jueves, 2 de julio de 2009

En el refugio de los sueños: A quien madruga...

Antonio se levantó temprano aquel día. Después de casi treinta y cinco años de trabajo, la jubilación, por fin, había llamado a su puerta; más bien podría decirse que le habían pre-jubilado por medidas económicas de la empresa. Antes de tiempo -pensaba-, pero asumió sin el menor atisbo de queja su nueva situación. Económicamente no había quedado descontento y consideraba hallarse, aún, en buenas condiciones físicas para disfrutar de su nueva vida.
En los meses pasados había ido estructurando un plan para cuando llegase el momento. Tomaría el día a día sin premura, pero sin dilación; su tiempo -consideraba- era ahora de cerezas. De esta forma había decidido comenzar el día a la misma hora que cuando trabajaba.
Desayunó ligeramente y se metió bajo la ducha. El agua tibia fue deshaciendo su somnolencia, y mientras corría por su cuerpo, pensó en qué invertiría sus primeras horas de vacaciones; aún no había arraigado del todo en él su nueva situación. Pensó en dejar crecer su barba. Siempre lo había deseado, pero de alguna manera su trabajo lo había impedido. Convencido de ello no pasó por el espejo, empavonado por el vapor del agua de la ducha. Peinarse hacía años que no constituía un problema. Una vez acicalado decidió bajar las escaleras, de los nueve pisos que le separaban de la calle, andando. Este pequeño esfuerzo le permitiría ejercitarse un poco.
Al llegar al rellano del portal saludó al empleado de la finca, que se hallaba acondicionando la portería, y no recibió respuesta por parte de Benito, siempre atento y servicial.
Mal despertar tiene hoy Beni, quizás la chillona de su mujer -se dijo Antonio.
Antes de salir a la calle y al cruzar el vestíbulo sintió una sensación extraña que no pudo precisar, pero que no distrajo su atención hacia las primeras luces del día. El otoño, ya avanzado, perfilaba oscuras sombras entre los viandantes que caminaban con rapidez hacia sus lugares de trabajo.
Al doblar la esquina estuvo a punto de chocar con una mujer joven. Logró esquivar su cuerpo en un movimiento intuitivo de defensa. La miró con ligereza al cruzarse, fue un frágil instante.
¡Qué prisas! -comentó para sí-, y cayó en la cuenta que su proceder días atrás era idéntico al de la muchacha. ¡Las prisas, siempre las prisas!
Continuó su caminar por la ciudad. Le resultó casi desconocida a aquellas horas. Escaparates sin luz, teindas cerradas. La escasa gente en aquellas horas buscaba su destino en sus lugares de trabajo sin reparar en él.
Caminaba sin rumbo. Volvió a sentir la misma sensación extraña que en el vestíbulo de su domicilio. Siguió caminando.
Le gustaba el aire que respiraba; le sabía mejor. Estaba encontrando, sin pretenderlo, nuevas sensaciones. Percibía nuevas formas. Olía la humendad de las aceras mojadas; el frío ambiental que otras veces le hería el rostro, ahora le resultaba agradable.
Dobló por la alameda. Los plátanos aún mantenían sus hojas, mientras que en el resto del arbolado se iba aposentando el otoño. El suelo se hallaba abrigado por un manto de hojas que embellecían el parque, al que las primeras luces estaba vistiendo de mañana.
Las personas que se cruzabana su paso no se fijaban en él. A Antonio ya no le importaba, estaba absorto en la contemplación de su nueva ciudad.
Al final de la alameda dobló hacia su derecha y se dirijió hacia la Plaza Mayor. Deambuló por los soportales, y aquella sensación extraña, que le había asaltado en un par de ocasiones le sorprendió de nuevo. Al cruzar frente a unos grandes almacenes no vio su imagen reflejada en las lunas de los escaparates. Su falta de percepción fue fugaz, pero real. Dejó de caminar y buscó el reflejo de su cuerpo. No lo encontró. Se le heló la sangre. Cambió de posición y el espejo le devolvió su incertidumbre. No comprendía, no podía entender. ¿Qué sucedía?¿Era una pesadilla?
Poco a poco recapacitó: el espejo del baño, Benito, el vestíbulo del portal de su vivienda, la muchacha con la que casi tropieza, la gente..., y ahora su reflejo. ¡No existía!¡Había muerto!
Abrió los ojos. El sudor de su piel empapaba el cuello del pijama y la almohada. Se incorporó sentándose en la cama. Todo había sido un sueño. El despertador sonó justo en aquel momento, sobresaltando, más de lo que estaba, a Antonio. Su esposa le dio los buenos días mientras se levantaba de la cama y encendía la lámpara de la mesilla. Aquella era la realidad, aún pasarían años antes de que a Antonio le correspondiese la jubilación. Entristecido, pero sosegado, se puso las zapatillas y se dirigió al cuarto de baño.

2 comentarios:

  1. Buenísima historia Rafa que cuenta más de lo que está escrito. Muchas veces se sueñan las dos situaciones. No tener que trabajar y querer trabajar.
    Un abrazo

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  2. Gracias por compartir, día a día, un trocito de mi vida. Un abrazo.

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