miércoles, 27 de febrero de 2013

En el refugio de la noche: La sorpresa

rafa
        Pilar y Alfredo formaban un matrimonio tradicional, consolidado pasados diez años desde su casamiento. Se habían prometido siendo muy jóvenes. Él acababa de terminar sus estudios de leyes y ella, aún, estaba en el Conservatorio de música.
        A Pilar le gustaba la música desde pequeña. Alfredo estudió leyes como bien hubiera podido hacer otra carrera de letras; no le llamaba demasiado la abogacía. Su familia influyó al contar con una larga nómina de letrados. Buen profesional, serio, capacitado pero sin la chispa - como decía su padre-, para atacar los casos más difíciles; le faltaba picardía, astucia, empuje, le sobraba timidez -también según su progenitor-. Tal vez esta forma de ser le llevase a ser demasiado introvertido y guardarse sus gustos, sus ilusiones, para sí. Poco hablador, callaba más que participaba en las reuniones con amigos y familiares. Sus amigos, Carlos y María en especial, le consideraban encantador pero demasiado retraído, como si le costase sumarse a la felicidad de los demás. Pero Alfredo guardaba un secreto que sólo él conocía.
        Pilar, por el contrario era abierta, alegre, más dinámica; el contrapunto para que aquel matrimonio funcionase. Terminó la carrera de piano y logró sacar oposiciones, convirtiéndose en profesora en el mismo Conservatorio que había estudiado.
       En la casa del matrimonio, a falta de niños, la música reinaba a cualquier hora del día. Primero fueron los vinilos de sonido inmejorable como aseguraba Pilar; luego llegaría la música enlatada, buena para la moderna pero no idónea para la música más pura: “La clásica” –argüía la mujer-. Resulta más cómodo escuchar los cedes –argumentaba Alfredo-.  Sí –respondía ella- pero no vas a comparar el sonido, la calidez que da el vinilo. Pilar seguía usándolos a menudo, pero no dejaba de reconocer que había que tener mucho más cuidado con ellos.
      Alfredo tenía el despacho en su propia vivienda por lo que permanecía en ella la mayor parte del día, salvo que tuviera que acudir al juzgado. Escuchar música le relajaba mientras estudiaba los casos  que le llegaban. Así poco a poco se fue aficionando también a la música y en especial a la ópera; era consciente de que como apenas entendía las letras en italiano o alemán de la mayoría de ellas, el lenguaje no distraía su trabajo; simplemente se dejaba llevar por la cadencia, los acordes, el ritmo…y en especial por la sonoridad de la voz de tenores, barítonos, bajos y contrabajos. Empezó tarareando y poco a poco se fue metiendo de lleno en cada obra y fue descubriendo que poseía una voz de buen tenor. Acompañaba cada pieza y logró aprender algunas con el paso de los años. La casa del matrimonio era una sala de conciertos en muchos de los momentos del día en que Alfredo se encontraba sólo, mientras Pilar daba clase en el Conservatorio o se hallaba fuera. La timidez del hombre no le permitió nunca explorar sus dotes en otros ámbitos que no fueran el de la soledad. Se llevaba, exprofeso, al coche alguno de las óperas, que estaba tratando de aprender, en los viajes que hacía por su trabajo. Dentro del vehículo su mente se trastocaba en plena libertad. Viajaba con Caruso, Pavarotti, su tocayo Kraus, Plácido… mientras entonaba aria, tras aria. Con el tiempo: La donna é mobile de Verdi, Casta Diva de Bellini o Nessun Dorma de Puccini… no tuvieron secretos para él. Así durante mucho tiempo. Años cantando en soledad.
