Desde mediados de noviembre expongo una serie de fotografías, en la Cafetería Alonso -Paseo del Espolón (Burgos)- con el título de "IRONÍAS".
Traslado ahora a este blog dicha exposición con los títulos de las fotografías:
"ADÁN Y EVA"
"SIESTA I"
"SIESTA II"
"ANTES DE LA SIESTA... O DESPUÉS"
MUSEO DE LA EVOLUCIÓN: "¿Y LAS CHICAS"
"SEÑORITA, POR FAVOR, ME ENSEÑA UD.EL TANGA...DIGO EL D.N.I."
"MONJES"
"ÓPTICA HERODES"
"INCONGRUENCIA BANCARIA"
"REFLEJOS GÓTICOS"
"EL PUNTO G...DEL GUISANTE"
"EL GRITO"
"OSTRAS"
"MANICURA"
"CABRA CANARIA"
"INGRAVIDEZ"
Espero os haya gustado
miércoles, 28 de noviembre de 2012
domingo, 25 de noviembre de 2012
GREGUERÍAS (4)
46) El espejo es el único que nos dice la verdad.
47) A las mujeres se les suelen romper los collares por la noche.
48) De cantar sale cantante, de estudiar…estudiante, de dirigir…dirigente, de practicar…practicante, de presidir…presidente – “nunca presidenta”- (lo siento señora Aguirre, no pierda usted la esperanza que a lo peor algún día cambian la gramática).
49) El auténtico peregrino no llega nunca a su destino.
50) Las buenas secretarias no anotan en la agenda los secretos del jefe.
51) Quizá volver al pasado sea progresar.
52) A los viejos la ropa nunca se les pasa de moda.
53) Es mejor ir a un entierro que de invitado a una boda, el entierro nunca será el tuyo y la boda tampoco.
54) Cuando veo a algunos chicos por la calle me acuerdo de las alfombras de mi casa: conviene sacudirlas alguna vez.
55) Hay un pueblo en Méjico en el que todos son: “Muy machos”. Deben de aburrirse mucho.
56) Si quieres besar a una chica guapa y desconocida sitúate junto a ella en un partido de tenis y lleva la contraria a la pelota.
57) Te conozco pero no te reconozco, piénsalo (me dijo esta mañana mi madre en el hospital -16.11.2012)... Aún sigo pensándolo.
58) El que habla mucho, aburre. El que calla da que pensar.
59) La que llega tarde al baile, baila con el cojo.
60) Las rutinas crean obstinados.
47) A las mujeres se les suelen romper los collares por la noche.
48) De cantar sale cantante, de estudiar…estudiante, de dirigir…dirigente, de practicar…practicante, de presidir…presidente – “nunca presidenta”- (lo siento señora Aguirre, no pierda usted la esperanza que a lo peor algún día cambian la gramática).
49) El auténtico peregrino no llega nunca a su destino.
50) Las buenas secretarias no anotan en la agenda los secretos del jefe.
51) Quizá volver al pasado sea progresar.
52) A los viejos la ropa nunca se les pasa de moda.
53) Es mejor ir a un entierro que de invitado a una boda, el entierro nunca será el tuyo y la boda tampoco.
54) Cuando veo a algunos chicos por la calle me acuerdo de las alfombras de mi casa: conviene sacudirlas alguna vez.
55) Hay un pueblo en Méjico en el que todos son: “Muy machos”. Deben de aburrirse mucho.
56) Si quieres besar a una chica guapa y desconocida sitúate junto a ella en un partido de tenis y lleva la contraria a la pelota.
57) Te conozco pero no te reconozco, piénsalo (me dijo esta mañana mi madre en el hospital -16.11.2012)... Aún sigo pensándolo.
58) El que habla mucho, aburre. El que calla da que pensar.
59) La que llega tarde al baile, baila con el cojo.
60) Las rutinas crean obstinados.
martes, 20 de noviembre de 2012
En el refugio de los sueños: El escritor
Cuando escribo en ocasiones me encuentro con la dificultad de no saber muy bien hacia adónde ir, dónde dirigir mis pasos. Por mucho que me exprima parece como si aquel limón que tantas veces me dio su jugo, estuviera ya seco. Entonces se me ocurre recurrir y volver a leer alguno de los cuentos de “Chuck Palahniuk”, escritor americano que tanto me entretuvo en momentos de ociosidad bien entendida.
Decía el señor Palahniuk que para escribir sólo hacían falta cinco factores (entiendo que sólo para escribir –bien o mal-): “El tiempo libre, la tecnología puesta hoy a nuestro alcance, el material, la educación y el hastío”.
Parece simple, sobre todo el primer factor. El tiempo es igual para todos, sólo depende de la necesidad que hagamos de él.
Las técnicas tecnológicas de hoy en día, ayudan. Resulta más sencillo escribir, más rápido, más limpio…Mejor, eso es otra cuestión.
El material al igual que el punto anterior ha cambiado, pero supongo que habrá excelentes escritores que sigan escribiendo con papel y lapicero.
Sobre el hastío no puedo estar más en desacuerdo, aunque quizás se refiera a que cuando uno está: cansado, furioso, deprimido…hastiado del mundo, pueden surgir mejor las historias. Un profesor de escritura creativa en alguna ocasión me sugirió que aprendiese a escribir con mala leche, si no nunca escribirás bien –me dijo-. Quizás Palahniuk era lo que quería insinuar con su hastío.
La educación creo que es fundamental, y no me refiero al hecho de saber poner las comas más o menos en su sitio, si no a aquello que hemos mamado desde niños, a nuestra relación con los demás, con nuestro entorno…en fin. Todo ello nos ha ido configurando, a lo largo de nuestros años, y así hemos llegado a ser lo que somos: no todo el mérito o desmérito es nuestro.
Pero hay más. Pienso que para escribir hay que experimentar. En este sentido aprender a escribir implicar aprender a mirarse a uno mismo y al mundo que te rodea, muy de cerca. En ocasiones la historia a contar se vuelve más importante que el acontecimiento real. Por eso caemos en el peligro de pasar demasiado deprisa por la vida, aguantando acontecimientos con el único propósito de crear una historia.
¿Pero será saludable la experimentación personal? No me veo cometiendo un crimen para escribir sobre lo criminal. Tampoco cometiendo un robo o una violación para poder escribir sobre ello. Claro que también pienso que cómo podemos crear historias excitantes, apasionantes, innovadores si sólo vivimos vidas anodinas. Por eso, quizás, todas las historias basadas en hechos reales tienen mayor nivel de aceptación.
Decía el señor Palahniuk que para escribir sólo hacían falta cinco factores (entiendo que sólo para escribir –bien o mal-): “El tiempo libre, la tecnología puesta hoy a nuestro alcance, el material, la educación y el hastío”.
Parece simple, sobre todo el primer factor. El tiempo es igual para todos, sólo depende de la necesidad que hagamos de él.
Las técnicas tecnológicas de hoy en día, ayudan. Resulta más sencillo escribir, más rápido, más limpio…Mejor, eso es otra cuestión.
El material al igual que el punto anterior ha cambiado, pero supongo que habrá excelentes escritores que sigan escribiendo con papel y lapicero.
Sobre el hastío no puedo estar más en desacuerdo, aunque quizás se refiera a que cuando uno está: cansado, furioso, deprimido…hastiado del mundo, pueden surgir mejor las historias. Un profesor de escritura creativa en alguna ocasión me sugirió que aprendiese a escribir con mala leche, si no nunca escribirás bien –me dijo-. Quizás Palahniuk era lo que quería insinuar con su hastío.
La educación creo que es fundamental, y no me refiero al hecho de saber poner las comas más o menos en su sitio, si no a aquello que hemos mamado desde niños, a nuestra relación con los demás, con nuestro entorno…en fin. Todo ello nos ha ido configurando, a lo largo de nuestros años, y así hemos llegado a ser lo que somos: no todo el mérito o desmérito es nuestro.
Pero hay más. Pienso que para escribir hay que experimentar. En este sentido aprender a escribir implicar aprender a mirarse a uno mismo y al mundo que te rodea, muy de cerca. En ocasiones la historia a contar se vuelve más importante que el acontecimiento real. Por eso caemos en el peligro de pasar demasiado deprisa por la vida, aguantando acontecimientos con el único propósito de crear una historia.
¿Pero será saludable la experimentación personal? No me veo cometiendo un crimen para escribir sobre lo criminal. Tampoco cometiendo un robo o una violación para poder escribir sobre ello. Claro que también pienso que cómo podemos crear historias excitantes, apasionantes, innovadores si sólo vivimos vidas anodinas. Por eso, quizás, todas las historias basadas en hechos reales tienen mayor nivel de aceptación.
viernes, 16 de noviembre de 2012
GREGUERÍAS (3)
31) La frase: ¡Qué difícil es conocernos por dentro!, es cierta puesto que por dentro estamos a oscuras.
