Nos pasa a todos: soñamos. Según la medicina no se podría vivir si no soñáramos. Lo hacemos todos los días de nuestra vida. Lo que sucede es que en raras ocasiones nos acordamos de lo fantaseado entre las sábanas.
Me gusta escribir y a veces me sorprendo en ese duermevela pensando en el sueño antes de que se desvanezca de mi mente. Entonces, como sé que se va a evaporizar la trama y a veces resulta interesante, trato de atarla, de sujetarla en mi cerebro con una simple palabra que al día siguiente, ya del todo despierto, pueda recordar y así, tirando de la hebra, rememorar el sueño más o menos.
Anoche me sucedió y la palabra que logré fijar fue: cordero.
La historia, lo que recuerdo al menos, es como sigue. Yo había robado un cordero lechal. Me vi en la cocina, con delantal, troceándolo para guisarlo con patatas. En ello estaba cuando llamaron a la puerta. Al abrir me encontré con la policía. Eran tres: el más fuerte parecía el que mandaba; resultó ser un brigada de la Guardia Civil. Con él entró una chica, delgada, pelirroja y atractiva. Y el tercer miembro era un chico joven y delgado; era el más alto. Creo que estos tres personajes pudieran ser los protagonistas de una novela de Lorenzo Silva que he leído hace unos días. Supongo que los sueños también pueden tener un punto en común con la realidad que vivimos.
No sé muy bien el porqué, pero el caso es que antes de ir a abrir guardé el cordero ya troceado en una bolsa de plástico blanca y la escondí debajo de la cama. Los sueños son así. En la realidad no hubiera podido prever quién llamaba a la puerta, pero en las pesadillas el mundo funciona de otra manera. Las fantasías van por libre. El caso es que me vi poco después sentado a la mesa de la cocina junto a los tres miembros de la benemérita. Hablábamos; me preguntaban dónde había escondido el cordero y yo les decía que qué cordero, y que además tenía prisa por ir a misa ¿? Y ellos que dale, que iban a revolver toda la casa hasta dar con el dichoso borrego. Y la volvieron patas arriba, vaciando cajones, abriendo armarios… (nota: es curioso pero estos días mis hermanos y yo hemos estado haciendo lo mismo en casa de mis padres). Y yo venga decirles que allí no había ningún cordero y que además tenía prisa por ir a misa. Llegaron hasta el dormitorio. Había tres camas, debajo de una de ellas estaba la bolsa, pero yo nunca pensé que un profesional del crimen iba a imaginar que estuviera escondido en un sitio tan tonto, por lo que no me preocupé. Comenzaron a zarandearme. Uno de los guardias, el más joven, comenzó a agacharse para mirar por debajo de las camas y yo con mis pies y zapatos traté como pude de evitarle la visión. Casi lo consigo, y digo casi porque al final dio con el envoltorio plástico y con la carne troceada en su interior. ¿Así que no estaba el corderito? –preguntó con ironía el brigada- Te vas a venir con nosotros al cuartelillo –continuó-. Pero antes, anda vete a misa si tantas ganas tenías, que te tengo confianza y volverás, sé que no saldrás corriendo.
Regresé a mi domicilio al finalizar el servicio religioso. Allí estaban los tres agentes. En mi ausencia habían guisado el lechal con patatas y estaban dando buena cuenta de él. La pelirroja de ojos verdes miró mi cara atónita y me espetó: “Anda ayúdanos, come con nosotros, que si no hay cuerpo no hay delito”.
Así fue. Así lo recuerdo al menos.