       Carlos y María, ella era amiga de Pilar desde que eran niñas,  contraían matrimonio años después. Comenzaban a dejar la juventud y decidieron legalizar su situación pasando por el juzgado y por la vicaría. ¡Ya era hora!  ¡Ya está bien de vivir en pecado! –les decían los amigos con sorna-.  Alfredo parecía ajeno a aquellas efusiones.
       Y llegó el día de la boda. Tras la ceremonia hubo comida abundante como es de rigor y bebida generosa, como marca la costumbre. Y tras los postres se animó el baile. Los novios abrieron con el consabido vals. Y la gente se fue animando con la barra libre y el ritmo. La música trepidaba bajo la carpa que habían instalado en aquel jardín maravilloso. A nadie le extrañó ver un piano de cola en el pequeño escenario improvisado para la orquesta.
       La orquesta anunció que hacía un pequeño descanso y María, ejerciendo de novia, se acercó a su entrañable amiga Pilar y, ante el asombro de ésta,  le pidió que interpretara un par de piezas. Pilar no se sentía con ánimos pero ante la insistencia de su amiga subió al estrado y se colocó junto al piano. María, ejerciendo de anfitriona, presentó a su amiga agradeciéndole que amenizara esos minutos de espera.
       Con los primeros acordes, Pilar llamó la atención del improvisado público. Sus finos dedos se deslizaban por el teclado produciendo armoniosos sonidos. Su virtuosismo se hacía patente en cada nota que se elevaba hacia el cielo de la carpa. El silencio de los allí presentes era el mejor reconocimiento a su música, a su técnica, a su entrega. Pilar hubo de continuar con una segunda pieza ante la insistencia de los amigos y familiares de los novios. Un enorme aplauso cerró su soberbia actuación. Se disponía a bajar del escenario cuando sintió que una mano le agarraba la muñeca. Era Alfredo, su marido. Ante el asombro general y las sonrisas de sus amigos, pidió a su esposa que le acompañase al piano que quería interpretar el “Nessun Dorma” de Puccini. –Es para que no se duerman mientras suena otra vez la orquesta, dijo ligeramente alegre y haciendo un juego de palabras con el título de la obra Turandot.
       -Alfredo, tú has bebido –le regañó su esposa, al principio sonriendo y luego con cara de preocupación al ver la decidida iniciativa de su marido- Vamos a hacer el ridículo, cariño.
       El público –los amigos sobre todo- jaleaban riendo: que cante, que cante.
       -Venga Pilar el “Nessun Dorma”, empieza que están impacientes.
       La gente reía; se divertía ante la audacia de introvertido Alfredo.
       Sonaron las primeras notas; al principio Pilar tocaba lento, dudando. Alfredo entró en la ópera como un trueno desatado. Su voz crecía y crecía, llenando aquel espacio y mudando la sonrisa de la gente por una clara muestra de estupor. Pilar había comenzado a palidecer pero algo la decía que debía de continuar, que aquella voz, aunque la estuviese paralizando por la emoción, era la voz de un tenor auténtico; de alguien que poseía unas condiciones impresionantes para la ópera; y que aquella voz pertenecía a una persona con la que no había cruzado jamás una palabra de música clásica  y a la que nunca había oído cantar ni mientras se afeitaba. Y aquella clara y deslumbrante voz era de su esposo, de Alfredo. Cuando llegaron los últimos acordes de la ópera y el improvisado y desconocido  tenor arrancó con: ”Al alba venceré ¡Venceré! ¡Venceré!, el recinto pareció venirse abajo. Una salva de aplausos tronó bajo la carpa blanca y sus amigos más íntimos y Pilar se llevaron las manos a la cara para esconder  sus bocas admiradas.