32) Entre dos puntos la línea más corta es la recta, pero en ambas direcciones no lo olvides.
33) “Cuando el río suena, agua lleva” Error, ¡qué si no hay agua no hay río!
34) Lo difícil no son las preguntas, sino las respuestas.
35) Las disculpas no se piden, se dan.
36) Alégrate si ves que los hombres miran a tu esposa, salvo que olvidase ponerse la falda al salir de casa.
37) Tengo poca memoria pero poseo un lapicero cojonudo.
38) Las únicas comisiones que funcionan son las de número impar e inferiores a tres.
39) Aquel adolescente creía que “penar” era lo que le sucedía a su pene.
40) Una sonrisa la puede regalar hasta el hombre más pobre de la tierra.
41) Ignorar no es igual que desconocer, como oír no es lo mismo que escuchar.
42) Los cuadros se enmarcan para que los buenos dibujos no se escapen.
43) Llevamos cartera pensando que los billetes siempre están en su casa.
44) Al hielo lo que más le afecta es el calor.
45) Lo único que no gusta de un banquete es la pata de la mesa.
32) Entre dos puntos la línea más corta es la recta, pero en ambas direcciones no lo olvides.
33) “Cuando el río suena, agua lleva” Error, ¡qué si no hay agua no hay río!
34) Lo difícil no son las preguntas, sino las respuestas.
35) Las disculpas no se piden, se dan.
36) Alégrate si ves que los hombres miran a tu esposa, salvo que olvidase ponerse la falda al salir de casa.
37) Tengo poca memoria pero poseo un lapicero cojonudo.
38) Las únicas comisiones que funcionan son las de número impar e inferiores a tres.
39) Aquel adolescente creía que “penar” era lo que le sucedía a su pene.
40) Una sonrisa la puede regalar hasta el hombre más pobre de la tierra.
41) Ignorar no es igual que desconocer, como oír no es lo mismo que escuchar.
42) Los cuadros se enmarcan para que los buenos dibujos no se escapen.
43) Llevamos cartera pensando que los billetes siempre están en su casa.
44) Al hielo lo que más le afecta es el calor.
45) Lo único que no gusta de un banquete es la pata de la mesa.
sábado, 10 de noviembre de 2012
En el refugio de los sueños: Lejos, al sur (3ªparte)
- ¿Prostituirte?
-Sí, no le basta que me vean desnuda cada noche. Quiere hacer conmigo lo que hace con mi madre –contestó Andrea dirigiendo su mirada hacia la barra, hacia Carmen.
Javier comprendió. Miraba los ojos negros de Andrea, maquillados en exceso, sin poder apartar la vista de ellos. La chica volvió su rostro, perdido en la barra de la taberna, para refugiarse en Javier, y se vio reflejada en los ojos grises de aquel hombre que la miraba con fascinación.
Andrea se dejó llevar, necesitaba llenar aquel espacio vacío de su alma. Poder contar, abrirse a alguien; y aquel hombre, aquel forastero que la miraba de frente, con atrevimiento pero sin abandono, empezó a parecerle menos extraño, más cercano que la mayoría de los que conocía en aquel lugar y a los que veía casi a diario. Y desnudó su corazón, sintiendo al hacerlo que quizás fuera la posibilidad que esperaba para cambiar su destino. Pero el destino no es algo con lo que se pueda mercadear, y el sino de Andrea no dependía de Javier, tal vez ni de ella misma.
- Prostituirme, sí. Hace dos años que lo viene intentando; sólo ha conseguido que me desnude, pero es obstinado, tenaz…no duda de que lo conseguirá. Al otro lado está mi madre de la que nunca he recibido ni tan siquiera comprensión. Supongo que piensan que yo soy la llave para sacarles de su estrechez, de la miseria moral en la que viven. Tengo diecisiete años y…
- ¿Diecisiete? –preguntó incrédulo Javier.
- Bueno, los cumpliré dentro de pocos meses, en abril… e intuyen que pronto los abandonaré, que no les queda tiempo para hacer conmigo lo que quieren.
- Abandonar, huir… lo hago cada día –continuó Andrea jugando con la copa que se iba calentando entre sus manos-. Con la llegada de la madrugada me digo a mí misma que esta será la última vez que me desnude. Lo intenté hace unos meses, quizás tú no estuvieses aquí por entonces, seguro que no, y ese mal hombre me abofeteó delante de mi madre, sin importarle que ella estuviera allí. Me dolió más la falta de reacción de ella que la bofetada. Tuve que volver al escenario y hacer lo que no he deseado nunca, por más que pueda parecer lo contrario en mi actuación. Porque ¿sabes?, sólo es eso: una actuación. Te preguntarás el porqué; es muy sencillo, pienso cada hora en mi madre, en Carmen, a pesar de todo, víctima de ese ser inmundo. Sé que de no hacerlo la maltrataría, estoy segura de ello. Los marineros que vienen hasta aquí, sobre todo en los días que no pueden salir a la mar por temporal, que en invierno suelen ser frecuentes, no son mala gente, creo que más bien todo lo contrario: hasta cierto punto siempre me han respetado; cuando alguno se ha intentado pasar de la raya, por exceso de bebida la mayoría de las veces, he sabido quitármelo de encima, pero dudo que esto suceda siempre así. Buscan compañía y es lógico que me prefieran a mi madre: me ven moverme por el local, me dejo invitar a alguna copa, como ahora contigo, es lo que hago para que Abel me deje tranquila; escuchan mis canciones y esperan que les muestre mi cuerpo desnudo. Mi madre se ha prostituido desde niña; el destino le trajo hasta aquí y hace treinta años no creo que pudiese evitarlo. Tal vez tampoco lo intentó. El caso es que Abel se convirtió en su chulo a la vez que en su amante. Luego nací yo, mi madre siempre me ha dicho que él no es mi padre, que ignora quién la preñó. La creo, no me gustaría ser la hija de ese hombre. Esta tarde –continuó hablando Andrea mientras Javier escuchaba sin apartar los ojos de su rostro- estuve en peligro. No sé si el grito que me llegó desde el faro me contuvo. Por mi cabeza rondaba en esos momentos la seria idea de arrojarme al abismo. Subo con frecuencia hasta ese lugar y nunca había sentido esa inquietud, esa angustia. Me acerco hasta allí porque el fuerte viento, que suele correr, me relaja. Pero esta tarde era distinto, sentía una opresión en el pecho y unas ansias de saltar, de sentirme libre…por fin. Y entonces llegó hasta mis oídos aquel…: ¡Eh! No he dejado de escucharlo desde entonces. Salí corriendo porque no sabía con certeza lo que había sucedido, era como un sueño del que dudaba en despertar. Por una parte creía haber saltado al vacío y que el grito había sido mío al estrellarme contra el suelo, y por otro sentí como un impulso de alguien que me llamaba; volví la cabeza y te vi con un brazo levantado llevando un sombrero. Tu figura, perdona, me pareció ridícula con aquella gabardina muy por debajo de tus rodillas y aquel rostro que denotaba cansancio, al menos eso me pareció al cruzarme contigo. Te preguntarás como pude ser tan observadora en aquellos momentos en los que había estado jugando con mi vida. No lo sé, como tampoco sé porque te estoy contando todo esto.
Dejó la copa vacía sobre la mesa de madera y se quedó por un momento callada. De sus hermosos ojos pareció descender un hilo líquido que brilló con el roce de la escasa luz que les envolvía. Javier se percató y sacó del bolsillo de su chaqueta un pañuelo con el que Andrea secó su mejilla para apretarlo luego entre sus manos como en una súplica que Javier no supo, en aquel momento, identificar como tal.
- Yo podría… -intervino Javier dudando lo que iba a decir.
- No, no podrías; nadie puede. Debo ser yo misma, pero no ahora; tengo que esperar. Ahora estoy bien, parece que tu presencia me ha hecho reaccionar, que he comprendido. Lo de esta tarde allí arriba fue una locura, pero fue sólo un momento, por suerte apareciste tú con tu grito salvador. La muerte que se me insinuó sólo es el último eslabón de la vida, de mí vida, y creo que ésta puede aún ser muy larga.
Javier hizo un movimiento afirmativo con la cabeza mientras vaciaba de nuevo su copa de aguardiente. Intuitivamente levantó el brazo. La noche empezaba a pasarle factura por el alcohol ingerido, pero aquella mujer le mantenía despierto, atento, como si avizorara algún peligro.
