Ella era Juez, pero eso Javier no lo sabía todavía. Se enteró más tarde, mucho más tarde, cuando ya nada tenía remedio; cuando se acababa de quedar solo quizás para siempre.
Muchos años atrás, Javier se había fijado en aquella chica de cara redonda, ojos oscuros e indecisos y sonrisa franca. La veía a menudo en la oficina bancaria donde él trabajaba de “botones”. Se ruborizaba al ver que la chica se quedaba contemplando su uniforme azul de chaqueta cruzada y botonadura doble con el nombre del banco grabado en cada uno de aquellas enormes y llamativas condecoraciones de latón cromado. La gorra que formaba parte de aquella arcaica indumentaria fue, desde un principio, desdeñada por Javier; en más de una ocasión le costó una bronca de algún superior. Pero para él era toda una muestra de inconformismo y rara vez la usaba.
Enterarse del nombre de la chica era fácil, bastaba con mirar los ficheros de la oficina. Soledad tenía una libreta de ahorro junto a su madre, a la que solía acompañar una o dos veces por semana hasta el banco. Javier se le quedaba mirando boquiabierto, sus dieciséis o diecisiete años de por entonces le delataban, a esa edad no había sitio para el pudor. La chica retenía sus miradas más de lo que el muchacho era capaz de aguantar y entre ambos comenzó a nacer un vínculo sin que mediaran las palabras.
Javier era tímido y Soledad lo parecía. El retraimiento de Javier se debía, en buena parte, al trabajo que desempeñaba: mover carpetas y archivadores de un lugar a otro de la oficina, repartir la correspondencia, atender a sus compañeros en cuantas exigencias le requerían… y siempre con aquel desdeñoso uniforme. ¡Cómo iba a fijarse en él, aquella criatura que lo tenía alelado! A sus dieciséis años sabía que en su trabajo sólo podía aspirar a llegar a ordenanza, y siempre con el insufrible uniforme. Así había sucedido siempre con los compañeros mayores que componían la plantilla del banco.
No necesitó pensarlo mucho para tomar la decisión más correcta que habría de tomar en su vida: estudiar. El bachillerato nocturno que hubo de acometer antes de intentar llegar a la universidad no fue demasiado obstáculo para él. En dos años sacó la titulación de bachiller superior. Soledad le daba empuje desde la distancia pues aunque las miradas entre los chicos cada vez eran más largas y menos contenidas, seguían sin cruzar esa barrera. Siempre se interponía el dichoso uniforme.
La oportunidad de estudiar una carrera en su ciudad eran mínimas, pero podía optar por una carrera de nivel medio acorde con sus circunstancias de trabajo: Peritaje Mercantil fue su decisión; nuevamente acertó. Sólo podía acudir a la Escuela de Comercio por las tardes, pero no le importó; aunque tardarse cuatro o cinco años en concluir sus estudios la decisión estaba tomada. La realidad demostró que fue capaz de terminarlos en los tres cursos de carrera y unos pocos meses de año siguiente: en febrero del cuarto año concluyó sus estudios y dijo adiós al uniforme para siempre. Por aquellos años muy pocos trabajadores del banco podían presentar un currículo como el suyo, quizás ninguno. La dirección supo premiar su esfuerzo como merecía: dio el salto a oficial de segundo nivel, pero era sólo el principio de sus sucesivos ascensos. Mientras tanto Soledad había desaparecido de su vida.
A partir de su nueva situación, Javier, en más de una ocasión, atendió personalmente a doña Remedios, madre de Soledad. Remedios era una mujer alta, de cara enjuta y malhumorada, siempre vestida de negro, de manos rosadas y uñas largas y cuidadas. Resultó que con el trato era una mujer amable y cariñosa. Javier, no sin que su rostro se incendiara por unos momentos, se atrevió a preguntarle por su hija.
- ¿Soledad se llama, verdad doña Remedios?
- Sí, está fuera. Estudia leyes.
- ¡Ah! No, le preguntaba porque hace tiempo que no le acompaña a usted.
- No puede, ahora está muy ocupada, pero ya le diré que la envía sus saludos.
- Muy amable por su parte, doña Remedios. Sí, salúdela de mi parte –añadió Javier a quien el rubor había vuelto a subir a su cara, sin que Remedios pareciese percatarse de ello. (continuará)…
Hola Rafa, aquí me pillas en terreno conocido. Todo me resulta muy familiar El botones, los acensos, las ventanillas... y hasta Doña Remedios. Curioso es cómo si lo hubiera vivido en primera persona.
ResponderEliminarCreo que el desenlace no me sorprenderá ¿o si?
Un abrazo
Hola Katy: sí, la verdad es que aunque es ficción, el contexto está basado en la vida real, en los años que pasé trabajando. Tampoco yo sé el final definitivo, se verá a la semana que viene, aunque algo ya sospecho, ja,ja. Un abrazo
ResponderEliminarHola Rafa:
ResponderEliminarA medida que voy leyendo me imagino dos o tres finales diferentes, pero creo que ya nos has dado una pista en los primeros párrafos. Habrá que ver. Y sí, algo de ti, me parece que si tiene.
Un abrazo
Hola Fernando: ja,ja, pásame uno de los finales pues en estos momentos no sé muy bien por dónde tirar. Un abrazo
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