miércoles, 30 de enero de 2013
lunes, 28 de enero de 2013
En el refugio de los sueños: A vueltas con la literatura
Pienso que Dios, o quién sea que ha organizado esto, no me ha dotado con el don del talento, lo cual me produce cierta alegría, pues gracias a ello obtengo mucho más partido de cuanto leo. La mayoría de los libros me atraen hasta tal punto que creo con certeza que cuando alcance una edad en la que ya casi todo me esté prohibido, si me queda la literatura seré feliz. Tan sólo espero que el discernimiento no se me empañe para poder seguir leyendo como hasta ahora. Cada libro es una nueva aventura que añadir a las ya vividas. Si gozase del talento de quien ha escrito ese libro que me ha enganchado, que me ha hecho sentir feliz y gozar de lo que he leído, estoy seguro que no hubiera disfrutado tanto como lo he hecho. Así pues como dice el refrán: “No hay mal que por bien no venga”. Esta frase también puede tomarse al pie de la letra como una enseñanza negativa que por mor de esa negación puede volverse en su contrario. Me explico: si leo, me sucede a veces, algún libro que no me acaba de convencer sé por dónde debo de seguir. Los malos libros también enseñan. Claro que el que una lectura u otra me parezcan buena o mala siempre está en función de lo que yo puedo ofrecerle a la literatura, es decir de aquello que puedo poseer de entendimiento, que no siempre estará de acuerdo con la verdad, pero sí con mi verdad. Hay miles de libros. Por qué entonces leer el que no te esté gustando; mejor es desecharlo y buscar aquél que te satisfaga. Sucede, no obstante, que a veces soy consciente de que un libro no me atrapa debido a mi falta de preparación, pero que por el texto que está entre mis manos merece la pena hacer el esfuerzo de leerlo.
Viene esto a cuento porque unos días antes de navidad estaba escuchando un programa de radio y me llamó la atención el libro sobre el que comentaban. La historia que cuenta la novela, basada en hechos reales, me pareció muy interesante. De alguna forma ensalzaban la obra (bien es cierto que el invitado a la charla era el propio autor). Compré el libro. La novela entra en el grupo de lo que se denomina “Novela Histórica”, que basándose en unos hechos acontecidos, éstos son mezclados, en mayor o menor medida, con alguna trama inventada y que a veces desvirtúa el tema central. La sinopsis hablaba de lo que yo había escuchado por la radio; pero la novela, a mi entender, es mala…muy mala. Omitiré como es lógico el título y su autor. No soy crítico, pero sí creo tener criterio. Al terminar su lectura quedé defraudado. No hago más que pensar en cómo una historia tan formidable ha podido ser tratada por el autor de forma tan absurda. ¡Si sólo se trataba de contarla! Por eso escribía anteriormente que hasta las malas novelas enseñan: el autor, sobre el que escribo este comentario tan negativo, debió de trabajar con denuedo los términos lingüísticos, formas de vida, con especial atención a la agricultura y a la botánica, las herramientas que usaban en las labores de campo, las leyes que imperaban en la época en que se desarrollan los hechos… En fin un gran trabajo de bibliografía. Pero el resultado, a mi entender, no puede ser peor. Una pena porque la novela prometía. A pesar de todo, y como indicaba, siempre se obtiene algo positivo en la lectura. Todo escritor merece al menos el beneplácito de la duda.
Viene esto a cuento porque unos días antes de navidad estaba escuchando un programa de radio y me llamó la atención el libro sobre el que comentaban. La historia que cuenta la novela, basada en hechos reales, me pareció muy interesante. De alguna forma ensalzaban la obra (bien es cierto que el invitado a la charla era el propio autor). Compré el libro. La novela entra en el grupo de lo que se denomina “Novela Histórica”, que basándose en unos hechos acontecidos, éstos son mezclados, en mayor o menor medida, con alguna trama inventada y que a veces desvirtúa el tema central. La sinopsis hablaba de lo que yo había escuchado por la radio; pero la novela, a mi entender, es mala…muy mala. Omitiré como es lógico el título y su autor. No soy crítico, pero sí creo tener criterio. Al terminar su lectura quedé defraudado. No hago más que pensar en cómo una historia tan formidable ha podido ser tratada por el autor de forma tan absurda. ¡Si sólo se trataba de contarla! Por eso escribía anteriormente que hasta las malas novelas enseñan: el autor, sobre el que escribo este comentario tan negativo, debió de trabajar con denuedo los términos lingüísticos, formas de vida, con especial atención a la agricultura y a la botánica, las herramientas que usaban en las labores de campo, las leyes que imperaban en la época en que se desarrollan los hechos… En fin un gran trabajo de bibliografía. Pero el resultado, a mi entender, no puede ser peor. Una pena porque la novela prometía. A pesar de todo, y como indicaba, siempre se obtiene algo positivo en la lectura. Todo escritor merece al menos el beneplácito de la duda.