- Míralos no apartan la vista de nosotros; están al acecho como perros de presa. Ese hombre seboso, ignora lo que estamos hablando, sólo está esperando que le complazca y te lleve a mi cama; piensa que quizás sea esta noche cuando empiece a salirse con la suya, a vivir también a mí costa. Qué lejos está de la realidad. Pero no creo que ningún hombre llegue a comprender nunca la angustia que corre por mis venas a diario; siempre pensando, sintiéndome vigilada, perseguida y denigrada, a solas con su mirada, día y noche. Y mi madre aunque no la compadezca, a veces me da lástima, atada a ese hombre. Lleva años así, supongo que se ha acostumbrado a la ignominia de vender cada noche su cuerpo a cuantos se lo soliciten, que por suerte o desgracia cada vez son menos. Debo quedarme aquí por ella y por mí. No sé hasta dónde podría llegar ese hijo de puta. Dentro de unos mese ya no podrá hacerme daño; la ley me protegerá, y supongo que no tendrá más remedio que conformarse con lo que le queda: Carmen. Ella estoy segura que lo entenderá; quizás tarde en comprenderlo, pero a poco que repase su vida terminará por darse cuenta de que tuve razón en abandonarla, de que yo no nunca he querido ser una continuación de su perdida existencia. Ves por qué te digo que ahora no es momento de huir; me buscarían. Sólo sé cantar y para él sería fácil dar conmigo. Tengo que esperar. Tampoco tú podrías ayudarme ahora, aunque lo intentásemos. Además te acusarían de secuestro, no olvides que soy menor de edad. Me inspiras confianza, ya que al menos no has obrado como la mayoría de los hombres que se acercan a mí; pero no te conozco. Aún eres un extraño.
- ¿Qué te hizo quedarte aquí, en este lugar? –preguntó Andrea cambiando de conversación.
- Lo mío es mucho más simple, más trivial si quieres. Estoy aquí por trabajo. Suministro la mercancía de mi empresa, útiles marineros, ya sabes: redes, aparejos, nasas… Se venden bien, da para vivir, no con excesivas comodidades pero sin demasiados agobios; recorro la costa a lo largo del año y cubro las necesidades de la gente. Pero es curioso, a éste lugar no había arribado nunca – ya ves hasta se me han ido pegando los términos marineros- y quizás sea esta población la que ha logrado atraparme. Supongo que tú algo has tenido que ver, aunque mejor sería decir que ha sido lo único que ha conseguido retenerme. Sería hasta creíble suponer que tu voz me estaba llamando o esperando. La primera vez que la escuché me entusiasmó su calidez, por más que algunas de las canciones fueran procaces y de dudoso gusto. Creo que me fui aficionando a escucharlas y a verte. A las pocas noches, había coincidido una racha de temporal en las que la taberna estaba llena de marineros, tras escuchar tu voz comencé a sentir un tremendo dolor de cabeza y mis sienes parecían ir a estallar, el motivo no fue otro que el verte mover alrededor del micrófono con la impudicia grabada en tu cuerpo. Hasta entonces te había sentido mía y ahora veía que en realidad te había estado compartiendo con aquellas miradas que, al igual que yo, no dejaban de mirar tu cuerpo desnudo. No sé muy bien si ese sentimiento puede llegar a llamarse amor. También sé que mi edad no te corresponde…
Andrea sonrió.
- Pero volviendo a mi trabajo, llevo ya varios años en esta actividad, siempre me he dedicado a la venta, yendo de un lugar a otro. A veces pienso que viajo hacia ninguna parte, pues acabo regresando a los mismos lugares, como si se cerrase un círculo. Como ves nada que ver con lo tuyo, y desde luego bastante más tedioso, aunque nadie, salvo la necesidad diaria de vivir, me obligue a ello.
Andrea contemplaba Javier, regalándole su mirada. Era lo único que podía darle por ahora...
Continuaron hablando hasta el amanecer; contaron también con largos silencios sin separar sus miradas. Las copas iban cayendo una tras otra. Abel y Carmen continuaban intercambiando miradas llenas de abulia y rencor.
Las primeras luces del día empezaban a transitar por la taberna, deshaciendo las sombras que se habían apoderado de las mesas y las banquetas durante la larga y tediosa noche; con aquellas luces entraron los marineros fatigados por una noche de trabajo e insomnio; marineros que deseaban saciar su sed y gozar de compañía. Carmen, la puta del puerto, dejó la barra y empezó a recibir con sus orondos y mórbidos brazos abiertos a cuantos quisieran sentir su calor y su aliento a aguardiente rancio. Abel, desde detrás de la barra, hizo un significativo movimiento de cabeza dirigido a Andrea. La mirada aviesa del hombre enmarcaba un rostro ceniciento y agrio; sentía que aquella noche tampoco había podido forzar la voluntad de aquella mujer. Andrea se dirigió, obediente, al estrado, no sin antes rozar, al levantarse, sin que nadie se percatase de ello, la mano del hombre que había dejado de ser un extraño para ella.
El tres de abril, a las diez en punto de la mañana, un vehículo de color verde oscuro y marca difícil de adivinar paró frente a la puerta de la taberna. Una mujer y una maleta como único equipaje lo esperaban en la acera. Javier abrió la puerta. Andrea entró. Se besaron tímidamente en los labios. No hablaron hasta haber dejado a sus espaldas aquellos montes y valles que los habían separado más de un año. El viento frío y seco de la meseta los recibió, fue entonces cuando la mujer se atrevió a preguntar:
- ¿Adónde vamos?
- Lejos: al sur.
-Sí, no le basta que me vean desnuda cada noche. Quiere hacer conmigo lo que hace con mi madre –contestó Andrea dirigiendo su mirada hacia la barra, hacia Carmen.
Javier comprendió. Miraba los ojos negros de Andrea, maquillados en exceso, sin poder apartar la vista de ellos. La chica volvió su rostro, perdido en la barra de la taberna, para refugiarse en Javier, y se vio reflejada en los ojos grises de aquel hombre que la miraba con fascinación.
Andrea se dejó llevar, necesitaba llenar aquel espacio vacío de su alma. Poder contar, abrirse a alguien; y aquel hombre, aquel forastero que la miraba de frente, con atrevimiento pero sin abandono, empezó a parecerle menos extraño, más cercano que la mayoría de los que conocía en aquel lugar y a los que veía casi a diario. Y desnudó su corazón, sintiendo al hacerlo que quizás fuera la posibilidad que esperaba para cambiar su destino. Pero el destino no es algo con lo que se pueda mercadear, y el sino de Andrea no dependía de Javier, tal vez ni de ella misma.
- Prostituirme, sí. Hace dos años que lo viene intentando; sólo ha conseguido que me desnude, pero es obstinado, tenaz…no duda de que lo conseguirá. Al otro lado está mi madre de la que nunca he recibido ni tan siquiera comprensión. Supongo que piensan que yo soy la llave para sacarles de su estrechez, de la miseria moral en la que viven. Tengo diecisiete años y…
- ¿Diecisiete? –preguntó incrédulo Javier.
- Bueno, los cumpliré dentro de pocos meses, en abril… e intuyen que pronto los abandonaré, que no les queda tiempo para hacer conmigo lo que quieren.
