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A Pilar le gustaba la música desde pequeña. Alfredo estudió leyes como bien hubiera podido hacer otra carrera de letras; no le llamaba demasiado la abogacía. Su familia influyó al contar con una larga nómina de letrados. Buen profesional, serio, capacitado pero sin la chispa - como decía su padre-, para atacar los casos más difíciles; le faltaba picardía, astucia, empuje, le sobraba timidez -también según su progenitor-. Tal vez esta forma de ser le llevase a ser demasiado introvertido y guardarse sus gustos, sus ilusiones, para sí. Poco hablador, callaba más que participaba en las reuniones con amigos y familiares. Sus amigos, Carlos y María en especial, le consideraban encantador pero demasiado retraído, como si le costase sumarse a la felicidad de los demás. Pero Alfredo guardaba un secreto que sólo él conocía.
Pilar, por el contrario era abierta, alegre, más dinámica; el contrapunto para que aquel matrimonio funcionase. Terminó la carrera de piano y logró sacar oposiciones, convirtiéndose en profesora en el mismo Conservatorio que había estudiado.
En la casa del matrimonio, a falta de niños, la música reinaba a cualquier hora del día. Primero fueron los vinilos de sonido inmejorable como aseguraba Pilar; luego llegaría la música enlatada, buena para la moderna pero no idónea para la música más pura: “La clásica” –argüía la mujer-. Resulta más cómodo escuchar los cedes –argumentaba Alfredo-. Sí –respondía ella- pero no vas a comparar el sonido, la calidez que da el vinilo. Pilar seguía usándolos a menudo, pero no dejaba de reconocer que había que tener mucho más cuidado con ellos.
Alfredo tenía el despacho en su propia vivienda por lo que permanecía en ella la mayor parte del día, salvo que tuviera que acudir al juzgado. Escuchar música le relajaba mientras estudiaba los casos que le llegaban. Así poco a poco se fue aficionando también a la música y en especial a la ópera; era consciente de que como apenas entendía las letras en italiano o alemán de la mayoría de ellas, el lenguaje no distraía su trabajo; simplemente se dejaba llevar por la cadencia, los acordes, el ritmo…y en especial por la sonoridad de la voz de tenores, barítonos, bajos y contrabajos. Empezó tarareando y poco a poco se fue metiendo de lleno en cada obra y fue descubriendo que poseía una voz de buen tenor. Acompañaba cada pieza y logró aprender algunas con el paso de los años. La casa del matrimonio era una sala de conciertos en muchos de los momentos del día en que Alfredo se encontraba sólo, mientras Pilar daba clase en el Conservatorio o se hallaba fuera. La timidez del hombre no le permitió nunca explorar sus dotes en otros ámbitos que no fueran el de la soledad. Se llevaba, exprofeso, al coche alguno de las óperas, que estaba tratando de aprender, en los viajes que hacía por su trabajo. Dentro del vehículo su mente se trastocaba en plena libertad. Viajaba con Caruso, Pavarotti, su tocayo Kraus, Plácido… mientras entonaba aria, tras aria. Con el tiempo: La donna é mobile de Verdi, Casta Diva de Bellini o Nessun Dorma de Puccini… no tuvieron secretos para él. Así durante mucho tiempo. Años cantando en soledad.
Carlos y María, ella era amiga de Pilar desde que eran niñas, contraían matrimonio años después. Comenzaban a dejar la juventud y decidieron legalizar su situación pasando por el juzgado y por la vicaría. ¡Ya era hora! ¡Ya está bien de vivir en pecado! –les decían los amigos con sorna-. Alfredo parecía ajeno a aquellas efusiones.
Y llegó el día de la boda. Tras la ceremonia hubo comida abundante como es de rigor y bebida generosa, como marca la costumbre. Y tras los postres se animó el baile. Los novios abrieron con el consabido vals. Y la gente se fue animando con la barra libre y el ritmo. La música trepidaba bajo la carpa que habían instalado en aquel jardín maravilloso. A nadie le extrañó ver un piano de cola en el pequeño escenario improvisado para la orquesta.
La orquesta anunció que hacía un pequeño descanso y María, ejerciendo de novia, se acercó a su entrañable amiga Pilar y, ante el asombro de ésta, le pidió que interpretara un par de piezas. Pilar no se sentía con ánimos pero ante la insistencia de su amiga subió al estrado y se colocó junto al piano. María, ejerciendo de anfitriona, presentó a su amiga agradeciéndole que amenizara esos minutos de espera.
Con los primeros acordes, Pilar llamó la atención del improvisado público. Sus finos dedos se deslizaban por el teclado produciendo armoniosos sonidos. Su virtuosismo se hacía patente en cada nota que se elevaba hacia el cielo de la carpa. El silencio de los allí presentes era el mejor reconocimiento a su música, a su técnica, a su entrega. Pilar hubo de continuar con una segunda pieza ante la insistencia de los amigos y familiares de los novios. Un enorme aplauso cerró su soberbia actuación. Se disponía a bajar del escenario cuando sintió que una mano le agarraba la muñeca. Era Alfredo, su marido. Ante el asombro general y las sonrisas de sus amigos, pidió a su esposa que le acompañase al piano que quería interpretar el “Nessun Dorma” de Puccini. –Es para que no se duerman mientras suena otra vez la orquesta, dijo ligeramente alegre y haciendo un juego de palabras con el título de la obra Turandot.
-Alfredo, tú has bebido –le regañó su esposa, al principio sonriendo y luego con cara de preocupación al ver la decidida iniciativa de su marido- Vamos a hacer el ridículo, cariño.
El público –los amigos sobre todo- jaleaban riendo: que cante, que cante.
-Venga Pilar el “Nessun Dorma”, empieza que están impacientes.
La gente reía; se divertía ante la audacia de introvertido Alfredo.
Sonaron las primeras notas; al principio Pilar tocaba lento, dudando. Alfredo entró en la ópera como un trueno desatado. Su voz crecía y crecía, llenando aquel espacio y mudando la sonrisa de la gente por una clara muestra de estupor. Pilar había comenzado a palidecer pero algo la decía que debía de continuar, que aquella voz, aunque la estuviese paralizando por la emoción, era la voz de un tenor auténtico; de alguien que poseía unas condiciones impresionantes para la ópera; y que aquella voz pertenecía a una persona con la que no había cruzado jamás una palabra de música clásica y a la que nunca había oído cantar ni mientras se afeitaba. Y aquella clara y deslumbrante voz era de su esposo, de Alfredo. Cuando llegaron los últimos acordes de la ópera y el improvisado y desconocido tenor arrancó con: ”Al alba venceré ¡Venceré! ¡Venceré!, el recinto pareció venirse abajo. Una salva de aplausos tronó bajo la carpa blanca y sus amigos más íntimos y Pilar se llevaron las manos a la cara para esconder sus bocas admiradas.