domingo, 20 de enero de 2013
En el refugio de los sueños: El viejo portatil
Qué hacía allí aquella caja cuadrada de cartón. Se veía enmohecida por la humedad del desván. La cinta plástica que la cerraba estaba descompuesta, amarillenta y había dejado ya de cumplir su función. No adivinaba lo que había en su interior puesto que no recordaba haberla visto con anterioridad, sin embargo debía de llevar allí muchos años a juzgar por su estado: medio escondida y avejentada. Pesaba cuando la cogí con las manos; hube de hacer fuerza con los brazos para rescatarla del resto de enseres que se mantenían en equilibrio inestable alrededor de ella. Alguno de ellos cayó al suelo levantando una pequeña estela de polvo dorado o al menos así se veía al ser atravesado por el haz de luz que se filtraba por el pequeño ventanal del tejado inclinado. Mis ojos se habían ido acostumbrando a la penumbra de aquel espacio y ya me resultaba fácil distinguir cada uno de los enseres que allí se cobijaban. Creo que nada me llamó la atención a parte de aquella caja que sostenía con mis manos y con alguna dificultad. Opté por dejarla encima de una pequeña mesa de patas de bambú y encimera de cañas trenzadas que tantos años habíamos usado en el pequeño jardín de casa, y que ahora dormía un sueño eterno apartada del mundo por aquellos muebles de madera de teca que hacían idéntico servicio y que sabe dios si durarían tantos años bajo el sol y la lluvia como aquella entrañable mesa que servía, ahora, para liberarme del peso de aquella misteriosa caja de cartón casi desbrozado.
No fue difícil abrirla y al hacerlo descubrí que en su interior había un pequeño y antiguo televisor. Telefunken para más señas. Sin duda su antigüedad, supuse que la imagen habría sido en blanco y negro, le había condenado al ostracismo. No recordaba haberlo visto en casa pero bien hubiera podido ser de algún familiar o vecino: el desván de la casa de mis padres siempre tuvo fama de recoger todo tipo de trastos inservibles. La carcasa era de plástico, blanca y con un embellecedor de aluminio en la parte superior que se desplazaba para hacer de asa, por lo que resultaba más fácil de trasportar. Era un portátil; una belleza antigua me pareció. Quizás por eso lo habían conservado. Me pudo la curiosidad y bajé las empinadas escaleras, con el dichoso televisor, hasta el salón de la vivienda que ahora, tras el fallecimiento de mis padres, había pasado a mi propiedad.
Mientras bajaba, una sonrisa se fijó en mi rostro al pensar que aquel aparato no funcionaría. Los motivos podían ser varios: estar estropeado (posibilidad que enseguida deseché pues mi madre nunca tiraba nada que pudiera servir), no llevar incorporado el hasta ahora necesario TDT (seguro que podía localizar alguno ya en desuso), y las conexiones pasadas de moda (sin duda lo más difícil de solucionar). Pero me hacía ilusión intentarlo. Y lo intenté.
Tenía una antena, de las llamadas de cuernos. Pensé en localizar uno de los TDT, ahora también inservibles, que debía haber por algún rincón de casa, pero ante la posibilidad real que tampoco con él funcionase el aparato opté por conectarlo a la red directamente, sin preámbulos. Tardó en encenderse la pantalla (debía de ser de lámparas). Cuando lo hizo no me sorprendió ver los diminutos y característicos puntos blancos y negros que se movían por la superficie del cristal como pequeños mosquitos. En el panel delantero había cuatro botones que desplazaban otros tantos pequeños diales para localizar las emisoras. Empecé a jugar con ellos recordando, mientras lo hacía, que aquel televisor sólo estaría adaptado para los dos canales existentes en los años de utilidad del mismo. No paraba de sonreír mientras lo único que conseguía era que el ruido que emitían los puntitos se elevara o disminuyese a medida que trataba de sintonizar alguna emisora. Este hecho significaba que en alguna zona del dial existía una cierta onda que se acercaba o alejaba; ello me produjo cierta ansiedad de búsqueda.