- Abandonar, huir… lo hago cada día –continuó Andrea jugando con la copa que se iba calentando entre sus manos-. Con la llegada de la madrugada me digo a mí misma que esta será la última vez que me desnude. Lo intenté hace unos meses, quizás tú no estuvieses aquí por entonces, seguro que no, y ese mal hombre me abofeteó delante de mi madre, sin importarle que ella estuviera allí. Me dolió más la falta de reacción de ella que la bofetada. Tuve que volver al escenario y hacer lo que no he deseado nunca, por más que pueda parecer lo contrario en mi actuación. Porque ¿sabes?, sólo es eso: una actuación. Te preguntarás el porqué; es muy sencillo, pienso cada hora en mi madre, en Carmen, a pesar de todo, víctima de ese ser inmundo. Sé que de no hacerlo la maltrataría, estoy segura de ello. Los marineros que vienen hasta aquí, sobre todo en los días que no pueden salir a la mar por temporal, que en invierno suelen ser frecuentes, no son mala gente, creo que más bien todo lo contrario: hasta cierto punto siempre me han respetado; cuando alguno se ha intentado pasar de la raya, por exceso de bebida la mayoría de las veces, he sabido quitármelo de encima, pero dudo que esto suceda siempre así. Buscan compañía y es lógico que me prefieran a mi madre: me ven moverme por el local, me dejo invitar a alguna copa, como ahora contigo, es lo que hago para que Abel me deje tranquila; escuchan mis canciones y esperan que les muestre mi cuerpo desnudo. Mi madre se ha prostituido desde niña; el destino le trajo hasta aquí y hace treinta años no creo que pudiese evitarlo. Tal vez tampoco lo intentó. El caso es que Abel se convirtió en su chulo a la vez que en su amante. Luego nací yo, mi madre siempre me ha dicho que él no es mi padre, que ignora quién la preñó. La creo, no me gustaría ser la hija de ese hombre. Esta tarde –continuó hablando Andrea mientras Javier escuchaba sin apartar los ojos de su rostro- estuve en peligro. No sé si el grito que me llegó desde el faro me contuvo. Por mi cabeza rondaba en esos momentos la seria idea de arrojarme al abismo. Subo con frecuencia hasta ese lugar y nunca había sentido esa inquietud, esa angustia. Me acerco hasta allí porque el fuerte viento, que suele correr, me relaja. Pero esta tarde era distinto, sentía una opresión en el pecho y unas ansias de saltar, de sentirme libre…por fin. Y entonces llegó hasta mis oídos aquel…: ¡Eh! No he dejado de escucharlo desde entonces. Salí corriendo porque no sabía con certeza lo que había sucedido, era como un sueño del que dudaba en despertar. Por una parte creía haber saltado al vacío y que el grito había sido mío al estrellarme contra el suelo, y por otro sentí como un impulso de alguien que me llamaba; volví la cabeza y te vi con un brazo levantado llevando un sombrero. Tu figura, perdona, me pareció ridícula con aquella gabardina muy por debajo de tus rodillas y aquel rostro que denotaba cansancio, al menos eso me pareció al cruzarme contigo. Te preguntarás como pude ser tan observadora en aquellos momentos en los que había estado jugando con mi vida. No lo sé, como tampoco sé porque te estoy contando todo esto.
Dejó la copa vacía sobre la mesa de madera y se quedó por un momento callada. De sus hermosos ojos pareció descender un hilo líquido que brilló con el roce de la escasa luz que les envolvía. Javier se percató y sacó del bolsillo de su chaqueta un pañuelo con el que Andrea secó su mejilla para apretarlo luego entre sus manos como en una súplica que Javier no supo, en aquel momento, identificar como tal.
- Yo podría… -intervino Javier dudando lo que iba a decir.
- No, no podrías; nadie puede. Debo ser yo misma, pero no ahora; tengo que esperar. Ahora estoy bien, parece que tu presencia me ha hecho reaccionar, que he comprendido. Lo de esta tarde allí arriba fue una locura, pero fue sólo un momento, por suerte apareciste tú con tu grito salvador. La muerte que se me insinuó sólo es el último eslabón de la vida, de mí vida, y creo que ésta puede aún ser muy larga.
Javier hizo un movimiento afirmativo con la cabeza mientras vaciaba de nuevo su copa de aguardiente. Intuitivamente levantó el brazo. La noche empezaba a pasarle factura por el alcohol ingerido, pero aquella mujer le mantenía despierto, atento, como si avizorara algún peligro.
- Míralos no apartan la vista de nosotros; están al acecho como perros de presa. Ese hombre seboso, ignora lo que estamos hablando, sólo está esperando que le complazca y te lleve a mi cama; piensa que quizás sea esta noche cuando empiece a salirse con la suya, a vivir también a mí costa. Qué lejos está de la realidad. Pero no creo que ningún hombre llegue a comprender nunca la angustia que corre por mis venas a diario; siempre pensando, sintiéndome vigilada, perseguida y denigrada, a solas con su mirada, día y noche. Y mi madre aunque no la compadezca, a veces me da lástima, atada a ese hombre. Lleva años así, supongo que se ha acostumbrado a la ignominia de vender cada noche su cuerpo a cuantos se lo soliciten, que por suerte o desgracia cada vez son menos. Debo quedarme aquí por ella y por mí. No sé hasta dónde podría llegar ese hijo de puta. Dentro de unos mese ya no podrá hacerme daño; la ley me protegerá, y supongo que no tendrá más remedio que conformarse con lo que le queda: Carmen. Ella estoy segura que lo entenderá; quizás tarde en comprenderlo, pero a poco que repase su vida terminará por darse cuenta de que tuve razón en abandonarla, de que yo no nunca he querido ser una continuación de su perdida existencia. Ves por qué te digo que ahora no es momento de huir; me buscarían. Sólo sé cantar y para él sería fácil dar conmigo. Tengo que esperar. Tampoco tú podrías ayudarme ahora, aunque lo intentásemos. Además te acusarían de secuestro, no olvides que soy menor de edad. Me inspiras confianza, ya que al menos no has obrado como la mayoría de los hombres que se acercan a mí; pero no te conozco. Aún eres un extraño.
- ¿Qué te hizo quedarte aquí, en este lugar? –preguntó Andrea cambiando de conversación.
- Lo mío es mucho más simple, más trivial si quieres. Estoy aquí por trabajo. Suministro la mercancía de mi empresa, útiles marineros, ya sabes: redes, aparejos, nasas… Se venden bien, da para vivir, no con excesivas comodidades pero sin demasiados agobios; recorro la costa a lo largo del año y cubro las necesidades de la gente. Pero es curioso, a éste lugar no había arribado nunca – ya ves hasta se me han ido pegando los términos marineros- y quizás sea esta población la que ha logrado atraparme. Supongo que tú algo has tenido que ver, aunque mejor sería decir que ha sido lo único que ha conseguido retenerme. Sería hasta creíble suponer que tu voz me estaba llamando o esperando. La primera vez que la escuché me entusiasmó su calidez, por más que algunas de las canciones fueran procaces y de dudoso gusto. Creo que me fui aficionando a escucharlas y a verte. A las pocas noches, había coincidido una racha de temporal en las que la taberna estaba llena de marineros, tras escuchar tu voz comencé a sentir un tremendo dolor de cabeza y mis sienes parecían ir a estallar, el motivo no fue otro que el verte mover alrededor del micrófono con la impudicia grabada en tu cuerpo. Hasta entonces te había sentido mía y ahora veía que en realidad te había estado compartiendo con aquellas miradas que, al igual que yo, no dejaban de mirar tu cuerpo desnudo. No sé muy bien si ese sentimiento puede llegar a llamarse amor. También sé que mi edad no te corresponde…
Andrea sonrió.
- Pero volviendo a mi trabajo, llevo ya varios años en esta actividad, siempre me he dedicado a la venta, yendo de un lugar a otro. A veces pienso que viajo hacia ninguna parte, pues acabo regresando a los mismos lugares, como si se cerrase un círculo. Como ves nada que ver con lo tuyo, y desde luego bastante más tedioso, aunque nadie, salvo la necesidad diaria de vivir, me obligue a ello.
Andrea contemplaba Javier, regalándole su mirada. Era lo único que podía darle por ahora...
Continuaron hablando hasta el amanecer; contaron también con largos silencios sin separar sus miradas. Las copas iban cayendo una tras otra. Abel y Carmen continuaban intercambiando miradas llenas de abulia y rencor.
Las primeras luces del día empezaban a transitar por la taberna, deshaciendo las sombras que se habían apoderado de las mesas y las banquetas durante la larga y tediosa noche; con aquellas luces entraron los marineros fatigados por una noche de trabajo e insomnio; marineros que deseaban saciar su sed y gozar de compañía. Carmen, la puta del puerto, dejó la barra y empezó a recibir con sus orondos y mórbidos brazos abiertos a cuantos quisieran sentir su calor y su aliento a aguardiente rancio. Abel, desde detrás de la barra, hizo un significativo movimiento de cabeza dirigido a Andrea. La mirada aviesa del hombre enmarcaba un rostro ceniciento y agrio; sentía que aquella noche tampoco había podido forzar la voluntad de aquella mujer. Andrea se dirigió, obediente, al estrado, no sin antes rozar, al levantarse, sin que nadie se percatase de ello, la mano del hombre que había dejado de ser un extraño para ella.
El tres de abril, a las diez en punto de la mañana, un vehículo de color verde oscuro y marca difícil de adivinar paró frente a la puerta de la taberna. Una mujer y una maleta como único equipaje lo esperaban en la acera. Javier abrió la puerta. Andrea entró. Se besaron tímidamente en los labios. No hablaron hasta haber dejado a sus espaldas aquellos montes y valles que los habían separado más de un año. El viento frío y seco de la meseta los recibió, fue entonces cuando la mujer se atrevió a preguntar:
- ¿Adónde vamos?
