Eduardo quería dar una sorpresa a su mujer, a su esposa como bien solía decir. Acababan de cumplir veinticinco años de casados y deseaba llevarle a aquellos lugares que habían visitado durante su ya lejana luna de miel; y por qué no, tratar de hacer las mismas cosas que en aquellos días, aunque algunas de esas actividades le empezaran a resultar, según las iba rumiando, demasiado osadas. Pero quién sabe, solía decirse, quién sabe…
No estaban atravesando una buena racha en su relación. Eduardo reconocía que quizás él fuera más culpable, aunque la duda siempre aleteaba por su cabeza. Tal y como fuese al aproximarse la fecha del aniversario deseaba, de buena fe, invertir aquella situación. Amaba a su esposa y se sabía correspondido, pero empezaban a pesar más algunas circunstancias que habían rodeado su matrimonio en aquellos años, sobre todo en los dos últimos. La falta de hijos, se decía, podía ser uno de los motivos, pero pensaba que aquellos hijos deseados y que nunca llegaron, tampoco estuvieron los primeros veinte años y nada parecía haber sucedido. El enfriamiento fue más tardío, aunque se viniese venir. Abulia, desinterés, aburrimiento…La vida, por otro lado, no les había enseñado su cara más amable, pero tampoco les había maltratado; cierto es que ni Eduardo, ni su esposa Ángeles, habían conseguido alcanzar brillantez en sus profesiones, pero lo habían llevado con cierta dignidad, y hasta hubo momentos en los que se rieron de lo poco y mal que habían sabido venderse en su trabajo; eso que ahora se llevaba tanto entre los jóvenes. Aquellos años pasaron y con ellos se fueron algunas de sus ilusiones: una pequeña casa en el campo, aquel coche que él nunca pudo comprarse, el crucero por el mediterráneo soñado por ella, y un largo etcétera de sueños rotos. ¡Dichoso dinero!, solía exclamar Eduardo con mayor frustración que remordimiento.
El día que se cumplía su aniversario Eduardo y Ángeles se pusieron en viaje. Voy a llevarte al Parador Nacional que estuvimos en nuestra noche de bodas. He alquilado la misma habitación. ¿Qué te parece? Muy romántico, contesto ella. Muy romántico y caro, ya verás lo que ha subido de precio desde entonces. Mujer que un día es un día, además me hace ilusión recordar…Recordar siempre es bueno cariño, pero de vez en cuando podías “acordarte” de lo que a veces te digo. Ya…pero, un día es un día, ¿no? Qué sí, un día es un día y seis media docena. No seas niña, Ángeles, verás que bien lo pasamos. Si tú lo dices.
Así, en animada charla llegaron al Parador Nacional. Entraron hasta el vestíbulo y fueron a buscar sus reservas. Mientras les atendían se quedaron sorprendidos viendo aquel espacio que les resultó tan familiar; nada parecía haber cambiado de lugar: los bargueños que siempre le gustaron tanto a la mujer, las escenas de caza colgadas en las paredes, debilidad del marido, aquellos guerreros en sus armaduras de hierro y hasta las cantareras parecían estar tal y como las recordaban. Un gran arco de piedra sujetaba el techo de forma abovedada, dividiendo en altura la espléndida estancia.
Eduardo si algo amaba, con sinceridad, era la fotografía. Sacó la Nikón auto-réflex y se dispuso a fotografiar la estancia, en ese momento armoniosa de luz cenital pues en el exterior del edificio había ya oscurecido. Comprobó de un vistazo que la luminosidad era insuficiente para hacer una fotografía sin flash. Sacó el trípode que siempre llevaba e instaló la cámara sobre el soporte. Se le ocurrió una idea para embellecer más la fotografía. Ángeles, cariño, te importaría colocarte allí en el centro. Ya empiezas con tus fotos, ¿dónde has dicho? Allí en el centro. No mejor, recapacitó: si no te cuesta mucho puedes cruzar por delante de la cámara, despacito. La idea era que como tenía que abrir mucho el obturador de la cámara y hacerlo a una velocidad lenta para que entrase toda la luz del vestíbulo, Ángeles apareciese cruzando difusamente la escena, como en una nebulosa, vamos. La fotografía, se dijo, puede salir magnífica. ¡Qué pasee como si esto fuera una pasarela! Anda, cariño, que sólo es un momento, ya verás que guapa sales (toda borrosa-sonrió para adentro-). Dicho y hecho la cámara sonó con un cll..iik muy largo, mientras la dama se daba aires de grandeza.
Los días que siguieron a esta escena no fueron muy satisfactorios para ninguno de los dos cónyuges, y su vida regresó a la rutina una vez terminada aquella experiencia de reconciliación.
Al poco de regresar a su casa, Eduardo llevó a revelar el carrete de fotos que había hecho durante aquellas aciagas vacaciones, y comprobó sorprendido que aunque la foto que recordaba haber hecho en el vestíbulo estaba espléndidamente en cuanto a la dificultad que entrañaba la escasa luz, su esposa, mejor dicho la estela de su esposa no aparecía por ningún lado. La instantánea era muy buena pero Ángeles parecía no haber pasado por allí. Lo comprobó con una lupa, observando los negativos por ver si había hecho más de una foto. Nada. El empleado de la tienda no supo darle explicación alguna. Eduardo sabía que por muy lenta que hubiera tomado la exposición su esposa tenía que estar forzosamente allí. Intuyó, después de darlo muchas vueltas que Ángeles había huido de su lado aquel mismo día.
P.D. Sin que tenga nada que ver con el relato, la foto que encabeza el mismo, la hice en el Parador Nacional de Santo Domingo, con una cámara analógica, y juro que mi mujer cruzó por delante del mismo.
Además de la estupenda foto, narración y ambientación, has sabido darle aire de misterio.
ResponderEliminarEduardo me ha recordado a mi, siempre a cuestas con la cámara. Si tu esposa cruzó, quiere decir que es eterea o la luz te jugó una mala pasada:)
De haber salido no habrías ideado este magnífico relato:)
Un abrazo
Hola Katy:
ResponderEliminarAsí es, de haber salido ni se me hubiera ocurrido.
Gracias y un abrazo