martes, 19 de febrero de 2013

En el refugio de los sueños: El apartamento (segunda parte)

        A esas horas de la mañana el único cliente de “Alhacena”, nombre del comercio, era Jaime que miraba absorto alguna de las piezas que le interesaban. Tomó una talla de piedra entre sus manos y sonrió. De lejos le había engañado. Pero no era mala la copia: el cuerpo de la imagen era hierático, los pliegues de la ropa caían con pesadez de forma vertical, sin formar ondas, y el niño estaba sentado sobre las rodillas de su madre, en el mismo centro y frontalmente, dando la espalda a la virgen y generando de esta forma la impronta de ser el personaje principal. Vamos al mejor estilo románico. La escultura pétrea se veía ennegrecida, sin duda con humo,  técnica empleada ya por los romanos en la antigüedad (ya saben los romanos ennegrecían los retratos de sus antepasados para darles más antigüedad, ya que a más número de años mayor abolengo). Todo ello lo sabía muy bien Jaime, por eso sonreía.
       La mujer, que lo observaba de lejos, vio la sonrisa del hombre y comprendió con rapidez el motivo, pero  pudo más la curiosidad y se acercó para constatar con cierta ironía e inocencia: no es original, nada de lo que hay en esta tienda lo es.
      -Salvo usted –contestó Jaime con rapidez mientras posaba sus ojos en la transparente y azulada mirada de ella.
        La mujer no pudo por menos que reír, con una carcajada limpia, clara y honesta. Su tez morena, casi atezada por el sol, contrastaba con sus cabellos largos y rubios, casi blancos. En la comisura de los labios,  al igual que alrededor de sus ojos, se formaron unas insinuantes arrugas que daban mayor vivacidad a aquel rostro. Le hacían más humano, más bello.
       -¿Se ve que entiende usted de arte?
        -No…bueno quizás un poco. Al observarla de lejos me había desconcertado –continuó hablando mientras seguía contemplando la imagen-. Pero estaba claro desde un principio que se trataba de un engaño.
      -¿Engaño? – comentó la mujer sin descomponer la sonrisa- ¿Se ha fijado usted en el precio?
      -Claro, tiene razón –dijo al comprobar la etiqueta-. Discúlpeme empleé mal la palabra. En desagravio tendré que comprarla.   
       Siguieron hablando a medida que recorrían los estantes de la tienda. Fuera porque Jaime hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer. Fuera porque la primera respuesta que le diera aquel cliente le pareció a ella: inteligente. El caso es que la conversación les llevó al conocimiento y éste a un principio de amistad que se fue afianzando a lo largo de los días que Jaime estuvo en su apartamento de verano. Siguieron viéndose al atardecer cuando ella cerraba la tienda.  Paseaban por la amplia playa las veces que ella se acercó al apartamento, hasta que las noches y el rumor de las olas les envolvían. Se contaron sus vidas .Se amaron.  Ella se llamaba Marina.
      Y ahora Jaime de nuevo estaba allí, asomado hacia el mar. Habían pasado casi quince años desde el día que conoció a Marina. Recordaba las conversaciones con Inés. La chica no quería entender la nueva realidad de su padre por mucho que él le explicara que el recuerdo de su madre, Rosario, era inviolable para él, pero que la vida en ocasiones nos da una segunda oportunidad y que no estaba dispuesto a dejar de estar con Marina. Recordó también cuando su hija le espetó: “No, si terminarás casándote con ella y olvidándonos”. Jaime con seriedad le dijo mientras la abrazaba: “No es ningún capricho de verano. Tengo casi sesenta años y la inmensa suerte de haber amado a tres mujeres…de amar a tres mujeres –rectificó-. La vida es así, Inés. Si me quieres, cosa que no dudo, debieras de desear que fuera feliz”. Fue Carlos quien convenció a su esposa  que su padre tenía todo el derecho del mundo a vivir su vida.
         Más aquella conversación no curó del todo la herida abierta y padre e hija se fueron  distanciando  mientras su relación con aquella mujer que el destino había puesto en su camino se fue consolidando. Durante los meses de verano viajaba cada fin de semana en busca del mar, sin olvidar nunca sus vacaciones estivales. A partir del otoño era Marina quien se iba a vivir al “foro”, como ella decía. Ninguno de los dos podía abandonar su vida a favor del otro. Ambos se hallaban atados a su pasado:  Jaime a su trabajo y a su familia, cuyo alejamiento no podía soportar. El nacimiento de Rosalía, como quiso llamar Inés a su hija, vino a suavizar un tanto aquella situación que  el padre  no entendía. Por su parte Marina vivía de lo que su tienda le producía. La tenía abierta la temporada de verano: de mediados de mayo a los últimos días de septiembre. Hasta conocer a Jaime nunca se había planteado que la vida para ella estuviera fuera de la rutina en que aquélla le había envuelto. Años atrás había conocido el amor, pero  no salió bien y desde entonces vivía para su pequeña tienda, su mar y sus montañas. Jaime había trastocado todo aquello.
        Habían pasado casi quince años, como un soplo, desde que se conocieron. La felicidad estuvo siempre a su lado. Poco necesitaban para entenderse; tan sólo una mirada. Y fue una de aquellas miradas de Marina la que sobresaltó a Jaime. Vio tristeza en sus ojos. Tomó su rostro entre las manos y preguntó: -¿qué ocurre?- No podía engañarle; se conocían demasiado. Le confesó que estaba enferma desde hacía tiempo. Que no se había atrevido a decírselo al principio por temor  y con el paso de los meses porque deseaba ser feliz hasta el último momento.  Que los médicos le habían dado pocos meses de vida.
      Y ahora estaba allí; asomado en la terraza mirando el mar. Ese mar que tanto había amado Marina y donde le había dicho quería reposar: “Esparce mis cenizas junto a las rocas, allá al fondo de la playa; procura que sea al atardecer, me hará recordar lo felices que fuimos en aquel lugar”.
      Jaime sólo esperaba que el sol se ocultase a lo lejos, tras la torre de la iglesia del pueblo para cumplir el último deseo de Marina. 