- Lejos: al sur.
miércoles, 7 de noviembre de 2012
En el refugio der los sueños: Lejos, al sur (2º parte)
El visitante tiene nombre. No hay nadie anónimo; sólo los seres sin pasado. Se llama Javier, Javier Ventox. Lleva pocos días en la zona, pero éstos ya le han llegado al alma. La niebla que invadió la comarca hace semanas aún permanece y le ha herido los huesos, le ha ido encorvando la figura; parece un anciano cuando recorre las húmedas calles del pueblo portando su mercancía, mostrándola de puerta en puerta. Echa en falta el sol, pero su obsesión es la mujer que canta y se desnuda, la mujer a la que va a ver y a escuchar noche tras noche a la taberna del puerto. Esta noche volverá.
El visitante ha comido en la pensión que habita por unos días, antes de trasladarse al siguiente lugar de trabajo, pues Ventox es viajante y recorre la costa de este a oeste a lo largo del año. Este pueblo al pie del cabo es la primera vez que lo visita. Una ligera siesta, tras la comida, le reconforta. Duda entre seguir trabajando aquella tarde o dar un paseo por el lugar; la segunda opción le satisface más y a pesar de que los pies no han descansado del todo del trasiego a los que fueron sometidos por la mañana, Ventox decide acercarse hasta lo alto del acantilado para observar el pueblo desde lo alto, a vista de pájaro. Afortunadamente la niebla de los días anteriores e incluso de esta misma mañana se ha desvanecido internándose en la mar y la tarde aunque ventosa está inundada de sol. Asciende con lentitud por la carretera que lleva al faro y con cada metro de subida el paisaje le sobrecoge más y más. El azul del cielo se confunde y mezcla con el gris oscuro del mar en el horizonte por el que empieza a desvelarse una cierta claridad. De vez en cuando ha de apoyarse con las manos sobre el barandal de piedra sujetando su cuerpo con los brazos extendidos ya que los pulmones parecen quedarse sin aire, – si no fumara, piensa en voz alta-. Mira hacia arriba, hacia el faro, y sigue ascendiendo; es tal su determinación que parece como si algo le estuviera llamando desde lo alto del promontorio. Llega desfallecido y se apoya de nuevo, esta vez de espaldas al mar, y es entonces cuando la ve. Al principio cree que se trata de una ilusión creada en su mente enturbiada por el esfuerzo. Pero no, es ella: la mujer que canta. Su pelo tremola como una bandera negra frente al viento al borde del acantilado y su cuerpo parece oscilar fuera de la protección de piedra. Algo debe intuir Javier pues sin pretenderlo grita:
- ¡Eh!
Javier nunca llegará a saber que aquel grito acaba de salvar la vida de la muchacha. Ella, aterrada, en algún momento le revelará su secreto; claro que, en ese preciso instante, lo ignora todo de aquel desconocido que le saluda desde el faro con la mano extendida, y al que mira incrédula, como si fuera una aparición. Se queda contemplando aquella imagen envuelta en una gabardina demasiado grande y en aquel sombrero que el hombre porta en su mano aún levantada al viento. El extraño se le va acercando sin que ella sea capaz de reaccionar. Ha bajado la mano y camina con seguridad; una sonrisa se ha abierto en su boca, haciendo más creíble su rostro, hasta su figura parece humanizarse. Lo que Andrea no sabe todavía es que los metros que le faltan para llegar hasta ella están sirviendo para que se desvanezca en él, en su mente, el rencor de la última noche, en la que contempló la desnudez de la mujer; desnudez que tuvo que compartir con aquellos ojos lascivos que al igual que él, la deseaban. La mujer, en un movimiento intuitivo de defensa, según cree, echa a correr. Al hacerlo se ha de cruzar, inevitablemente, con el hombre que asciende; éste, sorprendido, se hace a un lado para dejarle pasar por el estrecho camino que la conduce hasta el faro y de allí a la carretera. Ella parece no mirar el rostro de él, pero sí percibe su respiración sofocada y el olor de su gabardina como a humedad contenida. Javier, aún contrariado, se vuelve y la ve alejarse. Ve su silueta delgada y esbelta que se va empequeñeciendo a medida que se aleja, hasta convertirse en una incertidumbre, en un bulto insignificante. Sonríe sin atisbo de rencor, sabe dónde buscarla.
La tarde ventosa da paso a una noche serena, apacible. Las olas, que logran cruzar el espigón, llegan mansas hasta el borde del dique del puerto donde los marineros se afanan en ordenar sus pequeños barcos, que hoy se entregan al suave juego del agua, para echarse a la mar. Tras una noche de arduo trabajo, y ya de madrugada, volverán cansados a sus casas, pero con una sonrisa fatigada en sus labios. Algunos, los menos, aquellos a los que nadie aguarda en sus vidas, aún se demorarán en la taberna a saciar su sed y a tratar de hacer entrar en calor sus humedecidos huesos. Pero eso será más tarde, de madrugada, cuando el alba pinte los primeros colores de un nuevo día. Mientras en aquel local, donde la soledad y el silencio han reinado toda la noche, se encuentra Javier compartiendo mesa con Andrea. Cuando entró en el establecimiento, al filo de la medianoche, sólo Carmen y Abel se hallaban en él, abúlicos y con una mueca rencorosa fijada en sus rostros. El hombre tras el mostrador y la mujer acodada en la barra de madera, toscamente tallada, mirando hacia la puerta por la que nadie, salvo aquel extraño, entraría en toda aquella larga noche. Andrea aparecería algo más tarde y su sola presencia sirvió para iluminar el oscuro local, o al menos eso le pareció a Javier.
Se acercó a ella, tras armarse de valor con la tercera copa de aguardiente. La mujer se había sentado en un rincón, el más oscuro y alejado de la barra, como si no quisiera tener relación alguna con aquellos dos seres con los que parecía negarse a compartir su vida. A Javier, en aquella tarde del faro, no le dio tiempo a fijarse detenidamente en el rostro de Andrea, pero ahora al tenerlo tan de cerca pudo comprobar, no sólo la belleza que ya conocía, sino la juventud que poseía, muy lejos de la voluptuosidad que parecía encarnar cuando cantaba; era como si aquel, triste por otra parte, escenario la envolviese en un halo de madurez física que desde luego no estaba acorde con su edad: era casi una niña.
- Señorita, ¿permite que le acompañe y le invite a una copa?
- Estoy aquí para eso –contestó la chica con acritud.
- Nos hemos visto esta tarde sobre el acantilado del faro. Creo que logré asustarla, aunque no fuera esa mi intención, pues me pareció, seguro que por error, que necesitaba ayuda. ¿Me equivoco? Le ruego me disculpe por ello. De hecho me he acercado esta noche hasta la taberna para dárselas –añadió Javier sabiendo que mentía.
-No necesitaba ayuda –mintió también Andrea-. Y tampoco me asustó. Simplemente tenía prisa.
- Ya –dijo escuetamente Javier -. Mi nombre es Javier, Javier Ventox. Estoy aquí…, en el pueblo quiero decir, por mi trabajo.
Fuera porque Andrea no estaba acostumbrada, en aquel lugar, a una conversación tranquila o tal vez nadie se le había presentado extendiéndole una mano franca o porque la noche se presentaba larga y aburrida, sin pretenderlo le empezaba a resultar amena la compañía de aquel hombre, de aquel extraño, al que el azar había puesto en su camino. En la cercanía ya no lo vio como a la mayoría de los hombres que se arrimaban a ella, confundiendo su vida con la de Carmen, tan sólo por pertenecer al mismo lugar, al mismo falso destino; por ser su hija.
- Te preguntarás qué hago aquí… en este sitio. Me llamo Andrea, ¿o, quizás eso ya lo sabías? -preguntó con seguridad.
-Sí, escuché tu nombre a los marinos la primera noche que recalé aquí, en la taberna – recalcó tuteando a la chica al escuchar que ella lo había hecho con él-. Cantas bien, pero tienes razón: este lugar no te pertenece o al menos no te corresponde –afirmó Javier-. Lo otro…, tú sabrás qué haces con tu vida, yo no soy quién para recriminártelo, pero me parece que debieras estar por encima de esa impostura, de ese engaño.
- ¿Impostura, engaño? –dijo con ironía-. Quizás es que no tengo adónde ir; o tal vez es que me gusta lo que hago –recalcó dejando de mirar al hombre y volcando su mirada en la copa que sostenía entre las manos.
- No lo creo. Siempre se tiene adónde ir, sobre todo si uno no se encuentra a gusto donde está –aseveró Javier dando el último trago de su copa mientras levantaba la mano pidiendo más bebida.
