Nieva. Hacía tiempo que la esperaba. Se le alegra la cara nada más ver caer los copos, al principio pequeños, cristalizados –es cuando hace más frío-, luego se vuelven grandes, regordetes, juegan con el viento o acaso sea el viento quien juega con ellos. Le gusta verlos así, divertidos, alegres, saltando de espacio en espacio, chocando unos con otros. Sale a la calle; busca pasear bajo la nieve.
El escritor está más acostumbrado a escribir que a hablar. En las tertulias siempre hay alguien que le supera: bien porque tiene más facilidad para la elocuencia o simplemente porque habla más alto o más deprisa. El escritor se protege en el papel en blanco para expresar lo que piensa; nadie, aquí en su terreno, le interrumpe. Piensa que lo que tiene en la cabeza no pueden robárselo nunca.
Sigue andando sobre la nieve. Ese ruido único del crujir de la nieve. Ese quejido que llega a sus oídos le hace feliz. Qué distinto sería todo si el ser humano se contentase con lo que le brinda la naturaleza. Por qué somos tan raros. El silencio le envuelve, ese silencio que es el mejor de los sonidos, y la imaginación o el pensamiento se le desbocan y le da por pensar en su país, en su gente.
Cuando la muerte llegue, quiere morir así: en paz, en silencio. Le surge una palabra: eutanasia. Le sobrecoge, sí, pero al mismo tiempo le alivia. Entiende el problema de conciencia que plantea, pero él es partidario.
Sigue caminando con la mirada fija y blanca y piensa. Otra palabra cruda cruza por su mente: aborto. No es partidario. Quizás su educación; seguro que es como le han y como se ha ido educando. Pero sí es partidario de una legislación al respecto. Lo mismo que él piensa, también reconoce que no es quién para ponerse en la situación de los demás: es su vida, la de ellos.
Son los niños quien le llevan a sonreír. Los encuentra tan audaces, tan llenos de vida. A él le toco vivir su infancia separado del otro sexo. No cree en los colegios en que se imparten clases a niños o a niñas. Juntos desde el principio: subvenciones fuera para aquellos colegios que separen a chicos y chicas. Cree que es lo que debe hacer el país.
El aire es frío y puro, se mete en los pulmones llenos de vida. El vaho sale por su boca y recuerda una de las últimas leyes aprobadas: esa que prohíbe fumar en numerosos lugares. No es partidario de que se llegue a los extremos alcanzados. El escritor jamás fumó pero cree que a los fumadores se les está estigmatizando; se les empieza a ver como a desechos de la sociedad. No cree que sea para tanto. El tiempo “ese soberano señor que quita y pone razones” lo dirá, pero piensa que es peligroso prohibir. Está más con la educación de la gente. Seguro que fumar un buen habano después de una buena comida en un buen restaurante debe de ser un placer.
Hay poca gente paseando por el lugar que transita. Los mayores no han acudido a luchar contra el colesterol esta tarde invernal, y su pensamiento es ahora para los pensionistas y el acuerdo alcanzado entre gobierno y agentes sociales. Lo ve positivo, necesario y triste. Siempre pensó que la única forma de atajar el problema era hablando y llegando a acuerdos, pero al mismo tiempo le entristece que hayan de ser los mismos los que tiren de este carro. Por eso le vienen a la cabeza aquellos versos que Quevedo dirigió al Rey Felipe IV quejándose de la política tributaria de su valido el conde-duque de Olivares: “En Navarra y Aragón/no hay quien tribute un real;/Cataluña y Portugal/son de la misma opinión;/sólo Castilla y León/y el noble pueblo andaluz/llevan a cuestas la cruz,/Católica Majestad/ten de nosotros piedad/pues te sirven los otros/así como nosotros”. Pues eso que debiera haber más igualdad de trato.
La nieve sigue cayendo, ahora más copiosamente. El escritor comienza el camino de regreso, es hora de volver antes de que caiga la noche; una hora le costará la vuelta. Se había quedado en cómo hacen las cosas los padres de la patria. No entiende el porqué la gente tiene cierta aptitud favorable hacia aquellos que son condenados por corrupción o aunque los procesos se dilaten, el sentir general es de qué a nadie le puede tocar la lotería nueve veces el mismo año para justificar lo injustificable. Sin embargo son votados y cada vez por más mayoría. Este país no puede estar sano. Lo cree a pies juntillas; sólo así se puede entender que el posiblemente mejor comunicador de este país esté en el paro.
El parque que le lleva a casa está cubierto, en una zona amplia, por vasos y botellas de plástico y cristal, restos de comida, basura y más basura. La batalla del botellón de nuestros jóvenes de todas las semanas haga frío o calor. Alcoholismo surge en su mente. Para cuándo más vigilancia en estas zonas. Cree que es un mal el que acecha a nuestra juventud que hay que erradicar. Piensa que posiblemente la mayoría hubiéramos caído en este tremendo error de juventud, pero cree que la autoridad si para algo debe de servir es para atajar estos males, empezando por la autoridad familiar. Quizás el fracaso escolar vaya ligado a este tipo de actitudes.
Sale del parque ya cerca de casa y se para a contemplar la cartelera de las seis salas de cine próximas a su domicilio. A su cabeza acude la Ley Sinde aprobada a regañadientes los últimos días. Sobre el particular algo debe hacerse. No es partidario de ella tal y como ha salido, metida a empujones y sin contemplar todas las partes del problema. Cree en el derecho de los creadores y también en el de los que se bajan música, películas, libros… ¡Pero hombre, si están ahí, a su alcance, cómo no lo van a bajar! ¡Alguna forma habrá de regularlo, dice! Una pista: bajar el precio de estos productos seguro que haría disminuir el llamado pirateo.
El escritor llega a su casa empapado de salud y felicidad y seguramente equivocado en alguna de las cosas en las que ha pensado.