El edifico poseía una ubicación perfecta frente a la playa cantábrica. Desde la terraza del pequeño apartamento, abierta al mar, la vista parecía de postal. La arena penetraba en el agua con suavidad y cambiaba de color cada vez que las olas lavaban el amplio arenal. Corría una brisa propia del norte que hacía que en lugares donde la umbría se adueñaba del jardín anexo al edificio, unida a la humedad marina, se dejara notar un cierto frescor que para nada enturbiaba el placer de contemplar una naturaleza casi salvaje; de hecho aquel apartamento estaba situado el último de una larga fila de edificios paralela a la playa por lo que la visión frente al mar, y hacia la derecha, era de ausencia total de construcciones. A la izquierda podía contemplar la hilera de casas, coches aparcados en batería, la pequeña ría por la que penetraba el mar en sus crecidas, y, al fondo, a unos dos kilómetros: el pueblo. La pequeña carretera que accedía hasta la vivienda terminaba donde se abría la entrada a la misma. A su derecha sólo el mar, la playa, las rocas y una abrupta pendiente repleta de pinos, eucaliptos, sauces, castaños…, que se descolgaba hasta el cantábrico.
Allí, él, había conocido la felicidad, por eso, quizás, su subconsciente le obligaba a volver cada verano. Miraba absorto el mar apoyado en la baranda de la terraza, sin pestañear, ensimismado, pero sus pensamientos no transitaban en esos momentos por lo que sus ojos parecían ver, sino que se adentraban en el agua, viajaban por el horizonte azul y despejado. La fuerte brisa llegaba hasta la terraza y golpeaba su rostro haciendo mover sus canosos y largos cabellos. Marina, Marina –se torturaba-. Hasta tenía nombre de mar, de oleaje azul, de espuma. De arena.
Jaime había enviudado siendo aún muy joven. Rosalía, su esposa, le había hecho antes de morir, en aquel estúpido accidente, el mejor de los regalos: Inés, su hija del alma. Inés creció junto a la tristeza de su padre. El tiempo nunca borró el rostro de la madre y la niña se fue convirtiendo en su vivo retrato a medida que abandonaba la niñez y se instalaba en la adolescencia. Jaime recordaba a Rosalía en los ojos de su hija, en sus ademanes, en su alegría contagiosa.
Cada verano Jaime e Inés pasaban unos días de vacaciones en aquel pueblecito de la costa cántabra donde había conocido a la que sería su esposa. Allí, asomado en aquella terraza, le parecía escuchar su voz, aquella risa tan abierta como el mar que tenía enfrente. Llevaba años alquilando el mismo apartamento. Doña Carmen, la propietaria, se lo guardaba año tras año.
Inés creció. Quería independizarse: había terminado sus estudios y encontrado trabajo. No se atrevía a dejar a su padre. Sabía que los recuerdos junto a la soledad podían pasarle factura. Fue el propio Jaime quien le ayudó a dar el paso. -Estaré bien, no te preocupes. ¡Si aún soy joven! Tú has de vivir tu vida… con ese chico…con Carlos. Me parece estupendo que vayas haciendo realidad tus sueños, hija. Vive. Yo estaré feliz. Además vivimos en la misma ciudad. ¡Tampoco te vas al fin del mundo!-. Jaime se quedó algo más solo; pero el tiempo obra milagros.
Fue el primer año que Jaime viajó sin su hija a “su apartamento”, como él lo llamaba, norteño.
El día había amanecido gris. Oscuros nubarrones ceñían el cielo. La tormenta que parecía querer descargar a cada momento no llegó a producirse, pero la mañana invitaba más al paseo que a tomar el sol en la playa. Jaime tomó el coche y decidió dar una vuelta por alguno de los pueblos del interior que tanto le gustaba visitar. Todos los años hacía alguna excursión con su hija. Aquél era el primero que iba solo. Detuvo el coche en un pueblecito que no conocía. En él fue descubriendo el sabor de los pueblos cántabros: aquellas hermosas casas solariegas adornadas de mil flores. Los pequeños pero bellos jardines cuidadosamente mantenidos, su verdor. El aire estaba impregnado de olor a heno, a establo, a ganadería… y a mar. Pero, curiosamente, era un olor tan característico que no hería. Era el olor que correspondía a ese espacio de montaña en el que el mar se veía a lo lejos.
A Jaime siempre le habían gustado las antigüedades. Sabía distinguir muy bien lo viejo de lo antiguo. Hasta donde le dejaban sus posibilidades económicas procuraba hacerse con algún objeto de su interés; de esta forma había logrado juntar una pequeña colección de cierto valor. Se quedó prendado de una casa norteña de amplios miradores y gruesos muros. Tres arcos se abrían en su portada dando paso al soportal y al amplio zaguán convertido en tienda de regalos. No era amigo de regalos de vacaciones pero aquella tienda le pareció interesante. Era como si le estuviera aguardando. En su interior convivían en armonía los típicos regalos con algunas piezas antiguas que pronto llamaron su atención. Una mujer vestida de azul y amplia sonrisa atendía el negocio.
(continuará)…
Localizado en Noja Verdad?T el pueblito puede ser alguno de los alrededores tirando hacia los valles Me acabas de llevar a muchos años atrás cuando iba mucho al norte. Veremos la historia que pinta bien.
ResponderEliminarUn abrazo
Hola Fernando: usted sí que sabe. Te juro que el pueblecito estoy tratando de descubrirlo yo también, de momento es inventado, ya veremos. Je-je. Gracias por tus ánimos
ResponderEliminarHola Rafa, ando peleando con mis ojos y no vi tu post.
ResponderEliminarEsto me huele a historia de amor junto al mar...
A ver con qué nos sorprendes. ¿Fianal feliz tal vez? En Santander hay belos y emcantadores pueblos, pero eso de asomarse y ver el mar, no sé yo.
Un abrazo
Hola Katy: pues los hay, los hay, y bien hermosos como dices. Celebro verte por aquí. Un abrazo
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