Abel y Carmen, desde la barra, hacía tiempo que no apartaban la mirada del rincón donde se encontraban Andrea y Javier conversando. Abel atendió la petición de aquel extraño volviéndole a llenar la copa, y la que le tendió Andrea, mientras carraspeaba y miraba torvamente a la chica. Mirada que no pasó desapercibida a Javier.
- ¿Por qué te mira ese hombre de tal manera, con esa torpeza e insolencia? –preguntó Javier cuando el hombre se hubo alejado.
- Porque espera que me prostituya esta noche contigo.
(CONTINUARÁ)
El visitante ha comido en la pensión que habita por unos días, antes de trasladarse al siguiente lugar de trabajo, pues Ventox es viajante y recorre la costa de este a oeste a lo largo del año. Este pueblo al pie del cabo es la primera vez que lo visita. Una ligera siesta, tras la comida, le reconforta. Duda entre seguir trabajando aquella tarde o dar un paseo por el lugar; la segunda opción le satisface más y a pesar de que los pies no han descansado del todo del trasiego a los que fueron sometidos por la mañana, Ventox decide acercarse hasta lo alto del acantilado para observar el pueblo desde lo alto, a vista de pájaro. Afortunadamente la niebla de los días anteriores e incluso de esta misma mañana se ha desvanecido internándose en la mar y la tarde aunque ventosa está inundada de sol. Asciende con lentitud por la carretera que lleva al faro y con cada metro de subida el paisaje le sobrecoge más y más. El azul del cielo se confunde y mezcla con el gris oscuro del mar en el horizonte por el que empieza a desvelarse una cierta claridad. De vez en cuando ha de apoyarse con las manos sobre el barandal de piedra sujetando su cuerpo con los brazos extendidos ya que los pulmones parecen quedarse sin aire, – si no fumara, piensa en voz alta-. Mira hacia arriba, hacia el faro, y sigue ascendiendo; es tal su determinación que parece como si algo le estuviera llamando desde lo alto del promontorio. Llega desfallecido y se apoya de nuevo, esta vez de espaldas al mar, y es entonces cuando la ve. Al principio cree que se trata de una ilusión creada en su mente enturbiada por el esfuerzo. Pero no, es ella: la mujer que canta. Su pelo tremola como una bandera negra frente al viento al borde del acantilado y su cuerpo parece oscilar fuera de la protección de piedra. Algo debe intuir Javier pues sin pretenderlo grita:
- ¡Eh!
Javier nunca llegará a saber que aquel grito acaba de salvar la vida de la muchacha. Ella, aterrada, en algún momento le revelará su secreto; claro que, en ese preciso instante, lo ignora todo de aquel desconocido que le saluda desde el faro con la mano extendida, y al que mira incrédula, como si fuera una aparición. Se queda contemplando aquella imagen envuelta en una gabardina demasiado grande y en aquel sombrero que el hombre porta en su mano aún levantada al viento. El extraño se le va acercando sin que ella sea capaz de reaccionar. Ha bajado la mano y camina con seguridad; una sonrisa se ha abierto en su boca, haciendo más creíble su rostro, hasta su figura parece humanizarse. Lo que Andrea no sabe todavía es que los metros que le faltan para llegar hasta ella están sirviendo para que se desvanezca en él, en su mente, el rencor de la última noche, en la que contempló la desnudez de la mujer; desnudez que tuvo que compartir con aquellos ojos lascivos que al igual que él, la deseaban. La mujer, en un movimiento intuitivo de defensa, según cree, echa a correr. Al hacerlo se ha de cruzar, inevitablemente, con el hombre que asciende; éste, sorprendido, se hace a un lado para dejarle pasar por el estrecho camino que la conduce hasta el faro y de allí a la carretera. Ella parece no mirar el rostro de él, pero sí percibe su respiración sofocada y el olor de su gabardina como a humedad contenida. Javier, aún contrariado, se vuelve y la ve alejarse. Ve su silueta delgada y esbelta que se va empequeñeciendo a medida que se aleja, hasta convertirse en una incertidumbre, en un bulto insignificante. Sonríe sin atisbo de rencor, sabe dónde buscarla.
La tarde ventosa da paso a una noche serena, apacible. Las olas, que logran cruzar el espigón, llegan mansas hasta el borde del dique del puerto donde los marineros se afanan en ordenar sus pequeños barcos, que hoy se entregan al suave juego del agua, para echarse a la mar. Tras una noche de arduo trabajo, y ya de madrugada, volverán cansados a sus casas, pero con una sonrisa fatigada en sus labios. Algunos, los menos, aquellos a los que nadie aguarda en sus vidas, aún se demorarán en la taberna a saciar su sed y a tratar de hacer entrar en calor sus humedecidos huesos. Pero eso será más tarde, de madrugada, cuando el alba pinte los primeros colores de un nuevo día. Mientras en aquel local, donde la soledad y el silencio han reinado toda la noche, se encuentra Javier compartiendo mesa con Andrea. Cuando entró en el establecimiento, al filo de la medianoche, sólo Carmen y Abel se hallaban en él, abúlicos y con una mueca rencorosa fijada en sus rostros. El hombre tras el mostrador y la mujer acodada en la barra de madera, toscamente tallada, mirando hacia la puerta por la que nadie, salvo aquel extraño, entraría en toda aquella larga noche. Andrea aparecería algo más tarde y su sola presencia sirvió para iluminar el oscuro local, o al menos eso le pareció a Javier.
Se acercó a ella, tras armarse de valor con la tercera copa de aguardiente. La mujer se había sentado en un rincón, el más oscuro y alejado de la barra, como si no quisiera tener relación alguna con aquellos dos seres con los que parecía negarse a compartir su vida. A Javier, en aquella tarde del faro, no le dio tiempo a fijarse detenidamente en el rostro de Andrea, pero ahora al tenerlo tan de cerca pudo comprobar, no sólo la belleza que ya conocía, sino la juventud que poseía, muy lejos de la voluptuosidad que parecía encarnar cuando cantaba; era como si aquel, triste por otra parte, escenario la envolviese en un halo de madurez física que desde luego no estaba acorde con su edad: era casi una niña.
- Señorita, ¿permite que le acompañe y le invite a una copa?
- Estoy aquí para eso –contestó la chica con acritud.
- Nos hemos visto esta tarde sobre el acantilado del faro. Creo que logré asustarla, aunque no fuera esa mi intención, pues me pareció, seguro que por error, que necesitaba ayuda. ¿Me equivoco? Le ruego me disculpe por ello. De hecho me he acercado esta noche hasta la taberna para dárselas –añadió Javier sabiendo que mentía.
-No necesitaba ayuda –mintió también Andrea-. Y tampoco me asustó. Simplemente tenía prisa.
- Ya –dijo escuetamente Javier -. Mi nombre es Javier, Javier Ventox. Estoy aquí…, en el pueblo quiero decir, por mi trabajo.
Fuera porque Andrea no estaba acostumbrada, en aquel lugar, a una conversación tranquila o tal vez nadie se le había presentado extendiéndole una mano franca o porque la noche se presentaba larga y aburrida, sin pretenderlo le empezaba a resultar amena la compañía de aquel hombre, de aquel extraño, al que el azar había puesto en su camino. En la cercanía ya no lo vio como a la mayoría de los hombres que se arrimaban a ella, confundiendo su vida con la de Carmen, tan sólo por pertenecer al mismo lugar, al mismo falso destino; por ser su hija.
- Te preguntarás qué hago aquí… en este sitio. Me llamo Andrea, ¿o, quizás eso ya lo sabías? -preguntó con seguridad.
-Sí, escuché tu nombre a los marinos la primera noche que recalé aquí, en la taberna – recalcó tuteando a la chica al escuchar que ella lo había hecho con él-. Cantas bien, pero tienes razón: este lugar no te pertenece o al menos no te corresponde –afirmó Javier-. Lo otro…, tú sabrás qué haces con tu vida, yo no soy quién para recriminártelo, pero me parece que debieras estar por encima de esa impostura, de ese engaño.
- ¿Impostura, engaño? –dijo con ironía-. Quizás es que no tengo adónde ir; o tal vez es que me gusta lo que hago –recalcó dejando de mirar al hombre y volcando su mirada en la copa que sostenía entre las manos.
- No lo creo. Siempre se tiene adónde ir, sobre todo si uno no se encuentra a gusto donde está –aseveró Javier dando el último trago de su copa mientras levantaba la mano pidiendo más bebida.
