domingo, 4 de diciembre de 2011

En el refugio de los sueños: La flor

Ignacio miraba absorto el continuo goteo del suero. La goma plástica dejaba correr aquel hilo de vida hacia el cuerpo de Miguel. El accidente en aquella estúpida moto, por aquella forma de vida tan salvaje, como en más de una ocasión le había echado en cara, le estaba costando la vida. Sentado al borde de la cama seguía contemplando aquel silencioso fluir sumido en sus pensamientos, en su nostalgia. Cogía su mano -ingrávida, liviana, sin apenas pulso- mientras cerrando los ojos recordaba…recordaba.

Julio del 2011. Le había conocido en aquella barra en la que él no debía de haber estado; pero tal vez el destino así lo había querido. Un cigarrillo que se cae de su cajetilla, un incidente casual, él se agacha, Miguel también como sin querer, vencido por una arbitraria inercia, los ojos que comunican un no se qué, y así empieza una historia de amor, algo rutinario para algunos, y algo inalcanzable para otros a lo largo de toda una vida. Pero así sucede a veces: una mano que se acerca a por el cigarrillo caído y otra que llega al mismo tiempo, sin duda procedente de otro lugar, pero ya no ajena al suceso. Dos miradas que se juntan y unos labios que pronuncian: gracias; que palabra más hermosa para dos seres condenados a entenderse. Levantan sus cuerpos hacia la barra y es ahora cuando se delatan, cuando empiezan a ser uno sólo. Él, Miguel, ha recuperado su cigarrillo, y él, Ignacio, ha comenzado a enamorarse de aquel muchacho de ojos grises, soñadores.

Ya nada será igual en sus vidas. Desde ese momento no parece sino que se hubiese corrido un tupido cendal sobre sus vidas anteriores. Aquellos años pasados sin conocerse ya les son lejanos, como si no hubiesen existido. Y todo porque el amor estaba ahí esperándoles, al alcance de su mano. Lo saben y a partir de ese instante comienza en sus vidas un proceso nuevo. Saborean cada minuto el uno junto al otro; tan sólo sus respectivos trabajos los separan por unas horas, pero el compromiso es tan firme que determinan casi sin pretenderlo huir de sus amistades, refugiarse en cada momento de su nueva vida. Sospechan que no durará para siempre porque aquella atracción es demasiado fuerte para que perdure por muchos años. Por eso desean estar solos el mayor tiempo posible, sin nada que los distraiga. Una nube sofocante se ha posado sobre sus cabezas y amenaza con destruirles, pero piensan que nada es imposible, que se desean el uno al otro de una forma irracional, inhumana. La rutina no existe en sus vidas, el compromiso del uno hacia el otro es sincero, angustioso según el decir de algún amigo. Han dejado de vivir sus vidas; les basta con mirarse a los ojos para comprender los mutuos deseos. Es un amor visceral pero al mismo tiempo lleno de ternura.

Y así, poco a poco, sin apenas darse cuenta llegan hasta ese domingo fatídico en el que habían decidido ir a pasar el día a aquella playa que desde la primera vez que fueron tanto les atraía. La fina arena, en aquel lugar, tenía la particularidad de formar dunas producidas por el incansable viento que solía azotar aquella costa del norte; pero que en los días de calma el lugar era inmejorable y tenía la particularidad que, acomodados tras uno de los montículos, se aislaban del resto del mundo. Allí solían pasar muchas jornadas veraniegas. Miguel se desplazaba en su moto. Ignacio huía siempre de ese aparato marcado por el demonio –según solía esgrimir para no acompañar a su amante-, e iba hasta la playa en coche, así –decía- puedo llevar todo lo necesario: comida, bebida, las tumbonas… Miguel sonreía sabía que a Ignacio le acobardaba verse tumbado en cada curva, notaba que no sentía como él la libertad que le daba el viento azotando su rastro mientras corría a gran velocidad sobre el asfalto. Ignacio, que normalmente llegaba más tarde, se sorprendió al no encontrar a Miguel instalado en “su duna”. Esperó más de lo que el corazón le dictaba, hasta que optó por llamarlo al móvil; con mano temblorosa aguardó y aguardó, volvió a marcar angustiado, presagiando lo peor.

Antonio tiró la colilla sobre el montón de tierra recién removida y la pisó repetidamente de forma maquinal con su bota manchada de barro. Había llovido durante toda la noche anterior y aunque la mañana era gris y desapacible los rayos del sol se filtraban entre las nubes que sobrevolaban el cementerio. La humedad sobre la hierba se podía oler. El sepulturero vio llegar a la comitiva y se apartó ligeramente de la tumba que había escavado.

Cuando todos se fueron y tras el último beso de su hermana Isabel, que lloró sobre el hombro de Ignacio mientras el ruido de la tierra rompía aquel silencio siniestro al caer sobre el ataúd, Ignacio se quedó a solas mirando sin ver el montón de tierra húmeda que aún rezumaba gotas de lluvia por su superficie. Se agachó y depositó sobre el túmulo una hermosa rosa roja.

A los dos días de aquel enterramiento Antonio retiró las flores depositadas por familiares y amigos de Miguel, y dejó únicamente aquella última flor pues en sus años de empleado del cementerio había aprendido a distinguir los verdaderos sentimientos de los que únicamente mostraban un compromiso.

Cada semana una flor nueva, siempre una rosa roja. Antonio cuidaba también de aquel pequeño cementerio. Al principio se sorprendió, pero poco a poco se fue habituando: cada semana retiraba la rosa ajada por el tiempo, y sonreía al ver la rosa nueva. Y así semana tras semana, mes tras mes, año tras año.

Antonio nunca vio a la persona que dejaba aquella rosa roja, pensaba, con razón, que la depositaban en domingo, su día de descanso, por eso no lo dio nunca mayor importancia. Pero aquel lunes amaneció muy lluvioso lo que demoró su trabajo de limpieza del cementerio. Anochecía cuando su labor le llevó a la tumba a la que siempre acudía puntualmente a retirar la marchita flor y desde lejos pudo observar lo que parecía un bulto oscuro sobre la blanca lápida. Se acercó confuso empezando a sospechar, a medida que se acercaba, que se trataba de una persona. Un hombre cubierto por un abrigo oscuro yacía sobre la tumba. El agua corría por su rostro inexpresivo, sin vida, y sus ojos abiertos parecían querer penetrar en la cercana oscuridad de la noche. Su mano derecha sujetaba una hermosa rosa roja con gotas de lluvia en sus pétalos.

4 comentarios:

  1. Un dramón en toda regla. No se si existirá una historia de amor real como esta. No lo creo. Me has hecho recordar a Romeo y Julieta, morir por amor. Aunque aquí sean los protagonistas dos Romeos. Conozco un poco de este mundo en femenino y la verdad es que no suelen ser tan fieles.
    Me ha gustado es muy romántico.
    Me quedo con la hermosa rosa roja. Por cierto preciosa la foto de tu autoría.
    Un abrazo Rafa

    ResponderEliminar
  2. Hola Katy. Sí, a veces me salen dramones; demasiados, quizás. Me alegra que te guste la foto; todo un halago viniendo de una experta. Un abrazo

    ResponderEliminar
  3. Pues par mi es una historia tan creible como otra cualquiera. el amor se manifiesta de muchas maneras y tu lo has explicado perfectamente. la excepción confirma la regla.
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  4. Hola Fernando. Me alegra que tu lo veas con esos ojos. A mí, la verdad, es que muy creíble no me parece, pero que lo vamos a hacer salió así. Gracias por tu comentario. Un abrazo

    ResponderEliminar