Llevaría unos minutos intentándolo cuando me sorprendieron unas borrosas imágenes acompañadas de sonidos que parecían voces. Tanteé el botón del dial, derecha e izquierda; la imagen se iba y aparecía; el sonido lo mismo. Era cuestión de no precipitarse pues la sintonización estaba muy limitada en la frecuencia. Recordé la antena de cuernos. Moviendo ésta y el dial conseguí una imagen que si no perfecta me llenó de satisfacción. En blanco y negro se asomó a la pantalla del televisor el telediario de las tres de la tarde. Miré por curiosidad mi reloj y, efectivamente, hacía apenas diez minutos que había comenzado. Era el telediario de la “uno”… Pero, ¡joder!, quiénes eran aquellos locutores y aquella ropa tan…tan antigua con la que vestían ellas. Estarán editando un “remake” –me dije- de hace cuarenta años. Las noticias recogían la visita que Golda Meir había realizado al Papa en Roma. Extrañado cogí el mando del televisor de plasma y lo pulsé buscando el telediario. Enseguida apareció en pantalla Pepa Bueno con su blanca e impoluta sonrisa dando las noticias del día. La televisión portátil seguía lanzando su telediario particular. Fijé aquel botón del dial para que no se me esfumaran aquellas imágenes y busqué con otro de los botones otra emisora que me sacara de mi extrañeza. Tardé en localizar la “dos” y obrando al igual que con el primer mandó logré hacer nítidas unas imágenes que se correspondían con un documental de animales. Cambié a la “dos” en el televisor del salón y aún daban un programa cultural…todavía no habían comenzado los animalitos.
Atónito observaba ahora los dos televisores. En el de plasma volví al telediario; estaban con la chica del tiempo que nos explicaba la ciclogénesis explosiva que visitaba estos días la península; en la pantalla en blanco y negro continuaban informando de la entrevista de Golda Meir. No podía creerlo, aquel televisor había guardado las noticias del día en que fue clausurado y ahora las emitía como si tal cosa. Corrí al ordenador y marqué en Google la fecha del día de hacía cuarenta años. La visita de la Primer Ministro de Israel al Papa se produjo el 20 de enero de 1973. Asombroso.
No fue difícil abrirla y al hacerlo descubrí que en su interior había un pequeño y antiguo televisor. Telefunken para más señas. Sin duda su antigüedad, supuse que la imagen habría sido en blanco y negro, le había condenado al ostracismo. No recordaba haberlo visto en casa pero bien hubiera podido ser de algún familiar o vecino: el desván de la casa de mis padres siempre tuvo fama de recoger todo tipo de trastos inservibles. La carcasa era de plástico, blanca y con un embellecedor de aluminio en la parte superior que se desplazaba para hacer de asa, por lo que resultaba más fácil de trasportar. Era un portátil; una belleza antigua me pareció. Quizás por eso lo habían conservado. Me pudo la curiosidad y bajé las empinadas escaleras, con el dichoso televisor, hasta el salón de la vivienda que ahora, tras el fallecimiento de mis padres, había pasado a mi propiedad.
Mientras bajaba, una sonrisa se fijó en mi rostro al pensar que aquel aparato no funcionaría. Los motivos podían ser varios: estar estropeado (posibilidad que enseguida deseché pues mi madre nunca tiraba nada que pudiera servir), no llevar incorporado el hasta ahora necesario TDT (seguro que podía localizar alguno ya en desuso), y las conexiones pasadas de moda (sin duda lo más difícil de solucionar). Pero me hacía ilusión intentarlo. Y lo intenté.
Tenía una antena, de las llamadas de cuernos. Pensé en localizar uno de los TDT, ahora también inservibles, que debía haber por algún rincón de casa, pero ante la posibilidad real que tampoco con él funcionase el aparato opté por conectarlo a la red directamente, sin preámbulos. Tardó en encenderse la pantalla (debía de ser de lámparas). Cuando lo hizo no me sorprendió ver los diminutos y característicos puntos blancos y negros que se movían por la superficie del cristal como pequeños mosquitos. En el panel delantero había cuatro botones que desplazaban otros tantos pequeños diales para localizar las emisoras. Empecé a jugar con ellos recordando, mientras lo hacía, que aquel televisor sólo estaría adaptado para los dos canales existentes en los años de utilidad del mismo. No paraba de sonreír mientras lo único que conseguía era que el ruido que emitían los puntitos se elevara o disminuyese a medida que trataba de sintonizar alguna emisora. Este hecho significaba que en alguna zona del dial existía una cierta onda que se acercaba o alejaba; ello me produjo cierta ansiedad de búsqueda.