Abel y Carmen, desde la barra, hacía tiempo que no apartaban la mirada del rincón donde se encontraban Andrea y Javier conversando. Abel atendió la petición de aquel extraño volviéndole a llenar la copa, y la que le tendió Andrea, mientras carraspeaba y miraba torvamente a la chica. Mirada que no pasó desapercibida a Javier.
- ¿Por qué te mira ese hombre de tal manera, con esa torpeza e insolencia? –preguntó Javier cuando el hombre se hubo alejado.
- Porque espera que me prostituya esta noche contigo.
(CONTINUARÁ)
sábado, 3 de noviembre de 2012
En el refugio de los sueños: Lejos, al sur (1ªparte)
(P.D. El 21 de junio del 2011 publiqué en este blog una pequeña historia: “Una frase al azar”. La historia surgió al señalar en un libro una frase con los ojos cerrados y de allí comenzar un cuento. La frase señalada decía…”Parecen monjes, monjes que cumplen…” La pequeña historia de entonces al final se convirtió en el cuento que ahora publico”.
- ¿Adónde vamos?
- Lejos: al sur.
Parecen monjes, monjes que cumplen con su deber en un terreno mundano. Las capuchas de sus chubasqueros así parecen indicarlo, si no fuera porque las prendas, con las que se protegen del frío y de la lluvia, son de color amarillo. Esperan pacientemente a que amaine el fuerte viento que barre el pequeño puerto de la costa norte. Han de echarse a la mar, como cada noche, como cada luna, pero hay cierta incertidumbre en sus rostros: conocen esas aguas y saben que, si no se aplaca el viento, mañana no tendrán nada que llevar a sus casas, pero también creen que si no arrecia en las próximas horas su patrón les obligará a iniciar la faena diaria, con lo que esto conlleva. Los barcos atados a los galápagos del muelle con fuertes maromas, se balancean en cada envestida del oleaje que llega al puerto a pesar de la protección del lejano espigón. La fina pero insistente lluvia lava los rostros de los pescadores que continúan mirando el horizonte buscando descubrir una abertura en el plomizo cielo que les permita albergar esperanzas de salir a la mar en busca del jornal. El viento sigue silbando entre las cuerdas firmemente sujetas a las cornamusas y va a chocar contra los mástiles de las embarcaciones, haciendo repicar a las reatas al chocar éstas contra los palos. Una campana deja oír su tañido y el viento lo remite a todos los rincones del muelle. Los marineros escuchan el fantasmal lamento y un escalofrío recorre sus cuerpos de hombres hechos a las desventuras; por sus cabezas rondarán, en los siguientes minutos, mil y una historia de embarcaciones que, en medio de una imprevista tormenta, fueron tragadas por las aguas; barcos de pesca como los suyos y que lo último que se pudo oír en ellos fue el angustioso volteo de la campana del puente.
Pasan las horas y la situación no parece mejorar. La taberna del pueblo se ha ido llenando de marineros que comienzan a desesperar. El acre olor a madera húmeda del entarimado asciende hacia el techo del establecimiento mezclándose en su camino con el humo del tabaco barato que exhalan los pescadores. Acodados en la barra se han ido desprendiendo de su indumentaria y toman el agrio vino tinto que produce su tierra, más apta para el cultivo de huerta que para utopías de viñas. Pero les reconforta el calor que desciende desde sus gargantas hasta el estómago. Se miran los unos a los otros. Agustín, el más veterano, zarandea la cabeza apostando con una mueca de su rostro su oposición a la salida a la mar. Hay silencio en la taberna, silencio marinero, roto en ocasiones por la aguardentosa carcajada de Carmen, la puta del puerto, que conmina al hombre que se encuentra junto a ella, en una de las mesas, a calentar su cama. En noches como ésta, sin fortuna, irán desfilando por su alcoba algunos de los que ahora siguen mirando a la mar a través de los empavonados y sucios cristales de las ventanas, por si un halo de esperanza, en forma de claridad, aún restase en su espera. Carmen al igual que Agustín, el viejo pescador, también sabe que la tempestad no amainará hasta el alba y que las sábanas de su lecho no perderán el calor de los cuerpos que en ellas se cobijen. Abel, detrás de la barra, mira indiferente a los lugareños mientras enjuaga los vasos en un caneco de madera.
Un extraño, al que el lugar no le corresponde, abre la puerta de la taberna. No es la primera ni será la última vez que la visite. Sólo en noches negras, como ésta, se acerca hasta la taberna del puerto. El viento le arrebata con fuerza la puerta de las manos y ésta va a chocar con violencia contra la pared. El hombre emite una inaudible excusa y se acerca hasta la barra. Su larga gabardina y su sombrero de ala ancha rezuman agua de lluvia con olor a salitre y algas podridas. Se acoda en la barra y pide un aguardiente que bebe con premura. Desvía su mirada recorriendo el local como buscando algo o a alguien que piensa le pertenece.
Andrea, hija de Carmen y de algún estibador que un mal día recaló en su cama, suele cantar para entretener la espera de los marineros. El visitante, quizás aún no lo sabe, pero se ha ido enamorando de la mujer que ha ocupado el pequeño estrado al fondo de la taberna. Vuelve la cabeza en esa dirección al escuchar las primeras y casi inaudibles notas musicales del pianista que acompaña a Andrea. El local se convierte, por mor de la tormenta, en un improvisado cabaret. El visitante se sienta en una de las banquetas colocando el sombrero y su nuevo vaso sobre una de las mesas; se ha despojado de su húmeda gabardina y contempla sin parpadear a la mujer.
La mira. Está absorto en su figura mientras la luz blanca y cenital que la sobrevuela va modificando su impudicia a medida que su voz se vuelve más dulce y comprometedora. Pasa de parecer un ángel a convertirse en un engaño o al menos en su evidencia. La luz algo tiene que ver con esa transformación. Su rostro, su cuerpo, envuelto en un ajustado traje negro, parecen entregados a la recreación de una diva de “music hall”. El que esté vestida de forma tan provocadora no es sino una manera más de acercarse al público que observa cada uno de sus movimientos; más atentos a la cadencia de sus caderas, que mueve con frío desdoro al ritmo suave de la música, que a su luminosa voz. La melodía empieza a sonar en la cabeza del visitante como si la fiebre le estuviera alcanzando. Se ha ido enamorando, noche tras noche, de aquella mujer y ahora al verla ahí, sobrepasando su actuación, siente que a medida que canta, el movimiento de su cuerpo va mostrando una procacidad resuelta y premeditada, una desvergonzada insinuación sexual que le envuelve, sin él pretenderlo, en una infamia de deseo y perturbación. La mujer mantiene los ojos ligeramente cerrados como para no ver la pasión que despierta, aunque quizás no ignore que el foco que la cubre no le permite ver los rostros seducidos de sus admiradores, todo lo más distinguirá, en los breves momentos que se digne abrir aquellos ojos que martirizan las sienes del visitante, los puntos rojizos de los cigarrillos. Parece estar mirándole de frente, pero no puede verle, ni tan siquiera sabe que aquel extraño exista. La canción que surge de sus labios roza el micrófono como si fuera una prolongación de su alma. Apoya sus enguantadas manos en las caderas, de las que alardea como si hubiesen sido adquiridas directamente del cielo, y su vientre se adelanta en estudiados espasmos al ritmo de la música. A lo largo de la interpretación, su rostro, cruel en la juventud que posee, parece ajeno a aquel lugar, como si no debiera estar allí.
La mujer deja de cantar, calla el piano en sus últimas notas y se hace de nuevo un silencio que va llenando cada hueco de la oscuridad del local. Es ahora cuando lleva en un movimiento espasmódico la cabeza hacia atrás, sus manos van deslizando los largos guantes liberando los brazos. Aquello hace sentirse al visitante como un niño al que están a punto de apartar de una situación que no debe conocer todavía. El malestar aparece de nuevo en sus sienes o al menos le parece sentir que regresa, aunque quizás nunca se haya ido del todo. Los golpes secos con que late su corazón no son sino punzadas de deseo o de celos. Las ágiles manos de la mujer van deslizando el vestido negro desde los hombros para resbalar por las curvas de su cuerpo hasta caer al suelo, sobre sus pies, formando la base de una escultura griega; de allí surge la blancura marmórea de aquel cuerpo desnudo. Mientras su cabeza se va balanceando hacia delante, a modo de despedida o de rencor o de vergüenza. El pelo cubre su ignominia al mismo tiempo que unos atenuados aplausos se pueden escuchar en el local, en donde se han vuelto a encender las pequeñas bombillas suspendidas del techo.
