Ellas ya eran así antes de esta crisis que nos azota, y que parece quedarse a vivir entre nosotros, hubiera llegado. A una de ellas, la más anciana, la vi deambular desde siempre por los alrededores de la casa de mis padres. Era alta, tenía esa delgadez que da el comer poco, a mí me recordaba a aquellas mujeres que empezaban a aparecer en las revistas de moda, en aquellos años en que las publicaciones en blanco y negro comenzaban a hacerse en color, en tonalidades que poco a poco iba desvaneciendo el tiempo. Iba siempre muy arreglada: el pelo de crin, largo y ensortijado le caía por la espalda cubriendo el vestido indefectiblemente negro. Recuerdo sus labios pintados de color rojo lujurioso y los ojos maquillados con destreza entre azules y morados que le daban un aire de estrella de cine, como aquellas que aparecían en las grandes carteleras de Callao o de la Gran Vía, sólo que aquella mujer vivía en el barrio de los chamarileros: era la puta fina del barrio. Sigue allí; la veo de lejos caminando por la acera. Ahora viste un rallado y sucio traje chaqueta de color gris. La reconozco por su marcada esbeltez y la arrogancia en el caminar que parece no haber perdido. Su pelo, aquel pelo que maltraía a cuantos se acercaban a ella, se ha convertido en una maraña indescifrable de color ceniza. Lo lleva recogido en un moño que más parece una madeja de lana. Decrépita, pero con aquella arrogancia suya, deambula por las mismas calles que entonces solicitando una ayuda con la mano extendida y la mirada perdida. A veces se sienta en los bancos de la estación de autobuses, cercana a la antigua plaza de los chamarileros, y parece querer fijarse en cuantos viajeros llegan o se van. Pero es sólo apariencia; quizás piense en su juventud, cuando iba a recibir a sus clientes a ese mismo lugar.
Baja y regordeta, con su pantalón azul y su camiseta y chaqueta de color indescifrable, se aposenta en cualquiera de los bancos de la plaza. Su tez morena propiciada por vivir siempre en la calle, la hace parecer extranjera. Vive con sus pertenencias a cuestas, una mochila y un saco de dormir. La mayor parte del día lo pasa allí, mendigando tabaco y conversación. La gente la rehúye sin duda por su olor acre a sudor y vino malo. Dormita largas horas del día sobre un banco de madera: el sol y un paquete de vino suelen ser sus compañeros. Aún es joven, pero parece haber renunciado a su vida.
Tan cercanas vagan por aquellas calles próximas sin juntarse, sin aparentar conocerse, pero cuando llega la noche se las ha visto refugiarse en algún portal o extender cartones bajo la marquesina de la estación y dormir acurrucadas, dándose ese calor humano que la vida les ha negado.
Hola rafa:
ResponderEliminarMagnífico. Lo que nos traes hoy es una de esas historias tan reales como cotidianas. Lo has descrito estupendamente, el "éxito" y el fracaso, el abandono. MUy pero que muy bien.
Un abrazo
Hola Fernando: a veces recuerdas a la gente cuando la ves de nuevo después de muchos años, lógicamente cambiada, transformada, y te preguntas cómo nos verán ellas a nosotros. Me alegro que te haya gustado. Un abrazo
ResponderEliminarEstupenda descripción del paso del tiempo, de la juventud perdida. Con esa descripción no extraña que entre pena y tristeza por su situción. Sigen ambas haciendo la calle pero ahora viviendo de la caridad.
ResponderEliminarUna pena siempre envejecer, pero no tener donde reclinar la cabeza más.
Un abrazo
Hola Katy: así es, cuando las veo, lo cual sucede a menudo, me dan pena, pero no es más que otra realidad de la vida. Un abrazo
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