Llevaría unos minutos intentándolo cuando me sorprendieron unas borrosas imágenes acompañadas de sonidos que parecían voces. Tanteé el botón del dial, derecha e izquierda; la imagen se iba y aparecía; el sonido lo mismo. Era cuestión de no precipitarse pues la sintonización estaba muy limitada en la frecuencia. Recordé la antena de cuernos. Moviendo ésta y el dial conseguí una imagen que si no perfecta me llenó de satisfacción. En blanco y negro se asomó a la pantalla del televisor el telediario de las tres de la tarde. Miré por curiosidad mi reloj y, efectivamente, hacía apenas diez minutos que había comenzado. Era el telediario de la “uno”… Pero, ¡joder!, quiénes eran aquellos locutores y aquella ropa tan…tan antigua con la que vestían ellas. Estarán editando un “remake” –me dije- de hace cuarenta años. Las noticias recogían la visita que Golda Meir había realizado al Papa en Roma. Extrañado cogí el mando del televisor de plasma y lo pulsé buscando el telediario. Enseguida apareció en pantalla Pepa Bueno con su blanca e impoluta sonrisa dando las noticias del día. La televisión portátil seguía lanzando su telediario particular. Fijé aquel botón del dial para que no se me esfumaran aquellas imágenes y busqué con otro de los botones otra emisora que me sacara de mi extrañeza. Tardé en localizar la “dos” y obrando al igual que con el primer mandó logré hacer nítidas unas imágenes que se correspondían con un documental de animales. Cambié a la “dos” en el televisor del salón y aún daban un programa cultural…todavía no habían comenzado los animalitos.
Atónito observaba ahora los dos televisores. En el de plasma volví al telediario; estaban con la chica del tiempo que nos explicaba la ciclogénesis explosiva que visitaba estos días la península; en la pantalla en blanco y negro continuaban informando de la entrevista de Golda Meir. No podía creerlo, aquel televisor había guardado las noticias del día en que fue clausurado y ahora las emitía como si tal cosa. Corrí al ordenador y marqué en Google la fecha del día de hacía cuarenta años. La visita de la Primer Ministro de Israel al Papa se produjo el 20 de enero de 1973. Asombroso.
martes, 8 de enero de 2013
En el refugio de los sueños: La verdad
Hace cincuenta años vivía en una casa con terraza, escalera sin ascensor (bajaba saltando los peldaños con inusitada facilidad), cuarto de baño sin agua caliente –mi madre nos había bañado de niños calentando pucheros de agua-. Tampoco había calefacción. La única fuente de calor la proporcionaba la cocina “económica” (nunca llegué a desvelar el significado del término). No había internet –ni se le esperaba-. Vivía con mis padres, mi hermana y mi hermano. Y era feliz, muy feliz.
Estábamos en el siglo pasado y empezaba a escribir poesía. Estudiaba poco al decir de mis progenitores y de los hermanos maristas. Pero aprobaba…bueno, casi siempre. Comenzaban a gustarme las chicas, aunque aquello duró poco pues enseguida sólo tuve ojos para una. Mi vida de entonces era una continua vacación. No se hacían planes: ¿para qué? Hacíamos fiestas muy raras con sangría en un cubo de plástico.
Empezaba a aceptar que iba creciendo, que comenzaba a dejar de ser un adolescente, aunque adoleciese de casi todo. Dinero no tenía, ya que las propinas eran escasas.
Comencé a creer que el amor era una farsa; los granos de mi cara hacían huir a las chicas, y aún no estabas tú para preguntarte.
Hace cincuenta años yo no tenía móvil, continúo sin él. Pero tampoco había teléfono en casa. Los amigos no lo necesitábamos para quedar, vernos a escondidas y echar los primeros cigarrillos. Ellos, yo nunca fumé. Hace cincuenta años arrancaba la primavera en mi vida.