El silencio, que ha vuelto a ocupar la taberna, queda roto con la llegada de los patrones de los barcos y con la discusión sobre la posibilidad o no de salir a pescar aquella noche, más hecha para partidas de cartas que para intentar arrastrar redes. Pero la noche sigue avanzando con lentitud pero sin demora, y nadie se atreve a dar la orden para que los marineros empiecen su tarea. Sólo la llegada de la madrugada hace que los hombres, cansados por la espera, regresen a sus casas. Cuando salgan de la taberna, todos sin excepción mirarán al oscuro cielo que hoy no les ha atendido.
(CONTINUARÁ)
- ¿Adónde vamos?
- Lejos: al sur.
Parecen monjes, monjes que cumplen con su deber en un terreno mundano. Las capuchas de sus chubasqueros así parecen indicarlo, si no fuera porque las prendas, con las que se protegen del frío y de la lluvia, son de color amarillo. Esperan pacientemente a que amaine el fuerte viento que barre el pequeño puerto de la costa norte. Han de echarse a la mar, como cada noche, como cada luna, pero hay cierta incertidumbre en sus rostros: conocen esas aguas y saben que, si no se aplaca el viento, mañana no tendrán nada que llevar a sus casas, pero también creen que si no arrecia en las próximas horas su patrón les obligará a iniciar la faena diaria, con lo que esto conlleva. Los barcos atados a los galápagos del muelle con fuertes maromas, se balancean en cada envestida del oleaje que llega al puerto a pesar de la protección del lejano espigón. La fina pero insistente lluvia lava los rostros de los pescadores que continúan mirando el horizonte buscando descubrir una abertura en el plomizo cielo que les permita albergar esperanzas de salir a la mar en busca del jornal. El viento sigue silbando entre las cuerdas firmemente sujetas a las cornamusas y va a chocar contra los mástiles de las embarcaciones, haciendo repicar a las reatas al chocar éstas contra los palos. Una campana deja oír su tañido y el viento lo remite a todos los rincones del muelle. Los marineros escuchan el fantasmal lamento y un escalofrío recorre sus cuerpos de hombres hechos a las desventuras; por sus cabezas rondarán, en los siguientes minutos, mil y una historia de embarcaciones que, en medio de una imprevista tormenta, fueron tragadas por las aguas; barcos de pesca como los suyos y que lo último que se pudo oír en ellos fue el angustioso volteo de la campana del puente.
Pasan las horas y la situación no parece mejorar. La taberna del pueblo se ha ido llenando de marineros que comienzan a desesperar. El acre olor a madera húmeda del entarimado asciende hacia el techo del establecimiento mezclándose en su camino con el humo del tabaco barato que exhalan los pescadores. Acodados en la barra se han ido desprendiendo de su indumentaria y toman el agrio vino tinto que produce su tierra, más apta para el cultivo de huerta que para utopías de viñas. Pero les reconforta el calor que desciende desde sus gargantas hasta el estómago. Se miran los unos a los otros. Agustín, el más veterano, zarandea la cabeza apostando con una mueca de su rostro su oposición a la salida a la mar. Hay silencio en la taberna, silencio marinero, roto en ocasiones por la aguardentosa carcajada de Carmen, la puta del puerto, que conmina al hombre que se encuentra junto a ella, en una de las mesas, a calentar su cama. En noches como ésta, sin fortuna, irán desfilando por su alcoba algunos de los que ahora siguen mirando a la mar a través de los empavonados y sucios cristales de las ventanas, por si un halo de esperanza, en forma de claridad, aún restase en su espera. Carmen al igual que Agustín, el viejo pescador, también sabe que la tempestad no amainará hasta el alba y que las sábanas de su lecho no perderán el calor de los cuerpos que en ellas se cobijen. Abel, detrás de la barra, mira indiferente a los lugareños mientras enjuaga los vasos en un caneco de madera.
Un extraño, al que el lugar no le corresponde, abre la puerta de la taberna. No es la primera ni será la última vez que la visite. Sólo en noches negras, como ésta, se acerca hasta la taberna del puerto. El viento le arrebata con fuerza la puerta de las manos y ésta va a chocar con violencia contra la pared. El hombre emite una inaudible excusa y se acerca hasta la barra. Su larga gabardina y su sombrero de ala ancha rezuman agua de lluvia con olor a salitre y algas podridas. Se acoda en la barra y pide un aguardiente que bebe con premura. Desvía su mirada recorriendo el local como buscando algo o a alguien que piensa le pertenece.
Andrea, hija de Carmen y de algún estibador que un mal día recaló en su cama, suele cantar para entretener la espera de los marineros. El visitante, quizás aún no lo sabe, pero se ha ido enamorando de la mujer que ha ocupado el pequeño estrado al fondo de la taberna. Vuelve la cabeza en esa dirección al escuchar las primeras y casi inaudibles notas musicales del pianista que acompaña a Andrea. El local se convierte, por mor de la tormenta, en un improvisado cabaret. El visitante se sienta en una de las banquetas colocando el sombrero y su nuevo vaso sobre una de las mesas; se ha despojado de su húmeda gabardina y contempla sin parpadear a la mujer.
La mira. Está absorto en su figura mientras la luz blanca y cenital que la sobrevuela va modificando su impudicia a medida que su voz se vuelve más dulce y comprometedora. Pasa de parecer un ángel a convertirse en un engaño o al menos en su evidencia. La luz algo tiene que ver con esa transformación. Su rostro, su cuerpo, envuelto en un ajustado traje negro, parecen entregados a la recreación de una diva de “music hall”. El que esté vestida de forma tan provocadora no es sino una manera más de acercarse al público que observa cada uno de sus movimientos; más atentos a la cadencia de sus caderas, que mueve con frío desdoro al ritmo suave de la música, que a su luminosa voz. La melodía empieza a sonar en la cabeza del visitante como si la fiebre le estuviera alcanzando. Se ha ido enamorando, noche tras noche, de aquella mujer y ahora al verla ahí, sobrepasando su actuación, siente que a medida que canta, el movimiento de su cuerpo va mostrando una procacidad resuelta y premeditada, una desvergonzada insinuación sexual que le envuelve, sin él pretenderlo, en una infamia de deseo y perturbación. La mujer mantiene los ojos ligeramente cerrados como para no ver la pasión que despierta, aunque quizás no ignore que el foco que la cubre no le permite ver los rostros seducidos de sus admiradores, todo lo más distinguirá, en los breves momentos que se digne abrir aquellos ojos que martirizan las sienes del visitante, los puntos rojizos de los cigarrillos. Parece estar mirándole de frente, pero no puede verle, ni tan siquiera sabe que aquel extraño exista. La canción que surge de sus labios roza el micrófono como si fuera una prolongación de su alma. Apoya sus enguantadas manos en las caderas, de las que alardea como si hubiesen sido adquiridas directamente del cielo, y su vientre se adelanta en estudiados espasmos al ritmo de la música. A lo largo de la interpretación, su rostro, cruel en la juventud que posee, parece ajeno a aquel lugar, como si no debiera estar allí.
La mujer deja de cantar, calla el piano en sus últimas notas y se hace de nuevo un silencio que va llenando cada hueco de la oscuridad del local. Es ahora cuando lleva en un movimiento espasmódico la cabeza hacia atrás, sus manos van deslizando los largos guantes liberando los brazos. Aquello hace sentirse al visitante como un niño al que están a punto de apartar de una situación que no debe conocer todavía. El malestar aparece de nuevo en sus sienes o al menos le parece sentir que regresa, aunque quizás nunca se haya ido del todo. Los golpes secos con que late su corazón no son sino punzadas de deseo o de celos. Las ágiles manos de la mujer van deslizando el vestido negro desde los hombros para resbalar por las curvas de su cuerpo hasta caer al suelo, sobre sus pies, formando la base de una escultura griega; de allí surge la blancura marmórea de aquel cuerpo desnudo. Mientras su cabeza se va balanceando hacia delante, a modo de despedida o de rencor o de vergüenza. El pelo cubre su ignominia al mismo tiempo que unos atenuados aplausos se pueden escuchar en el local, en donde se han vuelto a encender las pequeñas bombillas suspendidas del techo.
El silencio, que ha vuelto a ocupar la taberna, queda roto con la llegada de los patrones de los barcos y con la discusión sobre la posibilidad o no de salir a pescar aquella noche, más hecha para partidas de cartas que para intentar arrastrar redes. Pero la noche sigue avanzando con lentitud pero sin demora, y nadie se atreve a dar la orden para que los marineros empiecen su tarea. Sólo la llegada de la madrugada hace que los hombres, cansados por la espera, regresen a sus casas. Cuando salgan de la taberna, todos sin excepción mirarán al oscuro cielo que hoy no les ha atendido.
(CONTINUARÁ)
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