Finalizaba febrero y en estos últimos días del mes se celebraba el baile tradicional del carnaval en el Círculo de la Unión Agraria. En aquella pequeña población donde residían Amparo y Arsenio pocos días había a lo largo del año para disfrutar, todo lo más los dos o tres días de fiestas patronales, pero éstas eran en verano y la juventud se apoderaba de ellas; la gente algo mayor se conformaba con ver a los chicos y chicas divertirse. Pero el carnaval era otra cosa: la juventud pasaba del baile en el Círculo.
Amparo abrió la maleta donde guardaban los disfraces: año tras año venían utilizando los mismos, tan sólo alguna variación sobre el pelo de ella: una flor, un pequeño detalle… Arsenio y su Arlequín no necesitaban retoques; lo malo es que arlequines había varios en el pueblo, pero no les importaba: el caso era pasar un buen rato bailando. En cuanto al disfraz de ella tampoco se diferenciaba demasiado de los del resto de las otras mujeres: faldas, escotes, collares de perlas, rostros pintados y cubiertos con máscaras…, en fin lo que es un baile de disfraces de una localidad con costumbres arraigadas.
Arsenio se estaba colocando su disfraz, que según decía debía de haber encogido pues cada año le venía más estrecho, cuando Amparo se acercó a él con muestras de encontrarse mal. Tengo un enorme dolor de cabeza y el estómago parece querer venir a mi boca, me da vueltas – le dijo-. No voy a poder ir al baile, con la ilusión que me hacía; voy a echarme un rato a ver si se me pasa, pero tú acaba de vestirte. Pero…- comentó él mirando a su esposa-. No importa Arsenio, tú arréglate y diviértete, no vas a quedarte en casa; no te preocupes que no es nada, ya se me pasará.
Se pintó la cara y se colocó la careta de Arlequín y el sombrero picudo. Se ajustó las mallas con aquellos rombos multicolores y la blusa a juego y salió hacia el casino. Iría en taxi: tan poco era forma de ir así vestido por las calles de esa guisa, aunque en el trayecto pudo comprobar que algunas personas, arlequines en particular, sí lo hacían. El baile estaba animado y la gente, merced al disfraz, al antifaz, a la máscara se mostraba más accesible, más cercana, más abierta. Así lo pudo comprobar nuestro buen Arsenio cuando no encontró dificultad alguna, él que era de carácter apocado, para bailar una y otra vez con cuantas damas solicitó con una inclinación y un ademán arlequinesco. Se estaba divirtiendo de veras y bebiendo cóctel tras cóctel: ¡Pagaba el casino!
A media noche Amparo había mejorado de sus molestias estomacales hasta tal punto que decidió ponerse el disfraz de “marquesa” como ella decía, con su careta veneciana que por cierto le había comprado su hermana en la ciudad italiana las últimas navidades, y se dirigió con paso firme hacia el Círculo de la Unión Agraria.
El baile estaba en su apogeo, hombres y mujeres danzaban de forma desinhibida. Brillaban las copas bajo las altas lámparas de cristales en el amplio salón. Amparo estaba bajando las escaleras que daban al entarimado de la pista cuando un apuesto Arlequín se le acercó, portando dos copas en la mano. ¿Me concede el próximo baile señorita? Señora, si lo le importa. No me importa en absoluto, mejor, hasta lo deseo; estoy más acostumbrado –dijo el hombre haciendo una enorme y grotesca, pero graciosa en aquel ambiente, reverencia-. Tomemos una copa primero “madame”, para irnos conociendo – y alargó una de las copas a la recién llegada-. Un Arlequín debería haber dicho “madona” (o eso creo –añadió para sí-) en lugar de “madame”. Tiene usted razón pero esta noche es especial, están permitidos todos los errores.
Bailaron hasta casi desfallecer, y entre pieza y pieza tomaron demasiados cócteles. En algún momento debió de sonar la música más lentamente y los dos bailarines fueron tomando confianza, se fueron acercando y arriesgando confidencias. Los brazos del “Arlequín” se apoyaron con cierta temeridad en la cintura de la misteriosa “Marquesa” y los brazos de ella se cerraron tras la nuca de él; y así al compás de la música se dejaron llevar y fueron pasando los valses, las polkas… La cabeza de ella sobre el hombro de él. A veces mejilla contra mejilla y solo el deseo de las bocas quedaba roto por la incertidumbre de las máscaras. Necesito tomar un poco el aire –dijo ella- demasiado champán me parece que he bebido. Salgamos al parque –dijo él, tomando del brazo a la mujer-. Ella se dejó llevar, como en el baile. Podríamos ir a mi casa a tomar la última copa–dijo él con atrevimiento mientras salían al exterior del Círculo-, si mi mujer no estuviera. O, a la mía – mi esposo no está-, claro que puede llegar. Y, ¿si buscamos un hotel? –propuso él, mientras se iban acercando a un taxi-. Amparo siguió dejándose llevar; su máscara la protegía. También a él y a las docenas de arlequines presentes en el baile.
No enciendas la luz, por favor, me da demasiada vergüenza –expresó ella con nerviosismo-. Como quieras, tus deseos son órdenes para mí –dijo él mientras se entretenía en una nueva reverencia burlesca-. Se desnudaron entre pequeñas risas. Como si fuera la primera vez. Hicieron el amor sin fisuras, recorriendo sus cuerpos sin dejar un solo hueco sin explorar, sin premura pero sin dilación. Fatigados, pero dichosos, volvieron a ponerse sus trajes, sus máscaras, volvieron a ocultarse quizás para siempre. Ella, al salir del hotel, tomó a pie el camino de su casa. Él se entretuvo en ver como se alejaba. En la figura de aquella mujer había algo que le recordaba a alguien, sin saber muy bien a quién.