sábado, 2 de febrero de 2013

En el refugio de los sueños: La fuga

    Siempre trabajaban solos. Eran dos: Ramírez y Laura. Él era un individuo que parecía transitar por la vida con auténtica sinceridad. Pasaba desapercibido para los demás. Daba la sensación de  no estar. Era callado. Escuchaba más que hablaba. De mediana estatura y tirando a grueso; al menos lo parecía por una barriga incipiente que iba aumentando con el paso de los años y el consumo diario de cerveza. Frisaba los cincuenta  aunque pareciese algo mayor, debido a su calvicie prematura y a su perilla canosa. Era un hombre tranquilo de presencia pero con los ojos inquietos, en continuo movimiento como si quisieran ver más allá de lo que les correspondían. Llevaba la parte organizativa y operativa del negocio.
     Laura era distinta, inquieta y alegre,  más acorde con su edad. Tampoco tenía signos físicos que llamasen la atención. No era una mujer que se hubiera podido presentar a un concurso de belleza, pero sabía arreglarse lo suficiente como para poder llamar a la curiosidad de cualquier hombre. Veinte años menor que Ramírez se ocupaba de la logística y la información del negocio que compartían desde hacía años, sin que nunca hubieran tenido un error una vez que acometían los delicados  encargos que les llegaban. No eran muchos los servicios, tres, cuatro al año como máximo, pero  muy bien retribuidos. Llana y simplemente se dedicaban a robar, aunque mejor sería decir: hurtar, puesto que nunca existía intimidación ni empleo de la fuerza para conseguir lo que perseguían. El éxito de sus hurtos se basaba principalmente en que los objetos que sustraían, en su mayor parte, procedían de compras ilegales en mercados de arte secundarios. Piezas de arte muy valoradas que habían desaparecido de museos, almonedas o casas particulares y no habían vuelto a ver la luz. En la mayoría de los casos estas piezas se encontraban en cajas fuertes  privadas o de bancos, por lo que una vez que Ramírez y Laura se apoderaban de ellas no era denunciada su desaparición. Nunca se apropiaban del dinero que pudiese haber en dichas cajas ni de otros bienes, tan sólo del objeto que les habían encomendado. Claro que no siempre era así: en ocasiones, las menos, el robo sí era notificado, por lo que la policía iba tras la pista de un individuo, grabado por alguna cámara de seguridad, aunque su figura no fuera del todo definida y existiesen serias dudas sobre el personaje.
       Pero aquel día era de aquellos que hubiera sido mejor no levantarse. Ramírez recibió la llamada para un nuevo encargo. Tuvo que trasladarse al aeropuerto donde le esperaba su contacto para pasarle la información. Normalmente le enviaban una fotografía del objeto y una nota con el lugar en el que se encontraba  y el nombre y dirección de su propietario. A partir de aquí con su sagacidad habitual, Laura debería encargarse de vigilar la zona donde maniobrar y todos y cada uno de los rasgos y riesgos de la operación. Era muy importante para ellos conocer alguna debilidad de la víctima. Era lo que más les facilitaba el trabajo.
     Pero como escribo no era día para sentirse tranquilo y a salvo. Ramírez con esa inquietud de su mirada que le había salvado de más de una situación comprometida, intuyó encontrarse vigilado. Un sexto sentido le hizo barruntar que algo no estaba en su lugar. Una vez que su contacto le entregó el sobre con la información, dirigió sus pasos hacia la salida de la terminal.  Descubrió un par de agentes de la policía, aún lejos,  pero que sin duda de acercaban hacia él. Giró sobre sus propios pasos y buscó un lugar donde pasar desapercibido. Sin duda, pensó con acierto, la policía tenía información sobre él; ignoraba en qué medida, pero su intuición le decía que habían localizado su rastro.
       Diluyéndose como pudo entre la gente que a aquellas horas llenaba el vestíbulo del aeropuerto, desapareció entrando en los servicios. Sabía que no era suficiente que tarde o temprano darían con él pues la voz de alarma ya estaría activada para entonces. Pero Ramírez a parte del ingenio e inteligencia que siempre demostró en sus operaciones, también era precavido: siempre llevaba una maquinilla de afeitar –sabía que el mejor disfraz era cambiar de aspecto- Se afeitó la perilla con rapidez. Fue más allá, también se rasuró el pelo que le quedaba bordeando las orejas y  el cogote. Su imagen había cambiado radicalmente, pero él era pulcro en sus acciones y siempre quería tener el cien por cien a su favor de cuanto hacía. Suponía, con acierto, que el cerco en el aeropuerto ya se habría cerrado y que todas las entradas y salidas estarían vigiladas.  Trató de pensar. Una idea surgió en su mente. Dependía del azar, lo cual le asustaba, pero no se le ocurría nada mejor en ese momento. Salió con presteza del lavado y se metió en el contiguo: en el de los discapacitados. Sólo podía esperar.
       Pasaron varios minutos; una eternidad para Ramírez, antes de que la suerte le viniera a visitar. Al abrirse la puerta un sudor frío atravesó su alma y corrió por su rostro, podía ser la policía quien estuviese entrando. A estas horas deberían estar revisando todos y cada uno de los habitáculos. Pero no, entró lo que necesitaba: un inválido en silla de ruedas. Ramírez sabía que lo que iba a hacer no entraba en su ideario. Iba a romper las reglas por segunda vez: necesitar del azar e inmovilizar al muchacho de la silla. Éste sorprendido y casi sin poder moverse por su enfermedad apenas ofreció resistencia y no pudo evitar que lo maniatasen, amordazasen  y encerraran en el compartimento que había usado Ramírez en la espera.
       Nuestro hombre cruzó el vestíbulo en dirección a una de las salidas. Se había puesto los guantes que ayudaban al inválido a mover las ruedas traseras de la silla. -Un detalle más en mi disfraz providencial y así evito dejar huellas, pensó-. La gente se apartaba a su paso sin prestarle atención. Los dos policías que guardaban la puerta hasta se la abrieron amablemente, lo cual agradeció Ramírez con una franca y agradecida sonrisa. Allí mismo tomó un taxis: abrió la puerta trasera y se deslizó en su interior agarrándose las dos piernas inmovilizadas desde hacía cinco minutos con su brazo derecho y pidió al taxista que guardase la silla en el portamaletas. Los policías le vieron hacer.
      -A la calle Santa Engracia, por favor.
      -Volando, señor.
      Una vez en la calle Santa Engracia rogó al taxista que le acercara la silla e hizo la operación inversa para salir del automóvil. Pagó la carrera y se marchó calle abajo. Cuando el taxi se hubo alejado paró junto a un contenedor de obra y, sin que nadie lo viese, arrojó la silla a su interior. Canturreando se desvaneció en el metro y se dirigió hacia la oficina, situada en otra zona de la ciudad. Allí le esperaba Laura a quien entregó el sobre.
      -Pero, ¿y ese look?
      -Nada, ya te contaré, gajes del oficio. 

2 comentarios:

  1. No está nada mal. Se las ingenió fenomenalmente.
    Una fuga impecable. Pero supongo que tomaría otras alternativas porque si les pisaban los talones tendrían que cambiar de residencia.
    Muy agudo y bien contado como siempre Rafa.
    Un abrazo y buen domingo

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  2. Hola Katy: sí, pero será para otro capítulo, je-je. Me alegro te haya gustado. Un abrazo y buen doimingo que aqui está nevando (afortunadamente).

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