José Luis, tambaleándose, logró abrir la puerta de la buhardilla. Al volverse para cerrar vio un sobre blanco en el suelo del oscuro pasillo. Incapaz de agacharse a recogerlo intentó golpearlo con su pie izquierdo, aquel que empleaba de niño para jugar al fútbol en el patio del colegio. Falló y tuvo que sujetarse en la puerta para no caer. Ya no eres el de antes –pensó en medio de su embriaguez-, “el Zocato” me llamaban, y ahora no acierto ni a un papel quieto -dijo mientras lo intentaba por segunda vez- Ahora sí, el sobre describió una pequeña parábola en el aire y cayó de nuevo. José Luis sonrió y dejando atrás su dicha fue a la pequeña sala que le servía de cocina y de dormitorio y se desplomó sobre la cama, sin quitarse el abrigo.
Manuel llevaba días intentando localizar, entre las revistas antiguas del colegio, la fotografía del curso “Quinto A”. Empezaba a preocuparse al no dar con ella, hasta que revisando las últimas que quedaban en la colección de recuerdos que siempre había guardado, apareció. Allí estaban todos los que buscaba, sus compañeros de los quince años: Andrés, Antonio, Fernando, Ignacio…, a algunos les fue nombrando por sus motes, sonreía mientras recordaba. Habían pasado veinticinco años desde aquella fotografía. Cuatro filas de chicos. La primera con diez o doce alumnos, los más altos de la clase entre los que se encontraba, sentados en el banco corrido y por detrás de ellos otras tres filas, los chicos de pie sobre pequeñas gradas; en la última fila los más bajos de la clase. Sonreía mientras pensaba que ahora empezaba el auténtico trabajo: dar con cada uno de aquellos cuarenta y dos compañeros. A algunos les veía a menudo por la ciudad, sería con los primeros que contactaría. Si lograba a través de aquellos pocos irse poniendo en relación con los demás la labor sería más fácil y sobre todo rápida. Trataba de reunirles a todos después de veinticinco años, y para ello qué mejor que una cena en un buen restaurante. Sólo necesitaba algo de tiempo, algunos de ellos seguro no vivían ya en su localidad y quizás, si lo preparaba bien, se animaran a venir.
Se despertó entre vómitos. Debía ser ya mediodía. Miró su reloj de pulsera pero el cristal estaba roto o quizás fuera su cabeza que no respondía: sus ojos parecían ver a través de una nebulosa azucarada. Se levantó de la cama al tercer intento, todo parecía girar a su alrededor. Se acercó al lavabo y metió directamente la cabeza debajo del grifo. El agua discurrió por debajo del cuello de su camisa, al erguirse penosamente, ocasionándole un voraz escalofrío al resbalar por su pecho y espalda. El frío líquido pareció reanimarlo por un instante, pero sus ojos no respondían y tuvo que sentarse, mejor sería decir dejarse caer, sobre el desastrado sofá. Intentó recordar, con la cabeza echada hacia atrás, lo sucedido la noche anterior y llegó a la conclusión de que sólo había sido una repetición de tantas otras. Unas pequeñas lágrimas se descolgaron de sus ojos, al principio creyó que era el agua que caía de sus cabellos mojados, pero antes de llevarse la mano derecha a los ojos ya sabía que era su conciencia la que lloraba.
La cita era en el restaurante “La Emparedada” a las ocho de la tarde. Manuel aguardaba desde poco antes a los comensales, a sus compañeros de colegio. Estaba nerviosamente alegre. Había preparado la reunión con ilusión o quizás con morbo, no ignoraba que después de tantos años los amigos de entonces habían dejado de serlo en su inmensa mayoría y que la vida de cada cual había transcurrido por derroteros diversos. Aún sin tener noticias, suponía que alguno podía haber fallecido. Fueron llegando con puntualidad; no todos habían respondido a su invitación, pero allí estaban: Fernando, Antonio, Ignacio, Felipe… Los saludos, en principio fríos, fueron reemplazados por risas cada vez más sinceras. Los aperitivos y las primeras copas iban situando las cosas en su lugar. Los cuarenta años que acababan de estrenar y libres, ya de los primeros complejos, hacían presagiar una noche cuando menos divertida. Manuel les iba señalando con el dedo, uno a uno, sin el menor sentido del pudor: Ignacio…médico ¿no? Antonio…Otorrinolaringólogo… ¡joder tío qué largo! Fernando… a este lo conocemos bien: empresario del año en nuestra provincia…rico, claro, pero que muy rico…Nada, nada, Fernando, luego te pagas unas rondas… Fernando sonreía, aunque no le hiciesen demasiada gracia aquellos comentarios, pero en fin estaban entre antiguos amigos, recordando. Y tú –pensó Fernando sin dejar de sonreír- gordo de mierda que te has puesto como un chino cebón. Manuel seguía con la copa alzada y la boca irónicamente placentera mientras decía para sí – hay Fernando, Fernando, si yo contase cómo has conseguido tantas cosas, quizás tu mujer, la hija del dueño de tu empresa, y tú Antonio, el otorrino, que tuviste que cambiar de facultad hasta tres veces para lograr terminar la carrera, el dinero de papá, claro- Manuel seguía sonriendo y alzando su copa hasta el siguiente rostro.
Llegaron los postres, el café, las copas. El humo del tabaco ascendía desde la mesa hasta el techo del restaurante. Se había creado una atmósfera de confidencialidad. Aquellos chicos, ya hombres, habían apartado sus actuales vidas y habían regresado al pasado… a veinticinco años atrás. Reían, ahora, sin ataduras; cada cual había llegado hasta allí por diferentes caminos partiendo desde el mismo lugar: aquellas enormes aulas del colegio y de aquel inmenso patio, centro de tantos juegos compartidos. Y recordando se les iba el tiempo y se iban vaciando las botellas y desapareciendo los paquetes de tabaco convertidos en humo ya irrespirable.
Todos giraron la vista hacia la puerta. El ruido había sido seco, estridente, sin motivo. La puerta de acceso al comedor se abrió con violencia, empujada por una fuerza sin control. Un hombre, joven aún pero gastado por la vida, entró en el comedor como un torbellino. Su indumentaria: una abrigo largo -excesivamente largo y ajado- dejaba ver una camisa amarilla adornada por una descolocada corbata que hacía tiempo había dejado de ser azul, los pantalones de color marrón cubrían por completo unas deportivas deterioradas por el uso. Iba peinado hacia atrás, con el pelo grasiento y humedecido. Sus ojos tristes y acuosos miraban, sin ver ni centrarse, aquella reunión de amigos que alguna vez, hacía ya muchos años, también había compartido.
Algunos se habían puesto de pie. Reinaba ahora el silencio en la sala, solo roto por algún carraspeo de disimulo. Manuel estaba boquiabierto mirando a aquel intruso. Ignacio, Pedro, Ángel fumaban sin apartar la mirada de aquella figura vacilante que acababa de interrumpir sus alegres recuerdos.
-¿Invitaréis a una copa por lo menos? –dijo balbuciendo el recién llegado.
-¡Joder, sí es el Zocato! –exclamó una voz desde una esquina de la mesa- Era Andrés el que había hablado; ¡José Luis, el Zocato!
Para entonces José Luis, no se sabe bien cómo, había cogido una silla y se había sentado alrededor de la mesa. Tanteaba por encima del blanco mantel buscando una copa y agarrando la primera botella que alcanzó llenó aquella hasta el borde. El primer trago se deslizó hacia el interior de su boca y resbaló por su mentón a partes iguales. Un eructo fue el presagio del fin de aquel aniversario.