lunes, 11 de febrero de 2013

En el refugio de los sueños: El apartamento (primera parte)

        El edifico poseía una ubicación perfecta frente a la playa cantábrica. Desde la terraza del pequeño apartamento, abierta al mar,   la vista parecía de postal.  La arena penetraba en el agua con suavidad y  cambiaba de color  cada vez que las olas lavaban el amplio arenal.  Corría una brisa propia del norte que hacía que en lugares donde la umbría se adueñaba del jardín anexo al edificio, unida a la humedad marina, se dejara notar un cierto frescor que para nada enturbiaba el placer de contemplar una naturaleza casi salvaje; de hecho aquel apartamento estaba situado el último de una larga fila de edificios paralela a la playa por lo que la visión frente al mar, y hacia la derecha,  era de ausencia total de construcciones. A la izquierda podía contemplar la hilera de casas, coches aparcados en batería, la pequeña ría por la que penetraba el mar en sus crecidas, y, al fondo, a unos dos kilómetros: el pueblo. La pequeña carretera que accedía hasta la vivienda terminaba donde se abría la entrada a la misma. A su derecha sólo el mar, la playa, las rocas y una abrupta pendiente repleta de pinos, eucaliptos, sauces, castaños…, que se descolgaba hasta el cantábrico.
        Allí,  él,  había conocido la felicidad, por eso, quizás, su subconsciente le obligaba a volver cada verano. Miraba absorto el mar apoyado en la baranda de la terraza, sin pestañear, ensimismado, pero sus pensamientos no transitaban en esos momentos por lo que sus ojos parecían ver, sino que se adentraban en el agua, viajaban por el horizonte azul y despejado. La fuerte brisa llegaba hasta la terraza y golpeaba su rostro haciendo mover sus canosos y largos cabellos. Marina,  Marina –se torturaba-. Hasta tenía nombre de mar, de oleaje azul, de espuma. De arena.
    Jaime había enviudado siendo aún muy joven. Rosalía, su esposa,  le había hecho antes de morir, en aquel estúpido accidente, el mejor de los regalos: Inés, su hija del alma. Inés creció junto a la tristeza de su padre. El tiempo nunca borró el rostro de la madre y la niña se fue convirtiendo en  su vivo retrato a medida que abandonaba la niñez y se instalaba en la adolescencia. Jaime recordaba a Rosalía en los ojos de su hija, en sus ademanes, en su alegría contagiosa.
        Cada verano Jaime e Inés pasaban unos días de vacaciones en aquel pueblecito de la costa cántabra donde había conocido a la que sería su esposa. Allí, asomado en aquella terraza, le parecía escuchar su voz, aquella risa tan abierta como el mar que tenía enfrente. Llevaba años alquilando el mismo apartamento. Doña Carmen, la propietaria, se lo guardaba año tras año.
        Inés creció. Quería independizarse: había terminado sus estudios y encontrado trabajo. No se atrevía a dejar a su padre. Sabía que los recuerdos junto a la soledad podían pasarle factura. Fue el propio Jaime quien le ayudó a dar el paso. -Estaré bien, no te preocupes. ¡Si aún soy joven! Tú has de vivir tu vida… con ese chico…con Carlos. Me parece estupendo que vayas haciendo realidad tus sueños, hija. Vive. Yo estaré feliz.  Además vivimos en la misma ciudad. ¡Tampoco te vas al fin del mundo!-. Jaime se quedó algo más solo; pero el tiempo obra milagros.
       Fue el primer año que Jaime viajó sin su hija a “su apartamento”, como él lo llamaba, norteño.
       El día había amanecido gris. Oscuros nubarrones ceñían el cielo. La tormenta que parecía querer descargar a cada momento no llegó a producirse, pero la mañana invitaba más al paseo que a tomar el sol en la playa. Jaime tomó el coche y decidió dar una vuelta por alguno de los pueblos del interior que tanto le gustaba visitar. Todos los años hacía alguna excursión con su hija. Aquél  era el primero que iba solo. Detuvo el coche en un pueblecito que no conocía. En él fue descubriendo el sabor de los pueblos cántabros: aquellas hermosas casas solariegas  adornadas de mil  flores. Los pequeños pero bellos jardines cuidadosamente mantenidos, su verdor. El aire estaba impregnado de olor a heno, a establo, a ganadería… y a mar.  Pero, curiosamente, era un olor tan característico que no hería. Era el olor que correspondía a ese espacio de montaña en el que el mar se veía a lo lejos.
       A Jaime siempre le habían gustado las antigüedades. Sabía distinguir muy bien lo viejo de lo antiguo. Hasta donde le dejaban sus posibilidades económicas procuraba hacerse con algún objeto de su interés; de esta forma había logrado juntar una pequeña colección de cierto valor. Se quedó prendado de una casa norteña de amplios miradores  y gruesos muros. Tres arcos se abrían en su portada dando paso al soportal y al amplio zaguán convertido en tienda de regalos. No era amigo de regalos de vacaciones pero aquella tienda le pareció interesante. Era como si le estuviera aguardando. En su interior convivían en armonía los típicos regalos con algunas piezas antiguas que pronto llamaron su atención. Una mujer vestida de azul y amplia sonrisa atendía el negocio.
(continuará)…

