lunes, 12 de diciembre de 2011

En el refugio de los sueños: El desván

Todos los niños debieran de tener un desván.

Recuerdo la primera vez que subí, o quizás sea mi imaginación la que desea que haga memoria. La escalera de madera crujía a pesar de lo liviano que debía de ser mi cuerpo de niño por aquel entonces. Me iba acercando en silencio hasta la gruesa puerta de entrada procurando andar con lentitud y casi de puntillas para que los duendes que me habían dicho que existían en aquel espacio que, por otra parte, hacía tiempo que estaba tentado de inspeccionar pero que siempre me hacía retroceder un paso y dejarlo para mejor ocasión, no despertasen. Con sigilo empujé la puerta de madera, las bisagras faltas de engrase chirriaron a medida que la abertura se iba haciendo mayor. Un haz de luz dorado de polvo pareció herirme los ojos. Tuve que amoldar la vista ante aquella luz que me cegaba; por un momento llegué a pensar que se trataba de alguno de aquellos duendes que venía a castigar mi osadía al violentar su sueño de años. Pero no, sólo pude escuchar el silencio. Una vez dentro tardé unos segundos en acomodarme a aquella luz. Instintivamente alcé la vista hacia arriba y vi la procedencia de aquella angustiosa luminosidad: se proyectaba desde la claraboya del techo abuhardillado, el resto del espacio estaba en penumbra; mis ojos tardaron en acostumbrarse a ella. Cuando recuperé la visión pude observar amontonadas cajas y más cajas, distinguí también un arcón de madera oscura e infinidad de objetos que a mis ojos infantiles le parecieron personas que se iban a abalanzar sobre mí. Pero nada de eso sucedió. Poco a poco me fui adaptando a aquella nueva situación, a aquel nuevo orden de cosas. Me fui acercando para ver con detalle cada objeto y fui ganando en confianza al advertir que nada terrorífico me sucedía. Me envalentoné hasta ser capaz de abrir uno de los baúles. Lo primero que salió de él fue un vaho de humedad y un halo de polvo producido por el movimiento de la tapa. Estaba lleno de sábanas viejas, al menos a mí eso me parecieron. Tenté, con cierto temor, aquellas ropas por ver de descubrir algo entre ellas. Tenían una fría humedad amarillenta que me hizo desistir, además poco me interesaba aquello: me parecieron rancias e inservibles.

Vagué por la tarima de la que se levantaban restos de carcoma a cada paso que daba. Algo me sobresaltó pues emití un pequeño grito que se quedó colgado en el aire como esperando que alguien lo escuchase. De mayor he sabido que cuando algo se mueve, el ojo humano percibe el movimiento antes que al objeto que lo produce, pero eso fue años después, en aquellos instantes ése algo me atemorizó y a punto estuve de salir corriendo de aquel desván. Me sobrepuse y miré con cautela hacia la zona motivo de mi inquietud. Sonreí al comprobar que había sido mi propio cuerpo al verse reflejado en un espejo. Me acerqué a él. Era un espejo de balancín; estaba cubierto de polvo y mi imagen parecía estar detrás de una débil niebla. Pasé mi mano derecha sobre la sucia superficie dibujando un círculo a la altura de mi rostro. Lo recuerdo tranquilo y aliviado.

Deambulé por aquel espacio sin dueño que ya no me intimidaba pero en el que intuía poder descubrir misterios sin explorar. No me equivoqué, al abrir otro de los baúles encontré un mundo de tesoros hasta entonces sólo imaginarios. Ante mis ojos se presentaron soldados de plomo, una caja que contenía un tren con sus vías, muñecas con tirabuzones ajados por los años que desdeñé casi de inmediato, cuadernos repletos de cromos sobre la vida de don Quijote, del Cid Campeador, de los Diez Mandamientos, de Maravillas del mundo…, figuras de lo que debió en su día un belén con sus pastores e imágenes del portal la mayoría cercenadas por el uso y el paso de los años. Allí estaba la infancia de mis padres y también de mis abuelos, cómo justificar sino aquel sable de empuñadura dorada que debió pertenecer al padre de mi madre que fue militar de la República y del que tanto habíamos oído hablar en las tertulias que mis padres tenían todos los domingos con sus hermanos, hermanas y demás miembros de la familia. Una bicicleta vieja, oxidada y olvidada a la que desde aquel mismo instante opté por sacar del olvido y devolverle la vida y hacerla mi compañera. Recuerdo un balón de fútbol aniquilado por el pateo y que en lugar de válvula tenía un trenzado de cordón por donde se hinchaba. Todo ello hubiera seguido durmiendo si yo no lo hubiese rescato de su letargo.

Aquel verano, en aquella casa del pueblo de mis abuelos, no hubo tarde a las horas en el que el silencio de la siesta se hacía patente, que no subiese aquellas carcomidas escaleras sin hacer el menor ruido, puesto que suponía que mis padres o la abuela me reñirían por descubrir sus tesoros ocultos.

Una vez allí, en los que consideraba mis nuevos dominios, me enzarzaba en batallas sin cuartel, colocando en filas a aquellos soldados de plomo, blandiendo el sable y arengando a mis tropas contra el enemigo imaginario.

Todos los niños son felices en cualquier parte del mundo, independientemente de la situación que les haya tocado vivir. Sólo el hambre y las enfermedades les entristecen por desgracia. Pero allí donde exista un crío nacerá un juguete envuelto en caja de cartón con la que construir un camión; un simple palo hará de espada o un montón de trapos cosidos tendrán el efecto del mejor balón que pueda existir. Su imaginación y sus ganas de vivir no tienen límites.

Por eso creo que todos los niños debieran de tener un desván.

4 comentarios:

  1. totalmenet de acuerdo. Y si no desvan, si al menos un lugar donde disfrutar de los recuerdos que deja el paso del tiempo. Muy bueno Rafa, me ha gustado mucho porque he tenido la suerte de curiosear en varios desvanes y la sensación es tal como la cuentas.
    Un abrazo

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  2. Hola Fernando: además esa palabra, desván, por sí sola parece que determina todos aquellos recuerdos que vamos almacenando en la memoria. Me alegra que te haya gustado y gracias por tus muestras de apoyo. Un abrazo

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  3. Totalmente de acuerdo. Ahora se llaman trasteros y no es lo mismo. No hay más que trastos. Pero tener un desván es disfrutar de los sueños, de lo prohibido, de tesoros ocultos que despietan la imaginación.
    Me has traído el recuerdo las pelis de Pipi Calzas Largas.
    Yo descubrí una cabaña abandonada de pequeña más allá de los mares y aún recuerdo cómo disfruté de todo lo que alli había.
    Un abrazo, me encantó compartir desván contigo porque nunca tuve uno.

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  4. Hola Katy: sí, especialmente de lo prohibido; fíjate que creo que ya de mayores sigue siendo una palabra que nos atrae con fuerza. Gracias por seguir al pie del cañón. Espero te vayas recuperando de tu rodilla. Un abrazo

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