Leía a Cela, a Martín Vigil y a Heinrich Boll y su “Opiniones de un payaso”, el primer libro-libro que recuerdo.
Vivía en una capital de provincia que ha cambiado con los años pero evolucionado poco. Me gustaban los dulces y los bollos de “La madrileña” –la confitería espléndida del barrio-.
En aquellos años no habíamos ganado un mundial ni ningún campeonato europeo, pero jugábamos al fútbol todos los días en el patio de los maristas. Habíamos perdido, ya, el temor que nos había inspirado durante años “El Lupita” un enfermizo y pobre sujeto con el que nos cruzábamos a la salida del colegio.
Y aquella tarde de junio de 1962 fue la última que yo estuve sin ti. Aquella tarde jugaba España en Villa del Mar (Chile) un partido del mundial de fútbol. Yo no sabía que España perdería aquel partido y tampoco que tú te llamabas María de los Ángeles.
Ya sé que desde entonces me he quejado mucho, y que sin duda te costó soportar mis últimos años de adolescencia… y la de mis amigos. Sé que estarás cansada de oírme recordar y quizás refugiarme en aquella vida, en aquel siglo y en aquel mundo. Sé que ya no te sorprende el que no me gusten los huevos fritos ni la leche, y que te cueste encontrar darme satisfacción en las comidas. Pero también soy capaz de decir la verdad; escribir cursi me produce escalofríos…urticaria. Así que, por favor, escúchame bien: la puta verdad es que nunca he sido más feliz como en estos últimos cincuenta años.
Estábamos en el siglo pasado y empezaba a escribir poesía. Estudiaba poco al decir de mis progenitores y de los hermanos maristas. Pero aprobaba…bueno, casi siempre. Comenzaban a gustarme las chicas, aunque aquello duró poco pues enseguida sólo tuve ojos para una. Mi vida de entonces era una continua vacación. No se hacían planes: ¿para qué? Hacíamos fiestas muy raras con sangría en un cubo de plástico.
Empezaba a aceptar que iba creciendo, que comenzaba a dejar de ser un adolescente, aunque adoleciese de casi todo. Dinero no tenía, ya que las propinas eran escasas.
Comencé a creer que el amor era una farsa; los granos de mi cara hacían huir a las chicas, y aún no estabas tú para preguntarte.
Hace cincuenta años yo no tenía móvil, continúo sin él. Pero tampoco había teléfono en casa. Los amigos no lo necesitábamos para quedar, vernos a escondidas y echar los primeros cigarrillos. Ellos, yo nunca fumé. Hace cincuenta años arrancaba la primavera en mi vida.
Leía a Cela, a Martín Vigil y a Heinrich Boll y su “Opiniones de un payaso”, el primer libro-libro que recuerdo.
Vivía en una capital de provincia que ha cambiado con los años pero evolucionado poco. Me gustaban los dulces y los bollos de “La madrileña” –la confitería espléndida del barrio-.
En aquellos años no habíamos ganado un mundial ni ningún campeonato europeo, pero jugábamos al fútbol todos los días en el patio de los maristas. Habíamos perdido, ya, el temor que nos había inspirado durante años “El Lupita” un enfermizo y pobre sujeto con el que nos cruzábamos a la salida del colegio.
Y aquella tarde de junio de 1962 fue la última que yo estuve sin ti. Aquella tarde jugaba España en Villa del Mar (Chile) un partido del mundial de fútbol. Yo no sabía que España perdería aquel partido y tampoco que tú te llamabas María de los Ángeles.
Ya sé que desde entonces me he quejado mucho, y que sin duda te costó soportar mis últimos años de adolescencia… y la de mis amigos. Sé que estarás cansada de oírme recordar y quizás refugiarme en aquella vida, en aquel siglo y en aquel mundo. Sé que ya no te sorprende el que no me gusten los huevos fritos ni la leche, y que te cueste encontrar darme satisfacción en las comidas. Pero también soy capaz de decir la verdad; escribir cursi me produce escalofríos…urticaria. Así que, por favor, escúchame bien: la puta verdad es que nunca he sido más feliz como en estos últimos cincuenta años.
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