Desde el lugar en el que se encontraba sólo se escuchaban unos tacones al fondo del pasillo que chocaban contra el suelo de mármol del tanatorio de la M-30. Grupos de familiares, de amigos de Marisa, la joven fallecida en accidente de circulación, hablaban en voz baja, inaudible para quien no se encontrara en aquellos grupos que se habían ido formando a lo largo de la tarde. Las cabezas de aquellas personas se inclinaban hacia el suelo con una mirada inmisericorde; nadie parecía querer aceptar aquella muerte estúpida. A todos les había cogido de sorpresa. La muerte siempre llega de forma insospechada, pero bien parecía haberse cebado con aquella mujer en el mejor momento de su vida.
Los padres y los dos hermanos de Marisa parecían ausentes, como si no fuera con ellos aquel ritual, porque de un ritual se trataba, al menos eso era lo que pensaba él, Juan.
Carlos, el padre de la fallecida, levantó la cabeza y quizás por casualidad dirigió su mirada perdida hacia donde se encontraba Juan. Sus ojos se quedaron fijos en los del hombre. Juan no sintió desprecio alguno en el rostro envejecido de Carlos.
A primera hora de aquella misma tarde y a escasas horas del accidente que había costado la vida a su hija mientras trabajaba para el bufete de abogados en el que había ingresado unos meses antes, Carlos y su mujer, Paloma, habían firmado el consentimiento en la unidad de trasplantes, para que los órganos de su hija fueran donados a pacientes que los esperaban en diversos hospitales de la capital. La conformidad fue dolorosa, pero así lo había autorizado su hija tiempo atrás.
Dos años antes Marisa, al poco de licenciarse en Derecho Penal, se había presentado a una entrevista en el despacho de Juan, abogado y jefe de personal del bufete en el que acabaría encontrando trabajo aquella chica de currículum envidiable y poseedora de unos ojos como Juan nunca había conocido. Juan nunca supo si eligió a aquella muchacha de sonrisa limpia, por su carta de presentación o por aquellos ojos verdes, transparentes, de los que se quedó prendado para siempre. Tanto era el placer que encontraba en mirarlos que sentía como el rubor se aposentaba en sus mejillas cada vez que tenía que dirigirse a Marisa para pedirle algún trabajo. No lo podía evitar, bajaba la vista siempre que miraba aquel verde infinito en el que parecía querer adentrarse. La mujer al principio parecía sorprendida ante la actitud de Juan, pero poco a poco fue dándose cuenta de que aquel hombre sentía por ella algo profundo y que no podía evitar. Juan nunca tuvo una insinuación, una mala palabra, una broma fuera de contexto… Él era consciente de la diferencia de edad, más de veinte años, por no hablar de su matrimonio, de sus dos hijos…Pero Marisa, los ojos de Marisa estaban ahí día tras día.
Marisa rechazó a Juan el día que éste se atrevió a dar el primer paso. Juan no dejó de mirar los intensos ojos verdes de la mujer; quizás el sentirse rechazado obró el milagro de lograr poseer cuando menos aquellos ojos.
Y ahora Marisa había muerto.
El azar, ese soberano señor que se aposenta donde quiere y con quien quiere, hizo que Juan se enterara en el tanatorio el porqué a Marisa no se la podía ver dentro del féretro expuesto en la sala. La familia había atendido la voluntad de la mujer y había donado sus ojos, aquellos ojos.
Juan estuvo varios días pensando en una idea que no dejaba de rondar en su cabeza. Se preguntaba si realmente él se había enamorado de Marisa o sólo de sus ojos. Llegó a la conclusión de que fueron aquellos ojos los que le habían maniatado, por los que había estado a punto de abandonar a su familia, de cambiar su vida. Recordó el rechazo de Marisa. Fue ella quien le rechazó, no su mirada.
La unidad de trasplantes solo podía dar la identidad de las personas que habían recibido una donación de órganos a la familia de los donantes, salvo que la fallecida hubiese indicado lo contrario. No era este el caso pero Juan no era familiar directo de Marisa, por lo que su solicitud fue rechazada de inmediato. Juan no se desanimó pues ya esperaba esta respuesta. Buscó en su memoria por ver si tenía algún conocido médico en aquel hospital que pudiera ayudarle, pero no lo encontró. Él era abogado y sabía que no era lícito lo que iba a hacer, pero por otro lado pensó que el dinero que iba a ofrecer a alguna enfermera de la planta de trasplantes para que le indicase la persona que había recibido los ojos que perseguía, tampoco constituía ninguna inmoralidad. Encontró a la persona adecuada; al principio fue reticente a desvelar al paciente transplantado. Si algo tenía Juan era poder de persuasión: su trabajo diario le ayudó en aquellos momentos. Había tres personas en la planta que habían recibido una donación de ojos el día del accidente de Marisa, pero ella ignoraba a quién le habían correspondido los de aquella mujer. No importa –le dijo Juan- en cuantos los vea los reconoceré.
Recorrió la planta de trasplantados, habitación por habitación.
Leyó el nombre de la mujer en la cabecera de la cama donde reposaba. Le miró a los ojos y le dijo:
-Hola, Carmen, soy Juan.
Los verdes ojos de Carmen parecieron reconocerle.
Por favor Rafa, que historia más conmovedora como inquietante. Me ha encantado el relato, la trama , la intensidad y la sorpendente historia final, totalmente inesperada. Me ha venido a la cabeza la canción de los Panchos de "Aquellos ojos verdes..."
ResponderEliminarY si me permites un pregunta indiscreta mi intuición me dice que esos ojos de la foto son las de tu hija ¿ verdad?
No te veas obliga a responder por supuesto.
Un abrazo y te felicito por el relato.
Hola Katy:
ResponderEliminar¡Pero que maja eres! Me ha alegrado mucho tu comentario, pues dudaba de la aceptación de esta pequeña historia que se me ocurrió hace unos pocos días; mientras conducía hablaban en la radio de que era el día del donante de órganos y que España figuraba en primer lugar mundial en donaciones(lo cual es una satisfacción)
Sí, los ojos son de mi hija. Buena intuición la tuya.
Un abrazo
Hola rafa:
ResponderEliminarBuen relato, muy bien trabado y con sorprendente final. y magnífico homenaje a todos aquellos que donan órganos.
Susana, tan guapa como siempre.
Un abrazo
Hola Fernando:
ResponderEliminarLa verdad es que esas personas son envidiables. Todos debiéramos de hacerlo, pero quizás sólo nos preocupa en momentos puntuales como cuando lo escuchas o conoces algún caso cercano. Me alegra que te haya gustado. Un abrazo
Que bueno,papá.Enhorabuena. Aunque no estoy de acuerdo con Katy y Fernando, el relato se merece un final más sorprendente aún. Te recomiendo la pelicula "SIETE ALMAS". Tiene mucho que ver con tu relato.
ResponderEliminarGracias Fer, tu tan encantador como siempre.
Mil Besos.
Hola ojito:
ResponderEliminarTú por aquí, cuanto tiempo. La película que citas me suena pero no creo haberla visto. Me alegra que te haya gustado el relato. A ver cuando estrenáis y nos vemos que ya tenemos ganas tu mami y yo. Un beso cariño.