jueves, 7 de febrero de 2013

Opinión: Los valores

        Seguro que ellos los recibieron de sus padres, y sus padres de los suyos. Nosotros los fuimos mamando en casa, minuto a minuto, hora a hora, día tras día. Nos les fueron transmitiendo sin esfuerzo, con naturalidad, pues era por lo que apostaban. Siempre había sido así; no se podía entrever nada más. No es que sólo fuese necesario. Es que era vital para una correcta educación. Para que pudiéramos transitar por la vida sin temor y sabiendo que lo que hacíamos en cada momento era lo correcto. Me refiero a esos valores que nos inculcaron desde pequeños. Primero en casa, pero también en el colegio. Nosotros hemos hecho lo mismo con nuestros hijos. Todo el mundo, pienso ha tratado de hacerlo con los suyos. Pero mira tú por dónde me parece creer que todo esto se ha ido al traste. El trabajo, el estudio, el esfuerzo, la honradez…empiezan a contar muy poco. Ahora se empiezan a premiar otras pautas de comportamiento, cuando no las contrarias.
        Sin duda los que seguimos sosteniendo aquellos principios, como normas de vida, continuaremos con nuestras ideas e intentaremos, por todos los medios, que sean respetadas, sabedores de la razón que nos ampara. Pero, ¿hasta dónde nos puede llevar la prudencia de nuestros actos si nuestros jóvenes que se han esforzado en sus estudios, que tratan de encontrar un trabajo, ven como se les cierran todas las puertas y sólo se les abren en otros países con sueldos, en la mayoría de los casos, indecentes para sus conocimientos?
       Nos estamos acostumbrando a que sólo se premie la mediocridad, la simple charlatanería, cuando no (ejemplos tenemos estos días) la falta de honradez y hasta la delincuencia. El hacer las cosas bien apenas si cuenta. Un ejemplo (me ha ocurrido a mí, pero supongo que le ha pasado a mucha gente. No creo que sea un acto de honradez con mayúsculas ni mucho menos, sino un hecho tratado con normalidad):
 “Ayer al aparcar mi coche en una de las llamadas grandes superficies, golpeé ligeramente el coche que se encontraba estacionado a mi derecha. Apenas le hice un ligero rasguño en la esquina del parachoques; por mi parte mi coche sufrió un pequeño arañazo sin importancia. Era de suponer que el propietario de aquel coche estuviera comprando. Como es lógico anoté mis señas y mi teléfono en un papel y  lo coloqué en el limpiaparabrisas, rogándole me disculpara por las molestias que pudiera causarle. A las pocas horas me llamó. Me agradeció la anotación y me confesó que no se había dado cuenta del golpe. Le di mis datos concernientes al seguro. Hablamos un rato por teléfono. Me pareció una persona respetuosa, normal. En la conversación me dijo que no todo el mundo deja la anotación puesto que las compañías de seguros quitan la “prima por siniestralidad” a los que emiten partes - por lo que el recibo del año próximo lo pagaré más caro-. Sonreí pensando en cuanto escribía anteriormente. ¡Qué país.  Al delincuente fiscal le perdonan y al que obra con sensatez le castigan! “

