le hacía ilusión su primer hijo. Miró a su esposa con aquella sonrisa cómplice que a ella la había enamorado desde que se conocieron en el ministerio.
-Eugénie, este chiquillo será abogado ya lo verás.
-No tengas tanta prisa –respondió ella entrecerrando los ojos por el malestar y volviendo su mirada hacia la ventana–, aún no ha nacido y ya le ves en la judicatura; además al final será lo que él quiera ser; ya lo verás. Y todo ello suponiendo que sea un chiquillo. Me pregunto si algún día consentiréis los hombres tener mujeres en vuestros despachos con una ocupación diferente a la de fregar los suelos.
Manet y el doctor cruzaron sus miradas y sonrieron. Eugénie tiene razón, parecieron decirse con los ojos.
(Continuará 2)
martes, 19 de marzo de 2013
miércoles, 13 de marzo de 2013
¡¡¡Espectacular!!!
ANÉCDOTA: Ayer por la noche salíamos del cine y seguía nevando, había empezado sobre las seis de la tarde. La noche era muy fría y la nieve se iba posando, pues había cesado el viento, sobre los coches, los jardines y las ramas de los árboles. Me fijé en los árboles pues no es muy habitual que la nieve se mantenga mucho tiempo sobre las ramas, debido sobre todo al viento que hace en esta ciudad.
Esta mañana temprano salí a hacer fotos y efectivamente, como suponía, la helada había convertido a los árboles en formas extraordinariamente bellas. Había conservado la escultura realizada por la naturaleza la noche anterior.
Volviendo hacia casa coincidí en un paso de cebra con dos ancianos que sin duda volvían a su casa después de asistir a misa en la parroquia de su barrio. Eran muy mayores y se movían sobre la nive con gran dificultad. Iban del brazo y el hombre se separó de la mujer y cruzó despacio la calle helada al ver que no venía ningún coche, dejando a la que debía de ser su esposa completamente abandonada. La mujer le gritó que volviese a por ella (yo mientras tanto tenía la intención de ayudarla a cruzar pero pudo más mi curiosidad y esperé). Desde la acera contraria el marido le gritó: "Haber cruzado cuando te lo dige". La mujer, astutas, le contestó:"Pues hoy no comes, a ver quién te hace la comida". Ni que decir tiene que el buen hombre regresó a por su esposa (yo mientras tanto no pude por menos que sonreir).
jueves, 7 de marzo de 2013
Cuarenta años y como si tal cosa...oye.
después llegaron ellos. |
“Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me dio dos luceros que, cuando los abro,
perfecto distingo lo negro del blanco,
y en el alto cielo su fondo estrellado.
y en las multitudes al hombre que yo amo.
Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me ha dado el oído que, en todo su ancho,
graba noche y día grillos y canarios,
martillos, turbinas, ladridos, chubascos,
y la voz tan tierna de mi bien amado.
Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me ha dado el sonido y el abecedario,
con él las palabras que pienso y declaro:
madre, amigo, hermano, y luz alumbrando
la ruta del alma del que estoy amando.
Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me ha dado la marcha de mis pies cansados;
con ellos anduve ciudades y charcos,
playas y desiertos, montañas y llanos,
y la casa tuya, tu calle y tu patio.
Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me dio el corazón y agita su marco
cuando miro el fruto del cerebro humano,
cuando mira el bueno tan lejos del malo,
cuando miro el fondo de tus ojos claros.
Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me da dado la risa y me ha dado el llanto,
así yo distingo dicha de quebranto,
los dos materiales que forman mi canto
y el canto de ustedes que es mi propio canto,
y el canto de todos, que es mi propio canto.
Gracias a la vida.”
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