Hoy me han entrado ganas de escribir sobre el amor, quizás sea el día éste que nos han señalado los comerciantes para estar enamorados. Quizás.
No me refiero al amor aquél en el que las hormonas rebullían en nuestra sangre que parecían irse a salir por todos los poros de nuestra piel. Ni a aquel primer beso de aquella chica que perseguíamos por el parque con la mirada; aquel beso que nos supo a manzanas verdes e hizo que el sonrojo nos subiese hasta la cabeza, y con él la sangre que fue abandonando sus lugares de costumbre dejándonos los pies y las manos heladas, mientras duraron aquellos segundos sin duda maravillosos.
Tampoco me refiero al enamoramiento con tu chica de siempre, a la que cedías el paso a la entrada del cine y le comprabas palomitas en el entonces llamado “ambigú”, buscando conseguir con el alago los besos de la oscuridad obviando lo que acontecía en la pantalla. O a lo que llegaría poco después, cuando ya la conciencia de hacernos mayores nos llevó a intentar una vida en común, formar un hogar, una familia… en fin.
Claro que fue amor, qué duda cabe. Pero era un amor cercano al egoísmo que buscaba: la diversión, el placer… No amábamos de verdad. No era auténtico amor. Poco dábamos a cambio.
No, me refiero al amor del que cede, más que el del que da. Con el paso de los años sólo mantiene el amor de los demás el que ha sabido ceder. El que da lo hace porque le sobra. El que cede, sin embargo, se queda sin esa parte que otorga desinteresadamente, y ese es su valor.
Cuando pasan los años te das cuenta del valor del amor de la persona a la que amas en los más simples gestos. ¿Qué quieres para cenar, cariño? Me pongo en su lugar y pienso: ¿qué demonios me inventaría yo hoy para hacer de cena? Banal. No, tiene que ser difícil a lo largo de toda una vida complacer día tras día nuestros instintos más básicos; sólo el verdadero amor logra este hechizo. No creo que sea rutina, es más bien amor.
¿No es amor saber cuándo se acaba el bote de la lejía? Claro que es amor. Y amor es también llevar a casa un ramo de rosas sin que toque, sin que haya nada que celebrar, porque el verdadero cumpleaños del amor no cree en rutinas.
Esos dos cepillos de dientes son la metáfora del amor, llevan muchos, muchos años juntos.