sábado, 2 de febrero de 2013

En el refugio de los sueños: La fuga

    Siempre trabajaban solos. Eran dos: Ramírez y Laura. Él era un individuo que parecía transitar por la vida con auténtica sinceridad. Pasaba desapercibido para los demás. Daba la sensación de  no estar. Era callado. Escuchaba más que hablaba. De mediana estatura y tirando a grueso; al menos lo parecía por una barriga incipiente que iba aumentando con el paso de los años y el consumo diario de cerveza. Frisaba los cincuenta  aunque pareciese algo mayor, debido a su calvicie prematura y a su perilla canosa. Era un hombre tranquilo de presencia pero con los ojos inquietos, en continuo movimiento como si quisieran ver más allá de lo que les correspondían. Llevaba la parte organizativa y operativa del negocio.
     Laura era distinta, inquieta y alegre,  más acorde con su edad. Tampoco tenía signos físicos que llamasen la atención. No era una mujer que se hubiera podido presentar a un concurso de belleza, pero sabía arreglarse lo suficiente como para poder llamar a la curiosidad de cualquier hombre. Veinte años menor que Ramírez se ocupaba de la logística y la información del negocio que compartían desde hacía años, sin que nunca hubieran tenido un error una vez que acometían los delicados  encargos que les llegaban. No eran muchos los servicios, tres, cuatro al año como máximo, pero  muy bien retribuidos. Llana y simplemente se dedicaban a robar, aunque mejor sería decir: hurtar, puesto que nunca existía intimidación ni empleo de la fuerza para conseguir lo que perseguían. El éxito de sus hurtos se basaba principalmente en que los objetos que sustraían, en su mayor parte, procedían de compras ilegales en mercados de arte secundarios. Piezas de arte muy valoradas que habían desaparecido de museos, almonedas o casas particulares y no habían vuelto a ver la luz. En la mayoría de los casos estas piezas se encontraban en cajas fuertes  privadas o de bancos, por lo que una vez que Ramírez y Laura se apoderaban de ellas no era denunciada su desaparición. Nunca se apropiaban del dinero que pudiese haber en dichas cajas ni de otros bienes, tan sólo del objeto que les habían encomendado. Claro que no siempre era así: en ocasiones, las menos, el robo sí era notificado, por lo que la policía iba tras la pista de un individuo, grabado por alguna cámara de seguridad, aunque su figura no fuera del todo definida y existiesen serias dudas sobre el personaje.
       Pero aquel día era de aquellos que hubiera sido mejor no levantarse. Ramírez recibió la llamada para un nuevo encargo. Tuvo que trasladarse al aeropuerto donde le esperaba su contacto para pasarle la información. Normalmente le enviaban una fotografía del objeto y una nota con el lugar en el que se encontraba  y el nombre y dirección de su propietario. A partir de aquí con su sagacidad habitual, Laura debería encargarse de vigilar la zona donde maniobrar y todos y cada uno de los rasgos y riesgos de la operación. Era muy importante para ellos conocer alguna debilidad de la víctima. Era lo que más les facilitaba el trabajo.
     Pero como escribo no era día para sentirse tranquilo y a salvo. Ramírez con esa inquietud de su mirada que le había salvado de más de una situación comprometida, intuyó encontrarse vigilado. Un sexto sentido le hizo barruntar que algo no estaba en su lugar. Una vez que su contacto le entregó el sobre con la información, dirigió sus pasos hacia la salida de la terminal.  Descubrió un par de agentes de la policía, aún lejos,  pero que sin duda de acercaban hacia él. Giró sobre sus propios pasos y buscó un lugar donde pasar desapercibido. Sin duda, pensó con acierto, la policía tenía información sobre él; ignoraba en qué medida, pero su intuición le decía que habían localizado su rastro.
       Diluyéndose como pudo entre la gente que a aquellas horas llenaba el vestíbulo del aeropuerto, desapareció entrando en los servicios. Sabía que no era suficiente que tarde o temprano darían con él pues la voz de alarma ya estaría activada para entonces. Pero Ramírez a parte del ingenio e inteligencia que siempre demostró en sus operaciones, también era precavido: siempre llevaba una maquinilla de afeitar –sabía que el mejor disfraz era cambiar de aspecto- Se afeitó la perilla con rapidez. Fue más allá, también se rasuró el pelo que le quedaba bordeando las orejas y  el cogote. Su imagen había cambiado radicalmente, pero él era pulcro en sus acciones y siempre quería tener el cien por cien a su favor de cuanto hacía. Suponía, con acierto, que el cerco en el aeropuerto ya se habría cerrado y que todas las entradas y salidas estarían vigiladas.  Trató de pensar. Una idea surgió en su mente. Dependía del azar, lo cual le asustaba, pero no se le ocurría nada mejor en ese momento. Salió con presteza del lavado y se metió en el contiguo: en el de los discapacitados. Sólo podía esperar.
       Pasaron varios minutos; una eternidad para Ramírez, antes de que la suerte le viniera a visitar. Al abrirse la puerta un sudor frío atravesó su alma y corrió por su rostro, podía ser la policía quien estuviese entrando. A estas horas deberían estar revisando todos y cada uno de los habitáculos. Pero no, entró lo que necesitaba: un inválido en silla de ruedas. Ramírez sabía que lo que iba a hacer no entraba en su ideario. Iba a romper las reglas por segunda vez: necesitar del azar e inmovilizar al muchacho de la silla. Éste sorprendido y casi sin poder moverse por su enfermedad apenas ofreció resistencia y no pudo evitar que lo maniatasen, amordazasen  y encerraran en el compartimento que había usado Ramírez en la espera.
       Nuestro hombre cruzó el vestíbulo en dirección a una de las salidas. Se había puesto los guantes que ayudaban al inválido a mover las ruedas traseras de la silla. -Un detalle más en mi disfraz providencial y así evito dejar huellas, pensó-. La gente se apartaba a su paso sin prestarle atención. Los dos policías que guardaban la puerta hasta se la abrieron amablemente, lo cual agradeció Ramírez con una franca y agradecida sonrisa. Allí mismo tomó un taxis: abrió la puerta trasera y se deslizó en su interior agarrándose las dos piernas inmovilizadas desde hacía cinco minutos con su brazo derecho y pidió al taxista que guardase la silla en el portamaletas. Los policías le vieron hacer.
      -A la calle Santa Engracia, por favor.
      -Volando, señor.
      Una vez en la calle Santa Engracia rogó al taxista que le acercara la silla e hizo la operación inversa para salir del automóvil. Pagó la carrera y se marchó calle abajo. Cuando el taxi se hubo alejado paró junto a un contenedor de obra y, sin que nadie lo viese, arrojó la silla a su interior. Canturreando se desvaneció en el metro y se dirigió hacia la oficina, situada en otra zona de la ciudad. Allí le esperaba Laura a quien entregó el sobre.
      -Pero, ¿y ese look?
      -Nada, ya te contaré, gajes del oficio.